Lin estaba sola.
Esperaba sentada en el ático, apoyada contra una pared con los pies extendidos como los de una muñeca. Observaba el polvo moviéndose. Estaba oscuro. El aire era cálido. Debían de ser entre las dos y las cuatro.
La noche parecía interminable y despiadada. Podía sentir vibraciones en el ambiente, los llantos trémulos y los gritos del sueño perturbado, sacudiendo toda la ciudad a su alrededor. Ella misma notaba la cabeza lastrada por presagios y amenazas.
Se recostó un poco y se frotó cansina la cabeza de escarabajo. Estaba asustada. No era tan estúpida como para no saber que sucedía algo.
Había llegado al edificio de Motley hacía unas horas, al anochecer del día anterior. Como era habitual, le habían dado instrucciones para que subiera al ático. Pero, al entrar en aquella estancia larga y disecada, se había encontrado sola.
La escultura se alzaba ominosa al otro extremo de la habitación. Después de mirar estúpidamente por todas partes, como si Motley pudiera estar escondido en el espacio desnudo, se había acercado para examinar la pieza. Había supuesto con cierta inquietud que se le uniría pronto.
Había acariciado la figura de esputo khepri. Estaba medio acabada. Ya había terminado las varias piernas de Motley con sus detalles retorcidos y los colores hiperreales. Se interrumpía a un metro del suelo con ondulaciones líquidas, rezumantes. Parecía como si alguien hubiera estado quemando una vela de tamaño real con la forma del mafioso.
Había esperado. Pasó una hora. Trató de levantar la trampilla y abrir la puerta que daba al pasillo, pero ambas estaban cerradas. Había pisoteado una y golpeado la otra, fuerte y repetidamente, pero no hubo respuesta.
Debe de ser un error, se había dicho. Motley está ocupado, vendrá en un momento, solo hay algo que lo retiene; pero no era nada convincente. Motley era consumado. Como hombre de negocios, como matón, como filósofo, como intérprete.
Aquel retraso no era accidental. Era deliberado.
Lin no sabía por qué, pero la quería allí sentada, sudando, sola.
Esperó durante horas hasta que el nerviosismo dio paso al miedo, al aburrimiento, a la paciencia, mientras trazaba bocetos en el polvo y abría su caja para contar las bayas de color, una y otra vez. Llegó la noche y seguía abandonada.
Su paciencia volvió a tornarse miedo.
¿Por qué hace esto?, pensó. ¿Qué quiere? Aquello no tenía nada que ver con los juegos habituales, con las bromas, con la peligrosa locuacidad. Aquello era mucho más ominoso.
Y, por fin, horas después de su llegada, oyó un ruido.
Motley estaba en la habitación, flanqueado por su teniente cacto y un par de enormes gladiadores rehechos. Lin no sabía cómo habían entrado. Hacía unos segundos estaba sola.
Se incorporó y aguardó. Tenía los puños apretados.
—Señorita Lin, gracias por venir —dijo Motley desde una cancerosa agrupación de bocas.
Ella aguardó.
—Señorita Lin, anteayer tuve una conversación de lo más interesante con Lucky Gazid. Sospecho que hace un tiempo que no lo ve. Ha estado trabajando de incógnito para mí. En cualquier caso, como sin duda sabrá, en estos momentos existe una carestía de mierda onírica en la ciudad. Los desvalijamientos aumentan. El contrabando también. La gente está desesperada. Los precios han enloquecido. Simplemente no hay droga bastante para abastecer la ciudad. Lo que esto representa para el señor Gazid, para quien la mierda onírica es en estos momentos su sustancia predilecta, es de imaginar. Ya no puede permitirse su mercancía, ni siquiera con el descuento de empleado. Pues bien, el otro día le oí maldecir. Estaba con el síndrome de abstinencia e insultaba a cualquiera que se acercara, pero aquello fue algo distinto. ¿Sabe qué es lo que repetía mientras se retorcía? Algo fascinante. Era del estilo de «¡Nunca debería haberle dado esa mierda a Isaac!».
El cacto tras el señor Motley abrió sus enormes puños y frotó sus dedos verdes y callosos. Después levantó un brazo hacia el pecho descubierto y, con terrible deliberación, se pinchó un dedo con una de sus espinas, comprobando el filo. Su rostro era impávido.
—¿No es interesante, señorita Lin? —prosiguió Motley con enfermiza solicitud. Comenzó a caminar hacia ella de lado, como los cangrejos, sobre sus innumerables piernas.
¿Qué es esto? ¿Qué es esto?, pensó Lin mientras se aproximaba. No había donde esconderse.
—Y ahora, señorita Lin, alguien me ha robado posesiones muy valiosas. Un grupo de pequeñas fábricas, si así lo prefiere. De ahí la carestía de mierda onírica. ¿Y sabe qué? Tengo que admitir que no tenía ni idea de quién lo había hecho. De verdad. No tenía por dónde empezar a buscar. —Se detuvo y una marea de gélidas sonrisas cruzó sus múltiples rasgos—. Hasta que oí a Gazid. Entonces… todo… cobró… sentido —escupía cada palabra.
Ante una señal silenciosa, su visir cacto se acercó a Lin, que dio un respingo e intentó alejarse, aunque demasiado tarde. El ser se acercó a ella con sus enormes puños carnosos, le aferró fuertemente los brazos y la inmovilizó.
Las patas de la cabeza de Lin se sacudieron mientras emitía un penetrante chillido químico de dolor. Los cactos solían pulir las espinas en el interior de sus palmas para manipular mejor los objetos, pero aquel había permitido que le crecieran. Manojos de gruesas esquirlas fibrosas agujereaban despiadados sus brazos.
Indefensa, fue llevada sin esfuerzo frente a Motley, que le sonrió. Cuando habló de nuevo su voz rezumaba amenazas.
—Su amante, ese follainsectos, ha intentado jugármela, ¿no, señorita Lin? Comprando grandes dosis de mi mierda onírica, criando incluso sus propias polillas, o eso me dice Gazid, y después robando las mías —rugió las palabras, temblando.
Lin apenas podía pensar por encima del dolor de sus brazos, pero trataba desesperada de hacer señales desde las caderas: No no no no es así no es así…
Motley le dio una bofetada en las manos.
—Ni lo intentes, puta, insecto, ramera bastarda, zorra. El comemierda de tu novio ha intentado sacarme a patadas de mi propio mercado. Y ese es un juego muy, muy peligroso. —Se retiró un poco y la valoró mientras se retorcía—. Vamos a traer al señor der Grimnebulin para que dé cuenta de su robo. ¿Cree que vendrá si le ofrecemos a usted?
La sangre comenzaba a secarse en las mangas de la camisa de Lin. Trató de nuevo de realizar unas señas.
—Tendrá la ocasión de explicarse, señorita Lin —dijo Motley, de nuevo calmado—. Puede que sea usted su compinche en el robo, puede que no tenga ni idea de lo que le hablo. Mala suerte para usted, debo decir. No permitiré que esto quede así. —Observó cómo trataba desesperada de hablarle, de explicarse, de liberarse.
Sus brazos comenzaban a sufrir espasmos. El cacto los estaba insensibilizando. Mientras Lin sentía zumbar su cabeza por el dolor constrictor, oyó el susurro del señor Motley.
—No soy un hombre compasivo.
En el exterior de la Facultad de Ciencias de la Universidad, la plaza bullía de estudiantes. Muchos vestían las togas negras oficiales; algunas almas rebeldes se las quitaban en cuanto abandonaban el edificio.
Entre la marea de figuras había dos hombres inmóviles, apoyados contra un árbol, ignorando la savia pegajosa. Había mucha humedad y uno de ellos vestía de forma incongruente con un largo abrigo y un sombrero oscuro.
Aguardaron quietos durante mucho tiempo. Una clase terminó, y después otra. Los hombres vieron dos ciclos de estudiantes llegar y marchar. En ocasiones, el uno o el otro se frotaba los ojos y estiraba un tanto la cara. Siempre regresaba a su atención casual hacia la entrada principal.
El fin, cuando las sombras de la tarde comenzaban a alargarse, apareció su objetivo. Montague Vermishank salió del edificio y olfateó el aire con cautela, como si supiera que debía disfrutarlo. Comenzó a quitarse la chaqueta y se detuvo para rodearse con ella. Salió en dirección a Prado del Señor.
Los hombres bajo el árbol abandonaron la protección de sus hojas y partieron tras su presa.
Era un día atareado. Vermishank se dirigió hacia el norte, buscando un taxi. Tomó la Vía Tinca, la avenida más bohemia de Prado del Señor, donde los académicos progresivos celebraban su corte en cafés y librerías. Los edificios de la zona eran viejos y bien conservados, sus fachadas limpias y recién pintadas. Vermishank las ignoró. Había recorrido aquella senda durante años y era ajeno a su entorno, así como a sus perseguidores.
Un taxi de cuatro ruedas apareció entre la multitud, tirado por un incómodo y peludo bípedo de la tundra septentrional, que caminaba sobre unas patas articuladas como las de un pájaro. Vermishank alzó el brazo y el taxista trató de maniobrar el vehículo hacia él. Los perseguidores aceleraron el paso.
—¡Monty! —tronó el más grande mientras le palmeaba el hombro. Vermishank se giró alarmado.
—Isaac —vaciló. Sus ojos buscaron ansiosos el taxi, que seguía acercándose.
—¿Cómo estás, viejo? —le gritó Isaac al oído izquierdo. Por debajo, Vermishank pudo oír otra voz susurrando a su derecha.
—Lo que tienes en el estómago es un cuchillo, y te destriparé como a un pescado de mierda si se te ocurre respirar siquiera de un modo que no me guste.
—Qué suerte encontrarme contigo —vociferaba Isaac jocoso, llamando al taxi. El conductor musitó y se acercó.
—Intenta escapar y te rajo. Y si lo consigues, te meto una bala en la cabeza. —La voz estaba llena de desprecio.
—Oye, vamos a mi casa a tomar un trago —dijo Isaac—. A la Ciénaga Brock, por favor. La Vía del Remero. ¿Lo conoce? Bonito animal, por cierto. —Isaac mantenía la corriente constante de sinsentidos mientras entraban en el carruaje cerrado. Vermishank entró tras él, temblando y tartamudeando, aguijoneado por el pincho de la navaja. Lemuel Pigeon entró el último y cerró la puerta antes de sentarse mirando hacia delante, con el cuchillo en el costado de Vermishank.
El conductor se alejó de la acera. Los crujidos, el traqueteo y los balidos de protesta del animal los acompañaron durante el viaje.
Isaac se giró hacia Vermishank, desaparecida su exagerada alegría.
—Tienes un montón que cantar, cabrón retorcido —le siseó, amenazador.
El prisionero recuperaba visiblemente la compostura.
—Isaac —murmuró—. Ja. ¿En qué puedo ayudarte?
Dio un respingo cuando Lemuel lo pinchó.
—Cierra la puta boca.
—¿Cierro la puta boca y canto, Isaac? —musitó suavemente Vermishank, gritando incrédulo cuando Isaac lo golpeó con tanta fuerza como velocidad. Lo miró atónito, frotándose con cautela el rostro dolorido.
—Ya te diré cuándo puedes hablar.
Permanecieron en silencio el resto del viaje. Se desviaron hacia el sur y pasaron junto a la estación del Señor Cansado y después hacia el moroso Cancro, en el Puente Danechi. Isaac pagó al conductor mientras Lemuel empujaba a Vermishank hacia el almacén.
En el interior, David miraba con el ceño fruncido desde su mesa mientras se giraba para observar los acontecimientos. Su chaleco era de una vistosidad incongruente. Yagharek se ocultaba en una esquina, apenas visible. Tenía los pies envueltos en harapos y la cabeza oculta bajo una capucha. Se había quitado las alas de madera. No estaba disfrazado de garuda completo, sino de humano.
Derkhan alzó la vista desde el asiento que había llevado hasta el centro de la pared trasera, bajo la ventana. Lloraba feroz sin emitir sonido alguno. Aferraba un puñado de papeles. Las primeras páginas yacían a su alrededor. «Se extienden las pesadillas veraniegas», decía una. Otra preguntaba «¿Qué le ha ocurrido al sueño?». Ignoraba aquellas noticias, recortando otros artículos menores de las páginas cinco, siete u once de cada periódico. Isaac podía leer un titular desde donde se encontraba: «El asesino Ojospía acaba con editor criminal».
El constructo de limpieza siseaba, zumbaba y se abría paso por toda la habitación, limpiando la basura, barriendo el polvo, reuniendo los papeles viejos y los restos de fruta. El tejón, Sinceridad, vagabundeaba sin rumbo por la pared.
Lemuel empujó a Vermishank hacia el centro de un círculo de tres sillas cerca de la puerta, y se sentó muy cerca de él. Sacó de forma ostentosa la pistola y la apuntó a la cabeza del profesor.
Isaac cerró la puerta con llave.
—Muy bien, Vermishank —dijo con tono profesional. Se sentó y miró a su antiguo jefe—. Lemuel es muy buen tirador, en caso de que tengas ideas estrafalarias. En realidad, es un poco capullo. Y peligroso. No estoy en absoluto de humor para defenderte, así que te recomiendo que nos digas lo que queremos saber.
—¿Y qué quieres saber, Isaac? —dijo Vermishank suavemente. Isaac estaba iracundo, pero impresionado. Aquel hombre era sorprendente recuperando y conservando el aplomo.
Aquello, decidió Isaac, era algo de lo que había que encargarse.
Se incorporó y se acercó a Vermishank; este lo miró con unos ojos calmados que se abrieron alarmados demasiado tarde, cuando comprendió que Isaac iba a golpearlo de nuevo.
Lo hizo dos veces en la cara, ignorando el aullido dolorido y atónito de su viejo jefe. Lo agarró de la garganta y se inclinó hasta ponerse en cuclillas, situando su cara a la altura de la del aterrado prisionero. Vermishank sangraba por la nariz y arañaba ineficaz las enormes manos de Isaac. Sus ojos estaban vidriados por el terror.
—Creo que no entiendes la situación, viejo —susurró Isaac con desprecio—. Tengo buenas razones para creer que eres el responsable de que mi amigo esté arriba cagándose encima y babeando. No estoy de humor para idioteces, ni para jugar según las reglas. No me importa si vives o si no, Vermishank, ¿entiendes? ¿Me sigues? Así que este es el mejor modo de hacerlo: yo te digo lo que sabemos, y no me hagas perder el tiempo preguntándome cómo, y tú nos iluminas sobre los detalles que nos faltan. Cada vez que no respondas o que pensemos que mientes, o Lemuel o yo nos encargaremos de que lo pagues.
—No puedes torturarme, hijo de puta… —siseó Vermishank con un suspiro estrangulado.
—Que te folien —replicó Isaac—. Tú eres el reconstructor. Ahora… responde o muere.
—O las dos cosas —añadió Lemuel con frialdad.
—¿Ves cómo te equivocas, Monty? —siguió Isaac—. Podemos torturarte. Esa es la palabra exacta. Así que mejor será que cooperes. Responde rápido y convénceme de que no me mientes. Esto es lo que sabemos. Corrígeme si me equivoco, por cierto, ¿quieres? —sonrió burlón al cautivo.
Se produjo una pausa mientras Isaac resumía los hechos en su cabeza. Después los expuso, marcando cada dato con los dedos.
—Estás a cargo del material con riesgo biológico del gobierno. Eso significa el programa de las polillas asesinas —buscó una reacción, sorpresa ante el hecho de que se conociera el proyecto secreto. Vermishank estaba impertérrito—. Las polillas que tú vendiste a algún matón de mierda. Tienen algo que ver con la droga onírica, y con las… con las pesadillas que todo el mundo está teniendo. Rudgutter creía que tenían relación con Benjamin Flex… lo cual es incorrecto, por cierto. Lo que necesitamos saber es lo siguiente: ¿Qué son? ¿Qué conexión tienen con la droga? ¿Cómo las capturamos?
Se produjo una pausa mientras Vermishank suspiraba largamente. Sus labios temblaban húmedos, empapados en sangre y saliva, pero dejó entrever una media sonrisa. Lemuel agitó la pistola para animarlo.
—Ja. Polillas asesinas —dijo al fin. Tragó y se masajeó el cuello—. Bueno, ¿no son fascinantes? Una especie sorprendente.
—¿Qué son? —preguntó Isaac.
—¿Qué quieres decir? Ya lo has descubierto con gran claridad. Son predadores. Eficaces, brillantes predadores.
—¿De dónde proceden?
—Ja —Vermishank caviló unos instantes. Alzó la vista hasta Lemuel, que perezosa, ostentosamente comenzaba a apuntar el arma hacia su rodilla; continuó de inmediato—. Conseguimos las larvas de un mercante en uno de los Fragmentos más meridionales. Debió de ser a su llegada cuando robaste una, pero no son naturales de aquí. —Alzó la vista hacia Isaac en lo que parecía diversión—. Si de verdad quieres saberlo, la teoría más popular en estos momentos es que proceden de la Tierra Fracturada.
—¡No me jodas…! —gritó Isaac iracundo, pero Vermishank lo interrumpió.
—Tranquilo, idiota. Esa es la hipótesis favorita. La teoría de la Tierra Fracturada ha recibido un fuerte empuje en algunos círculos con el descubrimiento de las polillas asesinas.
—¿Cómo hipnotizan a la gente?
—Son las alas, de dimensiones y formas inestables, batiendo como lo hacen en varios planos, equipadas con oneirocromatóforos: células de pigmentación como las de los pulpos, sensibles a las resonancias físicas y con efecto en estas, capaces de emitir patrones subconscientes. Acceden a las frecuencias oníricas que están… eh… burbujeando bajo la superficie de la mente inteligente. Las concentran, las sacan a la superficie. Las mantienen fijas.
—¿Cómo puede proteger el espejo?
—Buena cuestión, Isaac. —Los modales de Vermishank estaban cambiando. Cada vez parecía más que estuviera dando un seminario. Incluso en una situación como aquella, comprendió Isaac, el instinto didáctico se adueñaba de aquel viejo burócrata—. Simplemente no lo sabemos. Hemos realizado toda suerte de experimentos con espejos dobles, triples, etc. No sabemos por qué, verlas reflejadas niega este efecto, aunque formalmente se trate de una imagen idéntica, al reflejar cada ala a su contraria. Pero, y esto es muy interesante, si las reflejas de nuevo, si las miras a través de dos espejos, como por ejemplo en un periscopio, pueden hipnotizar de nuevo. ¿No es extraordinario? —sonrió.
Isaac hizo una pausa. Reparó en que los modales de Vermishank denotaban urgencia. Parecía ansioso por no olvidarse nada. Debía de ser la pistola de Lemuel.
—He visto… he visto alimentarse a una de esas cosas —dijo—. La vi… comerse un cerebro.
—Ja. —Vermishank agitó la cabeza apreciativo—. Asombroso. Tuviste suerte de estar allí. No viste cómo se comía un cerebro. Las polillas asesinas no viven por completo en nuestro plano. Sus… eh… necesidades nutricionales se satisfacen con sustancias que no podemos medir. ¿No lo ves, Isaac? —Vermishank lo miraba con intensidad, como un profesor tratando de arrancar la respuesta correcta a un alumno petulante. La urgencia volvía a restallar en sus ojos—. Sé que la biología no es tu punto fuerte, pero es un mecanismo tan… elegante, que pensé que lo verías. Extraen los sueños de sus alas, inundan la mente, rompen los diques que retienen los pensamientos ocultos, los pensamientos culpables, las ansiedades, las delicias, los sueños… —Se detuvo y se reclinó, tranquilizándose—. Y entonces, cuando la mente está sabrosa y jugosa… la secan. El subconsciente es su néctar, Isaac, ¿no lo ves? Por eso solo se alimentan de los seres inteligentes. No les sirven los gatos ni los perros. Beben el peculiar preparado resultante del pensamiento reflexivo, cuando los instintos y las necesidades y los deseos y las intuiciones se pliegan sobre sí mismos y reflexionamos sobre nuestros propios pensamientos, y después reflexionamos sobre el reflejo, en un ciclo sin fin. —Su voz era apagada—. Nuestros pensamientos fermentan como el más puro licor. Eso es lo que beben las polillas, Isaac. No la carne fofa y rezumante en la sartén que es el seso, sino el delicado vino de la sapiencia y la inteligencia mismas, el subconsciente. Sueños.
El cuarto quedó en silencio. La idea era sorprendente. Todo el mudo parecía asqueado ante aquella noción. Vermishank casi parecía disfrutar del efecto que tenían sus revelaciones.
Todo el mundo dio un respingo ante el estruendo. No era más que el constructo, que aspiraba atareado la suciedad junto a la mesa de David. Había tratado de vaciar la papelera en su receptáculo, pero había fallado y había derramado su contenido. Estaba intentando limpiar los papeles aplastados que lo rodeaban.
—Y… ¡Mierda, claro! —susurró Isaac—. ¡De ahí las pesadillas! Son como… ¡como un fertilizante! Como no sé, como la mierda de conejo que se añade a las plantas que se comen los propios conejos. Como una pequeña cadena, un pequeño ecosistema.
—Ja, muy bien —respondió Vermishank—. Parece que empiezas a pensar. No puedes ver las heces de las polillas, ni olerlas, pero puedes sentirlas. En tus sueños. Los alimentan. Los hacen bullir. Y después las polillas se alimentan de ellos. Un bucle perfecto.
—¿Y cómo sabes todo esto, puerco? —saltó Derkhan—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando con esos monstruos?
—Las polillas asesinas son muy raras, y un secreto de estado. Por eso estábamos tan entusiasmados con nuestro pequeño nido. Teníamos un viejo espécimen moribundo, y entonces recibimos cuatro gusanos. Isaac se quedó uno, por supuesto. El original, que había alimentado a nuestros pequeños ciempiés, murió. Debatíamos sobre si abrir o no los capullos durante el cambio, lo que los mataría pero nos proporcionaría una información inestimable sobre su estado metamórfico; pero antes de que tomáramos una decisión, por desgracia —lanzó un suspiro—, tuvimos que vender a los cuatro. Eran un riesgo excesivo. Se comentaba que nuestros investigadores tardaban demasiado, que el fracaso a la hora de controlar a los especímenes ponía nerviosos a los… eh… pagadores. Se cortó la financiación y nuestro departamento tenía que pagar sus deudas cuanto antes, dado el fracaso del proyecto.
—¿Que era cuál? —susurró Isaac—. ¿Armas? ¿Tortura?
—Oh, venga, Isaac —respondió Vermishank calmado—. Mírate, la rectitud ultrajada. Si no hubieras robado una de ellas, para empezar, nunca habría escapado y no habría liberado a sus compañeras, que es lo que supondrás que ha sucedido; piensa en los muchos inocentes que no habrían muerto.
Isaac lo miró asqueado.
—¡Que te jodan! —gritó. Se levantó, y hubiera saltado sobre Vermishank de no haber hablado Lemuel.
—Isaac —dijo secamente, apuntándolo con el arma—. Vermishank está cooperando a la perfección, y aún tenemos que descubrir más cosas. ¿No?
Isaac lo miró un instante antes de asentir y sentarse.
—¿Por qué estás siendo tan buen chico, Vermishank? —preguntó Lemuel, devolviendo la mirada al viejo, que se encogió de hombros.
—No me entusiasma la idea del dolor —dijo con voz afectada—. Además, aunque esto no os va a gustar… no os servirá de nada. No podéis cogerlas. No podéis evadir a la milicia. ¿Por qué iba a contenerme? —Mostró una sonrisa presumida, abominable.
Mas sus ojos estaban nerviosos, su labio superior sudaba. En el fondo de su garganta se ocultaba una nota de desesperanza.
¡Esputo divino!, pensó Isaac con un repentino estallido de comprensión. Se levantó y miró a Vermishank. ¡Eso no es todo! ¡Está… está diciéndonos la verdad porque está asustado! No cree que el gobierno pueda capturarlas… y tiene miedo. ¡Quiere conseguirlo!
Deseaba provocar a Vermishank con aquello, restregarle el conocimiento de su debilidad, castigarlo por todos sus crímenes… pero no podía arriesgarse. Si se enfrentaba a él de forma demasiado flagrante para acosarlo con la comprensión de su inquietud, de la que no estaba del todo seguro, aquel vil gusano retiraría su ayuda por desprecio.
Si era necesario dejarle creer que le suplicaban su ayuda, así sería.
—¿Qué es la mierda onírica? —preguntó.
—¿Mierda onírica? —Vermishank sonrió, e Isaac recordó la última vez que le había hecho aquella pregunta y había fingido disgusto, negándose a mancillar su boca con aquella sucia palabra.
Ahora acudió a él sin dificultad.
—Ja. La mierda onírica es la papilla. Es lo que las polillas dan de comer a sus retoños. La exudan constantemente, y en grandes cantidades, cuando están criando. No son como las demás polillas. Estas son muy protectoras. Nutren sus huevos con asiduidad, por lo que parece, y amamantan a los neonatos. Solo en la adolescencia, cuando entran en pupa, pueden alimentarse por su cuenta.
Derkhan lo interrumpió.
—¿Estás diciendo que la mierda onírica es la leche de esas polillas?
—Exacto. Los ciempiés no pueden digerir la comida puramente física. Deben ingerirla en forma casi física. El líquido que exudan las polillas está cuajado de sueños destilados.
—¿Y por eso las compró un maldito narcotraficante? ¿Quién es? —Derkhan retorció la boca en una mueca.
—No tengo ni idea. Yo solo sugerí el trato. Cuál de los postores venciera me es irrelevante. Es necesario cuidar a las polillas con cuidado, limpiarlas con regularidad, ordeñarlas. Como a las vacas. Es posible manipularlas si se sabe cómo hacerlo, engañarlas para que exuden su leche sin tener retoños a los que alimentar. Y es necesario procesar esa leche, por supuesto. Ningún humano, ninguna raza inteligente podría beberla cruda. Le mente le estallaría al instante. La mierda onírica, de tan poco elegante nombre, debe haberse procesado dentro de una polilla en mal estado. Es como si le dieras a un bebé humano leche cargada con grandes cantidades de serrín o agua estancada.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Derkhan. Vermishank la miró con expresión vacía—. ¿Cómo sabes cuántos espejos son necesarios para estar a salvo, cómo sabes que convierten las mentes que… que se comen en esa… leche? ¿Cuánta gente les habéis dado para alimentarlas?
Vermishank apretó los labios, algo perturbado.
—Soy un científico —dijo—. Uso los medios a mi alcance. En ocasiones, los criminales son sentenciados a muerte. El modo de morir no se especifica…
—Serás puerco… —siseó violenta—. ¿Y qué hay de la gente que necesitan los traficantes para darles de comer, para elaborar la droga? —Iba a continuar, pero Isaac la cortó.
—Vermishank —dijo en voz baja mientras lo miraba a los ojos—. ¿Cómo podemos recuperar sus mentes? Las que han sido robadas.
—¿Recuperar? —Vermishank parecía realmente sorprendido—. Ah… —Negó con la cabeza y entrecerró los ojos—. No podéis.
—¡No me mientas! —gritó Isaac, pensando en Lublamai.
—Se las han bebido —siseó Vermishank, lo que provocó un rápido silencio de todos los presentes. Aguardó—. Se las han bebido —repitió. —Les han robado los pensamientos, los sueños, conscientes e inconscientes, quemados en sus estómagos, expelidos para alimentar a las larvas. ¿Has probado la mierda onírica, Isaac? ¿Alguno de vosotros? —Nadie, y mucho menos Isaac, respondió—. Si es así, las habéis soñado, a las víctimas, a las presas. Habéis metabolizado sus mentes en vuestro estómago y las habéis soñado. No queda nada que salvar. No queda nada que recuperar.
Isaac se sentía absolutamente desesperado.
Llévate también su cuerpo, pensó. Jabber, no seas cruel no me dejes con esa pura cáscara a la que no puedo dejar morir, que no significa nada…
—¿Cómo matamos a las polillas?
Vermishank esbozó una lenta sonrisa.
—No podéis.
—No me jodas —saltó Isaac—. Todo lo que vive puede morir.
—Me malinterpretas. Como proposición abstracta, por supuesto que pueden morir. Y por tanto, en teoría, es posible matarlas. Pero no seréis capaces de hacerlo vosotros. Viven en varios planos, como he dicho, y las balas, el fuego y demás solo las hieren en uno. Tendríais que golpearlas desde varias dimensiones al mismo tiempo, o causar la más extraordinaria cantidad de daño en esta, y no os darán la ocasión… ¿Comprendes?
—Entonces usa el pensamiento lateral —replicó Isaac, golpeándose la sien con el talón de la mano—. ¿Qué hay del control biológico? Predadores…
—No hay ninguno. Están en lo alto de su cadena alimenticia. Estamos bastante seguros de que en su tierra natal hay animales capaces de matarlas, pero no hay ninguno a varios miles de kilómetros a la redonda. Y, de todos modos, si tuviéramos razón, liberarlos sería condenar a Nueva Crobuzon a una muerte aún más rápida.
—Santo Jabber —suspiró Isaac—. Sin predadores ni competidores, con un enorme suministro de comida fresca en constante regeneración, no habrá modo de detenerlas…
—Y eso —susurró Vermishank titubeante—, es antes de considerar lo que pasaría si… Aún son jóvenes, ya me entiendes. No han madurado por completo. Pero pronto la noche se calentará… Tenemos que considerar lo que podría suceder si criaran…
La sala pareció quedarse quieta, fría. Vermishank trató de nuevo de controlar su expresión, pero otra vez Isaac alcanzó a ver el terror puro en su interior. Estaba despavorido. Era consciente de lo que había en juego.
Cerca, el constructo giraba, siseaba y zangoteaba. Parecía tener un escape de polvo y suciedad, y se movía al azar dejando a su paso un rastro de basura. Otra vez roto, pensó Isaac, devolviendo su atención a Vermishank.
—¿Cuándo criarán?
El viejo se limpió con la lengua el sudor del labio superior.
—Me han dicho que son hermafroditas. Nunca las hemos visto aparearse o depositar huevos. Solo sabemos lo que nos han dicho. Tienen el celo en la segunda mitad del verano. Una es designada como portadora de los huevos. Normalmente alrededor de Sinn, u Octuario. Normalmente, claro.
—¡Vamos! ¡Debe de haber algo que podamos hacer! ¡No me digas que Rudgutter no tiene nada pensado…!
—No lo sé. Es decir, por supuesto, sé que tienen planes. Claro. Pero no sé nada al respecto. He… —titubeó.
—¿He qué? —gritó Isaac.
—He oído que han hablado con demonios. —Nadie dijo una palabra. Vermishank tragó saliva antes de proseguir—. Y rehusaron ayudar. Aun con el mayor soborno.
—¿Por qué? —siseó Derkhan.
—Porque los demonios tienen miedo. —Vermishank se lamió los labios. El pavor que trataba de ocultar volvía a quedar patente—. ¿Lo entendéis? Estaban asustados. Porque a pesar de todo su poder y su presencia… piensan como nosotros. Son inteligentes, sapientes. Y, por lo que respecta a las polillas asesinas… son presas.
Todos se quedaron muy quietos. La pistola se aflojó en manos de Lemuel, pero Vermishank no hizo intento alguno por escapar, perdido como estaba en su desdichada ensoñación.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Isaac. Le flaqueaba la voz.
El chirrido del constructo se hizo cada vez más fuerte. El artefacto giró un momento sobre su rueda central. Los brazos limpiadores estaban extendidos y chocaban contra el suelo con un movimiento de staccato. Primero Derkhan después Isaac y David, seguido por los otros, lo observaron.
—¡No puedo pensar con esa mierda en la habitación! —rugió Isaac, encolerizado. Se acercó a él, dispuesto a verter su impotencia y su miedo sobre la máquina. Al acercarse, el constructo giró para recibirlo con su iris de cristal y los dos brazos principales extendidos de repente, con un trozo de papel en uno de ellos. El artefacto tenía el desorientador aspecto de una persona con los brazos abiertos. Isaac parpadeó y siguió acercándose.
El brazo derecho de la máquina se clavó en el suelo, sobre el polvo y la suciedad que había derramado a su paso. Entonces comenzó a sacudirse a un lado y a otro, golpeando con violencia los tableros de madera. El miembro izquierdo, el terminado en escoba, se alzó para bloquear el paso de Isaac, para frenarlo y obstaculizarlo, comprendió el humano para su total estupefacción, para llamar su atención. Después bajó el miembro derecho, un pincho recogedor de basura y señaló el suelo.
La tierra, en la que había escrito un mensaje.
La punta del recogedor había trazado una senda a través del polvo, llegando a marcar la madera. Las palabras inscritas eran trémulas e inciertas, pero totalmente legibles.
«Habéis sido traicionados».
Isaac se quedó boquiabierto, consternado. El constructo agitaba el pincho recogedor hacia él, girando a un lado y a otro el trozo de papel.
Los otros aún no habían leído el mensaje sobre el suelo, pero por la expresión de Isaac y el extraordinario comportamiento del constructo podían ver que algo extraño estaba sucediendo. Se incorporaron y se acercaron con curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Derkhan.
—N-no sé… —murmuró él. El constructo parecía agitado, alternativamente golpeando el mensaje en el suelo y agitando el papel en el recogedor. Isaac se acercó, boquiabierto por el asombro, y la máquina estiró su brazo. Cauteloso, tomó el trozo de papel.
Mientras lo alisaba, David saltó de repente, horrorizado y angustiado. Recorrió en un instante la habitación.
—Isaac —gritó—. Espera… —Pero su amigo ya había leído el papel, sus ojos ya se habían abierto despavoridos por el mensaje. Dejó caer la mandíbula ante la gravedad de su significado, pero antes de que pudiera hacer nada Vermishank actuó.
Lemuel había quedado cautivado por el extraño drama del constructo y su atención había abandonado a su presa; Vermishank lo advirtió. Todos miraban a Isaac mientras este leía el papel que la máquina le había entregado. El viejo profesor saltó de la silla y corrió hacia la puerta.
Había olvidado que estaba cerrada con llave. Cuando tiró de ella y no se abrió, dejó escapar un indignado grito de pánico. En ese momento, David se alejó de Isaac y se retiró hacia Vermishank y la puerta. Isaac giró sobre sus talones hacia ellos, aún aferrando el papel. Los perforó a ambos con un odio lunático. Lemuel había visto su error y preparaba la pistola, cuando Isaac avanzó amenazador hacia el prisionero y bloqueó la línea de fuego.
—¡Isaac! —gritó Lemuel—. ¡Aparta!
Vermishank advirtió que Derkhan se había puesto en pie, que David huía de Isaac, que el hombre encapuchado en la otra esquina se había incorporado y tenía las piernas y los brazos dispuestos en una extraña postura predadora. A Lemuel no alcanzaba a verlo, oculto tras la sombra amenazadora de Isaac.
Este pasaba la mirada de Vermishank a David rápidamente, agitando el papel.
—¡Isaac! —volvió a gritar Lemuel—. ¡Apártate de en medio, joder!
Pero la rabia no le dejaba oír ni hablar. Todo era una cacofonía. Todos gritaban, exigiendo saber qué decía el papel, suplicando un disparo claro, gruñendo de rabia o chillando como un gran pájaro.
Isaac parecía dudar entre qué presa atrapar. David se estaba derrumbando, suplicándole que lo escuchara. Con un último e inútil tirón a la puerta, Vermishank se giró para defenderse.
Después de todo, era un adepto biotaumaturgo. Musitó un encantamiento y flexionó los invisibles músculos místicos que había desarrollado en sus brazos. Cerró la mano como un garfio ante la energía arcana que hacía que las venas del antebrazo sobresalieran como serpientes bajo la piel, cada vez más tensa.
Isaac tenía la camisa medio desabrochada, y Vermishank hundió su mano derecha a través de la carne descubierta bajo su cuello.
Isaac aulló de rabia y dolor al ceder su piel como espesa arcilla y hacerse maleable bajo las diestras manos del taumaturgo.
Vermishank excavaba sin elegancia a través de la carne poco dispuesta. Cerraba y abría los dedos, tratando de aferrar una costilla. Isaac apretó su muñeca y la retuvo, con el gesto torcido por el dolor. Era más fuerte, pero la agonía lo desarmaba.
Vermishank aullaba mientras peleaban.
—¡Déjame marchar! —gritaba. No había pergeñado plan alguno, había actuado por miedo a morir, y se veía cometiendo un asesinato. No podía hacer otra cosa que arañar, buscando el pecho de Isaac.
A su espalda, David trataba de dar con su llave.
Isaac no conseguía desenterrar los dedos de Vermishank de su cuerpo, y el taumaturgo era incapaz de clavarlos más profundamente. Los dos permanecieron de pie, sacudiéndose, tirando el uno del otro. Tras ellos, la confusión de voces proseguía. Lemuel había apartado su silla de una patada y se desplazaba para conseguir un disparo claro. Derkhan corría hacia ellos y tiraba con violencia de los brazos de Vermishank, pero el hombre aterrado cerraba los dedos alrededor de la caja torácica de Isaac, y con cada tirón su víctima lanzaba un alarido de dolor. La sangre manaba de la piel de Isaac, desde los sellos imperfectos donde los dedos penetraban la carne.
Los tres forcejeaban y gritaban, salpicando sangre por el suelo, manchando a Sinceridad, que se alejó asustada. Lemuel apareció por encima del hombro de Isaac para disparar, pero Vermishank tiró de su presa, girándola como un grotesco guante y arrancando la pistola de las manos del hampón. El arma golpeó el suelo a una cierta distancia y derramó la pólvora negra. Lemuel maldijo y buscó rápidamente la caja con el detonante.
De repente, una figura encapuchada apareció junto al torpe trío de combatientes. Yagharek se echó hacia atrás la capucha y Vermishank se quedó clavado por los ojos redondos y duros, boquiabierto ante aquel rostro de pájaro predador. Pero, antes de que pudiera hablar, el garuda había hundido su terrible pico curvado en la carne del brazo derecho.
Perforó el músculo y los tendones con velocidad y vigor. Vermishank aulló al convertirse su brazo en pulpa destrozada y sanguinolenta. Retiró la mano del cuerpo de Isaac, quien vio cómo los orificios se sellaban imperfectos con un chasquido húmedo. Grimnebulin gritó agónico y se golpeó el pecho cubierto de sangre; la superficie maltrecha, marcada por los dedos, aún chorreaba escarlata.
Derkhan pasó los brazos alrededor del cuello de Vermishank, que se sujetaba a la ruina sangrante que era su antebrazo. La mujer lo alejó de ella y lo lanzó hacia el centro del almacén. El constructo rodó hasta situarse en su camino. El taumaturgo tropezó con él, cayó al suelo y cubrió la madera de sangre y alaridos.
Lemuel ya tenía la pistola preparada. Vermishank lo vio apuntándole y se preparó para suplicarle, rindiéndose. Levantó el brazo destrozado tembloroso, suplicante.
Lemuel apretó el gatillo. Se produjo un cavernoso crujido y una explosión de pólvora acre. Los gritos del brujo cesaron de inmediato. La esfera le acertó justo entre los ojos, un disparo de manual a una distancia lo bastante corta como para atravesarlo y volarle la tapa de los sesos, con una eflorescencia de sangre oscura.
Cayó hacia atrás y su cráneo fracturado golpeó la vieja tarima.
Las partículas de polvo giraron antes de posarse poco a poco. El cadáver de Vermishank temblaba.
Isaac se echó hacia atrás, se apoyó contra la pared y maldijo. Se apretó el pecho, que pareció alisarse. Se tocaba en un ineficaz intento por reparar los daños superficiales causados por los dedos invasores de Vermishank.
Dejó escapar un pálido grito de dolor.
—¡Por los dioses! —escupió, observando con desprecio el cuerpo del taumaturgo.
Lemuel seguía apuntando la pistola. Derkhan temblaba. Yagharek se había retirado y observaba los acontecimientos, sus rasgos una vez más bajo la sombra de la capucha.
Nadie habló. El hecho del asesinato de Vermishank lo impregnaba todo. Había malestar y asombro, que no recriminación. Nadie lo querría traer de vuelta.
—Yag, viejo —croó Isaac—. Te la debo. —El garuda no hizo aprecio del comentario.
—Tenemos que… tenemos que sacarlo de aquí —dijo Derkhan con urgencia, pateando el cadáver—. Dentro de nada empezarán a buscarlo.
—Esa es la menor de nuestras preocupaciones —dijo Isaac, levantando la mano derecha. Aún sostenía el papel, ahora ensangrentado, que le había dado el constructo—. David se ha marchado —observó, señalando la puerta abierta. Miró a su alrededor con una mueca—. Se ha llevado a Sinceridad.
Le tiró el papel a Derkhan. Mientras lo desdoblaba, Isaac se acercó al pequeño constructo.
La periodista leyó la nota. Su rostro se endureció con disgusto y cólera. Lo levantó, de modo que Lemuel pudiera verlo. Tras un momento, Yagharek se acercó y lo leyó por encima del hombro del hampón, la capucha aún echada.
Sally.
Lemuel parpadeó y alzó la mirada.
—Es hoy —dijo, parpadeando de nuevo—. Hoy es Día de la cadena. Vienen hacia acá.