27

Algo incómodo e insistente despertó a Benjamin Flex. Su cabeza se meció con náuseas y su estómago se hundió.

Estaba sentado, atado a una silla en una pequeña y aséptica sala blanca. En una pared había una ventana de cristal escarchado que admitía luz pero no imágenes, por lo que no tenía modo de saber lo que había al otro lado. Un hombre con bata blanca estaba sobre él, pinchándolo con un largo trozo de metal conectado mediante cables a un motor zumbante.

Levantó la mirada hasta la cara del hombre y vio la suya. El extraño portaba una máscara de espejo totalmente pulida, redondeada, una lente convexa que le devolvió su propio rostro distorsionado. Aun retorcidos y ridículos, los cortes y la sangre que decoloraban su piel le aturdieron.

La puerta se abrió ligeramente para dar paso a un hombre que no llegó a entrar del todo. Sujetaba la hoja y miraba por donde había venido, hablando con alguien en el pasillo, o la sala principal que hubiera al otro lado.

—…me alegro de que te guste —oyó Benjamin—… al salón con Cassandra esta noche, así que nunca sabes… no, esos ojos todavía me matan… —El hombre rió como respuesta a alguna galantería que no pudo oír y se despidió con la mano. Después se giró y entró en el cuartucho.

Se volvió hacia la silla y Benjamin vio a una figura que reconoció de los mítines, de los discursos, de los gigantescos heliotipos pegados por toda la ciudad. Era el alcalde Rudgutter.

Las tres figuras en la estancia estaban quietas, valorándose las unas a las otras.

—Señor Flex —dijo al fin Rudgutter—, tenemos que hablar.

—Tengo noticias de Pigeon. —Isaac agitó la carta mientras regresaba a la mesa que David y él habían dispuesto en la esquina de Lublamai, en la planta baja. Allí era donde habían pasado el tiempo el día anterior, tratando inútilmente de formular planes.

Lublamai yacía tendido y babeante, un poco alejado.

Lin estaba sentada con ellos a la mesa, comiendo indiferente rodajas de plátano. Había llegado ayer e Isaac, apenas coherente, le había contado lo sucedido. Tanto él como David parecían conmocionados. Pasaron algunos minutos antes de que reparara en Yagharek, agazapado en las sombras contra una pared. No sabía si saludarlo, y al final le había hecho un gesto con la mano al que él no había respondido. Mientras los cuatro daban cuenta de su triste cena, el garuda se acercó para unirse a ellos, con su enorme capa envolviendo lo que sabía que eran unas alas falsas. No podía decirle que sabía que se trataba de un tapujo.

En un momento de aquella larga y aciaga velada, Lin había reflexionado sobre que, por fin, había sucedido algo que había llevado a Isaac a reconocerla. Al llegar, él le había sujetado las manos. Ni siquiera había preparado ostentosamente una segunda cama cuando decidió quedarse. No era un triunfo, no obstante; no era la gran demostración de amor que ella hubiera elegido. La razón de aquel cambio era simple.

David y él estaban preocupados por cosas más importantes. Había una zona amargada de su mente que le decía que, aun ahora, no creía que aquella conversión fuera completa. Sabía que David era un viejo amigo, de principios igualmente libertarios, que podría comprender (si pensara siquiera en ello) las dificultades de la situación, y en quien se podía confiar para que fuera discreto. Pero no se permitía darse a aquellos pensamientos, pues se sentía ruin por ser egoísta estando Lublamai… acabado.

No sufría la aflicción de aquel hombre con la misma profundidad que sus dos amigos, por supuesto, pero la visión de aquel ser sin mente en el camastro le aturdía y asustaba. Le alegraba que al señor Motley le hubiera sucedido algo que le diera algunas horas o días para estar con Isaac, que parecía roto por la culpa y la tristeza.

En ocasiones él sufría un estallido de furia, una acción inútil, gritando «¡Vamos!» y dando una fuerte palmada, aunque no había nada que decidir, ninguna acción que tomar. Sin alguna pista, sin algún indicio, el comienzo de algún rastro, no podían hacer nada.

Aquella noche los dos habían dormido juntos arriba, él abrazándola desdichado, sin el menor rastro de excitación. David se había marchado a casa, prometiendo volver a primera hora de la mañana. Yagharek había rechazado un colchón, y se había agazapado de forma peculiar con las piernas cruzadas en una esquina, una posición evidentemente diseñada para evitar aplastar sus supuestas alas. Lin no sabía si mantenía la ilusión por ella, o si de verdad dormía todavía de aquella forma que había usado desde la niñez.

A la mañana siguiente se sentaron a la mesa y bebieron café y té, comieron sin gana y se preguntaron qué podían hacer. Cuando comprobó su correo, Isaac se dio prisa en descartar lo intrascendente y regresó con la nota de Lemuel, sin sello, entregada en mano por uno de sus secuaces.

—¿Qué dice? —preguntó David.

Isaac levantó el papel, de modo que David y Lin pudieran leer por encima de su hombro. Yagharek se quedó atrás.

He seguido la fuente del Ciempiés Peculiar en mis registros. Un tal Josef Cuaduador, secretario de Adquisiciones en el Parlamento. Para no perder el tiempo, y recordando la promesa de unos adecuados honorarios, ya he hablado con el señor Cuaduador, acompañado por mi voluminoso asociado, el señor X. Ejercimos una cierta presión para lograr su cooperación. Al principio, el señor C pensó que éramos de la milicia. Convencido de lo contrario, no aseguramos su locuacidad con el amigo de X, Trabuco. Parece que nuestro señor C liberó al ciempiés de un envío oficial o algo así. Desde entonces lo lamenta (ni siquiera le pagué mucho por él). No sabe nada del propósito o la fuente del gusano. Tampoco sabe nada del destino de los otros componentes del grupo original. Solo cogió uno. Una única pista (¿útil? ¿Inútil?): la receptora del paquete se llama Dra. Barbell, o Barrier, o Berber, o Barlime, etc., en I+D.

Guardo registro de los servicios prestados, Isaac. Te mandaré la factura desglosada.

Lemuel Pigeon

—¡Fantástico! —explotó Isaac al terminar la nota—. ¡Una maldita pista!

David parecía totalmente espeluznado.

—¿El Parlamento? —dijo, con un susurro ahogado—. ¿Estamos hablando del puto Parlamento? Oh, por Jabber, ¿tienes idea de la escala de la mierda en la que estamos metidos? ¿Qué coño significa «¡Fantástico!», pedazo de gilipollas? ¡Eh, genial! ¡Vamos al Parlamento a pedirles una lista de todos los del secreto departamento de Investigación y Desarrollo cuyo nombre comience por B, y luego los buscamos uno por uno y les preguntamos si saben algo de una cosa voladora que deja a sus víctimas en coma, a ver si saben cómo capturarlas! Estamos apañados.

Nadie habló. El sinsabor inundó toda la nave.

En su esquina suroeste, la Ciénaga Brock se encontraba con la Aduja, un denso nudo de oportunistas, delincuentes y arquitectura de decadente esplendor encajado en un rizo del río.

Hacía poco más de doscientos años, la Aduja había sido un centro urbano para las principales familias. Los Mackie-Drendas y los Turgisadys; los Dhrachshachet, los financieros vodyanoi fundadores de la Banca Drach; Sirrah Jeremile Carr, la agricultura mercante; todos habían tenido grandes casas en las amplias calles de la zona.

Pero la industria había explotado en Nueva Crobuzon, en gran medida financiada por esas mismas familias. Las fábricas y muelles crecieron y proliferaron. El Meandro Griss, al otro lado del río, disfrutó de un breve crecimiento por la maquinofortuna, con todo el ruido y la peste que ello conllevaba. Se convirtió en hogar de gigantescos vertederos fluviales, y se creó un nuevo paisaje de ruina, deshechos y basura industrial, como una parodia acelerada del proceso geológico. Los carros volcaban una carga tras otra de máquinas rotas, papel descompuesto, escoria, residuos orgánicos y detritus químico a los vertederos vallados del Meandro Griss. La materia se asentaba y desparramaba, se deslizaba o quedaba fija, adoptando formas, imitando a la naturaleza, creando valles, oteros, canteras y estanques de gas fétido. A los pocos años las fábricas locales se habían marchado, pero dejaron atrás sus residuos. Los vientos que soplaban desde el mar enviaban la pestilencia al otro lado del Alquitrán, hacia la Aduja.

Los ricos desertaron de sus hogares. La Aduja degeneró de un modo feroz. Se hizo más ruidosa. La pintura y el yeso burbujeaban y se levantaron de forma grotesca cuando las grandes casas se convirtieron en hogares para la población cada vez más hinchada de Nueva Crobuzon. Las ventanas rotas se arreglaban de cualquier modo y volvían a romperse. Llegó un pequeño grupo de comerciantes de comida, panaderos y carpinteros. La Aduja se convirtió en presa de la inenarrable capacidad de la ciudad para crear arquitecturas espontáneas. Las paredes, suelos y techos eran puestos en cuestión y enmendados. Se encontraron nuevos e imaginativos usos para los edificios desiertos.

Derkhan Blueday se apresuró hacia aquel batiburrillo de grandeza violada, mal empleada. Portaba una bolsa pegada a su cuerpo. Su rostro era triste y decidido.

Llegó desde el Puente Celosía, uno de los más antiguos de la ciudad. Era angosto y con un adoquinado precario, con casas construidas en las mismas piedras. El río era invisible desde el centro del puente. A ambos lados, Derkhan no veía más que el horizonte quebrado y achaparrado de casas con casi mil años, con intrincadas fachadas de mármol derruidas hacía ya mucho. Por todo el puente se extendían los canales de evacuación. Las conversaciones a gritos y las discusiones rebotaban de un lado para otro.

En la propia Aduja, Derkhan caminó a toda prisa bajo la elevada Línea Sur y se dirigió hacia el norte. El río que había cruzado se retorcía sobre sí mismo, virando ahora hacia ella en una enorme «S», antes de corregir su rumbo y dirigirse hacia el este y el sur, para encontrarse con el Cancro.

La Aduja se confundía con Brock. Las casas eran más pequeñas, las calles más angostas e intrincadas. Edificios enmohecidos y avejentados se tambaleaban precarios, con sus empinados tejados de pizarra como capas arrojadas sobre unos hombros enjutos, lo que les daba un aire furtivo. En sus cavernosos vestíbulos y sus patios de luces, donde los árboles y arbustos morían derrotados por la mugre, se veían toscos carteles pegados que anunciaban la escarabomancia, la lectura automática y la terapia de encantamientos. Allí, los más pobres e irredentos químicos proscritos y taumaturgos de la Ciénaga Brock luchaban por el espacio con charlatanes y mentirosos.

Derkhan comprobó las direcciones que le habían proporcionado y logró dar con el Maullido de San Sorrel. Se trataba de un estrecho y corto pasadizo que terminaba en un muro derruido. A su derecha, Derkhan veía el alto edificio de color óxido descrito en la nota. Entró a través del umbral desnudo y se abrió paso por los escombros, hasta atravesar un corto pasillo sin luz anegado por la humedad. Al final del pasillo vio la cortina de cuentas que le habían dicho que buscara, con los fragmentos de vidrio y alambre meciéndose suavemente.

Se acercó, apartando a un lado las peligrosas esquirlas para no hacerse sangre. Entró en el pequeño recibidor al otro lado.

Las dos ventanas de la estancia habían sido cegadas con un material espeso, grandes grumos fibrosos que cargaban el aire de sombras pesadas. El mobiliario era mínimo, del mismo color marrón que la atmósfera fuliginosa, lo que lo hacía casi invisible. Detrás de una mesa baja, bebiendo té de un modo elegante hasta el absurdo, había una rechoncha e hirsuta mujer, acomodada en un suntuoso y avejentado sillón.

Miró a Derkhan.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, con un tono de resignada irritación.

—¿Eres la comunicadora?

—Umma Balsum. —La mujer inclinó la cabeza—. ¿Tienes algún asunto para mí?

Derkhan cruzó la salita y aguardó nerviosa junto a un haraposo sofá, hasta que Umma Balsum le indicó que podía sentarse. Derkhan lo hizo de forma abrupta, buscando en su bolsa.

—Necesito… eh… hablar con Benjamin Flex. —Su voz era tensa. Hablaba en pequeñas ráfagas, preparando cada frase antes de escupirla. Sacó una pequeña bolsa con el detritus que había hallado en los restos del matadero.

La noche anterior había acudido a la Perrera, ya que las noticias de la milicia aplastando la huelga del muelle recorrieron toda Nueva Crobuzon, volando con los rumores a su estela. Una de las habladurías comentaba un ataque secundario contra un periódico sedicioso en la Perrera.

Ya era tarde cuando Derkhan llegó, disfrazada como era costumbre, a las calles empapadas al sureste de la ciudad. Había llovido; gruesas gotas se deslizaban como animales putrefactos sobre los escombros del callejón. La entrada estaba bloqueada, de modo que Derkhan tuvo que entrar por el portal bajo a través del cual se arrojaba la carne y los animales. Se había sujetado como podía a las ruidosas piedras, colgando sobre la sala de los matarifes, manchada por el excremento y la sangre de miles de animales aterrados y se dejó caer sobre la sanguinolenta oscuridad del matadero.

Se había arrastrado sobre la cinta transportadora destruida, y arañado con los ganchos de carne que cubrían el suelo. La mucosa capa rojiza sobre la que pisaba era fría, pegajosa.

Se había abierto paso por las piedras arrancadas de sus paredes, por las escaleras en ruinas, hacia el cuarto de Ben, en el centro de la destrucción. El camino estaba pavimentado de maquinaria de imprenta tronchada y desmenuzada, de trozos quemados y humeantes de ropa y papel.

El cuarto en sí era poco más que una oquedad cubierta de escombro. Los pedazos de albañilería habían acabado con la cama. La pared entre el dormitorio de Ben y la imprenta secreta había sido destruida casi por completo. La lánguida mollizna estival había estado cayendo desde la claraboya desintegrada sobre el esqueleto fracturado de la imprenta.

Su rostro se endureció. Había buscado con fervorosa intensidad. Había desenterrado pequeñas pruebas, pequeños indicios de que allí, alguna vez, había vivido un hombre. Ahora los sacó del bolso y los situó en la mesa frente a Umma Balsum.

Había encontrado su cuchilla, con algunos pelos y sangre oxidada aún en la hoja. Los restos destrizados de un par de pantalones. Un pedazo descolorido de papel con su sangre, pues lo había frotado una y otra vez contra una mancha roja en la pared. Los dos últimos números del Renegado Rampante, que encontró bajo los restos de su cama.

Umma Balsum observó la emersión de aquella colección patética.

—¿Dónde está? —preguntó.

—C-creo que está en la Espiga —respondió Derkhan.

—Bueno, eso te costará un noble extra antes de empezar —respondió acida la mujer—. No me gusta enredarme con la ley. Háblame de estas cosas.

Derkhan le presentó cada una de las piezas que había traído. La bruja asentía ante cada una de ellas, pero parecía especialmente interesada en los ejemplares del RR.

—Escribía para esto, ¿no? —preguntó afilada, golpeando los papeles con la punta del dedo.

—Sí. —Derkhan no le informó de que era quien lo editaba. Estaba nerviosa por romper el tabú de dar nombres, aunque le habían asegurado que la comunicadora era de fiar. La comida de Umma Balsum dependía en su mayor parte de contactar con personas en manos de la milicia. Vender a sus clientes sería una pifia financiera—. Esto… —Derkhan le mostró la columna central, con el titular «Lo que pensamos»—. Escribía esto.

—Aaah —respondió Umma Balsum—. Es una pena que no disponga de la escritura original, pero no está mal. ¿Tienes algo más que sea peculiar?

—Tiene un tatuaje. Encima del bíceps. Como este —Derkhan sacó el dibujo que había preparado de la ornamentada ancla.

—¿Marinero?

Derkhan sonrió sin alegría.

—Lo despidieron y lo encerraron antes de poner el pie en un barco. Se emborrachó al alistarse e insultó a su capitán antes de que se le secara el tatuaje. —Recordó cómo le había contado la historia.

—Bien. Dos marcos por el intento. Honorarios de cinco marcos si llego hasta él, y dos estíveres por minuto mientras estemos enlazados. Y un noble extra por estar en la Espiga. ¿Aceptas? —Derkhan asintió. Era caro, pero aquella clase de taumaturgia no era una simple cuestión de aprenderse algunos pases. Con adiestramiento suficiente, cualquiera podía efectuar algún hechizo básico, pero aquella suerte de canalización psíquica requería un prodigioso talento natural y años de arduo estudio. A pesar de su aspecto y de su casa, Umma Balsum no era una taumaturga menos experta que un reconstructor veterano o un quimerista. Rebuscó en su bolso—. Págame después. Veamos antes si lo consigo. —Umma Balsum se remangó la manga izquierda. Su piel era poco firme, fofa—. Dibújame el tatuaje. Hazlo lo más parecido al original que sea posible. —Asintió, indicándole a Derkhan una banqueta en una esquina, sobre la que descansaba una paleta con una colección de pinceles y tintas de colores.

Derkhan acercó el material y comenzó a dibujar sobre el brazo de la mujer. Empezó a recordar desesperada, tratando de acertar con los colores exactos. Le llevó unos veinticinco minutos terminar el intento. El ancla que había dibujado era un poco más chillan que la de Benjamin (en parte debido a la calidad de las tintas), y quizá un poco más achatada. A pesar de todo, estaba segura de que cualquiera que hubiera visto el original lo reconocería como una copia. Se recostó en su asiento, bastante satisfecha.

Umma Balsum agitó el brazo como haría una gallina obesa con un ala y secó la tinta. Rebuscó entre los restos del dormitorio de Benjamin.

—…que forma más poco higiénica de ganarse la vida… —murmuraba, lo bastante alto como para que Derkhan pudiera oírlo. Eligió la cuchilla de Benjamin y, sosteniéndola de forma experta, se realizó un leve corte en el mentón. Después frotó el papel ensangrentado contra el corte. Se levantó la falda y se metió la pernera del pantalón cuanto pudo debido a sus gruesos muslos.

Buscó debajo de la mesa y sacó una caja de cuero y madera. La depositó frente a ella y la abrió.

Dentro se encontraba un apretado hatajo de válvulas, tubos y cables interconectados que formaban bucles los unos alrededor de los otros en un motor de increíble densidad. En lo alto se encontraba un yelmo de bronce de aspecto ridículo, con una especie de trompeta que sobresalía del frente. El morrión quedaba unido a la caja mediante un largo cable espiral.

Umma Balsum extendió el brazo y cogió el casco. Dudó un instante antes de situarlo sobre su cabeza. Lo aseguró con correas de cuero. Desde algún lugar oculto en la caja extrajo una gran manivela que encajó sin problemas en un orificio hexagonal en el lateral de la máquina. Situó la caja en el extremo de la mesa más cercano a Derkhan, y conectó el motor a una batería química.

—Bien —dio Umma Balsum, frotándose ausente la barbilla, aún ensangrentada—. Ahora tienes que ponerlo en marcha girando la manivela. Una vez la batería empiece a funcionar, mantenla vigilada. Si comienza a agotarse, dale otra vez a la manivela. Si dejas que la corriente flaquee perderemos la conexión, y sin una despedida cuidadosa tu compañero se arriesga a perder la mente y, lo que es peor, yo también. Así que vigila bien… Además, si trabamos contacto dile que no se mueva o me quedaré sin cable —añadió dando un tirón al cable que conectaba el casco a la máquina—. ¿Entendido? —Derkhan asintió—. Muy bien. Dame eso que escribió. Voy a meterme en el personaje, a tratar de entrar en armonía. Comienza a dar vueltas, y no pares hasta que la batería se ponga en marcha.

Umma Balsum se incorporó, cogió su silla y la apartó contra la pared con un jadeo. Después se giró y se puso en el centro del espacio relativamente abierto. Se concentró antes de sacar un cronómetro del bolsillo, apretar el botón que lo ponía en marcha y asentir a Derkhan…

Derkhan comenzó a dar vueltas a la manivela, que por suerte era muy suave. Sintió cómo los engranajes lubricados de la caja comenzaban a conectarse y a encajar; una tensión calculada mordía su brazo y alimentaba los esotéricos mecanismos. Umma Balsum había dejado el cronómetro sobre la mesa y sostenía el RR en la mano derecha, leyendo las palabras de Benjamin con un susurro inaudible, moviendo los labios rápidamente. Mantenía la mano izquierda algo levantada y sus dedos realizaban una compleja cuadrilla, inscribiendo símbolos taumatúrgicos en el aire.

Cuando alcanzó el final del artículo, simplemente regresó al principio y comenzó de nuevo, en un rápido e interminable bucle.

La corriente fluía alrededor del cable enroscado, sacudiendo claramente a Umma Balsum, provocándole vibraciones en la cabeza durante algunos segundos. Dejó caer el papel y siguió recitando de memoria, en voz queda, las palabras de Benjamin. Se volvió lentamente con los ojos aún vacíos y trastabillando sobre sus pies. Al girarse, hubo un instante en el que la trompeta del casco apuntó directamente a Derkhan, que sintió el latido de extrañas ondas eteromentales que sacudían su psique. Se retiró de forma instintiva, pero siguió girando la manivela hasta que notó que otra fuerza se hacía con ella y la movía. Liberó poco a poco el manubrio y vio que seguía girando. Umma Balsum se movió hasta encararse con el noroeste, hacia la Espiga, que quedaba fuera de la vista, en el centro de la ciudad.

Derkhan observó la batería y el motor, asegurándose de que se mantenía el circuito estable.

La comunicadora cerró los ojos y movió los labios. El aire en la estancia parecía cantar como un vaso de vino golpeado en su borde.

Entonces, de repente, su cuerpo se sacudió violentamente. Tembló. Abrió los ojos de golpe.

Derkhan la observó.

El lacio cabello de la bruja se retorcía como una caja llena de cebos. Se retiraba de la frente, serpenteando hacia atrás en una aproximación del peinado grasiento que Benjamin utilizaba cuando no estaba trabajando. Sufrió una sacudida desde los pies hasta la cabeza, como si un relámpago hubiera recorrido su grasa subcutánea y la hubiese levemente a su paso. Cuando la electricidad abandonó su coronilla, todo su cuerpo había mutado. No era más gruesa, ni más flaca, pero la distribución del tejido había alterado su forma de modo sutil. Parecía algo más ancha de hombros. La mandíbula era más pronunciada, y la papada parecía haber remitido.

Su cara se llenó de golpes.

Se estiró un instante antes de derrumbarse de repente y quedar a cuatro patas. Derkhan lanzó un grito, pero vio que los ojos de Umma Balsum seguían abiertos y concentrados.

La mujer se sentó de repente con las piernas abiertas y la espalda apoyada contra el brazo del sofá.

Sus ojos se levantaron un poco, con un gesto de incomprensión convulsionando su rostro. Miró a Derkhan, que la contemplaba frenética. La boca de Umma Balsum, ahora más firme y de labios más finos, se abrió en lo que parecía asombro.

—¿Dee? —siseó, con una voz que oscilaba con un eco más profundo.

Derkhan se quedó boquiabierta, con expresión idiota.

—¿Ben…? —acertó a decir.

—¿Cómo has entrado aquí? —susurró Umma Balsum, levantándose rápidamente. Parpadeó sorprendida ante Derkhan—. Puedo ver a tu través…

—Ben, escúchame. —Derkhan comprendió que tenía que calmarlo—. Deja de moverte. Me estás viendo a través de una comunicadora que está en armonía contigo. Se ha cerrado en un estado de recipiente totalmente pasivo, de modo que yo pueda hablarte directamente. ¿Entiendes?

Umma Balsum, que era Ben, asintió. Dejó de moverse y volvió a caer de rodillas.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—En la Ciénaga Brock, cerca de la Aduja. Ben, no tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¿Te han… te han hecho… daño? —Derkhan exhaló trémula, vibrando por la tensión y la desesperación.

A tres kilómetros de distancia, Ben negaba desdichado; Derkhan lo veía frente a ella.

—Aún no —susurró—. Me han dejado solo… de momento.

—¿Cómo sabían dónde estabas? —volvió a sisear Derkhan.

—Por Jabber, Dee, siempre lo han sabido, ¿no? Antes tuve aquí delante al mismísimo Rudgutter, y… y se reía de mí. Me dijo que siempre había sabido dónde estaba el RR, solo que no se había molestado en atacarnos.

—Fue por la huelga… —dijo Derkhan con tristeza—. Decidieron que habíamos ido demasiado lejos…

—No.

Derkhan alzó la vista. La voz de Ben, o la aproximación que emergía por la boca de Umma Balsum, era dura y clara. Los ojos que la contemplaban eran firmes, urgentes.

—No, Dee, no ha sido la huelga. Mierda, ojalá tuviéramos el impacto suficiente en la huelga como para que les preocupáramos. No, eso es una maldita primera plana…

—¿Entonces…? —comenzó Derkhan, dubitativa. Ben la interrumpió.

—Te diré lo que sé. Después de que me trajeran aquí, llega Rudgutter y me restriega un RR. ¿Y sabes lo que señala? Ese maldito artículo provisional que llevamos en la segunda sección. «Rumores de tratos entre el Sol Grueso y jefe del hampa». Ya sabes, ese de aquel contacto que decía que el gobierno vendía no sé qué mierda, un proyecto científico fallido, a no sé qué matón. ¡Nada! ¡No teníamos nada! ¡No era más que basura para joder un poco! Y Rudgutter dándole vueltas, y… y restregándomelo por la cara… —Los ojos de Umma Balsum se apartaron, rememorando un momento—. Y no dejaba de darme el coñazo. «¿Qué sabe de esto, señor Flex? ¿Quién es su fuente? ¿Qué sabe sobre las polillas?». ¡Te lo juro! ¡Polillas, como las mariposas! «¿Qué sabe de los recientes problemas del señor M?» —Ben sacudió lentamente la cabeza de Umma Balsum—. ¿Lo has cogido todo? Dee, no sé qué coño pasa aquí dentro, pero hemos abierto una historia que… ¡Jabber! Rudgutter se está cagando en los pantalones. ¡Por eso me pilló! No dejaba de decir «Si sabe dónde están las polillas, será mejor que me lo diga». Dee… —Ben se puso con cuidado en pie. Derkhan abrió la boca para advertirle de que no se moviera, pero sus palabras murieron cuando se acercó con cuidado hacia ella sobre las piernas de Umma Balsum—. Dee, tienes que tirar del hilo. Están asustados. Dee. Acojonados. Tenemos que usarlo. No tengo ni puta idea de lo que quería decir, pero creo que piensa que estoy actuando, y comencé a recibir, «porque le hacía sentirse incómodo».

Lentamente con cuidado, nervioso, Ben alzó las manos de Umma Balsum hacia ella. Derkhan sintió un nudo en la garganta al ver a Ben llorando. Las lágrimas caían por su rostro sin provocar sonido alguno. Se mordió un labio.

—¿Qué es ese sonido, Dee? —preguntó Ben.

—Es el motor de la máquina de comunicación. Tiene que permanecer en marcha —dijo.

Umma Balsum asintió.

Sus manos tocaron las de Derkhan, que tembló ante el contacto. Sintió cómo Ben aferraba su mano libre y se arrodilló junto a ella.

—Puedo sentirte —sonrió Ben—. Eres medio invisible, como un fantasma… pero puedo sentirte. —Dejó de sonreír y bregó con las palabras—. Dee, yo… van a matarme. Oh, Jabber… —exhaló—. Tengo miedo. Sé que esta… escoria va a usar el dolor… —Sus hombros se sacudían arriba y abajo al perder el control de los sollozos. Guardó silencio un instante, mirando al suelo, llorando silencioso y aterrado. Cuando alzó la mirada, su voz era sólida.

—¡Que les den por culo! Tenemos a esos hijos de puta acojonados, Dee. ¡Tienes que investigar! Quedas nombrada editora del Renegado Rampante… —sonrió levemente—. Escucha. Ve a Mafatón. Solo la he visto dos veces, en cafés de por allí, pero creo que es donde vive el contacto. Nos reuníamos tarde, y dudo que quisiera volver a casa sola cruzando toda la ciudad a esas horas, de modo que supongo que andará por ahí. Se llama Magesta Barbile. No me ha dicho mucho, solo que el gobierno canceló y vendió a un jefe mañoso algún proyecto en el que trabaja I+D; es científica. Pensé que no era más que un bulo. Lo publiqué más por joder que porque pensara que era verdad, pero por los dioses, la reacción lo valida.

Ahora era Derkhan la que sollozaba. Asintió.

—Lo investigaré, Ben. Te lo prometo.

Ben asintió. Se produjo un momento de silencio.

—Dee —dijo él, al fin—. S-supongo que no habrá nada que pueda hacer la comunicadora esta, ¿no? Supongo que no… que no podrá matarme, ¿no?

Derkhan no pudo sofocar un gemido de sorpresa.

Miró desesperada alrededor y negó con la cabeza.

—No, Ben. Solo podría hacerlo matándola a ella.

Ben asintió, cariacontecido.

—Es que no sé si voy a ser capaz de… de impedir que se me escape algo. Sabe Jabber que lo intentaré, Dee… pero son expertos, ¿entiendes? Y… bueno… prefiero acabar ya con todo esto, ¿me entiendes?

Derkhan cerró los ojos. Lloraba por Ben, lloraba con él.

—Oh, dioses, Ben. Lo siento…

De repente, él cobró coraje. Afirmó la mandíbula, pugnaz.

—Haré cuanto pueda. Tú asegúrate de encontrar a Barbile, ¿vale?

Ella asintió.

—Y… gracias —dijo con una sonrisa seca—. Y… adiós.

Se mordió el labio, miró hacia abajo y luego hacia arriba de nuevo y le dio un largo beso en la mejilla. Derkhan lo acercó con el brazo izquierdo.

Entonces Benjamin Flex se apartó, y con algún reflejo mental invisible para la desconsolada Derkhan, le dijo a Umma Balsum que era hora de desconectarse.

La comunicadora se sacudió de nuevo, tembló y se tambaleó, y con una ráfaga de alivio casi palpable su cuerpo recuperó su propia forma.

La batería siguió dando vueltas a la pequeña manivela hasta que la mujer se enderezó, se acercó y le puso encima una mano temblorosa. Detuvo el reloj sobre la mesa.

—Ya está, cariño.

Derkhan se estiró y apoyó la cabeza sobre la mesa, llorando en silencio. Al otro lado de la ciudad, Benjamin Flex hacía lo propio.

Los dos solos.

Derkhan tardó solo dos o tres minutos en recomponerse e incorporarse. Umma Balsum estaba sentada en su silla, calculando sumas en un trozo de papel con gran eficiencia.

Alzó la mirada ante el sonido que hacía Derkhan para tratar de recuperar el control.

—¿Estás mejor, cariño? —preguntó suave—. Ya tengo el importe.

Hubo un instante en el que Derkhan se sintió asqueada por la insensibilidad de la mujer, pero pasó rápidamente. No sabía si Umma Balsum era capaz de recordar lo que oía o decía mientras estaba en sintonía. Y, aunque así fuera, la de Derkhan no era más que una tragedia de los cientos y miles de toda la ciudad. Umma Balsum se ganaba la vida como intermediaria, y su voz había contado una historia tras otra de pérdida, traición, tortura y desdicha.

Derkhan sintió un oscuro y solitario solaz en saber que su sufrimiento y el de Ben no eran especiales ni inusuales. La de Ben sería una muerte más.

—Toma. —La mujer le mostraba el trozo de papel—. Dos marcos, más cinco por la conexión, son siete. Estuve once minutos, lo que hace veintidós estíveres, con lo que queda en nueve marcos con dos. Más un noble por el peligro de la Espiga, un noble nueve y dos.

Derkhan le entregó dos nobles y se marchó.

Caminaba deprisa, sin pensar, rehaciendo el camino a través de las calles de la Ciénaga Brock. Regresó a las calles habitadas, donde las gentes que pasaban eran algo más que figuras de aspecto cambiante que acechaban apresuradas de una sombra a otra. Se abrió camino entre los puestos y los vendedores de dudosas y baratas pócimas.

Se dio cuenta de que se dirigía hacia la casa laboratorio de Isaac. Era un buen amigo, y una especie de camarada político. No conocía a Ben, ni siquiera había oído su nombre, pero comprendería la escala de lo que había sucedido. Puede que tuviera alguna idea sobre lo que hacer. Y si no era así, no le vendría mal un café fuerte y algo de consuelo.

Su puerta estaba cerrada. No llegó respuesta alguna desde el interior. Derkhan casi chilló. Estaba a punto de marcharse hacia una triste soledad cuando recordó las emocionadas descripciones de Isaac sobre un tugurio que frecuentaba en la orilla, el Niño Muerto, o algo así. Dobló la esquina de la callejuela junto a la casa y miró el camino hacia el río, cubierto de losetas de piedra rota y erupciones de hierba tenaz.

Las olas arrastraban la hez orgánica hacia el este. Al otro lado del Cancro, la orilla estaba atestada de marañas de zarzas y matojos de algas serpentinas. Un poco hacia el norte, en la ribera de Derkhan, alcanzó a divisar un establecimiento cochambroso. Decidió probar suerte y aceleró al ver el cartel de pintura pelada: el Niño Moribundo.

El interior era denegrido, fétido, caliente e inquietantemente húmedo; pero en una esquina, detrás de los humanos, vodyanoi y rehechos borrachos e indolentes, estaba sentado Isaac.

Hablaba en susurros con otro hombre al que recordaba vagamente como un científico amigo suyo. Isaac alzó la mirada cuando Derkhan entró y, tras un instante, la reconoció. Casi corrió hacia él.

—Isaac, joder, por Jabber… Cómo me alegro de encontrarte…

Mientras le hablaba atropelladamente, aferrándose nerviosa a la tela de su chaqueta, reparó en su mirada mortificada y en su falta de bienvenida. El pequeño discurso murió en sus labios.

—Derkhan… por mis dioses… —dijo—. Yo… Derkhan, hay una crisis… Ha pasado algo, y yo… —parecía inquieto.

Derkhan lo miró con tristeza.

Se sentó de repente, dejándose caer en el banco junto a Isaac. Era como una rendición. Se inclinó sobre la mesa y se cubrió los ojos, que de forma repentina e irrevocable se llenaban de lágrimas.

—Acabo de ver a un amigo muy querido, a un camarada, a punto de ser torturado hasta morir, y la mitad de mi vida ha sido aplastada, ha reventado, y no sé por qué, y tengo que encontrar a la puta doctora Barbile por toda la ciudad para enterarme de lo que sucede, y vengo a ti por… porque se supone que eres mi amigo, ¿y qué? ¿Y estás… ocupado…?

Las lágrimas se deslizaban bajo sus dedos, recorriendo todo su rostro. Se limpió los ojos violentamente con las manos y sorbió, alzando la mirada un momento. Vio que Isaac y el otro hombre la miraban con extraordinaria, absurda intensidad. Parpadeó.

La mano de Isaac voló por encima de la mesa y le apretó la muñeca.

—¿Que tienes que encontrar a quién?