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Frente a Isaac, en el tren, se sentaban una niña pequeña y su padre, un desarrapado caballero con bombín y chaqueta de segunda mano. Isaac hacía caras a la niña cada vez que esta se fijaba en él.

El padre le susurraba algo a la pequeña y la entretenía con trucos de magia. Le daba una piedrecita, y al escupir sobre ella la convertía en una rana. La niña chilló encantada ante aquella cosa resbaladiza y miró tímida a Isaac, que abrió los ojos y la boca fingiendo asombro mientras dejaba su asiento. La niña aún lo miraba cuando Isaac abrió la puerta del tren y salió a la estación Malicia. Bajó hasta la calle y serpenteó entre el tráfico de la Ciénaga Brock.

Había algunos taxis y animales en las estrechas y laberínticas calles del Distrito Científico, la zona más antigua de la ciudad vieja. Había peatones de todas las razas, así como tahonas, lavanderías y salas gremiales: todos los servicios necesarios para la comunidad. Había bares, y tiendas, e incluso una torre de la milicia: una pequeña, achatada, en el punto de la Ciénaga en el que convergían el Cancro y el Alquitrán. Los carteles pegados en las paredes desmenuzadas anunciaban las mismas discotecas, advertían del mismo apocalipsis y exigían adhesión a los mismos partidos políticos que en el resto de la ciudad. Pero, a pesar de aquella aparente normalidad, había tensión en la zona, una tirante expectación.

Los tejones (familiares por tradición, y de los que se creía que disfrutaban de cierta inmunidad a los armónicos más peligrosos de las ciencias secretas) correteaban con listas en los dientes y desaparecían sus cuerpos de pera por gateras especiales en las puertas de los locales. Sobre los gruesos escaparates de las tiendas había habitaciones. Los viejos almacenes en la ribera habían sido remodelados, y en los templos a deidades menores aguardaban sótanos ocultos. En estos y en otros nichos arquitectónicos, los moradores de la Ciénaga Brock se dedicaban a sus negocios: médicos, quimeros, biofilósofos y teratólogos, químicos, necroquímicos, matemáticos, karcistas, y metalurgos, y chamanes vodyanoi; todos aquellos, como Isaac, cuyas investigaciones no encajaran claramente en las innumerables categorías teóricas.

Extraños vapores flotaban sobre los tejados. Los ríos convergentes a ambos lados discurrían densos, emanando humo allá donde las corrientes mezclaban productos químicos en potentes compuestos. El residuo de experimentos fallidos, procedente de fábricas, laboratorios y alambiques, se mezclaba al azar en elixires bastardos. En la Ciénaga Brock el agua tenía propiedades imprevisibles. Se sabía de golfillos que, rebuscando en este tremedal descolorido en busca de tesoros, habían comenzado a hablar lenguas muertas hacía mucho, o habían encontrado langostas en su pelo, o se habían difuminado lentamente hasta volverse traslúcidos y desaparecer.

Isaac se encaminó por una zona tranquila de la orilla y llegó hasta el enlosado descompuesto y las raíces tenaces del Paseo Ocre. Al otro lado del Cancro, las Costillas se alzaban cientos de metros sobre las techumbres del Barrio Oseo, como grandes colmillos. El río aceleraba un poco al girar hacia el sur. A menos de un kilómetro podía ver la Isla Strack, rompiendo el flujo en el encuentro con el Alquitrán y el viraje hacia el este. Las viejas piedras y las torres del Parlamento se alzaban inmensas sobre el mismo borde de la isla. No había pendientes graduales ni maleza urbana frente a las desafiladas capas de obsidiana, que surgían de las aguas como fuentes congeladas.

Las nubes se despejaban, dejando atrás un cielo límpido. Isaac pudo ver el techo rojo de su taller alzándose sobre las casas contiguas; y, frente a él, el patio de su local, el Niño Moribundo, anegado de maleza. Las viejas mesas exteriores estaban coloreadas por los hongos. Nadie, por lo que Isaac podía recordar, se había sentado nunca en ellas.

Entró. La luz parecía rendirse sin llegar a penetrar las mugrientas ventanas, dejando el interior en penumbra. Las paredes no tenían más adornos que el polvo, ni el local más clientes que los borrachos empedernidos, figuras trémulas enroscadas alrededor de sus botellas. Algunos eran drogadictos, otros rehechos. También los había que combinaban las dos características: el Niño Moribundo no rechazaba a nadie. Un grupo de jóvenes demacrados se recostaba sobre una mesa, temblando al unísono, colocados con shazbah, mierda onírica o té plus. Una mujer sostenía su copa con una garra metálica que escupía vapor y rezumaba aceite sobre el suelo. Un hombre en una esquina sorbía en silencio su cerveza, lamiéndose el hocico de zorro que era su cara.

Isaac saludó al viejo junto a la puerta, Joshua, cuya reconstrucción había sido tan pequeña como cruel. Era un desvalijador frustrado que se había negado a testificar contra su banda; el magistrado había ordenado que su silencio fuera permanente, por lo que le habían quitado la boca, sellándola con carne inmaculada. Para no tener que comer purés absorbidos por la nariz, Joshua se había abierto otra vez la boca, pero el dolor le había hecho temblar y lo que tenía ahora era una herida fláccida, rasgada, inconclusa.

Joshua devolvió el saludo con la cabeza y, con los dedos, cerró cuidadosamente la boca alrededor de una pajita por la que bebía su sidra.

Isaac se dirigió a la parte trasera. En aquella esquina la barra era muy baja y quedaba a un metro del suelo. Tras ella, en una pecera de agua sucia, se encontraba Silchristchek, el casero.

Sil vivía, trabajaba y dormía en aquella bañera, girándose a un lado y a otro con sus enormes manos palmeadas y sus piernas de rana, bamboleándose su cuerpo como un testículo hinchado, invertebrado. Era viejo, y gordo, y gruñón, incluso para un vodyanoi. Era un saco de sangre vieja con miembros, sin cabeza diferenciada: su enorme y hosco rostro surgía de la grasa en el propio torso.

Dos veces al mes, achicaba el agua que lo rodeaba y los clientes rellenaban el recipiente con cubos, lo que le hacía suspirar y gasear con placer. Los vodyanoi podían pasar al menos un día fuera del agua sin efectos adversos, pero no se debía contrariar a Sil. Rezumaba indolencia malhumorada, y se negaba a abandonar su sucia charca. Isaac no podía evitar sentir que Sil se degradaba con aquella demostración agresiva. Parecía disfrutar con su conducta desagradable.

De joven, Isaac acudía a emborracharse allí con la púber satisfacción de hundirse hasta lo más hondo. Cuando maduró empezó a frecuentar lugares más salubres y volvía a la pocilga de Sil solo porque le quedaba cerca del trabajo; y cada vez más, de forma inesperada, por motivos científicos. Sil le proporcionaba las muestras experimentales que necesitaba.

Un agua turbia y con olor a orina se derramó desde los bordes del estanque cuando Sil se contorsionó para encararse con Isaac.

—¿Qué tomas? —ladró.

—Kingpin.

Isaac dejó una moneda en la mano de Sil, que sacó una botella de una de las estanterías tras él. Isaac bebió la cerveza barata y se deslizó hacia un banco, haciendo un gesto de disgusto al sentarse sobre un líquido dudoso.

Sil se acomodó en su bañera. Sin mirar a Isaac, comenzó una idiota conversación monosilábica sobre el clima, sobre la cerveza. Él hacía todos los honores, mientras Isaac solo hablaba lo necesario para mantener vivo el discurso.

Sobre la barra había varias figuras toscas, delineadas con agua absorbida por las vetas de la vieja madera frente a sus ojos. Dos se disolvían rápidamente, perdían la integridad y se convertían en meros charcos. Sil tomó despreocupado otro puñado de su piscina y lo amasó. El agua respondía como arcilla, manteniendo la forma que él le daba. La mugre y la decoloración del agua formaban brumas en su interior. El vodyanoi pellizcó el rostro de la figura para formar una nariz, y apretó las piernas hasta convertirlas en salchichas. Depositó el pequeño homúnculo frente a su interlocutor.

—¿Eso es lo que querías?

Isaac apuró el resto de su cerveza.

—Impresionante, Sil. Muchas gracias.

Con mucho cuidado, sopló la figurita hasta que esta cayó hacia atrás, en sus manos en forma de cuenco. Salpicó un poco, pero pudo sentir cómo se mantenía la tensión superficial. Sil observó con una sonrisa cínica mientras Isaac corría con la figura para llevarla a su laboratorio.

Fuera, el viento había comenzado a soplar. Isaac protegió su premio y apuró el paso hacia la pequeña callejuela que unía el Niño Moribundo con la Vía del Remero y su taller. Empujó las puertas verdes con el trasero y entró hacia atrás. Su laboratorio había sido una fábrica y un almacén hacía años, y su planta enorme y polvorienta albergaba bancos, equipo y pizarras colgadas en las paredes.

De dos esquinas llegaron gritos de saludo: David Serachin y Lublamai Dadscatt, científicos proscritos como Isaac, con los que compartía alquiler y espacio. David y Lublamai usaban la planta baja, ocupando cada uno una esquina con su equipo, separados por unos quince metros de tableros de madera vacíos. Una remozada bomba de agua sobresalía del suelo entre los extremos de la estancia. El constructo que compartían rodaba por el suelo, tratando de limpiar el polvo con tanto ruido como poca eficacia. Conservan ese trasto por sentimentalismo, pensó Isaac.

Su taller, su cocina y su cama se encontraban en la enorme pasarela que sobresalía de las paredes, a media altura de la vieja fábrica. Tenía unos siete metros de anchura y circunnavegaba la estancia, con unas barandillas destartaladas que, milagrosamente, aún se sostenían después de que Lublamai las instalara.

La puerta se cerró con gran estruendo tras él, y el espejo que colgaba a su lado se sacudió. No puedo creer que no se rompa, pensó. Tenemos que quitarlo de ahí. Como siempre, la idea se fue tan rápida como llegó.

Mientras subía los escalones de tres en tres, David vio cómo llevaba las manos y rió.

—¿Más arte avanzado de Silchristchek? —gritó.

Isaac le devolvió la sonrisa.

—¡Que no se diga que no trato de conseguir lo mejor!

Isaac, que fue quien encontró el almacén hacía ya años, pudo elegir primero su espacio, y se notaba. La cama, el horno y el orinal se hallaban en una esquina de la plataforma, y al otro extremo del mismo lado estaban las abultadas protuberancias de su laboratorio. Había contenedores de vidrio y arcilla llenos de extraños compuestos, y los productos químicos peligrosos cubrían los estantes. Las paredes estaban salpicadas de heliotipos de Isaac con sus amigos en diversas poses por toda la ciudad, así como en el Bosque Turbio. El almacén lindaba con el Paseo Ocre: su ventana daba al Cancro y al Barrio Óseo, lo que le ofrecía una espléndida vista de las Costillas y el tren de Arboleda.

Isaac pasó como una exhalación frente a las enormes ventanas arqueadas y se acercó a una esotérica máquina de bronce bruñido. Era un denso nudo de tuberías y lentes, con diales e indicadores instalados allá donde cabían. En cada uno de los componentes del aparato había un ostentoso letrero que rezaba: «PROPIEDAD DEL DEPT. DE FÍSICA DE LA UNIVERSIDAD DE NC. NO RETIRAR».

Isaac hizo unas comprobaciones y se alivió al ver que la pequeña caldera en el corazón de la máquina no se había apagado. Paleó un poco de carbón y cerró el calorífero. Después situó la estatuilla de Sil sobre una plataforma de visión bajo una campana de vidrio, bregó con un fuelle debajo de ella, extrajo el aire y lo reemplazó con gas procedente de un delgado tubo de cuero.

Se relajó. Ahora, la integridad de la escultura acuática vodyanoi se mantendría un poco más. Lejos de manos vodyanoi, sin que nadie las tocara, tales obras duraban más o menos una hora antes de colapsarse en su forma elemental. Si se las tocaba se disolvían mucho antes, lo que podía retrasarse en presencia de gases nobles. Podría disfrutar de unas dos horas para investigar.

Isaac se había interesado en la acuartesanía vodyanoi de forma indirecta, como resultado de sus investigaciones sobre la teoría unificada de la energía. Se había preguntado si lo que permitía moldear el agua de aquel modo era una fuerza relacionada con la atadura que buscaba, que mantenía unida la materia en ciertas circunstancias y la dispersaba violentamente en otras. Lo sucedido había sido un patrón común en las investigaciones de Isaac: un subproducto de su trabajo había adquirido inercia propia y se había convertido en una profunda, aunque seguramente efímera, obsesión.

Dobló algunos lentetubos en posición y encendió un mechero de gas para iluminar la pieza de agua. Aún le intrigaba la ignorancia que rodeaba a aquella artesanía. Volvió a pensar en la gran cantidad de investigaciones estúpidas, en los muchos «análisis» que no eran más que descripción (y a menudo mala) oculta detrás de galimatías ofuscatorios. Su ejemplo favorito era la Hidrofisiconometricia de Benchamburg, un libro de texto de gran reputación. Cuando lo leyó no pudo reprimir un grito: lo copió y lo clavó a la pared.

Los vodyanoi, mediante la llamada acuartesanía, son capaces de manipular la plasticidad del agua y de mantener su tensión superficial, en tal grado que, por un breve tiempo, el líquido es capaz de conservar la forma deseada. Esto se logra mediante la aplicación del campo energético hidrocohesivo/acuamórfico de extensión diacrónica menor.

En otras palabras, Benchamburg no tenía más idea de cómo los vodyanoi daban forma al agua que Isaac, que un perillán cualquiera o que el propio Silchristchek.

Activó un par de palancas, desplazando un juego de lentes para lanzar distintas tonalidades a través de la estatua, que ya comenzaba a deshacerse en los bordes. Observando a través de un visor de gran aumento podía ver diminutos animalculae retorcerse al azar. La estructura del agua no variaba en absoluto: meramente se empeñaba en ocupar un espacio distinto al que le era habitual.

Recogió el agua que se filtraba por una grieta del mostrador. Podría examinarla más tarde, aunque sabía por experiencias pasadas que no encontraría nada de interés.

Realizó unas notas en una libreta. Sometió a la estatuilla a varios experimentos a medida que pasaban los minutos, perforándola con una jeringa para absorber parte de su masa, tirando heliotipos desde varios ángulos, introduciendo burbujas de aire que ascendían hasta explotar en lo alto. Al final, la calentó y dejó que se disipara en vapor.

En un momento dado, Sinceridad, la tejona de David, subió por las escaleras y le olió los dedos. Isaac la acarició ausente mientras el animal le lamía la mano, y advirtió a David de que estaba hambrienta. Se sorprendió por el silencio. David y Lublamai se habían marchado, probablemente a por un almuerzo tardío; habían pasado varias horas desde que llegara.

Se estiró, se acercó a su despensa y le tiró a Sinceridad un poco de carne seca que el animal comenzó a roer satisfecho. Isaac comenzaba a ser consciente del mundo que lo rodeaba, y oía voces a través de las paredes a su espalda.

La puerta se abrió y se cerró de nuevo.

Se apresuró al desembarco de las escaleras, esperando ver a sus colegas.

Pero era un extraño el que aguardaba en el centro del gran espacio vacío. Las corrientes de aire se ajustaban a su presencia, lo investigaban como tentáculos y provocaban remolinos de polvo a su alrededor. Manchas de luz salpicaban el suelo desde las ventanas abiertas y los ladrillos rotos, pero ninguna caía directamente sobre él. La pasarela de madera crujió cuando Isaac cambió el peso de un pie a otro. El recién llegado alzó la cabeza para echar atrás la capucha, con las manos unidas sobre su pecho, completamente quieto, mirando hacia arriba.

Isaac observó atónito.

Era un garuda.

Casi cayó por las escaleras, tratando de dar con la barandilla, sin desear apartar la mirada de aquel extraordinario visitante que lo aguardaba. Tocó tierra.

El garuda le devolvió la mirada. La fascinación de Isaac derrotó a sus modales, y sus ojos quedaron clavados en él de forma poco educada.

La gran criatura medía más de metro ochenta, y de debajo de su sucia capa sobresalían unos pies terminados en crueles garras. El amplio harapo colgaba casi hasta el suelo, cubriendo cada centímetro de piel, ocultando los detalles de la fisonomía y la musculatura, salvo la cabeza. Aquel inescrutable rostro de pájaro contemplaba a Isaac con lo que parecía imperiosidad. El pico curvo se encontraba entre los de un cernícalo y un búho. Las plumas esbeltas pasaban sutiles del ocre al pardo y al marrón moteado. Unos profundos ojos negros se clavaban en los suyos; el iris no era más que una leve mancha en el centro de aquella negrura. Las órbitas de esos ojos daban al rostro del garuda una expresión de permanente sonrisa cínica, una arruga orgullosa.

Y sobre la cabeza del ser, cubiertos con el tosco harapo que vestía, proyectando la forma inconfundible de sus enormes alas plegadas, promontorios de pluma y piel y hueso se extendían más de medio metro desde los hombros, curvándose elegantes el uno hacia el otro. Isaac nunca había visto a un garuda extender sus alas en un espacio cerrado, pero había leído descripciones de la polvareda que podían levantar, y de las vastas sombras que arrojaban sobre sus presas.

¿Qué estás haciendo aquí, tan lejos del hogar?, pensó Isaac maravillado. Fíjate en tus colores: ¡perteneces al desierto! Debes de haber recorrido kilómetros y kilómetros y kilómetros, desde el Cymek. ¿Qué coño estás haciendo aquí, impresionante hijo de puta?

La fascinación casi le impidió aclararse la garganta y hablar a aquel gran predador.

—¿Puedo ayudarte?