A lo largo del día siguiente, la ciudad se convirtió en un caliginoso generador de calor y pesadillas.
Los rumores sacudían los bajos fondos. Ma Francine había sido hallada muerta, decían. Le había disparado por la noche, tres veces, con un arco. Algún asesino independiente se había ganado mil guineas del señor Motley.
No llegaban noticias desde el cuartel general en Kinken de la Banda del Azúcar. Sin duda, había comenzado la guerra interna por la sucesión.
Se encontraban cada vez más cuerpos comatosos, imbéciles. La sensación de lento pánico cobraba velocidad de forma perceptible. Las pesadillas no cesaban, y algunos de los periódicos las relacionaban con los ciudadanos sin mente hallados todos los días, derrumbados sobre sus mesas frente a ventanas rotas, o tirados en la calle, atacados entre los edificios por aflicciones llovidas del cielo. El débil olor del limón podrido se aferraba a sus rostros.
Aquella plaga no discriminaba. Afectaba a completos y a rehechos. Se encontraron humanos, khepri, vodyanoi y dracos. Incluso los garuda de la ciudad comenzaban a caer, así como otras criaturas aún más extrañas.
En el montículo de San Jabber, el sol se alzó sobre un trog caído, sus pálidos miembros pesados y sin vida, aunque siguiera respirando; estaba tendido boca abajo junto a un trozo de carne robada. Debía de haberse aventurado a medianoche desde las alcantarillas para conseguir comida, solo para ser abatido.
En el Gidd Este, una escena aún más extraña aguardaba a la milicia. Había dos cuerpos medio escondidos entre los arbustos que rodeaban la biblioteca. El primero era el de una joven callejera, desangrada hasta morir por las heridas de dientes en el cuello. Sobre ella se encontraba el cuerpo enjuto de un residente bien conocido de la zona, propietario de una pequeña y pujante fábrica textil. Su boca y su mentón estaban cubiertos por la sangre de la chica. Sus ojos sin vida miraban al sol. No estaba muerto, pero su mente había desaparecido.
Algunos extendieron la noticia de que Andrew St. Kader no era lo que parecía; otros muchos, la asombrosa verdad de que aun los vampiros eran presa de los ladrones de mentes. La ciudad se encogió. ¿Eran todopoderosos aquellos agentes, aquellos gérmenes o espíritus, aquella enfermedad, aquellos demonios? ¿Era posible derrotarlos?
Había confusión y miedo. Algunos ciudadanos enviaron cartas a los pueblos de sus padres, haciendo planes para dejar Nueva Crobuzon y marchar a las colinas y valles al sur y al este. Pero, para muchos millones, no había sitio donde huir.
Durante el tedioso calor diurno, Isaac y Derkhan se refugiaron en la pequeña cabaña.
Cuando llegaron, vieron que el constructo ya no se encontraba donde lo habían dejado. No había señal de él por ninguna parte.
Lemuel se marchó a ver si conseguía contactar con sus camaradas. No le gustaba la idea de aventurarse estando en guerra con la milicia, pero menos aún el sentirse aislado. Además, pensó Isaac, a Lemuel no le agradaba presenciar su desdicha y la de Derkhan.
Yagharek, para sorpresa del científico, también se había marchado.
Derkhan recordaba. Se castigaba por llorar sin parar, por empeorar sus sentimientos, pero no era capaz de detenerse. Le habló a Isaac de sus conversaciones de madrugada con Lin, de sus discusiones sobre la naturaleza del arte.
Él era más reservado. Jugaba sin pensar con los trozos de su motor de crisis. No detenía la cháchara de Derkhan, sino que en ocasiones injertaba algún recuerdo propio. Su mirada estaba perdida. Se recostó apático contra la pared de madera.
Antes que Lin, la amante de Isaac había sido Bellis; humana, como todas sus anteriores compañeras de lecho. Bellis era alta y pálida, y se pintaba los labios de púrpura. Era una brillante lingüista que se había cansado de lo que bautizó como la «bulliciosidad» de Isaac y le rompió el corazón.
Entre Bellis y Lin había habido cuatro años de putas y aventuras breves. Había acabado con todo ello un año antes de conocer a Lin. Una noche fue a Mama Sudd y tuvo que soportar una horrenda conversación con la joven prostituta a la que había contratado. Había hecho un comentario casual alabando a la amigable y maternal madame, que trataba bien a las chicas, y se sintió perturbado al ver que sus opiniones no eran compartidas. Al final la cansada prostituta había saltado, olvidando que se trataba de un cliente, y le había dicho lo que pensaba de la mujer que alquilaba sus orificios y que le dejaba quedarse tres estíveres de cada shekel que ganaba.
Aturdido y avergonzado, Isaac se había marchado sin quitarse siquiera los zapatos. Le pagó doble.
Después de aquello mantuvo la castidad durante largo tiempo y se sumergió en el trabajo. Un día, un amigo le pidió que lo acompañara a la exposición de una joven artista glandular khepri. En una pequeña galería, una sala cavernosa en el lado más peligroso de Sobek Croix, con vistas a los ajados setos y oteros en las lindes del parque, conoció a Lin.
Había encontrado sus esculturas cautivadoras y se había acercado a ella para decírselo. Soportó una lentísima conversación (ella escribía sus respuestas en la libreta que siempre portaba), pero aquel ritmo frustrante no socavó la repentina intimidad y emoción compartidas. Se alejaron del resto de la pequeña fiesta y examinaron las piezas una a una, sus retorcidas formas, su torturada geometría.
Después de aquel día se vieron a menudo. Isaac aprendía de forma subrepticia algunos signos entre un encuentro y otro, de modo que sus conversaciones se hacían más fáciles con cada semana que pasaba. Una noche, durante la presumida y laboriosa gesticulación de un chiste verde, Isaac, muy borracho, la había tocado con torpeza, y habían terminado en la cama.
El asunto había sido desmañado y difícil. No podían besarse como primer paso: las piezas bucales de Lin le arrancarían la boca de la cara. Durante un momento después de eyacular, Isaac fue vencido por la repulsión y casi había vomitado al ver aquellas patas enraizadas de la cabeza, las antenas agitándose. Lin se sintió insegura de su cuerpo y se envaró repentina, imprevisiblemente. Cuando despertó, Isaac se sintió temeroso y horrorizado, aunque más por el haber transgredido que por la propia transgresión.
Y, durante el tímido desayuno, comprendió que aquello era lo que quería.
El sexo híbrido casual no era extraño, por supuesto, pero él no era un joven ebrio que frecuentaba un burdel xeniano en un repente.
Se estaba enamorando.
Y ahora, después de que desaparecieran la culpa y la incertidumbre, tras acabar con el disgusto y el miedo atávico, dejando solo un nervioso y profundo afecto, le habían arrebatado a su amante. No regresaría nunca.
A veces pensaba (no podía evitarlo) en Lin temblando mientras Motley, ese incierto personaje descrito por Lemuel, le arrancaba las alas de la cabeza.
No podía evitar gemir ante la escena, y Derkhan trataba de consolarlo. Lloraba a menudo, a veces en silencio, a veces con furia. Gañía apesadumbrado.
Por favor, rezaba a los dioses humanos y khepri, Solenton y Jabbery… y la Enfermera y la Artista… Dejad que haya muerto sin dolor.
Pero sabía que probablemente habría sido apaleada o torturada antes de que la despacharan, y aquello lo enloquecía de pena.
El verano estiraba la luz como si estuviera en un potro de tortura. Cada momento era alongado hasta que su anatomía se colapsaba. El tiempo se quebrantaba. El día progresaba en una infinita secuencia de instantes muertos. Los pájaros y los dracos se aferraban al cielo como partículas de suciedad en el agua. Las campanas de las iglesias tañían intermitentes y poco sinceras plegarias a Palgolak y Solenton. Los ríos fluían hacia el este.
Isaac y Derkhan alzaron la mirada cuando Yagharek regresó a últimas horas de la tarde; su capa con capucha desteñía bajo la luz abrasadora. No dijo dónde había estado, pero trajo comida que los tres compartieron. Isaac se recompuso. Aplacó la angustia y endureció su expresión.
Tras interminables horas de monótona luz, las sombras cubrieron el rostro de las montañas. Las fachadas occidentales de los edificios se tiñeron de un rosa resbaladizo antes de que el sol se ocultara tras las cumbres. Las lanzas de despedida de la luz se perdieron en la roca del Paso del Penitente. El cielo quedó iluminado durante largo rato después de morir el sol. Aún estaba oscureciendo cuando volvió Lemuel.
—He comunicado nuestra situación a algunos colegas —explicó—. Pensé que sería un error hacer planes fijos hasta que veamos qué nos encontramos esta noche en nuestra reunión en el Meandro Griss, pero puedo conseguir algo de ayuda aquí y allá. Estoy usando algunos favores. Al parecer, hay algunos aventureros en la ciudad que aseguran haber liberado a los trogs de las ruinas de Tashek Rek Hai. Podrían aceptar trabajar para nosotros por algo de pasta.
Derkhan alzó la mirada, la expresión torcida por el desagrado. Se encogió infeliz de hombros.
—Sé que son de las gentes más duras de Bas-Lag —dijo lentamente. Tardó unos instantes en devolver su mente al asunto—. Pero no confío en ellos. Buscadores de emociones. Cortejan el peligro, y por lo general no son más que profanadores de tumbas sin escrúpulos. Cualquier cosa por algo de oro y experiencias. Y sospecho que, si les dijéramos lo que intentamos, se resistirían a participar. No sabemos cómo combatir a esas polillas.
—Vale, Blueday —dijo Lemuel—. Pero yo ya te digo que aceptaré lo que sea. ¿Sabes a qué me refiero? Veamos lo que pasa esta noche. Después podremos decidir si contratar o no a esos delincuentes. ¿Qué dices, Isaac?
Isaac alzó lentamente la vista y enfocó la mirada. Se encogió de hombros.
—Son escoria —dijo—. Pero si hacen el trabajo…
Lemuel asintió.
—¿Cuándo salimos?
Derkhan consultó el reloj.
—Son las nueve. Falta una hora. Deberíamos dejar media hora para llegar allí, por si las moscas. —Se giró y miró por la ventana el cielo sombrío.
Las cápsulas de la milicia volaban a toda prisa con un zumbido de los raíles. Unidades especiales se estacionaban por toda la ciudad, portando extrañas mochilas llenas de equipo voluminoso, raro, oculto bajo el cuero. Cerraban las puertas a sus descontentos colegas en las torres y aguardaban en cámaras ocultas.
En los cielos había más dirigibles de lo habitual. Se llamaban los unos a los otros a bocinazos, atronando saludos vibratorios. Transportaban cargamentos de oficiales que comprobaban sus enormes armas y sus espejos.
Apartada de Strack, hacia la confluencia de los dos ríos, había una diminuta isla solitaria. Algunos la llamaban Pequeña Strack, aunque en realidad carecía de nombre. Era un terruño de maleza, tocones de madera y viejos cabos empleado de vez en cuando en caso de emergencia. No disponía de iluminación. Estaba aislada de la ciudad. No había túneles secretos que condujeran al Parlamento, ni botes anclados a los troncos descompuestos.
Aun a pesar de todo, aquella noche su silencio fue interrumpido.
Montjohn Rescue se encontraba en el centro de un pequeño grupo de figuras calladas. Estaban rodeados por las formas arrancadas de las vainillas y otras plantas. Detrás de Rescue, la enormidad de ébano del Parlamento horadaba el firmamento. Sus venas resplandecían. El murmullo silbante del agua acallaba los sonidos de la noche.
El ministro se estiró, vestido con su habitual traje inmaculado. Miró a su alrededor. La congregación era variada. Aparte de él había seis humanos, una khepri y un vodyanoi. También los acompañaba un enorme y bien alimentado perro. Los humanos y xenianos parecían acomodados, salvo un pandillero rehecho y un andrajoso niño pequeño. Había una anciana enjoyada y una hermosa joven. Un musculoso barbón y un enjuto funcionario con gafas.
Todas las figuras, humanas o no, estaban sobrenaturalmente quietas. Todas vestían al menos una prenda voluminosa para ocultarse. El taparrabos del vodyanoi tenía el doble del tamaño habitual, e incluso el perro llevaba una absurda faja.
Todos los ojos estaban inmóviles, clavados en Rescue, que lentamente se desenrolló la bufanda.
Cuando la última capa de algodón cayó de su cuerpo, una forma oscura se agitó debajo.
Algo se enroscó con fuerza alrededor de su carne.
Aferrada a su cuello estaba lo que parecía una mano derecha humana. La piel era de un púrpura lívido. En la muñeca, la carne de aquella cosa se transformaba rápidamente en una cola serpentina de treinta centímetros. El tentáculo estaba enroscado alrededor del cuello, con la punta embebida bajo la piel, palpitando húmeda.
Los dedos de la mano se movieron ligeramente, escarbando en la carne.
Tras un momento, el resto de las figuras se desembarazó de sus coberturas. La khepri se desabotonó los pantalones amplios, la anciana su blusa pasada de moda. Todos se quitaron alguna prenda para revelar una mano enroscando su cola de serpiente bajo la piel, los dedos moviéndose suavemente sobre los nervios, como sobre las teclas de un piano. Allí se aferraba al interior del muslo, allá a la cadera, allá al escroto. Incluso el perro bregó con su faja hasta que el niño lo ayudó, desabotonando aquella prenda absurda para revelar otro tumor similar adosado a la carne peluda.
Había cinco manos derechas y cinco izquierdas, sus colas enroscándose y desenroscándose, su piel moteada, gruesa.
Humanos, xenianos y animales se acercaron, formando un círculo cerrado.
A una señal de Rescue, las gruesas colas emergieron de la carne de sus anfitriones con un sonido viscoso. Cada uno de ellos se sacudió y vaciló, la boca abierta en un espasmo, los ojos parpadeando neuróticos en la cabeza. Las heridas de entrada comenzaron a rezumar una espesa resina. Las colas ensangrentadas se agitaron ciegas en el aire por un instante, como enormes gusanos. Se estiraban y temblaban mientras se tocaban entre ellas.
Los cuerpos anfitriones se doblaban hacia sus compañeros, como si susurraran una extraña bienvenida. Estaban totalmente quietos.
Los manecros comulgaron.
Los manecros eran un símbolo de perfidia y corrupción, un borrón de la Historia. Complejos y discretos. Poderosos. Parásitos.
Daban lugar a rumores y leyendas. La gente decía que eran el espíritu de muertos despreciables. Que eran un castigo para el pecado. Que si un asesino se suicidaba, sus manos culpables se retorcían y agitaban hasta separarse de la piel putrefacta, y así nacía el manecro.
Había muchos mitos y algunas cosas que se sabían ciertas. Vivían mediante la infección, tomando la mente de sus anfitriones, controlando sus cuerpos e imbuyéndolos de extraños poderes. El proceso era irreversible. Los manecros solo podían vivir la vida de otros.
Se mantenían ocultos a lo largo de los siglos como una raza secreta, una conspiración viviente, un sueño inquietante. En ocasiones, los rumores señalaban que alguien aborrecido y bien conocido caía ante la amenaza de los manecros, con historias sobre extrañas formas retorciéndose bajo las chaquetas, o cambios inexplicables en el comportamiento. Pero, a pesar de los cuentos, las advertencias y los juegos de los niños, nunca se había encontrado a uno.
Muchos en Nueva Crobuzon creían que, si alguna vez habían existido en la ciudad, habían desaparecido.
A la sombra de sus inmóviles anfitriones, las colas de los manecros se deslizaban las unas sobre las otras, sus pieles lubricadas por la sangre espesa. Se arrastraban como una orgía de formas de vida menores.
Compartieron información. Rescue les dijo lo que sabía y dio órdenes. Repitió a los suyos lo que Rudgutter había dicho. Explicó de nuevo que el futuro de su raza también dependía de la captura de las polillas. Les contó cómo Rudgutter le había expuesto con delicadeza que las buenas relaciones entre el gobierno y los manecros de Nueva Crobuzon estaban atadas a su voluntad para contribuir en aquella guerra secreta.
Los manecros departían en su rezumante lenguaje táctil, debatiendo hasta llegar a conclusiones.
Tras dos, tres minutos, se retiraron con pesadumbre y se enterraron de nuevo en las heridas abiertas en sus anfitriones. Cada cuerpo se sacudió al reinsertarse la cola. Los ojos parpadearon, las bocas se cerraron de golpe. Los pantalones y bufandas volvieron a su lugar.
Como habían dispuesto, se separaron en cinco parejas, cada una formada por un manecro derecho, como el de Rescue, y uno izquierdo. El propio Montjohn fue emparejado con el perro.
Dio unos pasos sobre los matorrales y cogió una gran bolsa. De ella sacó cinco cascos con espejos, cinco antifaces ciegos, varios juegos de correas de cuero y nueve pistolas de pedernal preparadas. Dos de los cascos eran de factura especial, uno para el vodyanoi y otro alargado para el can.
Cada manecro izquierdo dobló a su anfitrión para recuperar su casco, mientras los derechos tomaban los gruesos antifaces. Rescue ajustó el yelmo a su compañero canino y lo apretó con fuerza, antes de cubrirse con el antifaz de modo que fuera incapaz de ver nada.
Cada una de las parejas se alejó. Los derechos se aferraban a sus compañeros. El vodyanoi se ayudaba de la joven; la anciana del burócrata; el rehecho de la khepri; el niño de la calle se sujetaba protector al hombre musculoso; y Rescue se apoyaba en un perro al que ya no podía ver.
—¿Están claras las instrucciones? —dijo en alto, demasiado alejados ya para hablar la lengua táctil de los manecros—. Recordad el entrenamiento. Sin duda, va a ser una noche difícil y extraña. Nunca antes se ha intentado. Izquierdos, guiad. Esa es vuestra responsabilidad. Abríos a vuestro compañero y no os cerréis en toda la noche. Cuidad la cólera de batalla. Comunicaos también con los demás izquierdos. A la menor señal del objetivo, lanzad la alarma mental a todos los izquierdos. Nos reuniremos al instante. Derechos, obedeced sin pensar. Nuestros anfitriones deben estar siempre cegados. No miréis las alas por nada del mundo. Con los cascos de espejo podríamos ver, pero no lanzar el esputo. Por tanto, miramos siempre hacia delante. Esta noche llevamos a los izquierdos como nuestros anfitriones nos llevan a nosotros, sin pensar, sin miedo, sin preguntas. ¿Entendido? —se produjeron sonidos mudos de aquiescencia. Rescue asintió—. Entonces, uníos.
Los izquierdos de cada pareja tomaron las correas relevantes y se ataron fuertemente a su derecho. Cada anfitrión izquierdo ajustaba las correas entre las piernas, la cadera y los hombros, envolviendo a su derecho, espalda contra espalda. Mirando por los espejos de sus cascos veían hacia atrás, por encima de los hombros de los derechos, al frente de estos.
Rescue esperó mientras un izquierdo invisible ataba al perro incómodamente a su espalda. Las patas del animal estaban extendidas de forma absurda, pero el parásito manecro del can ignoró el dolor de su anfitrión. Movía la cabeza de forma experta, comprobando que podía ver por encima de los hombros de Rescue. Lanzó un incontrolado ladrido.
—Recordad todos el código de Rudgutter —gritó Rescue—: En caso de emergencia, avisad. Después, atacad.
Los derechos flexionaron órganos ocultos en la base de sus vividos pulgares humanoides y se produjo una rápida bocanada de aire. Las cinco desgarbadas parejas de anfitrión y manecro volaron hacia arriba, alejándose de las demás a gran velocidad y desapareciendo hacia el Prado del Señor, la Colina Mog, Siriac, el Tábano y Sheck, engullidas por el impuro y mancillado aire de la noche. Los ciegos portaban a los aterrados.