28

—Bien —dijo Bentham Rudgutter cuidadoso—. No he conseguido sacarle nada. Todavía.

—¿Ni siquiera el nombre de la fuente? —preguntó Stem-Fulcher.

—No —Rudgutter apretó los labios y negó poco a poco con la cabeza—. Se cierra en banda. Pero no creo que sea demasiado difícil descubrirlo. Después de todo, solo puede tratarse de un número reducido de personas. Debe de ser alguien en I+D, y probablemente se trate de alguien del proyecto PA… Puede que sepamos más cuando los inquisidores lo hayan interrogado.

—Entonces —dijo Stem-Fulcher— estamos igual.

—Así es.

Stem-Fulcher, Rudgutter y Montjohn Rescue estaban de pie, rodeados por una unidad de guardia de élite, en un túnel en las profundidades de la estación de Perdido. Las lámparas de gas arrojaban sombras indelebles en la penumbra. Los pequeños puntos de luz perezosa se extendían hasta donde les alcanzaba la mirada. Un poco a su espalda se encontraba la jaula que acababan de abandonar.

Ante una señal de Rudgutter, él, sus acompañantes y la escolta comenzaron a dirigirse hacia la oscuridad. La milicia marchaba en formación.

—Bien —dijo el alcalde—. ¿Tenéis los dos las tijeras? —Stem-Fulcher y Rescue asintieron—. Hace cuatro años se trataba de juegos de ajedrez —musitó—. Recuerdo cuando la Tejedora cambió de gustos y nos costó tres muertes darnos cuenta de lo que quería. —Se produjo una inquieta pausa—. Nuestra información está bastante actualizada —siguió Rudgutter con tétrico humor—. Hablé con el doctor Kapnellior antes de reunirme con vosotros. Es nuestro «experto» residente respecto a la Tejedora… una especie de contradicción. Solo significa que prácticamente no sabe nada sobre ellas, al contrario que nosotros, que no sabemos absolutamente nada. Me ha asegurado que las tijeras siguen siendo su objeto más codiciado. —Tras un momento, volvió a hablar—. Hablaré yo. Ya lo he hecho con anterioridad. —No estaba seguro de si aquello era una ventaja o un inconveniente.

El pasillo terminaba en una gruesa puerta de roble reforzado con hierro. El hombre a la cabeza de la unidad de la milicia deslizó una enorme llave en la cerradura y la giró suavemente. Empujó la puerta con todas sus fuerzas ante el gran peso y entró en la sala oscura que había al otro lado. Estaba bien entrenado. Su disciplina era acero puro. Después de todo, tenía que estar muerto de miedo.

El resto de los oficiales lo siguió delante de Rescue y Stem-Fulcher, y por fin de Bentham Rudgutter, que cerró la puerta tras ellos.

Cuando se detuvieron en la habitación, todos sintieron un momento de dislocación, una voluta de inquietud que perforaba su piel como una inercia prácticamente física. Largas hebras, invisibles filamentos de éter retorcido y emociones, se coagulaban en intrincados patrones alrededor de la sala, se pegaban a los intrusos, y los envolvían.

Rudgutter tiritó. Por el rabillo del ojo alcanzó a divisar briznas que se plegaban en la inexistencia al mirarlas claramente.

La sala estaba tan oscura como si hubiera sido amortajada con telarañas. Todas las paredes estaban cubiertas de tijeras unidas en un extraño diseño. Las herramientas se perseguían las unas a las otras como peces predadores; ascendían por el techo, se enroscaban sobre sí mismas y sobre las demás en convulsos e inquietantes bosquejos geométricos.

La milicia y sus superiores permanecieron quietos contra una pared de la sala. No había fuentes visibles de luz, pero podían ver. La atmósfera del lugar parecía monocroma, o perturbada en algún modo, pues la claridad empalidecía acobardada.

Así permanecieron durante largo rato. No había sonido alguno.

Lenta, silenciosamente, Bentham Rudgutter buscó en la bolsa que portaba y saco las grandes tijeras grises que había hecho comprar a un ayudante en la tienda de un herrero, en el vestíbulo comercial más bajo de la estación de Perdido.

Las abrió con un ruido acerado y las sostuvo en alto en el aire espeso.

Las cerró. La sala reverberó con el sonido inconfundible de las dos hojas que se deslizaban la una contra la otra, matando su inexorable división.

Los ecos retumbaron como las moscas en la tela de una araña, deslizándose hacia una oscura dimensión en el corazón de la sala.

Una bocanada de aire frío puso la piel de gallina a todos los congregados.

Los ecos de las tijeras rebotaron.

Mientras regresaban y trepaban desde debajo del umbral de audición, los retumbos se metamorfosearon y se convertían en palabras, en una voz melodiosa y melancólica, al principio un mero susurro, después más audaz, que giraba sobre sí misma hasta cobrar existencia a partir del eco de las tijeras. Era indescriptible, triste, aterradora, seductora; no resonaba en los oídos, sino en lo más profundo, en la sangre y el hueso, en los plexos nerviosos.

…CARNASCAPA EN EL PLIEGUE DE CARNASCAPA PARA HABLAR SALUDO EN ESTE REINO TIJERETEADO RECIBIRÉ Y SERÉ RECIBIDA…

En el temeroso silencio, Rudgutter gesticuló a Stem-Fulcher y a Rescue, hasta que comprendieron y levantaron sus tijeras como él había hecho, abriéndolas y cerrándolas con fuerza, cortando el aire con un sonido casi táctil. El alcalde se unió a ellos, y los tres abrieron y cerraron sus hojas en un macabro aplauso.

Ante el sonido de aquel susurro chasqueante, la voz ultraterrena resonó de nuevo en la estancia, gimiendo con obsceno placer. Cada vez que hablaba, era como si lo que se perdía en el volumen inaudible fuera solo un fragmento de su incesante retahíla.

…una y otra y otra y otra vez no soporto estas invocaciones cortantes este himno afilado acepto acepto vuestro corte tan agradable y vosotros pequeñas figurillas endoesqueléticas cortáis y rasuráis y rajáis las cuerdas de la telaraña tejida y le dais forma con gracia grosera…

Desde las sombras arrojadas por formas invisibles, espectros que parecían estirados y tensos, tendidos de una esquina a otra de aquella habitación cuadrada, algo se mostró.

Un ser surgió a la existencia de repente donde antes no había habido nada. Llegó desde detrás de algún pliegue en el espacio.

Dio un paso adelante mientras se alzaba delicadamente sobre patas puntiagudas, meneando su cuerpo vasto, alzando múltiples patas. Miró a Rudgutter y sus compañeros desde una cabeza que acechaba amenazadora y colosal por encima de ellos.

Una araña. Rudgutter se había entrenado de forma rigurosa. Era un hombre sin imaginación, una persona fría que se gobernaba mediante una disciplina industrial. No era capaz de sentir terror.

Pero, contemplando a la Tejedora, cerca anduvo.

Era peor, mucho más amenazadora que el embajador. Los infernales eran terribles y majestuosos, poderes monstruosos por los que Rudgutter sentía el más profundo respeto. Pero… pero los comprendía. Eran torturados y torturadores, calculadores y caprichosos. Astutos. Inteligibles. Eran políticos.

La Tejedora era completamente alienígena. No había negociación, no había juegos. Ya se había intentado.

Rudgutter se controló, enfadado, juzgándose con severidad, estudiando al ser ante él en un intento por darle realidad, por metabolizar la imagen.

La masa de la Tejedora se concentraba en su enorme abdomen con forma de lágrima, que colgaba hacia abajo desde el cuello-cadera, una fruta densa y bulbosa de más de dos metros de largo y uno y medio de ancho. Era absolutamente liso y suave, y su quitina irradiaba una negra iridiscencia.

La cabeza de la criatura tenía el tamaño del pecho de un hombre. Quedaba suspendida del frente del abdomen, a un tercio del camino hasta su coronación. La gruesa curva del cuerpo se alzaba amenazadora como unos inmensos hombros envueltos en gasa negra.

La cabeza giró lentamente para observar a los visitantes.

La zona superior era suave y pelada, como un cráneo humano pintado de negro. Mostraba múltiples ojos de color sangre: dos orbes principales, grandes como la cabeza de un recién nacido, descansaban en cuencas hundidas a ambos lados; entre ellos había un tercero mucho menor; sobre este dos más; sobre ellos otros tres. Una intrincada y precisa constelación de destellos de oscuro escarlata. Una batería sin párpados.

Las complejas fauces de la Tejedora se separaron, flexionando la quijada interior, que estaba entre una mandíbula y un cepo de marfil negro. El esófago rezumante se flexionó y vibró en lo más profundo.

Las patas, delgadas y descarnadas como los tobillos humanos, brotaban de la estrecha banda de carne segmentada que unía la cabeza con el abdomen. La Tejedora caminaba sobre las cuatro patas traseras, que se alzaban hacia arriba y hacia fuera en un ángulo de cuarenta y cinco grados, doblándose casi medio metro por encima de la cabeza grotesca del monstruo, sobre el punto más alto del abdomen. Retrocedían entonces desde esta articulación bajando casi tres metros y terminaban en puntas lisas y afiladas como estiletes.

Como una tarántula, la Tejedora alzaba una pata cada vez, levantándola mucho y bajándola con la delicadeza de un cirujano o de un artista. Era un movimiento lento, siniestro, inhumano.

Desde el mismo pliegue intrincado del que emergía ese gran armazón cuadrúpedo surgían dos juegos de patas más cortas. El primero, de tres metros de longitud, descansaba apuntando hacia arriba desde los codos. Cada una de aquellas delgadas y resistentes puntas de quitina terminaba en una garra de cuarenta y cinco centímetros, un cruel fragmento pulimentado de cáscara roja, afilado como un escalpelo. En la base de cada arma brotaba un rizo de hueso arácnido, un garfio filudo para desgarrar y rebanar a las presas.

Estos kukris orgánicos se extendían como amplios cuernos, como lanzas, como ostentosas muestras de potencial asesino.

Y, frente a ellos, el último par de miembros colgaba hacia abajo. En su extremo, a medio camino entre la cabeza de la Tejedora y el suelo, había un par de delgadas y diminutas manos, con cinco dedos alargados cada una. Solo las puntas lisas, sin uñas, y la piel de un alienígeno negro nacarado y absoluto, las distinguían de las de un niño humano.

La Tejedora dobló los codos hacia arriba para juntar aquellas manos, aplaudiendo y frotando lenta, incesantemente. Era un movimiento furtivo de horripilante humanidad, como el de un afectado sacerdote pecador.

Las patas de lanza se acercaron un poco. Las garras rojizas giraron y relucieron en la no luz. Las manos se apretaron.

El cuerpo de la Tejedora se echó hacia atrás antes de avanzar de forma alarmante.

QUÉ OFRENDA QUÉ FAVOR LOS CORTADORES ARTICULADOS ME OFRECEN… dijo, extendiendo de repente la mano derecha. Los oficiales de la milicia se tensaron ante el rápido movimiento.

Sin titubeos, Rudgutter dio un paso al frente y puso sus tijeras en la palma, cuidándose de no tocar la piel. Stem-Fulcher y Rescue hicieron lo mismo. La Tejedora dio un paso atrás con inquietante premura, observando las tijeras que sostenía, pasando los dedos por los mangos y probando cada juego con velocidad. Después se acercó a la pared del fondo y, con gran celeridad, presionó cada par de tijeras en su posición sobre la piedra fría.

De algún modo, el metal sin vida permaneció allá donde fue situado y se pegaba a los húmedos patrones del muro. La criatura ajustó milimétrica el patrón.

—Estamos aquí para preguntarte acerca de un asunto, Tejedora. —La voz de Rudgutter era calmada.

La araña se giró con pesadez para encararse con él.

…la trama de hebras rodea abundantes abarcando vuestras nuestras carcasas tiráis y rompéis destejéis y retejo tu triunvirato de poder encerrado en cerda azul con piedra destellante pólvora negra hierro vosotros aún punto tres habéis capturado almas clavadas en el tejido obstáculo los cinco segadores alados tajando desenrollar sinapsis tras que el espíritu de ganglio sorbe fibras mentales…

Rudgutter lanzó un rápido vistazo a Rescue y Stem-Fulcher. Los tres pugnaban por seguir la poesía onírica que era la lengua de la Tejedora. Una cosa les había quedado clara.

—¿Cinco? —susurró Rescue, mirando a Rudgutter y Stem-Fulcher—. Motley solo compró cuatro polillas…

…cinco dígitos de una mano para interferir para arrancar el tejido global de bobinas de los urbanos cinco insectos cortan aire cuatro nobles delicada forma anillados con ornamento reluciente un pulgar enano el redrojo el arruinado potenciando sus hermanos imperiosos dedos cinco una mano…

Los guardias de la milicia se prepararon cuando la Tejedora se aproximó con su lento bailete hasta Rescue. Extendió los dedos de una mano que sostuvo frente al rostro del ministro, acercándose cada vez más. El aire alrededor de los humanos se espesó ante el avance de la Tejedora. Rudgutter combatió el impulso de limpiarse la cara, de retirar la seda pegajosa e invisible. Rescue fijó su mandíbula. Los soldados murmuraban con terrible impotencia. Comprendían su absoluta inutilidad.

Rudgutter observaba inquieto aquel drama. La penúltima vez que había hablado con la Tejedora, el monstruo había ilustrado una idea, una figura retórica de alguna clase, acercándose al capitán de la milicia junto al alcalde, levantándolo en el aire y descuartizándolo lentamente, perforando con una garra extendida la armadura desde el abdomen hasta el cuello, extrayendo un hueso humeante tras otro. El hombre había gritado sin parar mientras la Tejedora lo destripaba, su voz gemebunda resonando en la cabeza de Rudgutter mientras la criatura se explicaba con acertijos oníricos.

El alcalde sabía que la Tejedora haría cualquier cosa que, en su criterio, mejorara la telaraña global. Podía pretender estar muerta o reformar la piedra del suelo en una estatua de león. Podía arrancarle los ojos a Eliza. Lo que fuera con tal de dar forma al patrón en el tejido de éter que solo ella podía ver; lo que fuera con tal de dar forma al tapiz.

El recuerdo de Kapnellior discutiendo sobre textorología, la ciencia de las Tejedoras, pasó por la cabeza de Rudgutter. Aquellos seres eran de una fabulosa rareza, y solo habitaban la realidad convencional de forma intermitente. Los científicos de Nueva Crobuzon únicamente se habían procurado el cadáver de dos desde la fundación de la ciudad. La de Kapnellior no era, ni mucho menos, una ciencia exacta.

Nadie sabía por qué aquella Tejedora había elegido quedarse. Hacía más de doscientos años había anunciado al alcalde Dagman Beyn, en su forma elíptica, que viviría bajo la ciudad. A lo largo de las décadas, una o dos administraciones la dejaron en paz, pero la mayoría había sido incapaz de resistirse al embrujo de su poder. Sus ocasionales interacciones (a veces banales, a veces fatales) con acaldes y científicos eran la principal fuente de información para los estudios de Kapnellior.

El propio científico era un evolucionista. Sostenía la opinión de que las Tejedoras eran arañas convencionales que habían sido sometidas a una especie de desastre de Torsión o taumaturgia (hacía treinta, cuarenta mil años, probablemente en Sagrimai), lo que provocó una repentina y breve aceleración evolutiva de explosiva velocidad. En el plazo de unas pocas generaciones, le había explicado a Rudgutter, las Tejedoras habían evolucionado desde predadores prácticamente sin mente hasta convertirse en estetas de asombroso poder intelectual y materiotaumatúrgico, en mentes alienígenas de inteligencia superlativa que ya no empleaban sus redes para capturar presas, sino que estaban sintonizadas con ellas como objetos bellos que podían desenredarse del tejido de la misma realidad. Sus tejedoras abdominales se habían convertido en glándulas extradimensionales especializadas que tejían patrones en el mundo. Un mundo que, para ellas, era una telaraña.

Las viejas historias contaban cómo las Tejedoras se mataban mutuamente por desacuerdos estéticos, como por ejemplo si era más hermoso destruir a un ejército de mil hombres o dejarlo en paz, o si era adecuado o no agitar un diente de león. Para ellas, pensar era pensar de forma estética. Actuar —Tejer— era crear patrones más hermosos. No ingerían comida física: parecían subsistir con la apreciación de la belleza.

Una belleza que los humanos, y los demás moradores del plano mundano, eran incapaces de reconocer.

Rudgutter rezaba fervientemente para que la Tejedora no decidiese que la aniquilación de Rescue era una bonita adición al patrón del éter.

Tras tensos segundos, la araña se retiró, aún con la mano y los dedos extendidos. Rudgutter exhaló aliviado, y oyó a sus colegas y a la milicia hacer lo mismo.

CINCO… —susurró.

—Cinco —asintió Rudgutter con tono neutro. Rescue esperó un poco antes de asentir.

—Cinco —susurró.

—Tejedora —siguió el alcalde—. Tienes razón, por supuesto. Queremos preguntarte acerca de las cinco criaturas sueltas en la ciudad. Estamos… preocupados por ellas, como, al parecer, lo estás tú. Queremos preguntarte si nos ayudarás a limpiar la ciudad de su presencia. Desraizarlas. Librarnos de ellas. Matarlas. Antes de que dañen el Tapiz.

Se produjo un instante de silencio, y entonces la Tejedora danzó rápida y repentinamente de un lado a otro. Se produjo un suave y veloz tamborileo al aterrizar sus patas afiladas en el suelo, en una giga incomprensible.

…sin vosotros preguntar la Tejedora se arruga colores sangran texturas vistiendo hebras se destejen mientras canto salmos funerarios por puntos blandos donde formas de red fluyen deseo lo haré puedo espirales de monstruos ocultan los tejados alas chupan sorben telaraña sin color la visten no va a ser leo trance resonancia de punto a punto en la tela para comer esplendor atrás y lamo limpio cuchillos uñas rojas cortaré tejidos y reataré soy soy sutil usuaria de color blanquearé vuestros cielos con vos los barreré y los ataré…

Rudgutter tardó algunos instantes en comprender que la Tejedora había aceptado ayudarlos.

Sonrió con cautela. Antes de que pudiera hablar de nuevo, el monstruo señaló hacia arriba con los cuatro brazos delanteros.

…Encontraré donde los patrones en caos donde colores funden donde insectos vampiro sorben ciudadanos secos y y seré por por por y por…

La Tejedora se desplazó hacia un lado y se evaporó. Había desaparecido del espacio físico y corría acrobáticamente por toda la extensión de la telaraña global.

Los jirones de red etérea que cuajaban invisibles la estancia y la piel de los humanos comenzaron a disolverse poco a poco.

Rudgutter giró lentamente la cabeza a uno y otro lado. Los soldados enderezaban la espalda, exhalando aliviados, relajándose de las posiciones de combate que habían adoptado de forma instintiva. Eliza Stem-Fulcher capturó la mirada de Rudgutter.

—Entonces está contratada, ¿no? —dijo.