29

Los dracos estaban asustados. Contaban historias sobre monstruos en el cielo.

Por la noche se sentaban alrededor de los fuegos pergeñados en los grandes basureros de la ciudad, y abofeteaban a los niños para que se callaran. Se turnaban para hablar de las repentinas ráfagas de aire y describían seres horrendos. Veían sombras retorcidas en el cielo. Habían sentido las gotas acres salpicar desde lo alto.

Estaban cazándolos.

Al principio no eran más que historias. Aun a pesar del miedo, incluso disfrutaban con ellas. Pero después comenzaron a conocer a los protagonistas. Sus nombres ululaban a través de la ciudad por la noche, cuando se encontraba a los cuerpos idiotas, babeantes. Arfamo y Lateral; Mentolado y, lo más aterrador, Bichermo, el jefe de la ciudad oriental. Nunca perdía una pelea. Nunca se retiraba. Su hija lo había encontrado con la cabeza perdida, moqueando por la boca y la nariz, con los ojos hinchados, pálidos, alerta como un huevo podrido, entre los matorrales junto a una oxidada torre de gas en el Parque Abrogate.

Se encontró a dos matronas khepri sentadas e inmóviles en la Plaza de las Estatuas. Un vodyanoi quedó tumbado junto al agua en la Sombra, con la enorme boca torcida en una mueca imbécil. El número de humanos hallados sin mente aumentó hasta alcanzar las dos cifras, y el ritmo no decaía.

Los ancianos del Invernadero en Piel del Río no decían si había algún cacto afectado.

El Lucha contaba una noticia en su segunda página titulada «Misteriosa epidemia de idiocia».

Los dracos no eran los únicos que habían visto cosas que no deberían estar allí. Primero dos o tres, después más (y cada vez más histéricos) testigos aseguraban haber estado en compañía de aquellos cuya mente era robada. Estaban confusos, habían caído en alguna suerte de trance, decían, pero farfullaban sobre monstruos, insectos diabólicos sin ojos, con oscuros cuerpos abotargados que se desplegaban en una pesadilla de miembros y articulaciones. Dientes prominentes y alas hipnóticas.

El Cuervo se extendía desde la estación de la calle Perdido en una intrincada confusión de avenidas y callejuelas medio escondidas. Las principales arterias (la calle LeTissof, el Paso Cocubek, el Bulevar Dos Ghérou) estallaban en todas direcciones alrededor de la estación y de la Plaza BilSantum. Eran avenidas amplias y atestadas, una confusión de carros, taxis y multitudes a pie.

Todas las semanas abrían nuevas y elegantes tiendas en medio de la confusión: enormes almacenes que ocupaban tres plantas de lo que habían sido mansiones nobiliarias; otros menores, algo más que establecimientos prósperos, con escaparates donde se exhibía lo último en productos de gas, intrincadas lámparas de bronce, encajes de extensión a válvulas, pastilleros de lujo, ropas a medida.

En los ramales menores que se extendían desde estas enormes calles como capilares, los despachos de abogados y doctores, actuarios, apotecarios y sociedades benévolas competían con los clubes exclusivos. Los patricios patrullaban esas calles con trajes inmaculados.

Apartadas en esquinas más o menos oscuras del Cuervo, las bolsas de penuria y arquitectura malsana eran juiciosamente ignoradas.

Hogar del Esputo, al sureste, quedaba bisecado desde arriba por el tren elevado que conectaba la torre de la milicia en la Ciénaga Brock con la estación de Perdido. Era parte de la misma zona bulliciosa de Shek, una cuña de tiendas y casas menores construidas en piedra y remendadas con ladrillo. Hogar de Esputo albergaba una industria crepuscular: la reconstrucción. Allá donde el barrio se encontraba con el río, las fábricas de castigo subterráneas emitían alaridos agónicos y gañidos rápidamente sofocados. Pero, por el bien de la imagen pública, Hogar de Esputo era capaz de ignorar esa economía oculta con la más leve señal de desagrado.

Se trataba de un lugar atareado. Los peregrinos acudían allí para visitar el templo Palgolak en el límite norte de la Ciénaga Brock. Durante años, Hogar de Esputo había sido refugio de Iglesias disidentes y sociedades secretas. Sus muros se mantenían unidos por la pasta de un millar de carteles mohosos que anunciaban debates y discusiones teológicas. Los monjes y monjas de peculiares sectas contemplativas recorrían las calles con prisa, evitando mirar a los demás. Los derviches y hierofantes discutían en las esquinas.

Encajado de forma ostentosa entre Hogar de Esputo y el Cuervo se encontraba el secreto peor guardado de la ciudad. Una sucia mancha culpable. Una pequeña región, según los términos de la cuidad. Unas pocas calles donde las viejas casas, angostas y cercanas, podían unirse fácilmente con pasarelas y escaleras, donde las constreñidas franjas de pavimento entre los altos edificios de adornos extraños podían ser un laberinto protector.

El distrito de los burdeles. Los barrios bajos.

Ya era de noche, y David Serachin caminaba por la zona norte de Hogar de Esputo. Podía haber estado volviendo a su casa de Vadoculto, hacia el este, bajo la línea Sur y las vías elevadas, atravesando Shek, pasando junto a la enorme torre de la milicia en el Parque de Vadoculto. Era un paseo largo, pero no implausible.

Pero cuando David pasó bajo los arcos de la estación del Bazar de Esputo, aprovechó la oscuridad para girarse y observar el camino por el que había llegado. La gente tras él no eran más que viandantes. Nadie lo seguía. Titubeó un instante antes de emerger desde detrás de las líneas férreas, mientras el tren silbaba sobre él, lanzando reverberaciones alrededor de las cavernas de ladrillo.

Giró hacia el norte, siguiendo el camino del tren, hacia el exterior de la zona de las prostitutas.

Enterró las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Aquella era su vergüenza. Hervía a fuego lento en su desprecio.

En los límites de los barrios bajos, la mercancía atendía los gustos más ortodoxos. Había algunas melenudas, callejeras a la pesca de cliente, pero las independientes que se apiñaban en otras zonas de Nueva Crobuzon eran forasteras en ese lugar. Aquel era el barrio de la indulgencia lánguida, oculta bajo los tejados de los establecimientos. Salpicados por las pequeñas tiendas generales que incluso allí atendían las necesidades diarias, los aún elegantes edificios del distrito quedaban iluminados por lámparas de gas que brillaban tras los tradicionales filtros rojos. En algunos umbrales, las jóvenes con corpiños ajustados llamaban dulces al tráfico peatonal. Las calles estaban menos llenas que en la ciudad exterior, pero en absoluto vacías. Casi todos los hombres iban bien vestidos. Aquella mercancía no era para los indigentes.

Algunos varones mantenían la cabeza alta, pugnaz. Casi todos caminaban como David, precavidamente solos.

El cielo era cálido y sucio. Las estrellas brillaban confusas. Del aire sobre la línea de los tejados llegaba un susurro, después una ráfaga de viento al pasar una cápsula por encima. Era una ironía municipal que sobre el mismo centro de aquel pozo de carne se extendiera el tren aéreo de la milicia. En raras ocasiones, los soldados asaltaban las corrompidas y suntuosas casas del barrio bajo, pero, por lo general mientras se realizaran los pagos y la violencia no salpicara más allá de las habitaciones protegidas por ese dinero, la milicia se mantenía alejada.

Las corrientes nocturnas trajeron con ellas algo enervante, una pulsátil sensación de inquietud. Algo más profundo que la ansiedad habitual.

En algunas de las casas, las grandes ventanas quedaban iluminadas mediante suaves muselinas difusoras. Mujeres vestidas con camisa y ceñido traje de noche se frotaban lascivas, o miraban a los viandantes a través de tímidas caídas de ojos. Allí también había lupanares xenianos, donde los jóvenes borrachos se animaban en ritos de iniciación, follándose a khepris, a vodyanoi o a otras especies más exóticas. Viendo aquellos establecimientos, David pensó en Isaac. Trató de alejar de sí la imagen.

No se detuvo. No tomó a ninguna de las mujeres que lo rodeaban. Siguió más adentro.

Dobló una esquina y entró en una hilera de casas más bajas y desagradables. En las ventanas se veían sutiles pistas sobre la naturaleza de la mercancía. Látigos. Esposas. Una niña de siete u ocho años en una cuna, lloriqueando y moqueando.

David siguió todavía más hacia dentro. Las multitudes se fueron diluyendo, aunque nunca estuvo solo. El aire nocturno rebosaba de leves ruidos. Habitaciones llenas de conversaciones. Música bien interpretada. Risas. Gritos de dolor y el ladrido o el aullido de animales.

Había un ruinoso callejón sin salida cerca del corazón del sector, un pequeño remanso de tranquilidad en el laberinto. David tomó su empedrado con un débil temblor. En las puertas de aquellos establecimientos había hombres. Aguardaban pesados y hoscos, con trajes baratos, y vetaban al miserable que se acercaba a ellos.

David se dirigió a una de las puertas. El enorme portero lo detuvo con una mano impasible en el pecho.

—Me ha enviado el señor Tollmeck —musitó David. El hombre lo dejó pasar.

En el interior, la pantalla de las lámparas era gruesa y sucia. El recibidor parecía glutinoso con aquella luz del color de las heces. Detrás de un escritorio esperaba una mujer seria de mediana edad, ataviada con un traje floral que encajaba con las pantallas. Miró a David a través de unos anteojos de media luna.

—¿Es usted nuevo en nuestro establecimiento? —preguntó—. ¿Tiene cita?

—Tengo reservada la habitación diecisiete a las nueve en punto. Orrel —dijo David. La mujer enarcó ligeramente las cejas e inclinó la cabeza. Consultó el libro que tenía enfrente.

—Ya veo. Llega… —consultó el reloj de la pared—. Llega diez minutos antes, pero ya puede ir subiendo. ¿Conoce el camino? Sally le está esperando. —Levantó la mirada y le lanzó un (horrendo, monstruoso) guiño cómplice y una sonrisa. David se sintió asqueado.

Se alejó rápidamente de ella y se dirigió hacia las escaleras.

Su corazón comenzó a acelerarse mientras subía, y al emerger al largo pasillo en lo alto de la casa. Recordó la primera vez que acudió a aquel lugar. La habitación diecisiete estaba al final del pasillo.

Se dirigió hacia ella.

Odiaba aquella planta. Odiaba el papel, lleno de ligeras ampollas, el olor peculiar que emanaba de los cuartos, los sonidos provocadores que flotaban a través de los tabiques. Casi todas las puertas estaban abiertas, por convención. Las cerradas estaban ocupadas por jugadores.

La de la habitación diecisiete estaba cerrada, por supuesto. Era una excepción a las reglas de la casa.

David avanzó lentamente por la hedionda alfombra y se aproximó a la primera puerta. Por misericordia, estaba cerrada, pero la hoja de madera no lograba contener los ruidos: gritos apagados, intermitentes; el crujido del látigo que se estiraba; un siseo, una voz cargada de odio. David giró la cabeza y se encontró mirando la puerta opuesta. Alcanzó a vislumbrar la figura desnuda sobre la cama. La chica, de no más de quince años, le devolvió la mirada. Se incorporó sobre las cuatro extremidades… sus brazos y piernas eran hirsutos y terminados en garras… patas de perro.

Los ojos de David se clavaron en los de ella con un horror hipnótico, lascivo, al pasar de largo; la chica saltó al suelo con un torpe movimiento canino, girándose chambona como una cuadrúpeda sin práctica. Lo miró esperanzada por encima del hombro, mostrándole el ano y la vagina.

David quedó boquiabierto y sus ojos se vidriaron.

Allí era donde se avergonzaba de sí mismo, en aquel serrallo de putas rehechas.

La ciudad estaba llena de prostitutas rehechas, por supuesto. A menudo era la única estrategia viable para que aquellos hombres y mujeres se salvaran de la inanición. Pero allí, en los barrios bajos, los pecados se satisfacían de la forma más sofisticada.

Casi todas las fulanas rehechas habían sido castigadas por crímenes variados: su reconstrucción no solía ser más que un extraño obstáculo para su trabajo sexual, lo que disminuía su precio. Aquel distrito, sin embargo, era para los especialistas, para el consumidor entendido. Allí las putas eran rehechas especialmente para la profesión. Había cuerpos caros reconstruidos en formas adecuadas para los delicados gourmets de la carne pervertida. Había niños vendidos por sus padres, mujeres y hombres forzados por las deudas a venderse a los escultores de carne, a los reconstructores ilegales. Corrían rumores de que muchos habían sido sentenciados a cualquier otra reconstrucción, solo para verse alterados en las fábricas de carne según extraños designios carnales para ser vendidos como chaperos y madamas. Era un rentable negocio secundario para los biotaumaturgos del estado.

El tiempo se estiró enfermizo en aquel corredor infinito, como la melaza rancia. En cada puerta, en cada parada a lo largo del camino, David no podía evitar echar un vistazo al interior. Deseaba apartarse, pero sus ojos no se lo permitían.

Era como un jardín de pesadillas. Cada sala contenía una flor carnal única, un capullo de tortura.

Pasó frente a cuerpos desnudos cubiertos de pechos como los pesos de las balanzas; monstruosos torsos de cangrejo con núbiles piernas femeninas en ambos extremos; una mujer que lo observaba con ojos inteligentes sobre una segunda vulva, su boca una raja vertical con húmedos labios, un eco carnal de su otra vagina entre las piernas abiertas. Dos muchachos pequeños que observaban atónitos sus falos descomunales. Una hermafrodita con múltiples manos.

Se produjo un golpe dentro de la cabeza de David. Se sentía confundido por el horror, exhausto.

La sala diecisiete estaba frente a él. No se dio la vuelta. Imaginó los ojos de los rehechos a su espalda, sobre él, observándolo desde sus prisiones de sangre, hueso y sexo.

Llamó a la puerta. Después de un instante, oyó la cadena retirarse desde dentro y la hoja se abrió un poco. David entró alzando la cabeza, dejando el vergonzante corredor dentro de su propia corrupción privada. La puerta se cerró.

Un hombre vestido con traje esperaba sobre la sucia cama, alisándose la corbata. Otro, el que había abierto la puerta, se encontraba detrás de David con los brazos cruzados. David lo observó brevemente y volvió su atención hacia el que estaba sentado.

Este le señaló una silla a los pies de la cama y le invitó a situarla frente a él.

Se sentó.

—Hola, «Sally» —dijo en voz queda.

—Serachin —le respondió él. Era delgado, de mediana edad. Su mirada era calculadora e inteligente. Parecía totalmente fuera de lugar en aquella habitación ruinosa, aquella casa vil, mas su expresión era compuesta. Había esperado paciente y cómodo entre las putas rehechas como lo hubiera hecho en el Parlamento.

—Me pediste que me reuniera contigo —dijo el hombre—. Hacía mucho que no oíamos de ti. Te habíamos marcado como durmiente.

—Bueno… —respondió David incómodo—. No hay mucho de lo que informar. Hasta ahora. —El hombre asintió juicioso y aguardó.

David se humedeció los labios. Le costaba hablar. El hombre lo miraba con expresión ceñuda.

—El precio sigue siendo el mismo, ya sabes —le animó—. Incluso un poco mayor.

—No, dioses, yo… —tartamudeó David—. Solo es que… ya sabes… la práctica… —El hombre volvió a asentir.

Muy falto de práctica, pensó David indefenso. Han pasado seis años desde la última vez, y prometí no volver a hacerlo. Salí de esto. Te cansaste del chantaje y no necesitabas el dinero

La primera vez, hacía quince años, habían entrado en aquella misma habitación mientras David eyaculaba en una de las bocas de una cadavérica y desdichada rehecha. Le habían dicho que enviarían las imágenes a los periódicos, a las revistas y a la universidad. Le habían ofrecido una opción. Pagaban bien.

Había informado. Solo como agente libre; una vez, puede que dos al año. Y entonces lo había dejado durante mucho tiempo. Hasta ahora. Porque ahora estaba asustado.

Inspiró profundamente y comenzó.

—Está pasando algo grande. Por Jabber, no sé por dónde empezar. ¿Conocéis la enfermedad que está circulando por ahí? ¿Lo de la idiocia? Bueno, pues sé dónde comenzó. Pensé que podríamos ocuparnos de ello, que todo sería… contenible… ¡Por la cola del Diablo! Se hace cada vez más grande, y… y creo que necesitamos ayuda. —En algún sitio de sus tripas, una pequeña parte de él escupió disgustada ante aquella cobardía, aquel delirio, pero David habló rápidamente, sin parar—. Todo comienza con Isaac.

—¿Dan der Grimnebulin? —preguntó el hombre—. ¿Aquel con el que compartes el taller? El teórico renegado. El científico de la guerrilla con un talento para el engrandecimiento personal. ¿En qué ha andado metido? —El hombre sonreía con frialdad.

—Bueno, mirad. Ha recibido un encargo de… bueno, le han encargado que investigue el vuelo, y se hizo con montones de bichos voladores para estudiarlos. Pájaros, insectos, aspis, toda la pesca. Y una de esas cosas es un ciempiés enorme. Ese maldito bicho está todo el día que parece que se va a morir, y de repente Isaac encuentra un modo de mantenerlo con vida, porque va un día y no para de crecer. Enorme. La hostia… así de grande. —Extendió las manos hasta alcanzar una aceptable estimación del tamaño del gusano. El hombre lo miraba con atención, el rostro serio, las manos apretadas—. Entonces entra en fase de crisálida, y todos teníamos mucho interés por ver lo que salía. Así que nos fuimos un día a casa y Lublamai, el otro tipo del edificio, ya sabes, y Lublamai aparece allí tirado, babeando. No sé qué coño era lo que salió de aquel capullo, pero ese hijo puta se comió su mente… y… y se escapó, y quedó libre…

El hombre inclinó la cabeza con un asentimiento decisivo, muy distinto a sus anteriores invitaciones casuales a compartir información.

—Así que pensaste que era mejor mantenernos informados.

—¡No, coño! No pensé… Incluso entonces pensé que podríamos ocuparnos. Es decir, Jabber, estaba cabreado con Isaac, estaba muy cabreado. Pero pensé que podíamos encontrar un modo de dar con ese maldito bicho, de recuperar a Lub… Bueno, y todo comienza con cada vez más casos de esos, con gente… sin mente… Pero lo principal es que le seguimos la pista al que le vendió aquel bicho a Isaac. Es algún secretario capullo que se lo robó a I+D en el mismísimo Parlamento. Y yo pienso: «Joder, no quiero problemas con el gobierno». —El hombre de la cama asintió ante el buen juicio de David—. Así que decidí que esto nos sobrepasaba… de largo. —Hizo una pausa. El hombre en la cama abrió la boca para hablar, pero David lo cortó—. ¡No, espera, que no acaba aquí! Porque he oído lo del follón en Arboleda y sé que habéis enchironado al editor del Renegado Rampante, ¿no? —El hombre aguardó, limpiándose un polvo imaginario de la chaqueta en un movimiento automático. El asunto no se había anunciado, pero el matadero en ruinas no dejaba lugar a dudas de que en la Perrera se había asaltado un antro sedicioso, y los rumores abundaban—. Pues una de las amigas de Isaac escribe en el panfleto ese, y ha contactado con el editor. No sé cómo, con alguna taumaturgia, y le ha dicho dos cosas. Una es que los inquisidores, vosotros, creen que sabe algo que no sabe, y la otra es que están preguntándole por una historia en RR y la fuente de la misma, que al parecer sí que sabe lo que ellos creen que sabe él. Se llama Barbile. ¡Y escuchad esto! ¡Es a ella a la que nuestro secretario le robó el ciempiés monstruoso! —David hizo una pausa y esperó a ver el impacto en el hombre, antes de seguir—. Así que todo empieza a conectarse, y no sé qué es lo que está pasando. Ni quiero. Solo veo que estamos… en terreno peligroso. Puede que sea una coincidencia, pero no me lo creo. No me importa perseguir monstruos, pero no pienso ponerme en contra de la milicia, y de la policía secreta, y del gobierno. Os toca a vosotros limpiar toda esta mierda.

El hombre dio una palmada. David recordó algo más.

—¡Ah, mierda, escucha! Me he estado estrujando los sesos, tratando de comprender lo que está pasando y… bueno, no sé si vale de algo, pero ¿tiene algo que ver con la energía de crisis?

El hombre negó con la cabeza muy lentamente, su rostro guardado, confundido.

—Sigue.

—Bueno, en un momento al principio de todo el follón, Isaac deja caer… sugiere, que ha construido un… un motor de crisis funcional. ¿Sabes lo que significa eso?

El rostro del hombre era imperturbable; tenía los ojos muy abiertos.

—Soy un enlace para aquellos que informan desde la Ciénaga Brock —siseó—. Sé lo que podría significar… no puede… es decir… Espera un momento, eso no tiene sentido… es… ¿es verdad? —Por primera vez, el hombre parecía realmente impactado.

—No lo sé —respondió David indefenso—. Pero no presumía. Lo mencionó como de pasada, pero… No tengo ni idea. Pero sé que lleva trabajando en ello, de forma intermitente, desde hace un huevo de años.

Se produjo un largo silencio durante el que el hombre de la cama observó pensativo una esquina del cuarto. Su rostro expresaba toda la gama de emociones. Miró a David pensativo.

—¿Cómo sabes todo esto? —dijo.

—Isaac confía en mí —respondió, y ese lugar en su interior se encogió de nuevo, aunque volvió a ignorarlo—. Al principio la mujer…

—¿Nombre? —interrumpió el otro.

—Derkhan Blueday —murmuró tras una pausa—. Al principio Blueday se cuidaba mucho de hablar conmigo delante, pero Isaac… responde por mí. Conoce mi política, hemos ido juntos a manifestaciones… —de nuevo la conciencia: tú no tienes política, traidor de mierda—. Pero es que en tiempos así… —titubeó, infeliz. El hombre le hizo un gesto perentorio. No le interesaba la culpa de David, ni sus justificaciones—. Así que Isaac le dice que puede confiar en mí, y nos lo cuenta todo.

Se produjo otro largo silencio. El hombre de la cama aguardó y David se encogió de hombros.

—Eso es todo cuanto sé —susurró.

El hombre asintió y se puso en pie.

—Muy bien —dijo—. Ha sido todo… extremadamente útil. Es posible que tengamos que hablar a tu amigo Isaac. No te preocupes —añadió con una sonrisa tranquilizadora—. Te prometo que no tenemos ningún interés en disponer de él. Pero puede que necesitemos su ayuda. Por supuesto, tienes razón. Hay un círculo que cuadrar, contactos que hacer, y tú no estás en posición de lograrlo. Nosotros sí… con la ayuda de Isaac. Tendrás que mantenerte en contacto. Recibirás instrucciones escritas. Asegúrate de obedecerlas. Por supuesto, no tengo que insistir en este punto, ¿no es así? No aseguraremos de que der Grimnebulin no sepa de dónde procede nuestra información. Puede que no actuemos en algunos días, pero no te asustes. Es asunto nuestro. Solo cierra la boca y trata de que der Grimnebulin siga haciendo lo que esté haciendo. ¿De acuerdo?

David asintió desdichado y esperó. El hombre lo miró con severidad.

—Eso es todo —dijo—. Puedes marcharte.

Con celeridad culpable, agradecida, David se incorporó y corrió hacia la puerta. Sintió como si nadara en fango, mientras su propia vergüenza lo engullía como un mar de flema. Ansiaba alejarse de aquella habitación y olvidar lo que había dicho y hecho, no pensar en las monedas y los billetes que le mandarían, pensar solo en la lealtad que sentía hacia Isaac, explicarle que todo era para mejor.

El otro hombre abrió la puerta frente a él, liberándolo, y David se apresuró agradecido, corriendo casi por el pasillo, ansioso por escapar.

Pero por mucho que corriera a través de las calles de Hogar de Esputo, la culpa se aferraba a él, tenaz como las arenas movedizas.