36

Casi era medianoche. El Día de la calavera daba paso al de la huida. Quedaba una noche para la luna llena.

En el exterior de la torre de Lin, en la propia Galantina, los pocos viandantes estaban irritables y nerviosos. El día de mercado había pasado, y con él su bonhomía. La plaza se veía poseída por los esqueletos de los puestos, enjutos armazones de madera desnudados de sus lienzos. Los restos del bazar se apilaban en montones putrefactos, esperando a que los basureros los llevaran a los vertederos. La luna hinchada emblanquecía el barrio como un líquido corrosivo, dándole un aspecto ominoso, raído, desagradable.

Isaac subió con precaución las escaleras de la torre. No había tenido modo de enviarle un mensaje a Lin, y hacía días que no la veía. Se habían lavado lo mejor posible con agua robada de una bomba en el Tábano, pero seguía apestando.

El día anterior habían pasado varias horas en las cloacas. Lemuel no les había permitido salir durante largo tiempo, decretando que era demasiado peligroso hacerlo durante el día.

—Tenemos que permanecer juntos —exigió— hasta que sepamos qué hacer. Y no somos el grupo más discreto, precisamente. —De modo que los cuatro se habían sentado en una sala bañada por aguas fecales, comiendo con esfuerzo para no vomitar, peleándose sin conseguir trazar plan alguno. Habían discutido de forma vehemente sobre si Isaac debía ir solo o no a ver a Lin. Era diamantino en su insistencia acerca de acudir sin compañía. Derkhan y Lemuel denunciaron su estupidez, e incluso el silencio de Yagharek había parecido brevemente acusatorio. Pero Isaac no cedía.

Al final, cuando la temperatura cayó y todos habían olvidado el hedor, se movieron. Había sido una larga y ardua jornada a través de las entrañas abovedadas de Nueva Crobuzon. Lemuel había abierto la marcha, las pistolas preparadas. Isaac, Derkhan y Yagharek tuvieron que transportar al constructo, incapaz de moverse en aquella espesa bazofia. Era pesado y escurridizo y se les había caído varias veces, se había golpeado y dañado; igual que ellos, que resbalaban maldiciendo en aquel despojo, apoyando manos y dedos contra las paredes de hormigón. Isaac no les permitía dejar al autómata atrás.

Se habían movido con cuidado. Eran intrusos en el oculto y hermético ecosistema del alcantarillado, y habían estado atentos para esquivar a sus nativos. Al fin habían emergido tras la estación Salpetra, parpadeando y rezumando bajo la luz mortecina.

Habían dormido en una pequeña cabaña desierta junto a las vías en Griss Bajo. Era un escondrijo audaz. Justo antes de que la línea Sur cruzara el Alquitrán por el puente Celosía, un edificio derruido formaba una enorme pendiente de ladrillo aplastado y astillas de hormigón que parecía romper contra las vías elevadas. En lo alto, silueteada de forma espectacular, vieron la cabaña de madera.

Su propósito no estaba claro: era evidente que no había sido tocada en años. Los cuatro se habían arrastrado exhaustos por los restos industriales, empujando al constructo frente a ellos, a través del alambre raído que supuestamente debía proteger la línea férrea de los intrusos. En los minutos transcurridos entre el paso de los trenes se habían acercado por el límite de hierba y maleza que rodeaba las vías y habían abierto las puertas de la polvorienta y oscura construcción.

Allí, por fin, se habían relajado.

La madera estaba retorcida y los tablones, mal encajados, dejaban entrar la luz. Vieron, a través de las ventanas sin cristal, a los trenes volar junto a ellos en ambas direcciones. Al norte, el Alquitrán trazaba una «S» cerrada que contenía la Aduja y el Meandro Griss. El cielo se había oscurecido hasta adoptar un grueso negro azulado. Alcanzaban a divisar los barcos de placer iluminados en el río. El enorme pilar industrial del Parlamento se alzaba un poco al este, contemplándolos tanto a ellos como al resto de la ciudad. Un poco más abajo de la Isla Strack, las luces químicas de las viejas compuertas fluviales siseaban y escupían, reflejando su grasiento fulgor amarillo en el agua oscura. Tres kilómetros al nordeste, apenas visibles tras el Parlamento, se alzaban las Costillas, viejos huesos cetrinos.

Desde el otro lado de la cabaña divisaban el espectacular oscurecimiento del cielo, aún más asombroso por el día pasado en el cieno hediondo de Nueva Crobuzon. El sol acababa de desaparecer y el cielo quedaba bisecado por la línea férrea que atravesaba la torre de la milicia en el Tábano. La ciudad era una silueta en capas, un intrincado y mortecino horizonte de chimeneas, de cubiertas de pizarra que se sujetaban oblicuas las unas a los otras bajo las torres trenzadas de iglesias dedicadas a dioses oscuros, de los gigantescos respiradores priápicos de las fábricas que escupían humo sucio y quemaban el exceso de energía, de monolíticas torres como vastas lápidas de hormigón y del seco espacio de los parques.

Habían descansado y se habían limpiado la inmundicia lo mejor que habían podido. Allí, por fin, Isaac había atendido el muñón en la oreja de Derkhan. Se había insensibilizado pero seguía doliéndole. Lo llevaba con pesada reserva. Isaac y Lemuel se habían tocado sus propios restos con incomodidad.

A medida que la noche se abalanzaba sobre ellos, Isaac se preparó para marchar. Las discusiones saltaron de nuevo, pero estaba resuelto. Necesitaba ver solo a Lin.

Tenía que decirle que, en cuanto la milicia la relacionara con él, estaría en peligro. Tenía que decirle que su vida tal y como la había conocido había terminado, y que era culpa de él. Tenía que pedirle que lo acompañara, que huyeran juntos. Necesitaba su perdón y su afecto.

Una noche a solas con ella. Eso era todo.

Lemuel no lo aceptaba.

—También son nuestras putas cabezas, Isaac —siseó—. Toda la milicia de la ciudad está detrás de tu pellejo. Tu helio debe de estar pegado por todas las torres, puntales y suelos de la Espiga. No sabes cómo moverte. A mí me llevan buscando toda la vida. Si vas a por tu chica, yo voy.

Isaac se había visto obligado a ceder.

A las diez y media, los cuatro se envolvieron en sus ropas destrozadas y se taparon la cara. Tras múltiples intentos, Isaac había logrado al fin que el constructo se comunicara. Con reluctancia y una torturadora lentitud, había escrito un mensaje.

«Vertedero 2 del Meandro Griss. Mañana noche 10. Ahora dejadme bajo la arcada».

Repararon en que, con la oscuridad, llegaban las pesadillas. Aun despiertos, la náusea mental contaminaba el sueño de la ciudad. Todos estaban nerviosos y quisquillosos.

Isaac había ocultado su mochila, que contenía los componentes del motor de crisis, bajo un montón de tablones de madera. Después descendieron, portando al constructo por última vez. Isaac lo ocultó en un nicho creado por el desprendimiento de la estructura del puente férreo.

—¿Estarás bien aquí? —probó a preguntar, aún sintiéndose absurdo por hablarle a una máquina. El constructo no respondió, de modo que al fin desistió—. Mañana nos vemos —le dijo mientras se alejaba.

Los cuatro fugitivos se abrieron paso clandestinamente a través de la floreciente noche de Nueva Crobuzon. Lemuel había llevado a sus compañeros por una ciudad alternativa de derroteros ocultos y extraña cartografía. Evitaban las calles cuando había callejones, y estos siempre que encontraban canales rotos de hormigón. Habían pasado por patios desiertos y azoteas, despertando a su paso a los indigentes que se acurrucaban juntos para protegerse.

Lemuel era confiado. Manejaba con facilidad la pistola cargada y preparada mientras trepaba y corría, manteniéndolos cubiertos. Yagharek se había adaptado a su cuerpo sin el peso de las alas. Sus huesos huecos y sus músculos tensos se movían con eficacia. Se columpiaba con agilidad por el paisaje arquitectónico, saltando obstáculos. Derkhan llevaba la lengua fuera, pero no se permitía quedarse atrás.

Isaac era el único cuyo sufrimiento era evidente, pues no dejaba de resollar, toser y sentir arcadas. Lanzaba su peso excesivo tras el rastro de los ladrones, rompiendo pizarras con sus enormes pisadas, sujetándose la barriga desdichado. Maldecía sin parar cada vez que exhalaba.

Cortaron un rastro cada vez más profundo en la ciudad, como si se recorrieran un bosque. Con cada paso, el aire se tornaba más espeso. Tenían una sensación de equivocación, de tensa inquietud, como si unas largas uñas arañaran la superficie de la luna y les provocaba escalofríos en el alma. A su alrededor oían los gritos de sueños perturbados y patéticos.

Se detuvieron en el Tábano, a pocas calles de la torre de la milicia, y tomaron agua de una bomba para lavarse y beber. Después corrieron hacia el sur, a través del laberinto de callejuelas entre la calle Shadrach y el paso Selchit, en dirección a Galantina.

Y allí, en aquel lugar sobrenatural, casi desierto, Isaac pidió a sus compañeros que esperaran. Entre bocanadas desesperadas, les suplicó que se quedaran allí, que le concedieran media hora con ella.

—Tenéis que darme un poco de tiempo para explicarle lo que sucede —imploró.

Aceptaron y aguardaron en la oscuridad, en la base del edificio.

—Media hora, Isaac —dejó claro Lemuel—. Después subimos. ¿Entiendes?

Y, así, Isaac comenzó a ascender lentamente las escaleras.

La torre estaba fría, silenciosa. Hasta la séptima planta no oyó el primer sonido, el murmullo somnoliento y el aleteo incesante de las chovas. Reanudó la marcha, sintiendo las brisas que recorrían el arruinado e inseguro octavo piso y ascendió al fin hasta lo alto de la torre.

Se encontraba frente a la familiar puerta de Lin. Puede que no esté aquí, razonó. Probablemente siga con ese tipo, su mecenas, haciendo su obra. En cuyo caso, tendré que… que dejarle un mensaje.

Llamó a la puerta, que se abrió en silencio. El aliento se le congeló en la garganta. Entró a toda prisa.

El aire hedía a sangre putrefacta. Recorrió el pequeño espacio del ático hasta descubrir lo que allí le aguardaba.

Lucky Gazid lo observaba con mirada ciega, sentado en una de las sillas de Lin, junto a la mesa, como si fuera a comer. Su forma quedaba recortada en la poca luz que llegaba desde la plaza. Los brazos de Gazid descansaban sobre la mesa. Sus manos estaban tensas, duras como el hueso. Tenía la boca abierta, obturada por algo que Isaac no distinguía claramente. Estaba por completo empapado en sangre, sangre que había formado un charco en la mesa, goteando sobre la madera del suelo. Le habían abierto la garganta. En la calina veraniega, los hambrientos insectos nocturnos se arracimaban en la herida.

Se produjo un instante en el que Isaac pensó que podía tratarse de una pesadilla, de uno de los sueños enfermizos que afligían a la ciudad, defecado sobre su inconsciente, escupido al éter por las polillas asesinas.

Pero Gazid no desaparecía. Era real, estaba muerto de verdad.

Lo miró. Palideció ante el grito que era la expresión del cadáver. Contempló sus manos, torcidas en garras. Lo habían sentado a la mesa, lo habían rajado y lo habían sujetado hasta que murió. Después, le habían metido algo en la boca abierta.

Isaac se acercó a él. Endureció su ánimo y extendió la mano, sacando un gran sobre de la boca seca.

Cuando le dio la vuelta, vio su nombre cuidadosamente escrito. Miró el interior con nauseabunda premonición.

Hubo un momento, un brevísimo instante, en el que no reconoció lo que contenía. Ligeras, casi sin peso, tuvo la sensación de sacar un pergamino descompuesto, unas hojas muertas. Después las sostuvo ante la pálida luz grisácea de la luna y vio que se trataba de un par de alas khepri.

Isaac dejó escapar un sonido, una exhalación de atónita fatalidad. Sus ojos se abrieron horrorizados.

—Oh, no —dijo, hiperventilando—. Oh no oh no no no…

Habían doblado y enrollado las alas, destrozado su delicada sustancia, descamándolas en grandes parches de materia traslúcida. Sus dedos temblaron al tratar de alisarlas. Las puntas acariciaban la superficie rota. Susurraba una única nota, un trémulo lamento. Buscó en el sobre y extrajo una hoja de papel doblado.

Estaba escrita a máquina, con un tablero de ajedrez en lo alto. Mientras leía, Isaac comenzó a llorar desarticulado.

Copia 1: Galantina (otras serán enviadas a Ciénaga Brock, Campos Salacus)

Señor Dan der Grimnebulin:

Las khepri no pueden emitir sonidos, pero a juzgar por los químicos que exuda y el temblor de esas patas de insecto, opino que, para Lin, la extirpación de estas alas inútiles ha sido una experiencia profundamente desagradable. No dudo que su cuerpo inferior también hubiera peleado, de no ser por que tenemos a esta prostituta insectil atada a una silla.

Lucky Gazid puede darle este mensaje, pues es a él a quien debo agradecer su interferencia.

Asumo que ha tratado usted de meter la cabeza en el mercado de la mierda onírica. Al principio pensé que quería para usted toda la droga que compró a Gazid, pero los farfullos de ese idiota terminaron revelando lo de su ciempiés en la Ciénaga Brock, y comprendí la magnitud de su plan.

Nunca conseguirá droga de primera de una polilla alimentada con mierda onírica para consumo humano, por supuesto, pero habría podido cobrar menos por su producto inferior. Mi interés es que todos mis clientes sean auténticos connoisseurs. No toleraré competencia alguna.

Como he descubierto después, y como uno podría esperar de un aficionado, no fue usted capaz de controlar a su maldita productora. Su cachorro, mal alimentado, escapó gracias a su incompetencia y luego liberó a sus hermanas. Estúpido.

Aquí están mis exigencias, (i) Que se entregue usted a mí de inmediato, (ii) Que devuelva los restos de la mierda onírica que me robó mediante Gazid, o que me pague una compensación (a acordar), (iii) Que se dé a la tarea de capturar a mis productoras, junto con su patético espécimen, para entregármelas de inmediato. Tras cumplir estas condiciones, podremos negociar con su vida.

Mientras espero su respuesta, seguiré mis discusiones con Lin. He estado disfrutando de su compañía en las últimas semanas, y ansío la posibilidad de tratar con ella de forma más íntima. Tenemos una pequeña apuesta. Ella confía en que usted responderá a esta epístola mientras aún conserva alguna de sus patas de insecto. Yo no estoy tan seguro. El ritmo actual es de una pata por cada dos días en que no tengamos noticias. ¿Quién ganará?

Se las arrancaré mientras se retuerce y escupe, ¿comprende? Y, en dos semanas, haré lo mismo con el caparazón del cuerpo superior, y le daré su cabeza viva a las ratas. Yo personalmente la sujetaré mientras la devoran.

Ansío sus prontas noticias.

Suyo sinceramente,

Motley.

Cuando Derkhan, Yagharek y Lemuel llegaron a la novena planta, pudieron oír la voz de Isaac. Hablaba lentamente, con tonos bajos. No distinguían las palabras, pero parecía un monólogo. No se detenía para oír respuesta alguna.

Derkhan llamó a la puerta, y al no recibir respuesta empujó poco a poco y miró dentro.

Vio a Isaac y a otro hombre. Solo tardó unos segundos en reconocer a Gazid y en reparar en que lo habían asesinado. Boquiabierta, entró lentamente, dejando paso a Yagharek y a Lemuel.

Miraron a Isaac. Estaba sentado en la cama, sosteniendo un par de alas de insecto y una hoja de papel. Alzó la vista hacia ellos y su murmullo remitió. Estaba llorando sin sonidos articulados. Abrió la boca y Derkhan se acercó a él, le tomó las manos. Él sollozaba y escondía los ojos, retorcida su expresión por la rabia. Sin más palabras, Derkhan cogió la carta y la leyó.

Su boca vibraba por el puro horror. Emitió un pequeño gemido mudo por su amiga y le pasó la nota a Yagharek, temblando, pugnando por controlarse.

El garuda la revisó con cuidado. Su reacción fue invisible. Se volvió hacia Lemuel, que examinaba el cadáver de Lucky Gazid.

—Este lleva muerto un tiempo —dijo, aceptando la carta.

Sus ojos se abrieron al terminarla.

—¿Motley? —suspiró—. ¿Lin ha estado tratando con Motley?

—¿Quién es? —gritó Isaac—. ¿Dónde está ese puto montón de mierda?

Lemuel miró a Isaac con la expresión mudada por el espanto. La compasión brillaba en sus ojos al ver la mueca llorosa y enrojecida de Isaac.

—Oh, Jabber… El señor Motley es el centro, Isaac —dijo simplemente—. Es el jefe. Dirige el este de la ciudad. Lo dirige. Es el jefe del crimen.

—Voy a matar a ese hijo de puta cabrón, lo voy a matar, lo voy a matar…

Lemuel lo observó inquieto. No, Isaac, pensó. No vas a poder.

—Lin… no me decía para quién trabajaba —dijo Isaac, calmando su voz poco a poco.

—No me sorprende —dijo Lemuel—. La mayoría de la gente no ha oído hablar de él. Rumores, puede… nada más.

Isaac se incorporó de repente. Se pasó la manga por la cara para limpiarse la nariz.

—Muy bien, tenemos que rescatarla. Tenemos que encontrarla. Pensemos. Pensemos. Este… Motley cree que le he estado jodiendo, lo que no es cierto. ¿Cómo puedo hacer que se eche atrás…?

—Isaac, Isaac… —Lemuel estaba congelado. Tragó saliva y miró hacia otro lado, antes de acercarse a él. Le sujetó las manos, suplicando que se calmara. Derkhan lo contempló, también con una lástima dura y brusca, pero igualmente indudable. Lemuel negaba con la cabeza. Su mirada era férrea, pero sus labios pugnaban por buscar las palabras—. Isaac, he tratado con Motley. Nunca lo he visto, pero lo conozco. Conozco su trabajo. Sé cómo tratar con él, sé lo que esperar. Ya he visto esto antes, exactamente igual… Isaac… —tragó saliva y prosiguió—. Lin está muerta.

—No, no es verdad —gritó Isaac, cerrando los puños y agitándolos alrededor de su cabeza.

Pero Lemuel le aferró las muñecas sin dureza, sin lucha, pero con intensidad, haciéndole escuchar y comprender. Isaac se detuvo unos instantes con expresión cautelosa e iracunda.

—Está muerta. Lo siento, compañero. De verdad. Lo siento, pero no hay nada que hacer. —Se retiró mientras Isaac, conmocionado, sacudía la cabeza. Abrió la boca, como si intentara llorar. Lemuel negaba lentamente con la cabeza. Apartó la mirada de Isaac y habló con voz lenta y queda, como si lo hiciera para sí mismo.

—¿Por qué conservarla con vida? —dijo—. No… no tiene sentido. Ella es… una complicación añadida, nada más. Es… es más fácil disponer de las cosas. Ha hecho lo que tenía que hacer —dijo de repente más fuerte, levantando la mano para gesticular—. Quiere que vayas a él. Quiere venganza, y que hagas lo que él desea. Solo pretende que vayas allí… sin importar cómo. Y si la mantiene con vida, hay una ligera posibilidad de que le dé problemas. Pero si… si te la muestra como cebo, irás a por ella sin importar las consecuencias. No importa que esté viva o que no lo esté. —Estaba apesadumbrado—. No hay motivo alguno para no haberla matado. Está muerta, Isaac… Está muerta. —La mirada del científico comenzaba a vidriarse; Lemuel habló con rapidez—. Y voy a decirte una cosa: el mejor modo de cobrarte venganza es mantener a esas polillas lejos de manos de Motley. Ya sabes que no las va a matar. Las mantendrá con vida para sacarles más mierda onírica.

Isaac comenzó a recorrer con furia la habitación, gritando y negando los hechos, ora rabioso, ora desdichado, ora furibundo, ora incrédulo. Se acercó a Lemuel y comenzó a suplicarle incoherente, tratando de convencerlo de que se equivocaba. El hampón no podía soportar aquellas súplicas. Cerró los ojos y habló por encima del balbuceo desesperado.

—Si vas a por él, Lin seguirá muerta… y tú también.

Los sonidos de Isaac se secaron. Se produjo un largo momento de silencio, mientras Isaac esperaba tembloroso. Miró el cadáver de Lucky Gazid; a Yagharek en silencio, oculto bajo su capucha en una esquina de la habitación; a Derkhan cerca de él, sus propios ojos llorosos; a Lemuel observándolo nervioso.

Lloró desconsolado.

Isaac y Derkhan estaban sentados abrazándose, gimoteando y sorbiendo.

Lemuel se encontraba junto al cadáver maloliente de Gazid. Se arrodilló ante él, tapándose la boca y la nariz con la mano izquierda. Con la derecha rompió el sello de sangre coagulada que cerraba la chaqueta del muerto y tanteó dentro de los bolsillos. Buscaba dinero e información, pero no encontró ninguno de los dos.

Se incorporó e indagó por la estancia. Pensaba de forma estratégica, buscando cualquier cosa que fuera útil, cualquier arma, algo con lo que negociar, algo que usar de algún modo.

No había nada de nada. El cuarto de Lin estaba prácticamente desnudo.

Le dolía la cabeza por el peso de los sueños perturbados. Podía sentir la masa de la tortura onírica de Nueva Crobuzon. Sus propios sueños gañían y criaban bajo su cráneo, dispuestos a atacarlo en caso de sucumbir al sueño.

Estiró el tiempo todo cuanto pudo, pero a medida que la noche avanzaba sus nervios iban en aumento. Se volvió hacia el par de desgraciados de la cama y le hizo un rápido gesto a Yagharek.

—Tenemos que irnos.