30

Una noche, la ciudad dormía con paz razonable.

Por supuesto, la oprimían las interrupciones habituales. Los hombres y mujeres luchaban entre ellos y morían. La sangre y el vómito manchaban las viejas calles. Los cristales se rompían. La milicia surcaba los cielos. Los dirigibles rugían como ballenas monstruosas. El cuerpo mutilado, sin ojos, de un hombre que más tarde sería identificado como Benjamín Flex, fue encontrado flotando en Malado.

La ciudad bregaba inquieta a través de la noche, como había hecho a lo largo de los siglos. Era un sueño fracturado, pero el único que había conocido.

Pero a la noche siguiente, cuando David completó su furtiva tarea en los barrios bajos, algo cambió. La Nueva Crobuzon nocturna siempre había sido un caos de ritmos discordantes y acordes violentos, repentinos. Ahora sonaba una nueva nota, un tono sutil, tenso, susurrado, que enfermaba el aire.

Una noche, la tensión era algo delgado, tentativo, que se abría camino en la mente de los ciudadanos, arrojando sombras sobre sus rostros dormidos. Entonces llegaba el día y nadie recordaba más que un momento de inquietud nocturna.

Y entonces las sombras se alargaron y la temperatura descendió, y cuando la noche regresó desde debajo del mundo, algo nuevo y terrible se aposentó sobre la ciudad.

Por toda la conurbación, desde la Colina de la Bandera al norte hasta Barracan bajo el río, desde los intermitentes suburbios de Malado al este hasta las toscas barriadas industriales de Campanario, la gente se agitaba gimiente en sus camas.

Los niños eran los primeros. Lloraban y se clavaban las uñas en las manos, retorciendo sus caritas en duras muecas, sudando sin parar con un hedor empalagoso; sus cabezas oscilaban horrendas de un lado a otro, mas sin despertar.

A medida que la noche avanzaba, también eran los adultos los que sufrían. En las profundidades de otro inocuo sueño, los viejos miedos y las paranoias llegaban de repente atravesando murallas mentales, como ejércitos invasores. Sucesiones de imágenes pavorosas asaltaban a los afligidos, visiones animadas de miedos profundos, banalidades absurdamente aterradoras (fantasmas y trasgos a los que nunca deberían enfrentarse) de los que se reirían de estar despiertos.

Aquellos que de forma arbitraria se salvaban de la ordalía despertaban de repente en lo más profundo de la noche, por los gemidos y gritos de sus amantes dormidos, por sus sollozos desesperados. A veces los sueños podían ser de sexo o felicidad, pero aumentados y febriles hasta tornarse espantosos en su intensidad. En aquella retorcida celada nocturna, lo bueno era malo, y lo malo era peor.

La ciudad se mecía temblorosa. Los sueños devenían pestilencia, un bacilo que parecía saltar de un durmiente a otro. Incluso invadían las mentes durante la vigilia. Los vigilantes nocturnos y los agentes de la milicia; las bailarinas y los estudiantes frenéticos; los insomnes se encontraban perdiendo la concentración, cayendo en fantasías y meditaciones de extraña, alucinatoria intensidad.

Por toda la ciudad, la noche quedaba fisurada por gritos de miseria nocturna.

Nueva Crobuzon estaba en garras de una epidemia, una enfermedad, una plaga de pesadillas.

El verano se coagulaba sobre Nueva Crobuzon, sofocándola. El aire de la noche era caliente, espeso como el aliento exhalado. Muy por encima de la ciudad, transfiguradas entre las nubes y la urbe, las grandes criaturas aladas babeaban.

Extendían y batían sus vastas alas irregulares, lo que provocaba gruesas corrientes de aire en caótico movimiento. Sus intrincados apéndices (tentaculares, insectiles, antropoides, quitinosos, numerosos) se agitaban al surcar la febril excitación.

Abrían sus perturbadoras fauces y desenrollaban las largas lenguas emplumadas hacia los tejados. El mismo aire estaba empapado de sueños, y los seres voladores lamían ansiosos aquel jugo suculento. Cuando las frondas que remataban sus lenguas pesaban por el néctar invisible, las enrollaban hasta sus bocas con un chasquido lujurioso, afilando sus enormes dientes.

Surcaban los cielos, defecando, exudando los restos de sus anteriores comidas. El rastro invisible se extendía desde el aire, un efluvio psíquico que se deslizaba grumoso, cuajado, entre los intersticios del plano mundano. Rezumaba a través del éter hasta cubrir la ciudad, saturaba las mentes de sus habitantes, perturbaba su reposo y sacaba a los monstruos a la luz. Los dormidos y los despiertos sentían sus mentes retorcerse.

Los cinco marcharon de caza.

Entre el vasto y caótico caldo de pesadillas urbanas, cada uno de los seres oscuros podía discernir deliciosos rastros serpenteantes.

Normalmente eran cazadores oportunistas. Esperaban hasta que olían algún gran tumulto mental, alguna mente especialmente sabrosa en sus propias exudaciones. Entonces, los intrincados voladores giraban y descendían sobre su presa. Usaban sus manos delgadas para descerrar las ventanas de las plantas altas y recorrían áticos bañados por la luna hacia los trémulos durmientes para saciarse. Se aferraban con una multitud de apéndices a las figuras solitarias que recorrían la orilla del río, gentes que, mientras eran absorbidas, chillaban sin cesar a una noche ya ahíta de plañidos quejumbrosos.

Pero cuando abandonaban los cascarones de carne de sus comidas para sacudirse y repantigarse sobre los tejados y las callejuelas oscuras, cuando la cuchillada del hambre remitía y era posible alimentarse más despaciosamente, por placer, las criaturas aladas se tornaban curiosas. Saboreaban el débil caldo de mentes que ya habían catado antes y, como inquisitivas bestias de caza de fría inteligencia, las perseguían.

Allí estaba el tenue rastro mental de uno de los guardias que se encontraba en el exterior de su jaula en el Barrio Oseo, fantaseando con la esposa de su amigo. Sus sabrosas imaginaciones flotaban hasta enroscarse alrededor de la lengua trémula. La criatura que lo saboreó giró en el cielo, trazando el arco caótico de una mariposa o una polilla, descendiendo hacia Ecomir, siguiendo el olor de su presa.

Otra de las grandes formas aéreas trazó de repente un gran ocho en cielo y volvió sobre sus pasos, en busca del sabor familiar que se había filtrado entre sus papilas gustativas. Era un aroma nervioso que había impregnado los capullos de los monstruos en pupa. La gran bestia flotó sobre la ciudad y su saliva se disipó en varias dimensiones bajo ella. Las emisiones eran oscuras, de una fragilidad frustrante, pero su sentido del gusto estaba muy desarrollado y la arrastró hacia Mafatón, abriéndose camino a lametones hacia el tentador aroma de la científica que los había visto crecer: Magesta Barbile.

El redrojo, el cachorro mal alimentado que había liberado a sus camaradas, también encontró un rastro de sabor rememorado. Su mente no estaba tan desarrollada, sus papilas eran menos exactas: no podría perseguir un aroma intermitente desde el aire. Pero, incómodo, lo intentó. El sabor completo de la mente era tan familiar… Había rodeado a aquella criatura deforme durante su florecer a la consciencia, durante su crisálida y la creación de su capullo de seda. Perdió y halló de nuevo el rastro. Lo perdió de nuevo torpemente.

El menor y más débil de aquellos batidores nocturnos, mucho más fuerte que cualquier hombre, famélico y predador, buscaba sus caminos con la lengua a través del cielo, tratando de recuperar el rastro de Isaac Dan der Grimnebulin.

Isaac, Derkhan y Lemuel Pigeon aguardaban inquietos en la esquina, bajo el fulgor humeante de la luz de gas.

—¿Dónde coño está tu compañero? —siseó Isaac.

—Llega tarde, probablemente no encuentre esto. Ya te dije que es idiota perdido —respondió Lemuel con calma. Sacó una navaja automática y comenzó a limpiarse las uñas.

—¿Para qué lo necesitamos?

—No te hagas el inocentón, Isaac. Se te da bien enseñarme el dinero suficiente para que haga toda clase de trabajos que van contra mi buen juicio, pero hay límites. No pienso verme involucrado en nada que irrite al maldito gobierno sin tener protección. Y el señor X me la proporciona, con creces.

Isaac maldijo en silencio, pero sabía que Lemuel tenía razón.

No le gustaba la idea de involucrar a Lemuel en aquella aventura, pero los acontecimientos conspiraban rápidamente para no dejarle otra opción. Estaba claro que David era refractario a ayudarle a encontrar a Magesta Barbile. Parecía paralizado, un manojo de nervios a flor de piel. Isaac comenzaba a perder la paciencia con él. Necesitaba ayuda, y quería que David reaccionaria e hiciera cualquier cosa. Pero ahora no era el momento de enfrentarse a él.

Derkhan le había proporcionado, de forma inadvertida, el nombre que parecía la clave de todos los misterios interrelacionados sobre la presencia en los cielos y el enigmático interrogatorio de Ben Flex por parte de la milicia. Isaac hizo correr la voz, dándole a Lemuel Pigeon la información que tenían: Mafatón, científica, I+D. Incluyó dinero, algunas guineas (mientras se fijaba en que el oro que le había dado Yagharek comenzaba a agotarse poco a poco), y le suplicó información y ayuda.

Por eso contuvo su ira cuando el señor X llegó tarde. A pesar de su pantomima de impaciencia, aquella clase de protección era el motivo exacto por el que había hablado con Lemuel.

Convencer al propio Lemuel para que los acompañara a la dirección en Mafatón no fue muy difícil. Mostraba un despreocupado desprecio por los detalles, era un mercenario que no deseaba más que se le pagara por sus esfuerzos. Isaac no lo creía. Pensaba que Lemuel estaba cada vez más interesado en aquella intriga.

Yagharek era diamantino en su negativa a acudir. Isaac había tratado de persuadirlo con celeridad y fervor, pero el garuda ni siquiera había replicado. ¿Y qué coño vas a hacer entonces aquí?, quería preguntarle, aunque se tragó su irritación y lo dejó en paz. Quizá tardara un tiempo en comportarse como si formara parte de un colectivo. Esperaría.

Lin se había marchado justo antes de llegar Derkhan. No quería dejar a Isaac en su depresión, pero también ella parecía distraída. Solo se había quedado una noche, y cuando se marchó prometió a Isaac que volvería en cuanto le fuera posible. Pero entonces, a la mañana siguiente, Isaac recibió una carta con su letra cursiva, entregada desde el otro lado de la ciudad mediante un caro mensajero garantizado.

Cariño,

Temo que puedas sentirte enfadado y traicionado por esto, pero trata de entenderlo. En casa me estaba esperando otra carta de mi empleador, mi patrón, mi mecenas, si lo prefieres. Justo tras la misiva en la que me decía que no sería necesaria en un futuro cercano, llegó otro mensaje indicando que debía volver.

Sé que el momento no puede ser peor. Solo te pido que creas que desobedecería de poder hacerlo, pero no es así. No puedo, Isaac. Trataré de acabar mi trabajo para él en cuanto me sea posible, en una semana o dos, espero, para volver a tu lado.

Espérame.

Con mi amor, Lin.

Por tanto, esperando en la esquina del Paso Confuso, camuflados en el claroscuro de la luna llena a través de las nubes, a la sombra de los árboles del Parque de la Estaca, solo estaban Isaac, Derkhan y Lemuel.

Los tres se movían inquietos, observando las sombras que los sobrevolaban, saltando ante ruidos imaginados. Desde las calles que los rodeaban llegaban sonidos intermitentes de espantosos sueños perturbados. Ante cada gemido o gañido salvaje, los tres se miraban desazonados.

—Mierda puta —siseó Lemuel con irritación y miedo—. ¿Qué está pasando?

—Hay algo en el aire… —murmuró Isaac, apagando su voz al mirar al cielo.

Para colmo de la tensión, Derkhan y Lemuel, que se habían conocido el día anterior, habían decidido rápidamente que se despreciaban. Hacían todo lo posible por ignorarse.

—¿Cómo conseguiste la dirección? —preguntó Isaac, mientras Lemuel se encogía de hombros irritable.

—Contactos, Isaac. Contactos y corrupción. ¿Tú qué crees? La doctora Barbile dejó sus habitaciones hace un par de días, y desde entonces se le ha visto en este lugar, mucho menos salobre. Solo está a unas tres calles de su vieja casa, no obstante. No tiene imaginación. Ey… —palmeó el brazo de Isaac y señaló la calle sombría—. Ahí está nuestro hombre.

Frente a ellos, una vasta figura se desembarazaba de las sombras y se acercaba pesada hacia ellos. Valoró a Isaac y a Derkhan antes de asentir a Lemuel del modo más absurdamente desenvuelto.

—¿Qué tal, Pigeon? —dijo, demasiado alto—. ¿Qué va a ser?

—Baja la voz, tío —respondió terso Lemuel—. ¿Qué llevas?

El enorme recién llegado puso un dedo frente a los labios para mostrar que había comprendido. Abrió un lado de su chaqueta, mostrando dos enormes pistolas de pedernal. Isaac se sorprendió ante su tamaño. Tanto él como Derkhan iban armados, pero ninguno con tales cañones. Lemuel asintió aprobador ante el muestrario.

—Vale. Probablemente no hagan falta, pero… ya sabes. Bueno. En silencio. —El hombretón asintió—. Tampoco escuches, ¿eh? Hoy no tienes oídos. —El hombre asintió de nuevo. Lemuel se volvió hacia Isaac y Derkhan—. Oíd. Sabéis lo que queréis preguntarle a la nena. Si es posible, no somos más que sombras. Pero tenemos razones para pensar que la milicia está interesada en esto, y eso significa que no podemos cagarla. Si no colabora, le damos un empujoncito, ¿de acuerdo?

—¿Eso qué significa en gángsteres? ¿Tortura? —siseó Isaac. Lemuel lo miró con frialdad.

—No. Y no me jodas: me pagas por esto. No tenemos tiempo para hacer el gilipollas, de modo que no voy a dejarle a ella que lo haga. ¿Algún problema? —No hubo respuesta—. Bien. La calle Embarcadero está por aquí, a la derecha.

No se encontraron con otros paseantes nocturnos mientras recorrían las callejuelas traseras. Sus andares eran variados: el compañero de Lemuel, despreocupado y sin miedo, al parecer ajeno al ambiente de pesadilla que flotaba en el aire; el propio Lemuel, con numerosas miradas a los umbrales oscuros; Isaac y Derkhan, con una premura nerviosa, desgraciada.

Se detuvieron en la puerta de Barbile en la calle Embarcadero. Lemuel se giró para indicarle a Isaac que hiciera los honores, pero Derkhan se adelantó.

—Lo haré yo —susurró furiosa. Los demás se retiraron. Cuando se encontraron medio ocultos en el borde del umbral, Derkhan se giró y tiró del cordel de la campana.

Durante un largo tiempo no sucedió nada. Entonces, poco a poco, oyeron los pasos que descendían lentamente las escaleras y se dirigían hacia la puerta. Se detuvieron justo al otro lado y se hizo el silencio. Derkhan aguardó, acallando a los demás con las manos. Al final llegó una voz desde detrás de la puerta.

—¿Quién es?

Magesta Barbile parecía totalmente aterrada.

Derkhan habló con voz baja y rápida.

—Doctora Barbile, me llamo Derkhan. Tenemos que hablar con usted urgentemente.

Isaac miró alrededor para comprobar las luces de la calle. Al parecer nadie los había visto.

Desde el interior, Barbile ponía las cosas difíciles.

—N-no estoy segura —dijo—. No es un buen momento.

—Doctora Barbile… Magesta… —replicó Derkhan suavemente—. Tiene que abrir la puerta. Podemos ayudarla. Solo abra la puta puerta. Ya.

Se produjo otro momento de duda, pero entonces la doctora quitó la cerradura y abrió la puerta con un quejido. Derkhan estaba a punto de aprovechar para entrar de un empujón, pero se detuvo en seco. Barbile sostenía un rifle. Presentaba un aspecto de horrible incomodidad con él, pero, por poca práctica que tuviera, el arma seguía apuntada hacia su estómago.

—No sé quiénes son… —comenzó Barbile reluctante. Pero antes de que pudiera seguir, el enorme amigo de Lemuel, el señor X, dio un fácil paso alrededor de Derkhan, aferró el rifle y deslizó el canto de la mano sobre el mecanismo de disparo, bloqueando el paso del martillo. Barbile comenzó a gritar y apretó el gatillo, provocando un leve siseo de dolor del señor X cuando el metal percutió en su carne. Tiró hacia atrás del rifle y envió a la doctora volando hacia las escaleras a su espalda.

Mientras se sacudía y trataba de ponerse en pie, el gigante entró en la casa.

Los demás lo siguieron. Derkhan no protestó ante el tratamiento. Lemuel tenía razón. No disponían de tiempo.

El señor X sujetaba con paciencia a la mujer, que se sacudía a un lado y a otro, emitiendo terribles gañidos desde detrás de la mano que le cubría la boca. Tenía los ojos muy abiertos por la histeria y el miedo.

—Por los dioses —susurró Isaac—. ¡Cree que vamos a matarla! ¡Para!

—Magesta —dijo Derkhan en alto, cerrando la puerta de una patada sin mirar atrás—. Magesta, cálmate. No somos la milicia, si es lo que crees. Soy amiga de Benjamín Flex.

Ante aquello, Barbile abrió aún más los ojos y su resistencia remitió.

—Bien —siguió Derkhan—. Benjamín ha sido detenido. Supongo que ya lo sabes. —Barbile la miró y asintió con la cabeza. El enorme empleado de Lemuel probó a quitarle la mano de la boca. No gritó.

—No somos la milicia —repitió Derkhan lentamente—. No vamos a llevarte como se lo llevaron a él. Pero tú sabes… sabes que, si nosotros hemos podido dar contigo, si hemos descubierto quién era el contacto de Ben, ellos también podrán.

—Yo… por eso… —Barbile miró el rifle. Derkhan asintió.

—Muy bien, Magesta, atiende —dijo. Hablaba con gran claridad, clavando su mirada en la de Barbile—. No tenemos mucho tiempo… ¡suéltala, joder! No tenemos mucho tiempo, y creemos que sabes exactamente lo que está pasando. Está sucediendo algo muy, muy raro, y muchos de los hilos convergen en ti. Déjame sugerir algo. ¿Por qué no nos llevas arriba antes de que venga la milicia, y nos los explicas todo?

—Si hubiera sabido lo de Flex… —dijo la doctora. Estaba echa un ovillo sobre el sofá, con una taza de té frío en la mano. A su espalda, un gran espejo ocupaba la mayor parte de la pared—. No sigo las noticias. Tenía una reunión programada con él hace unos días, y cuando no apareció temí de verdad que… no sé, que me hubiera denunciado. —Probablemente lo haya hecho, pensó Derkhan, guardando silencio—. Y entonces oí rumores sobre lo que había pasado en la Perrera cuando la milicia aplastó aquellos disturbios…

No fueron unos putos disturbios, estuvo a punto de gritar Derkhan, aunque se controló. Fuera cual fuera la razón que Magesta Barbile había tenido para darle información a Ben, la disidencia política, desde luego, no era una de ellas.

—Y entonces esos rumores… —siguió la doctora—. Bueno, sumé dos y dos, ¿sabe? Y entonces… y entonces…

—¿Y entonces te escondiste? —preguntó Derkhan. Barbile asintió.

—Mira —dijo Isaac de repente. Había estado callado hasta entonces, con el rostro reflejando una gran tensión—. ¿Es qué no lo sientes, coño? ¿Es que no lo paladeas? —pasó sus manos, como garras, por la cara, como si el aire fuera algo tangible que pudiera aferrar y manipular—. Es como si el maldito aire nocturno se hubiera vuelto rancio. Ey, puede que sea una simple coincidencia, pero, de momento, todas las cosas malas que han sucedido en el último mes parecen relacionadas en una puta conspiración, y me apuesto los huevos a que esta no es la excepción.

Se inclinó, acercándose a la patética figura de Barbile. Ella lo miró, acobardada y asustada.

—Doctora Barbile —dijo él con tono neutro—: algo que come mentes… incluyendo la de mi amigo; un asalto de la milicia contra el Renegado Rampante; el mismo aire a nuestro alrededor, convertido en una sopa podrida… ¿Qué coño pasa? ¿Qué relación tiene con la mierda onírica?

Barbile comenzó a llorar. Isaac casi aulló por la irritación, mientras se alejaba de ella y alargaba las manos, desesperado. Pero entonces se giró. La mujer hablaba entre sollozos.

—Sabía que era una mala idea… Les dije que deberíamos mantener el control del experimento… —sus palabras eran casi ininteligibles, rotas, interrumpidas por las lágrimas y los sorbidos—. No llevaba el tiempo suficiente… no deberían haberlo hecho.

—¿Hacer el qué? —intervino Derkhan—. ¿Qué hicieron? ¿De qué te hablaba Ben?

—Sobre la transferencia —sollozó Barbile—. Aún no habíamos terminado el proyecto, pero de repente oímos que lo cancelaban, pero… pero alguien descubrió lo que pasaba en realidad. Iban a vender nuestros especímenes… a un mañoso…

—¿Qué especímenes? —preguntó Isaac, pero Barbile lo ignoraba. Estaba descargándose a su propio ritmo, con su propio orden.

—No era lo bastante rápido para los patrocinadores, ¿sabéis? Se estaban… impacientando. Las aplicaciones que esperaban, militares, psicodimensionales… no llegaban. Los sujetos eran incomprensibles, no hacíamos progresos… y eran incontrolables, eran demasiado peligrosos… —alzó la mirada y la voz, aún llorando. Se detuvo un instante antes de proseguir, más calmada—. Podríamos haber llegado a algo, pero necesitábamos demasiado tiempo. Y entonces… la gente del dinero debió de ponerse nerviosa, de modo que el director del proyecto nos dijo que se había terminado, que los especímenes habían sido destruidos, pero era mentira… Todo el mundo lo sabía. Aquel no fue el primer proyecto, ¿sabéis? —Isaac y Derkhan abrieron los ojos, pero guardaron silencio—. Ya conocíamos un modo seguro para hacer dinero con ellos. Deben de haberlos vendido al mejor postor… a alguien que pudiera usarlos por la droga… De ese modo, los patrocinadores recuperaban su dinero y el director podía mantener el proyecto en marcha por su cuenta, cooperando con el traficante al que se los había vendido. Pero no está bien. No está bien que el gobierno haga dinero con las drogas, y no está bien que nos roben nuestro proyecto… —Barbile había dejado de llorar. Estaba allí sentada, divagando. La dejaron hablar—. Los otros lo iban a dejar, pero yo estaba enfadada… No los había visto salir de la crisálida, no había descubierto lo que buscaba, ni de lejos. Y ahora los iban a usar para… para que algún miserable hiciera dinero.

Derkhan apenas podía creer su ingenuidad. Así que aquel era el contacto de Ben, aquella estúpida científica de tres al cuarto enfadada por haber perdido un proyecto. Por ello había dado pruebas de los negocios ilícitos del gobierno y había atraído sobre ella la ira de la milicia.

—Barbile —volvió a hablar Isaac, mucho más calmado y tranquilo esta vez—. ¿Qué son?

Magesta Barbile alzó la mirada. Parecía desencajada.

—¿Que qué son? —dijo, aturdida—. ¿Las cosas que han escapado? ¿El proyecto? ¿Que qué son? Son polillas asesinas.