Isaac ignoró a Lemuel. Se encontraba directamente frente al constructo, que se movía casi con inquietud ante su intensa mirada.
—¿Cómo lo supiste, Isaac? —inquirió Derkhan, e Isaac levantó un dedo, apuntando con él a la máquina.
—Recibí una pista. David nos traicionó —suspiró—. Mi compañero. Nos hemos corrido mil juergas, hemos bebido, nos hemos manifestado… El hijo de puta me ha vendido. Y me lo tuvo que decir un maldito constructo. —Clavó su rostro en la lente del artefacto—. ¿Me entiendes? —preguntó, incrédulo—. ¿Estás ahí? Tú… espera, tienes entradas de audio, ¿no? Gírate… Gira si me comprendes.
Lemuel y Derkhan se miraron.
—Isaac, tío —dijo el primero, preocupado, aunque sus palabras murieron en un atónito silencio.
Lenta, deliberadamente, el constructo estaba girando sobre sí mismo.
—¿Qué coño está haciendo?
Isaac se volvió hacia ella.
—Ni idea —siseó—. He oído hablar de esto, pero no sabía que podía pasar de verdad. Le ha afectado algún virus, ¿no? IC… Inteligencia Construida… No puedo creer que sea real.
Se volvió para mirar al artefacto. Derkhan y Lemuel se acercaron a él, como, tras un instante de duda, hizo Yagharek.
—Es imposible —dijo Isaac de repente—. No tiene un motor lo bastante intrincado como para disponer de pensamiento independiente. No es posible.
El constructo bajó un brazo y se retiró hacia una cercana pila de polvo. Arrastró la punta por ella, deletreando claramente: «Lo es».
Al verlo, los tres humanos quedaron boquiabiertos.
—¿Qué cojones…? —gritó Isaac—. ¿Sabes leer y escribir? ¿Tú…? —negó con la cabeza antes de observar al constructo de nuevo, con ojos duros y fríos—. ¿Cómo lo supiste? ¿Por qué me advertiste?
Sin embargo, pronto quedó claro que aquella era una explicación que tendría que esperar. Mientras Isaac aguardaba atento, Lemuel consultaba nervioso su reloj. Era tarde.
Tardaron un minuto, pero al fin convencieron a Isaac de que tenían que escapar del taller en ese mismo momento con el constructo. Más les valía actuar ante la información recibida, aunque no supieran por qué la habían obtenido.
Isaac presentó una débil resistencia, remolcando con él a la máquina. Condenó a David al Infierno y después se maravilló ante la inteligencia de aquella máquina. Gritó de furia y arrojó un ojo analítico sobre el autómata de limpieza transformado. Estaba confuso. La urgente insistencia de Derkhan y Lemuel en que debían moverse lo infectó.
—Sí, David es un montón de mierda, y sí, el constructo es todo un milagro, Isaac —siseaba la periodista—, pero nada valdrá de nada si no nos marchamos ahora mismo.
Y con un enfurecido y tentador fin del asunto, el constructo volvió a extender polvo ante el atónito Isaac, escribiendo cuidadosamente: «Después».
Lemuel pensó con rapidez.
—Conozco un lugar en Gidd al que podemos ir —decidió—. Servirá para esta noche, y después podremos hacer planes. —Derkhan se había movido rápidamente por la habitación, reuniendo cosas útiles en bolsas encontradas en los armarios de David. Era evidente que no podrían regresar allí.
Isaac permaneció insensible contra la pared. Tenía la boca ligeramente abierta. Su mirada estaba perdida. Sacudía la cabeza, incrédulo.
Lemuel reparó en él.
—Isaac —gritó—, vete a recoger tus mierdas. Tenemos menos de una hora. Nos vamos. Nos piramos.
El científico alzó la mirada, asintió perentorio, subió las escaleras a toda prisa y se detuvo de nuevo al llegar arriba. Su expresión era de confusa y desdichada incredulidad.
Tras unos segundos, Yagharek subió silenciosamente tras él. Se situó a su lado y se echó atrás la capucha.
—Grimnebulin —susurró tan bajo como le permitía su garganta de pájaro—. Estás pensando en tu amigo David.
Isaac se giró con violencia.
—Ese cabrón no es amigo mío.
—Pero lo fue. Piensas en la traición.
Isaac guardó silencio unos instantes. Después, asintió. Regresó la mirada de asombro horrorizado.
—Yo conozco la traición, Grimnebulin —silbó Yagharek—. La conozco bien. Lo… lo siento.
Isaac se apartó y, caminando bruscamente por su laboratorio, comenzó a meter trozos de tubo, cerámica y vidrio, aparentemente al azar, en una gran mochila de lona. Después la ató, pesada y tintineante, a su espalda.
—¿Cuándo fuiste traicionado, Yag? —exigió.
—No. Yo fui el traidor. —Isaac se detuvo y se giró hacia él—. Sé lo que ha hecho David. Y lo siento.
Isaac lo observó perplejo, triste, incapaz de aceptarlo.
La milicia atacó. Solo eran las siete y veinte.
La puerta se abrió con un enorme golpe. Tres oficiales entraron de inmediato y arrojaron a un lado el ariete de mano.
La puerta seguía sin llave tras la huida de David. La milicia no lo había esperado y había intentado derribar una entrada que no ofrecería resistencia. Cayeron al suelo, desparramados e idiotas.
Se produjo un instante de confusión. Los tres soldados trataban de ponerse en pie. Fuera, el pelotón de oficiales contemplaba estúpidamente el edificio. En la planta inferior, Derkhan y Lemuel les devolvieron la mirada. Isaac miró hacia abajo a los intrusos.
Entonces todo el mundo se movió.
La milicia en la calle recuperó el juicio y corrió hacia la puerta. Lemuel volcó sobre un costado la enorme mesa de David y se agazapó bajo su escudo improvisado, preparando sus dos pistolas alargadas. Derkhan corrió hacia él, buscando cobertura. Yagharek siseó y se retiró de la barandilla de la pasarela y desapareció de la vista de la milicia.
Con un rápido movimiento, Isaac se volvió hacia la mesa de su laboratorio y recogió dos enormes frascos de líquido descolorido, giró sobre sus talones y los arrojó como bombas sobre los oficiales invasores.
Los tres primeros soldados en entrar ya se habían incorporado, solo para ser alcanzados por la lluvia de vidrio y química. Una de las enormes redomas se estrelló contra el casco de uno de ellos, que volvió a caer al suelo, inmóvil y sangrante. Peligrosos fragmentos rebotaron en la armadura de los otros dos soldados, que, alcanzados por el diluvio, quedaron quietos un instante antes de empezar a gritar cuando los preparados se filtraron a través de sus máscaras y empezaron a atacar los blandos tejidos de sus rostros.
Aún no se produjo ningún disparo.
Isaac se giró de nuevo y comenzó a coger más frascos, tomándose un instante para pensar el orden de lanzamiento, de modo que el efecto de la cascada química no fuera totalmente al azar. ¿Por qué no disparan?, pensó, confuso.
Los oficiales heridos habían sido arrastrados a la calle. En su lugar, una falange de soldados con pesadas armaduras había entrado en el taller, portando escudos de hierro con ventanucos de cristal reforzado a través de los cuales miraban. Tras ellos, Isaac advirtió a dos oficiales preparados para atacar con aguijones khepri.
¡Deben de querernos vivos!, comprendió. El aguijón podía matar con facilidad, pero no era necesariamente letal. Si muertes eran lo que querían, a Rudgutter le hubiera sido mucho más sencillo enviar tropas convencionales, con rifles de pedernal y ballestas, no rarezas como agentes humanos adiestrados con el aguijón.
Lanzó una doble andanada de limaduras de hierro y destilado sanguimorfo ante la muralla defensiva, pero los guardias fueron rápidos y los frascos se estrellaron contra los escudos. La milicia danzaba para evitar aquellos peligrosos proyectiles.
Los dos soldados tras la barrera giraron sus armas.
La caja de los aguijones (máquinas mecánicas de metal, de intrincado y extraordinario diseño khepri) estaba adosada a los cintos de los oficiales, y tenían el tamaño de una pequeña bolsa. Junto a cada lateral había un cable largo, un grueso alambre recubierto de espirales metálicas y goma aislante, con un alcance de casi siete metros. A unos sesenta centímetros del extremo de cada uno de los cables había un mango de madera pulimentada que los oficiales sostenían en las manos, y que empleaban para girar los extremos de los cordones a terrible velocidad. Algo resplandecía, casi invisible. Isaac sabía que en la punta de cada zarcillo había un peligroso colmillo de metal, un pesado racimo de garfios y púas. Aquellas terminaciones variaban. Algunas eran sólidas, y las mejores se expandían como crueles flores tras el impacto. Todas estaban diseñadas para volar con precisión, para perforar armadura y carne, para aferrarse despiadadas y destrozar los cuerpos.
Derkhan había llegado junto a la mesa y se protegía tras Lemuel. Isaac se giró para coger más municiones. En un momento de silencio, la periodista se incorporó rápidamente sobre una rodilla y miró por encima de la mesa, apuntando su gran pistola.
Apretó el gatillo. En el mismo instante, uno de los oficiales, dejó volar su aguijón.
Derkhan era una buena tiradora. Su proyectil voló hacia el ventanuco de uno de los escudos de la milicia, al que consideró su punto débil. Pero había subestimado las defensas de los soldados. La portezuela se agrietó de forma violenta y espectacular y se cubrió por completo de astillas, polvo de vidrio y grietas, pero disponía de una estructura interna de alambre de cobre, y resistió. El soldado trastabilló antes de recuperar su posición.
El oficial del aguijón se movía como un experto.
Volteó los dos brazos al mismo tiempo con grandes curvas, activó los pequeños interruptores de los mangos de madera que permitían a los cables deslizarse a su través y se liberó. La inercia de las hojas giratorias las arrojó por el aire en un destello gris metálico.
El cable se desenrolló casi sin fricción desde el interior de la caja y se deslizó a través del aire y los mangos de madera. El vuelo curvo era absolutamente certero. Los pesos afilados trazaban un largo movimiento elíptico y reducían la curvatura rápidamente al tiempo que los cables que los unían al aguijón se extendían.
Los racimos de hojas de acero golpearon simultáneamente los dos costados del pecho de Derkhan, que gritó y trastabilló, apretando los dientes mientras la pistola caía de sus dedos espasmódicos.
Al instante, el oficial soltó el bloqueo de su aguijón para liberar el mecanismo dormido.
Se produjo un zumbido balbuciente, y el carrete escondido del motor comenzó a desenrollarse girando como una dinamo y generó oleadas de extraña corriente. Derkhan danzó convulsa, lanzando agónicos alaridos tras los dientes apretados. Pequeñas descargas de luz azulada explotaban como restallidos desde su pelo y sus dedos.
El oficial la observaba con atención, manipulando los diales de la caja que controlaban la intensidad y forma de la energía.
Se produjo una violenta crepitación y Derkhan voló hacia atrás contra la pared y se desplomó sobre el suelo.
El segundo oficial lanzó sus bulbos afilados por encima del borde de la mesa, esperando capturar a Lemuel, pero este se había pegado todo lo posible a la tabla y los garfios volaron inofensivos a su alrededor. El soldado apretó un botón y los cables se retiraron rápidamente a su posición de partida.
Lemuel observó a su compañera caída y preparó las pistolas.
Isaac gritaba enfurecido. Lanzó otro voluminoso frasco de inestables compuestos taumatúrgicos a la milicia. Se quedó corto, pero el matraz estalló con tal violencia que salpicó los escudos y por encima de ellos, se mezcló con el destilado e hizo que dos oficiales cayeran gritando al suelo mientras su piel se convertía en pergamino, y su sangre en tinta.
Una voz amplificada tronó a través de la puerta. Era la del alcalde Rudgutter.
—Detengan estos ataques. No sean inconscientes. No van a salir de aquí. Dejen de atacarnos y mostraremos clemencia.
Rudgutter se encontraba en medio de su guardia de honor con Eliza Stem-Fulcher. Era del todo inusual que acompañara a la milicia en sus redadas, pero aquella no era una acción ordinaria. Se encontraba al otro lado de la calle, algo alejado del taller de Isaac.
Aún no había oscurecido por completo. Rostros alarmados y curiosos se asomaban por las ventanas de toda la vía. Rudgutter los ignoró. Alejó el embudo de hierro de su boca y se giró hacia Eliza Stem-Fulcher, con el ceño arrugado por la preocupación.
—Esto es un espantoso desorden —dijo. Ella asintió—. Pero, por ineficaz que sea, la milicia no puede ser derrotada. Lamentablemente, algunos oficiales morirán, pero no hay modo de que der Grimnebulin y sus cohortes salgan de aquí. —De repente se sintió molesto por los rostros nerviosos asomados a las ventanas.
Alzó el amplificador y volvió a gritar.
—¡Regresen a sus casas de inmediato!
Se produjo un gratificante frufrú de cortinas. Rudgutter se echó hacia atrás y observó cómo el almacén se estremecía.
Lemuel despachó al otro soldado de un elegante y cuidadoso disparo. Isaac arrojó su mesa escaleras abajo y alcanzó con ella a dos oficiales que trataban de aprehenderlo, mientras él continuaba con su bombardeo químico. Yagharek lo ayudaba bajo su dirección, duchando a los atacantes con mezclas nocivas.
Pero aquello no era, no podía ser, más que valentía condenada. Había demasiados soldados. Ayudaba que no estuvieran preparados para matar, porque Isaac, Lemuel y Yagharek no estaban constreñidos del mismo modo. Isaac estimó que habían caído cuatro oficiales: uno de un disparo, otro con el cráneo aplastado, y dos más por las aleatorios reacciones químico-taumatúrgicas. Pero no podía durar. La milicia avanzaba hacia Lemuel desde detrás de sus escudos.
Isaac vio a los soldados alzar la mirada y conferenciar unos instantes. Entonces, uno de ellos levantó cuidadosamente su rifle y apuntó a Yagharek.
—¡Abajo, Yag! —gritó—. ¡Quieren matarte!
El garuda echó cuerpo a tierra, lejos de la vista del asesino.
No hubo manifestación repentina, ni piel de gallina, ni vastas figuras merodeadoras. Lo único que sucedió fue que la voz de la Tejedora apareció en el oído de Rudgutter.
…he atado invisible enmarañados alambres de cielo y deslizo mis piernas extensas para-tara en hez psíquica de destructores de la telaraña son criaturas infectas toscas grises susurro qué sucede señor alcalde este lugar tiembla…
Rudgutter dio un respingo. Lo que me faltaba, pensó. Replicó con voz firme.
—Tejedora —comenzó. Stem-Fulcher se volvió hacia él con mirada afilada, curiosa—. Qué agradable tenerte entre nosotros.
Es demasiado imprevisible, pensó Rudgutter furioso. Ahora no, joder, ¡ahora no! Lárgate a perseguir a las polillas, vete de caza… ¿qué estas haciendo aquí? La Tejedora le sacaba de quicio y era peligrosa, y Rudgutter había asumido un riesgo calculado al procurarse su ayuda. Pero un cañón roto seguía siendo un arma letal.
Había pensado que la gran araña y él habían llegado a una especie de arreglo, al menos hasta el punto en que esto era posible con la Tejedora. Kapnellior le había ayudado. La textorología era un campo experimental, pero había reportado algunos frutos. Había métodos de comunicación demostrados, y Rudgutter los había estado empleando para relacionarse con la criatura. Los mensajes se tallaban en las hojas de las tijeras y se fundían como esculturas de aspecto aleatorio, iluminadas desde abajo y proyectaban sombras que trazaban las frases en el techo. Las respuestas del ser eran prontas, y se realizaban de modos aún más insondables.
Rudgutter le había pedido educadamente a la Tejedora que se encargara de perseguir a las polillas. No tenía capacidad para dar órdenes, por supuesto, solo para sugerir. Pero la Tejedora había respondido bien, y Rudgutter se dio cuenta de que de forma estúpida, absurda, había comenzado a pensar en la criatura como en su agente.
Aquello acababa de terminar.
Se aclaró la garganta.
—¿Puedo preguntar por qué te has unido a nosotros, Tejedora?
La voz llegó de nuevo, resonando en su oído, rebotando en los huesos de su cabeza.
…DENTRO Y FUERA LAS FIBRAS SE DIVIDEN Y ESTALLAN Y SE ABRE UN RASTRO EN EL COMBO DE LA TELARAÑA GLOBAL DONDE LOS COLORES SANGRAN Y PALIDECEN ME HE DESLIZADO POR EL CIELO BAJO LA SUPERFICIE HE DANZADO EL ARRIENDO CON LÁGRIMAS DE MISERIA ANTE LA FEA RUINA QUE HUMEA Y SE EXTIENDE Y COMIENZA EN ESTE LUGAR…
Rudgutter asintió lentamente mientras emergía el sentido de las palabras.
—Comenzó aquí —convino—. Este es el centro. Esta es la fuente. Por desgracia… —eligió sus palabras con cuidado—. Por desgracia, este es un momento bastante inoportuno. ¿Podría persuadirte para que investigaras este lugar, que de hecho es el punto de nacimiento del problema, dentro de un rato?
Stem-Fulcher lo observaba. Su expresión era tensa. Escuchaba con atención las respuestas del alcalde.
Por un instante, todos los sonidos a su alrededor cesaron. Los disparos y gritos del almacén murieron momentáneamente. No hubo descargas ni disparos de las armas de la milicia. Stem-Fulcher estaba boquiabierta, como si se dispusiera a hablar, mas no dijo nada. La Tejedora guardó silencio.
Entonces se produjo un susurro dentro del cráneo de Rudgutter, que jadeó consternado antes de dejar caer la mandíbula con absoluta turbación. No sabía cómo, pero estaba escuchando el extraordinario sonido de la Tejedora avanzando, desde varias dimensiones simultáneas, hacia el almacén.
Los oficiales cayeron sobre Lemuel con despiadada precisión. Pasaron por encima del cadáver de Vermishank y alzaron triunfantes los escudos frente a ellos.
Arriba, Isaac y Yagharek se habían quedado sin munición química. El primero bramaba, lanzando sillas, baldas de madera y toda clase de objetos a la milicia, que los reflectaban con facilidad.
Derkhan estaba tan inmóvil como Lublamai, que yacía tumbado sobre su camastro, en la esquina del espacio de Isaac.
Lemuel lanzó un desesperado grito de rabia y, blandiendo su cuerno de pólvora contra los atacantes, los roció de un polvo acre. Buscó su caja de pedernal pero ya los tenía encima, blandiendo sus porras. El oficial del aguijón se acercó, girando las hojas.
El aire en el centro del almacén vibró, incomprensible.
Dos soldados que se acercaban a aquel punto inestable se detuvieron perplejos. Isaac y Yagharek, que portaban entre ambos un enorme banco, se disponían a arrojarlo contra los invasores cuando advirtieron el fenómeno. Se quedaron quietos y observaron.
Como un brote místico, un parche de oscuridad orgánica floreció de la nada en el centro de la estancia. Se expandió en la realidad física con la facilidad animal de un gato desperezándose. Se abrió sobre sí mismo y se alzó para ocupar todo el espacio, un ser colosal, segmentado, una inmensa presencia arácnida que irradiaba poder y absorbía toda la luz del aire.
La Tejedora.
Yagharek e Isaac soltaron el banco al mismo tiempo.
Los soldados dejaron de golpear a Lemuel y se giraron, alertados por la naturaleza cambiante del éter.
Todos se detuvieron a contemplar, sumidos en el espanto.
La Tejedora se había manifestado directamente sobre dos trémulos oficiales que aullaban de terror. Uno dejó caer su espada de la mano paralizada. El otro, más bravo pero no más eficaz, alzó la pistola en su mano temblorosa.
La Tejedora bajó la mirada hacia aquellos dos hombres, alzó su par de manos humanas y las posó sobre sus cabezas encogidas para palmearlas, como si se tratara de perros.
Después elevó una mano y señaló la pasarela, donde Isaac y Yagharek aguardaban pasmados y consternados. La ultraterrena voz cantarina resonó en el silencio repentino.
…más allá y arriba en el pequeño pasadizo fue nació el redrojo encogido el cachorro deforme que liberó sus hermanos rompió el sello de su algodón y surgió huelo los restos de su desayuno aún tendido oh me gusta esto disfruto esta red la trama es intrincada y delicada mas rasgada quien puede aquí tejer con tan robusta e ingenua experiencia…
La cabeza de la Tejedora se meció con alienígena suavidad de un lado a otro, abarcando la estancia con sus múltiples ojos resplandecientes. Ningún humano se movió.
Desde fuera llegó la voz de Rudgutter. Era tensa, furiosa.
—¡Tejedora! —gritó—. ¡Tengo un presente y un mensaje para ti! —Se produjo un momento de silencio, y entonces un par de tijeras con mango de perla aparecieron volando por la puerta del almacén. La criatura palmeó las manos en un humano movimiento de deleite. Desde el exterior llegó el sonido distintivo de unas tijeras abriéndose y cerrándose. La Tejedora gimió.
…adorable adorable el chak chak de súplica y aun así aunque de bordes suaves y rompen fibras con ruido frío una explosión inversa un embudo en un foco debo girar hacer patrones aquí con artistas novatos ignorantes para deshacer la herida catastrófica hay brutal asimetría en la faz azul que no sirven no puede ser que la red rasgada es zurcida sin patrones y en las mentes de estos desesperados y culpables y despojados hay exquisitos tapices de deseo la banda moteada clama añora amigos plumas ciencia justicia oro…
La voz de la Tejedora tiritaba con canturreante deleite. Sus piernas se movieron de repente con terrorífica velocidad, trazando una intrincada senda a través de la estancia, horadando el espacio.
Los soldados junto a Lemuel dejaron caer sus porras y corrieron para apartarse de su camino. Lemuel elevó la vista hacia la masa arácnida de ojos hundidos. Alzó las manos y trató de gritar de miedo.
La Tejedora aguardó un instante ante él, antes de desviar la vista hacia la plataforma. Se incorporó imperceptible y, al instante, incomprensiblemente, apareció en el altillo, junto a Isaac y Yagharek. Los dos observaron horrorizados su forma vasta y monstruosa. Las patas terminadas en garfios avanzaban hacia ellos. Estaban inmovilizados. Yagharek trató de retirarse, pero la Tejedora era demasiado rápida.
…salvaje e impenetrable…
cantó, aferró al garuda con un movimiento repentino, y lo barrió con el brazo humano, desde el que el hombre pájaro gritaba y se retorcía como un niño aterrado.
…negro y rojizo…
seguía. Brincaba con la elegancia de un bailarín sobre las puntas de sus patas, moviéndose de lado a través de dimensiones retorcidas para aparecer de nuevo frente a la forma acobardada de Lemuel. Lo recogió y lo cargó colgante junto a Yagharek.
La milicia dio un paso atrás, perpleja y espantada. La voz del alcalde Rudgutter sonó de nuevo desde el exterior, pero nadie atendió.
La Tejedora volvió a alzarse para aparecer otra vez en la plataforma de Isaac. Se arrastró hacia él y lo apresó con el brazo libre.
…extravagante secular pululante…
cantaba mientras lo capturaba.
Isaac no podía resistirse. El toque de la Tejedora era frío e inmutable, irreal. La piel era suave, como el cristal pulimentado. Sintió cómo lo alzaban con estupenda facilidad y lo envolvían con mimo bajo el brazo huesudo.
…diamétrica negligente feroz…
oyó decir a la Tejedora mientras rehacía sus imposibles pasos hasta aparecer a siete metros de distancia, sobre el cuerpo inerte de Derkhan. Los soldados alrededor de la mujer se alejaron con miedo concertado. La criatura se acercó a su forma inconsciente y la depositó junto a Isaac, que sintió su calor a través de la ropa.
A Isaac le giraba la cabeza. La Tejedora se desplazaba de nuevo hasta encontrarse al otro lado de la estancia, junto al constructo. Durante unos minutos había olvidado su existencia. La máquina se encontraba en su habitual lugar de descanso en una esquina del taller, desde donde había contemplado el ataque de la milicia. Giró el único rasgo de su cabeza lisa, la lente de cristal, hacia la criatura. La ineludible presencia arácnida introdujo una de sus dagas bajo el artefacto y lo lanzó hacia arriba, haciendo caer al apático autómata, del tamaño de un hombre, sobre su espalda quitinosa, curvada. El constructo se balanceaba precario, pero por mucho que la criatura se moviera no caía al suelo.
Isaac sintió un repentino dolor asesino en la cabeza. Gritó agónico, sintió la sangre caliente bombeando por su rostro. Un instante después percibió el eco del grito de Lemuel.
A través de ojos borrosos por la confusión y la sangre, vio la estancia parpadear a su alrededor mientras la Tejedora caminaba sobre los planos interconectados. Apareció junto a todos los soldados por turno, moviendo uno de sus brazos afilados a demasiada velocidad como para percibirlo. Al tocar a cada uno de los hombres, estos gritaban como si un extraño virus de angustia pareciera restallar por el taller con la velocidad de un látigo.
La araña se detuvo en el centro de la estancia. Tenía los codos bloqueados, de modo que los cautivos no podían moverse. Con los antebrazos dejó caer al suelo varios cuajos sanguinolentos. Isaac alzó la cabeza y miró a su alrededor, tratando de ver a través del intolerable dolor bajo sus sienes. Todos los presentes gritaban con los dientes apretados, llevándose las manos a la cabeza, intentando sin éxito detener los manantiales de sangre con los dedos. Isaac volvió a bajar la mirada.
La Tejedora estaba esparciendo un puñado de orejas ensangrentadas sobre el suelo.
Bajo su mano, de movimientos suaves, la sangre se derramaba sobre el polvo, formando un barro sucio y resbaladizo. Los trozos de carne recién cortada cayeron describiendo la forma perfecta de un par de tijeras.
La araña, imposiblemente cargada de figuras que se sacudían, alzó la mirada moviéndose como si no le costara esfuerzo alguno.
…ferviente y amable…
susurró, antes de desaparecer.