Yagharek aguardaba bajo un húmedo remetido de ladrillos cerca de la estación Trauka.
Masticaba un poco de pan y carne que le había suplicado sin palabras a un carnicero. No lo habían descubierto. Simplemente sacó la mano trémula de debajo de la capa y le dieron la comida. Su cabeza había permanecido oculta. Se alejó arrastrándose sobre sus pies cubiertos de harapos. Sus andares eran los de un anciano fatigado.
Era mucho más fácil ocultarse como humano que como un garuda completo.
Esperó en la oscuridad en la que lo había dejado Lemuel. Desde las sombras que lo ocultaban podía vigilar las idas y venidas en la iglesia de los dioses reloj. Era un edificio feo y pequeño cuya fachada estaba pintada con los lemas publicitarios de la tienda de muebles que había sido en su día. Sobre la puerta había un intrincado mecanismo de bronce, cada hora entrelazada con los símbolos de su dios asociado.
Yagharek conocía la religión, fuerte entre los humanos de Shankell. Había visitado los templos cuando su bandada acudió a la ciudad para comerciar, en los años anteriores a su crimen.
El reloj dio la una y el garuda oyó el ululante himno de Sanshad, el dios solar, atravesando las ventanas rotas. Se cantaba con más voluntad que en Shankell, pero con una delicadeza considerablemente menor. Habían pasado menos de tres décadas desde que la religión cruzara el Mar Escaso con algún éxito. Era evidente que las sutilezas se habían perdido en el agua, en alguna parte del camino.
Antes de ser consciente de ello, sus oídos de cazador se habían dado cuenta de que uno de los juegos de pasos que se aproximaban a su escondrijo era familiar. Terminó su comida a toda prisa y esperó.
Lemuel apareció recortado en la entrada de la pequeña gruta. Los viandantes iban y venían en los espacios iluminados sobre sus hombros.
—Yag —susurró, escudriñando ciego en el fétido agujero. El garuda avanzó un poco hacia la luz. Lemuel portaba dos bolsas llenas de ropa y comida—. Vamos. Tenemos que volver.
Rehicieron sus pasos a través de las calles serpenteantes de la Sombra. Era Día de la calavera, día de compras, y en el resto de la ciudad se reunirían multitudes. Pero en la Sombra las tiendas eran humildes, paupérrimas. Los residentes con el día libre acudían a Griss Bajo, o al mercado de Galantina. No había muchos testigos del paso de Lemuel y Yagharek.
El garuda aceleró bamboleándose extrañamente sobre sus pies envueltos para mantenerse a la altura de su compañero. Se dirigieron hacia el sureste y, sin salir de la sombra de las líneas férreas elevadas, voló hacia Siriac.
Así es como llegué a la ciudad, pensó Yagharek, siguiendo el rastro de las grandes sendas de hierro de los trenes.
Pasaron bajo arcos de ladrillo y volvieron sobre sus pasos hacia un pequeño espacio cerrado rodeado de ladrillo monótono por tres de sus lados.
Las bajantes pluviales recorrían el muro hasta llegar a los canales de hormigón y la reja situada en el centro del patio.
En el cuarto lado, el que daba al sur, el espacio se abría a una callejuela gris. La tierra se deslizaba y caía sobre ella, pues Siriac se asentaba en una depresión de arcilla. Yagharek escudriñó un horizonte de cubiertas retorcidas de pizarra mohosa, ornamentos de ladrillo y veletas encrespadas.
Lemuel miró a su alrededor para asegurar la privacidad y abrió la rejilla. Zarcillos de gas nauseabundo ascendieron para abrazarlos. La canícula enriquecía el hedor. Lemuel le dio sus bolsas a Yagharek y sacó una pistola preparada del cinturón. El garuda lo observaba desde debajo de la capucha.
El hampón se giró con una sonrisa dura.
—He estado cobrando favores para equiparnos —dijo agitando el arma para ilustrar su idea. La comprobó y valoró con ojo experto. Sacó una lámpara de aceite de la bolsa, la encendió y la levantó con la mano izquierda—. Mantente detrás de mí y ten las orejas abiertas. En silencio. Vigila tu espalda.
Con esto, Lemuel y Yagharek descendieron hacia el polvo y las tinieblas.
Pasaron un tiempo indeterminado vadeando la caliginosa y fétida oscuridad. Los sonidos de chapoteos circulaban a su alrededor. En un caso oyeron una risa viciosa desde un túnel paralelo al suyo. Dos veces Lemuel se giró y apuntó la linterna y la pistola hacia una zona de inmundicia aún ondulando allá donde había estado su acosador invisible. No tuvo que disparar. No fueron molestados.
—¿Sabes la suerte que tenemos? —dijo Lemuel para sacar conversación. Su voz llegaba lentamente a Yagharek a través del aire fétido—. No sé si fue deliberado el que la Tejedora nos dejara aquí, pero estamos en una de las zonas más seguras del alcantarillado de Nueva Crobuzon. —Su voz se tensaba aquí y allá con esfuerzo y desagrado—. El de la Sombra está tan atrasado que no hay mucha comida, ni residuos taumatúrgicos, ni inmensas y viejas cámaras para soportar todo un nido… Que no está muy concurrido, vamos. —Guardó silencio un largo rato antes de proseguir—. Las alcantarillas de la Ciénaga Brock, por ejemplo. Todos los restos inestables de todos los laboratorios y experimentos, acumulándose a lo largo de los años… crean una población de alimañas del todo impredecible. Ratas del tamaño de cerdos capaces de hablar, ciegos cocodrilos pigmeos cuyos antepasados escaparon del zoo, cruces de todas clases. En Gran Aduja y en Vadoculto la ciudad se asienta sobre capas de edificios más antiguos. Durante cientos de años se han hundido en el fango, y se limitan a construir encima. El pavimento solo ha sido sólido desde hace ciento cincuenta años. Las alcantarillas vierten en viejos sótanos y dormitorios, y los túneles como este llevan a calles sumergidas. Aún es posible ver el nombre de las calles y las casas putrefactas bajo un cielo de ladrillo, aún en pie. La mierda fluye entre los canales y entra por puertas y ventanas. Ahí es donde viven las infrabandas. Antes eran humanas, o lo eran sus padres, pero han pasado demasiado tiempo allá abajo. No es algo agradable de ver —pregonó, escupiendo a la lenta pasta—. Pero bueno. Mejor las infrabandas que los necrófagos. O los trogs —rió, aunque sin humor alguno. Yagharek no sabía si se estaba burlando de él.
Lemuel quedó en silencio. Durante algunos minutos no se produjo más sonido que el chapoteo de sus piernas a través del espeso efluvio. Entonces Yagharek oyó las voces. Se tensó y tiró de la camisa de Lemuel, pero un momento después también este lo oyó claramente: eran Isaac y Derkhan.
El excremento líquido parecía portar la luz con él, girando una esquina.
Con la espalda doblada y maldiciendo por el esfuerzo, Yagharek y Lemuel se agacharon en el retorcido empalme de ladrillo para entrar en la pequeña cámara bajo el corazón de la Sombra.
Isaac y Derkhan se estaban gritando. El primero vio a Yagharek y Lemuel por encima del hombro de su compañera, y alzó los brazos hacia ellos.
—¡Ahí estáis, maldición! —dijo, acercándose. Yagharek levantó frente a él la bolsa de comida, pero Isaac la ignoró con urgencia—. Lem, Yag, tenemos que movernos deprisa.
—Espera… —comenzó Lemuel, pero lo ignoró también.
—Escuchad, mierda —gritó Isaac—. ¡He hablado con el constructo! —Lemuel estaba a punto de replicar, pero guardó silencio. Nadie habló durante unos instantes—. ¿Vale? Es inteligente, maldición, es sintiente… Algo le ha pasado en la cabeza. ¡Los rumores sobre la IC son ciertos! Un virus, un defecto en la programación… Y aunque no quiere decirlo, creo que es el maldito técnico de reparaciones el que le dio el empujoncito. Y lo increíble es que ese maldito trasto puede pensar. ¡Lo ha visto todo! ¡Estaba allí cuando la polilla atacó a Lublamai! ¡Lo…!
—¡Corta! —gritó Lemuel—. ¿Te ha hablado?
—¡No! Tuvo que escribir los mensajes en el fango; una lentitud exasperante. Para eso emplea el pincho para la basura. ¡Fue el constructo quien me dijo que David nos había traicionado! ¡Trató de sacarnos del almacén antes de que llegara la milicia!
—¿Por qué?
La urgencia de Isaac remitió.
—No lo sé. No puede explicarlo No… no articula bien. —Lemuel miró por encima de la cabeza de Isaac. El constructo descansaba, inmóvil, bajo el resplandor intermitente y rojizo de la lámpara de aceite—. Pero escuchad… Creo que uno de los motivos para querernos libres es que nos enfrentamos a las polillas. No sé por qué, pero… pero se opone violentamente a ellas. Las quiere muertas. Y nos ofrece su ayuda…
Lemuel lanzó una risotada desagradable e incrédula.
—¡Maravilloso! —se sorprendió con falsedad—. ¡Tienes una aspiradora de tu lado!
—No, maldito gilipollas —saltó Isaac—. ¿No lo entiendes? No está solo…
La última palabra resonó adelante y atrás en la mefítica madriguera de ladrillo. Lemuel e Isaac se quedaron mirándose. Yagharek se retiró un poco.
—No está solo —repitió Isaac en bajo. A su espalda, Derkhan asentía con mudo acuerdo—. Nos ha dado direcciones. Sabe leer y escribir. Así comprendió que David nos había vendido, así encontró las instrucciones de la milicia… pero no es un pensador sofisticado. Promete que, si vamos al Meandro Griss mañana por la noche, nos reuniremos con alguien que podrá explicárnoslo todo. Que podrá ayudarnos.
Esta vez, fue «ayudarnos» la palabra que llenó el silencio con su presencia reverberante. Lemuel negó lentamente con la cabeza, con expresión firme y cruel.
—Una mierda, Isaac —dijo muy bajo—. ¿«Ayudarnos»? ¿Nosotros? ¿Con quién coño te crees que estás hablando? Esto no tiene nada que ver conmigo. —Derkhan sonrió cínica y disgustada y se giró. Isaac, quedó boquiabierto, consternado. Lemuel lo interrumpió—. Mira, tío, yo me metí en esto por dinero. Soy un hombre de negocios. Pagas bien. Tienes mis servicios. Incluso te hice algún trabajo gratis con Vermishank. Lo hice por el señor X. Y me caes bien, Isaac. Has sido un tío legal, y por eso he vuelto aquí abajo. Pero ahora Vermishank está muerto y se te han acabado los créditos. No sé lo que tendrás planeado, pero me planto. ¿Por qué coño iba yo a tener que perseguir a esos bichos de mierda? Déjaselos a la milicia. Yo no tengo nada que hacer aquí. ¿Para qué iba a quedarme?
—¿Dejárselo a quién…? —siseó Derkhan con desprecio, pero Isaac se impuso.
—Entonces —dijo lentamente—, ¿qué hacemos ahora? ¿Hmm? ¿Crees que puedes apartarte? Lem, viejo, serás lo que quieras, pero desde luego no eres idiota. ¿Crees que no te han visto? ¿Crees que no saben quién eres? Mierda santa, tío… te están buscando.
Lemuel lo perforó con la mirada.
—Gracias por tu preocupación, Isaac —dijo, el rostro retorcido—. ¿Sabes qué te digo? —su voz se endureció—. Que tú serás un pez fuera del agua, pero yo he pasado toda mi vida profesional evadiendo a la ley. No te preocupes por mí, tío. Me cuido de puta madre. —No parecía muy seguro.
No le estoy diciendo nada que no sepa, pensó Isaac, sacudiendo la cabeza despectivo. Pero no quiere pensar en ello en estos momentos.
—Mierda, tío, piénsatelo bien. Hay un universo de diferencia entre ser un intermediador y ser un criminal asesino de soldados. ¿Lo coges? Ellos no saben lo que tú sabes y lo que no… Por desgracia para ti, viejo, estás implicado. Tienes que quedarte con nosotros. Tienes que resolver esto. Van detrás de ti, ¿no? Y, justo ahora, estás huyendo de ellos. Es mejor permanecer en el frente, aunque sea huyendo, que darte la puta vuelta y esperar a que te capturen.
Lemuel se quedó quieto, en silencio, perforando a Isaac con la mirada. No dijo nada, pero tampoco se marchó.
El científico dio un paso hacia él.
—Mira. Además… nosotros… yo… te necesito. —Tras él, Derkhan bufó malhumorada e Isaac le lanzó una mirada irritada—. Por el esputo divino, Lemuel… eres nuestra mejor oportunidad. Conoces a todo el mundo, tienes la mano metida en todos los fregados… —levantó las palmas indefenso—. No sé cómo salir de esta. Una de esas… cosas está detrás de mí, la milicia no puede ayudarnos, no saben cómo capturarlas, y además no sé si llevarás la cuenta, pero esos cabrones también nos persiguen… No se me ocurre qué hacer, aun suponiendo que nos carguemos a las polillas, para salir vivo de esta. —Sus propias palabras lo congelaron mientras las pronunciaba. Apartó a un lado tales pensamientos—. Pero si persevero, puede que encuentre un modo. Y lo mismo va para ti. Y sin ti, Derkhan y yo podemos darnos por muertos. —La mirada de Lemuel se endureció e Isaac sintió un escalofrío. Nunca olvides con quién estás tratando, pensó. No sois amigos. No lo olvides—. Ya sabes que mi pasta es buena. Ya lo sabes. Bueno, no voy a pretender que tengo una enorme cuenta bancaria, tengo algo, me quedan algunas guineas, pero son todas tuyas. Pero ayúdame, Lemuel, y yo seré tuyo. Trabajaré para ti. Seré tu hombre. Seré tu puta mascota. Haré cualquier trabajo que me pidas. Cualquier dinero que haga será tuyo. Te vendo mi puta vida, Lemuel, pero ayúdanos ahora.
No se producía más sonido que el del lento goteo del excremento. Tras Isaac, Derkhan aguardaba. Su rostro era un estudio de desprecio y disgusto. No lo necesitamos, decía. Pero, no obstante, aguardó la respuesta. Yagharek se encontraba algo más alejado, oyendo la prédica de forma desapasionada. Estaba atado a Isaac. No podía ir a ningún sitio, hacer nada sin él.
Lemuel lanzó un suspiro.
—Voy a llevar la cuenta, ¿me oyes? Y estamos hablando de deudas serias, ¿sabes? ¿Tienes idea de cuál es la tarifa diaria para esta clase de cosas? ¿Lo que cuesta el peligro?
—No importa —replicó Isaac con brusquedad. Ocultó su alivio—. Limítate a mantenerme informado de lo que se va acumulando. Te lo pagaré. —Lemuel asintió. Derkhan espiró lenta, silenciosamente.
Parecían combatientes exhaustos. Todos esperaban a que el otro hiciera su movimiento.
—¿Y ahora qué? —dijo Lemuel. Su voz era hosca.
—Mañana por la noche vamos al Meandro Griss —respondió Isaac—. El constructo me ha prometido ayuda. No podemos correr el riesgo de no acudir. Allí nos vemos todos.
—¿Adónde vas? —saltó Derkhan, sorprendida.
—Tengo que encontrar a Lin. Van a ir a por ella.