26

Las cosas se agitaban en la noche.

Por la mañana, en las horas anteriores al alba y después de que se alzara el sol, se encontraron más cuerpos idiotas. Esta vez eran cinco. Dos vagabundos ocultos bajo los puentes de Gran Aduja. Un panadero que volvía a casa tras su trabajo en la Letrina. Un doctor en la Colina Vaudois. Una barquera más allá de la Puerta del Cuervo. Una salpicadura de ataques que desfiguraban la ciudad sin patrón alguno. Norte, este, oeste, sur. No había barrios seguros.

Lin durmió mal. Se había sentido conmovida por la nota de Isaac, al pensar que había cruzado toda la ciudad solo para dejar un trozo de papel en su puerta, pero también sentía preocupación. El párrafo tenía un tono histérico, y la súplica de que acudiera al laboratorio era tan impropia que le asustaba.

No obstante, hubiera acudido de inmediato de no haber regresado tarde a Galantina, demasiado como para viajar. No había estado trabajando, pues la mañana anterior había despertado para encontrar una nota debajo de su puerta.

Inexcusables negocios requieren el aplazamiento de los encuentros hasta nuevo aviso. De ser posible, recibirá instrucciones para reanudar las tareas.

M.

Se metió la escueta nota en el bolsillo y se marchó a Kinken, donde prosiguió con sus melancólicas contemplaciones. Y entonces, con una curiosa sensación de asombro, como si estuviera observando el desarrollo de su propia vida y se sorprendiera ante el giro de los acontecimientos, había marchado hacia el noroeste, abandonando Kinken hacia Vadoculto, donde tomó el tren. Había dejado atrás las dos paradas al norte de la línea Hundida, para ser engullida por las vastas fauces embreadas de la estación de Perdido. Allí, en la confusión y el vapor siseante del enorme vestíbulo de la central, donde las cinco líneas se encontraban como una enorme estrella de hierro y madera, cambió de tren para tomar la línea Verso.

Se produjo una espera de cinco minutos hasta que se llenó la caldera en la caverna central de la estación. Tiempo suficiente para que Lin se mirara incrédula, preguntándose, en nombre de la Asombrosa Madre del Nido, qué estaba haciendo. Y quizá en nombre de otros dioses.

Pero no se respondió, sino que se sentó mientras el tren aguardaba, antes de emprender lentamente su camino y tomar velocidad, hasta que el traqueteo cobró un ritmo regular, siendo escupido por uno de los poros de la estación. Giró al norte, hacia la Espiga, bajo dos juegos de vías elevadas por encima del achaparrado y bárbaro circo de Cadnebar. La prosperidad y majestad del Cuervo (la Galería Sennes, la Casa Fucsia, el Parque de la Gárgola) estaba cuajada de miseria. Lin observó los pináculos humeantes del barrio dando paso al Anillo, vio las amplias calles y casas estucadas de aquella próspera barriada serpentear con cuidado entre los bloques derruidos en los que las ratas se multiplicaban.

El tren pasó por la estación del Anillo y se sumergió en el grueso limo gris del Alquitrán, cruzando el río a escasos cinco metros al norte del Puente Hadrach, hasta que se abrió camino asqueado sobre el ruinoso paisaje de tejados de Ensenada. Dejó el tren en Barro Bajo, en el límite occidental de aquel gueto. No le llevó mucho recorrer las calles putrefactas, dejando atrás edificios grises que rezumaban antinaturales una humedad sudorosa, congéneres que la miraban y saboreaban el aire que desplazaba, porque su perfume de clase alta y sus extrañas ropas la marcaban como una de las que había escapado. No le llevó mucho tiempo dar con el camino hasta la casa de su madre de nido.

No se había acercado demasiado, pues no quería que su sabor se filtrara a través de las ventanas rotas y alertara a su madre y a su hermana de su presencia. En el creciente calor, su aroma era como una insignia para las demás khepri, un olor que no podía quitarse de encima.

El sol se había desplazado y calentaba el aire y las nubes, y allí seguía Lin, algo alejada de su antiguo hogar. No había cambiado. Desde dentro, desde las grietas en las paredes y las puerta, podía oír los pasos, los pisotones orgánicos de los machos khepri.

Nadie salió.

Las viandantes le lanzaban efluvios químicos de disgusto por regresar para agazaparse, para espiar una casa desprevenida, pero las ignoró a todas.

Si entraba y su madre estaba allí, pensó, las dos se enfadarían y se sentirían desdichadas, y discutirían sin sentido, como si los años no hubieran pasado.

Si su hermana estaba allí y le decía que su madre había muerto, y que Lin la había dejado marchar sin una sola palabra de furia o perdón, estaría sola. Su corazón podría estallar.

Si no había señales… si aquellos pasos eran solo los de los machos, que vivían allí como las sabandijas que eran, no como príncipes mimados sin cerebro, sino como bichos que hedían y comían carroña, si su madre y su hermana se habían marchado… entonces Lin estaría allí, aguardando sin sentido en una casa desierta. Su bienvenida al hogar sería ridícula.

Pasó una hora, o más, y volvió la espalda al edificio en ruinas. Con las patas de su cabeza agitándose y la cabeza de escarabajo flexionada por los nervios, la confusión y la soledad, regresó a la estación.

Se había aferrado feroz a su melancolía, deteniéndose en el Cuervo para gastar parte de la enorme paga de Motley en libros y comida exótica. Había entrado en una exclusiva boutique de mujer, provocando las miradas severas de la encargada hasta que Lin enseñó sus guineas y señaló imperiosa dos vestidos. Se había tomado su tiempo mientras le tomaban las medidas, insistiendo en que cada prenda se ajustara a ella con la misma sensualidad que a las mujeres humanas para las que estaban diseñadas.

Había comprado los dos trajes, sin una sola palabra de la encargada, cuya nariz se arrugó al aceptar el dinero de la khepri.

Había recorrido las calles hasta los Campos Salacus vistiendo una de sus adquisiciones, una pieza de exquisito acabado de color azul nube, que oscurecía su piel rojiza. No estaba segura de si se sentía mejor o peor que antes.

Llevó ese mismo vestido a la mañana siguiente, cuando cruzó la ciudad para encontrarse con Isaac.

Aquella mañana, junto a los muelles de Arboleda, el amanecer había sido recibido con un tremendo griterío. Los estibadores vodyanoi habían pasado la noche excavando, dando forma, paleando y limpiando grandes cantidades de agua alterada. Cuando el sol despertó, cientos de ellos se alzaron desde las aguas nauseabundas, cogiendo puñados del río y arrojándolos fuera del Gran Alquitrán.

Habían aplaudido y vitoreado mientras levantaban el último y delgado velo de líquido de la gran trinchera practicada en el río. El espacio tenía una anchura de más de quince metros, una enorme rebanada de aire cortada en el canal que se extendía casi trescientos metros de una orilla a la otra. En ambas riberas, y en algunas zonas en el fondo, habían quedado pequeños pasos de agua para evitar que se formara una presa. En el fondo de la trinchera, a casi quince metros bajo la superficie, el lecho del río estaba atestado de vodyanoi, cuyos gruesos cuerpos se deslizaban los unos sobre los otros en el barro, tanteando con cuidado las distintas superficies verticales y horizontales de agua allá donde el río era interrumpido. En ocasiones, un vodyanoi departía con sus compañeros y saltaba sobre sus cabezas con una poderosa convulsión de sus enormes ancas traseras, atravesaba la muralla de aire y se sumergía en el agua, alejándose con el movimiento de sus pies palmeados en misión desconocida. Otros alisaban rápidamente el agua tras él, volviendo a sellar la obra para asegurar la integridad del bloqueo.

En el centro de la trinchera, tres membrudos vodyanoi conferenciaban sin parar, saltando o arrastrándose para pasar información a los camaradas a su alrededor, regresando después a su discusión. Se trataba de agitados debates. Eran los líderes elegidos por el comité de huelga.

A medida que se alzaba el sol, los vodyanoi en el fondo del río y en las orillas desplegaron sus carteles: «¡SALARIOS JUSTOS YA!, exigían. ¡SI NO HAY AUMENTO, NO HAY RÍO!».

A ambos lados de la grieta fluvial, pequeños botes remaban con cuidado hacia el extremo del agua. Los marineros se inclinaban tanto como podían, valorando la extensión del surco y sacudiendo la cabeza exasperados. Los vodyanoi vitoreaban y aplaudían.

Se había creado el canal un poco al sur del Puente de la Cebada, en el mismo límite de los muelles. Había barcos esperando para entrar, y otros deseando salir. A kilómetro y medio río abajo, en las insalubres aguas entre Malado y la Perrera, los barcos mercantes retenían a los nerviosos gusanos marinos y dejaban que las calderas se enfriaran. En la otra dirección, en los embarcaderos y los pañoles de descarga, en los anchos canales de Arboleda junto a los diques secos, los capitanes de naves llegadas de puntos tan lejanos como Khadoh vigilaban impacientes a los piquetes vodyanoi que atestaban el río, preocupados por su regreso a casa.

Hacia la mitad de la mañana, los estibadores humanos llegaron para comenzar con su tarea de carga y descarga, y descubrieron al instante que su presencia era más o menos superflua. Una vez se terminara de preparar los barcos que seguían anclados en la propia Arboleda, lo que representaría como mucho dos días de trabajo, se quedarían parados.

El pequeño grupo que había negociado con los vodyanoi en huelga llegaba preparado. A las diez de la mañana, unos veinte hombres abandonaron de repente sus puestos, saltaron las verjas que rodeaban los diques y corrieron hacia los muelles donde estaban los piquetes, que los recibieron con una algarabía rayana en la histeria. Los recién llegados desplegaron sus propias pancartas: «¡HUMANOS Y VODYANOI CONTRA LOS PATRONOS!».

Todos se unieron en sus ruidosas soflamas.

A lo largo de las dos horas siguientes, los ánimos se caldearon. Un grupo de humanos dispuso una contramanifestación desde dentro de los muros bajos de los muelles. Gritaban insultos a los vodyanoi, y les llamaban ranas y sapos. Después se enconaron con los humanos en huelga, a los que acusaron de traidores a la raza. Les advertían que los vodyanoi arruinarían a las autoridades portuarias, haciendo que los salarios humanos se desplomaran. Uno o dos de ellos llevaban panfletos de las Tres Plumas.

Entre ellos y los igualmente estridentes huelguistas humanos se encontraba una gran masa de estibadores confusos, vacilantes, que iban de un lado a otro, maldiciendo enfadados. Oían las consignas gritadas desde ambos bandos.

Su número no dejaba de crecer.

En ambas orillas del río, en la propia Arboleda y en el banco sur de la Muralla Siríaca, las multitudes se congregaban para observar la confrontación. Unos pocos hombres y mujeres corrían entre ellos, moviéndose demasiado rápido como para identificarlos, entregando panfletos con el logotipo del Renegado Rampante en la parte superior. Exigían, en un texto de tipografía apretada, que los estibadores humanos se unieran a los vodyanoi, pues era el único modo en que se lograría que se aceptaran sus exigencias. Se pudo ver aquellos papeles circulando entre los humanos, entregados por personas invisibles.

A medida que avanzaba el día y el aire se calentaba, cada vez más trabajadores saltaban el muro para unirse a la protesta junto a los vodyanoi. La contramanifestación también crecía, en ocasiones a toda prisa; pero, al pasar las horas, fueron los huelguistas los que más claramente aumentaron su tamaño.

En el aire flotaba una tensa incertidumbre. La multitud se expresaba cada vez más, gritando a ambos bandos para que hicieran algo. Circuló el rumor de que el director de la autoridad portuaria iba a acudir para negociar; otros aseguraban que era el propio Rudgutter quien se encargaría de ello.

Durante todo el tiempo, los vodyanoi del cañón de aire tallado en el río se encargaban de achicar los derrames. Algún pez ocasional atravesaba los límites verticales de agua y caía al suelo sacudiéndose; otras, era algún escombro medio hundido el que flotaba lentamente hasta la sima. Los vodyanoi lo devolvían todo. Trabajaban por turnos, nadando por el agua para reformar la zona superior de las murallas hídricas. Desde allí, entre el metal arruinado y el limo grueso que era el lecho del Gran Alquitrán, alentaban a los huelguistas humanos.

A las tres y media, con el sol ardiendo entre las nubes ineficaces, se vio acercarse a los muelles a dos naves aéreas desde el norte y desde el sur.

Se produjo una gran excitación entre la multitud, y las noticias se extendieron rápidamente entre los reunidos: llegaba el alcalde. Entonces se divisó una tercera y una cuarta nave, que cruzaban ineludibles la ciudad hacia Arboleda.

La sombra de la inquietud recorrió las orillas del río.

Parte de la multitud se dispersó rápidamente. Los huelguistas redoblaron sus proclamas.

A las cuatro menos cinco, las naves flotaban sobre los muelles formando una equis, como una amenazadora muestra de censura. A un kilómetro y medio al este, otro dirigible solitario colgaba sobre la Perrera, al otro lado del pesado meandro del río. Los vodyanoi, los humanos y las multitudes reunidas se cubrieron los ojos con la mano y contemplaron las formas impasibles, sus cuerpos de bala como calamares predadores.

Las naves aéreas comenzaron a descender. Se deslizaban con cierta velocidad, haciendo discernibles de repente los detalles de su diseño, la sensación masiva de sus cuerpos inflados.

Justo antes de las cuatro en punto, extrañas formas orgánicas flotaron desde detrás de los tejados circundantes y emergieron de puertas deslizantes en lo alto de las torres de la milicia de Arboleda y Siriac, que carecían de conexión por tren elevado.

Aquellos objetos sin peso se bamboleaban con la brisa y comenzaban a vagar, casi al azar, hacia los muelles. El cielo se llenó de repente de aquellas cosas. Eran grandes, de cuerpo blando, una masa de tejido hinchado y retorcido cubierto de intrincados pliegues y curvas de pellejo, cráteres y extraños orificios supurantes. El saco central tenía unos tres metros de diámetro. Cada una de las criaturas disponía de un jinete humano, visible en los arneses suturados a la masa corpulenta. Bajo estos cuerpos había una espesura de tentáculos colgantes, jirones de carne ulcerada que descendían casi quince metros hacia el suelo.

La carne rosada y púrpura de las criaturas latía con regularidad, como si se tratara de corazones palpitantes.

Aquellos seres extraordinarios descendían sobre los congregados. Hubo diez segundos en los que aquellos que los contemplaban estuvieron demasiado espantados para hablar, o para creer en lo que veían. Entonces comenzaron los gritos: «¡Esferas de guerra!».

Cuando cundió el pánico, algún reloj cercano marcó la hora y varias cosas sucedieron al mismo tiempo.

A través de la multitud congregada, en la manifestación contra la huelga e incluso aquí y allá entre los propios huelguistas, grupos de hombres (y algunas mujeres) buscaron rápidamente detrás de su cabeza y, con un violento y rápido movimiento, se cubrieron la cara con capuchas oscuras. No disponían de ojos visibles, ni de orificios para la boca; eran totalmente opacas.

Del vientre de cada una de las naves aéreas, a una distancia absurda por su cercanía, surgieron racimos de cuerdas que se agitaron y latiguearon al caer hasta el pavimento. Contenían a los piquetes, los manifestantes y la turba circundante con cuatro pilares de cuerda suspendida, dos a cada lado del río. Unas figuras oscuras se deslizaron por ellas con habilidad, a velocidad cegadora, hasta llegar abajo como un constante goteo. Tenían el aspecto de coágulos grumosos rezumando desde las entrañas de las naves destripadas.

De la multitud llegaron gemidos que se fracturaban en terror. La cohesión orgánica se rompió. La gente huía en todas direcciones, aplastaba a los caídos, recogía a los niños y a los amantes y tropezaba con los adoquines y las piedras rotas. Trataban de dispersarse por las calles laterales, que se extendían desde la orilla como una red de grietas. Pero corrían en dirección a las esferas de guerra, que flotaban aguardando en la ruta de las callejuelas.

La milicia uniformada convergió de repente sobre el piquete desde todas las avenidas. Se produjeron más gritos aterrados cuando aparecieron oficiales montados sobre los monstruosos y bípedos shunn, con los garfios extendidos y sus toscas cabezas sin ojos que se balanceaban para sentir su camino mediante ecos.

El aire se inundó con los repentinos gritos ahogados de dolor. La turbas tambaleantes se encontraban al doblar las esquinas con los tentáculos de las criaturas flotantes, y aullaban cuando el agente nervioso que impregnaba aquellos zarcillos se filtraba por sus ropas y su piel expuesta. Se producían unas agónicas respiraciones entrecortadas, seguidas por la insensibilidad y la parálisis.

Los pilotos de las esferas de guerra manipulaban los nódulos y las sinapsis subcutáneas que controlaban los movimientos de las criaturas, que flotaban con una velocidad engañosa sobre los tejados de las casuchas y los almacenes de la ribera, y derramaban los venenosos apéndices por los canales entre los edificios. Tras ellos quedaba un rastro de cuerpos espasmódicos, con los ojos vidriosos y la boca soltando espumarajos por el dolor sordo. Aquí y allá, algunos de los presentes entre la multitud (los viejos, los frágiles, los alérgicos y los desafortunados) reaccionaban a los aguijonazos con brutal violencia biológica y sus corazones se detenían.

Los trajes oscuros de la milicia estaban tejidos con fibras de piel de aquellos monstruos flotantes. Los tentáculos no podían penetrarlos.

Las filas de la milicia cargaron contra los espacios abiertos donde se congregaban los piquetes. Hombres y vodyanoi blandían las pancartas como garrotes improvisados. Dentro de la desordenada masa se producían salvajes escaramuzas, ya que los agentes de la milicia golpeaban con porras puntiagudas y látigos recubiertos del veneno de las esferas de guerra. A seis metros de la línea de confusos e iracundos manifestantes, la primera oleada de la milicia uniformada se arrodilló y alzó sus escudos de espejo. Desde detrás de ellos llegó el farfullo ininteligible de un shunn, y después los rápidos arcos de humo cuando sus compañeros arrojaron granadas de gas contra la manifestación. Los soldados se movían inexorables en aquella nube, respirando a través de sus máscaras con filtro.

Un grupo de oficiales se separó de la cuña principal y bajó al río arrojando un tubo siseante tras otro de gas ondulante contra el dique de los vodyanoi. El espacio se llenó con el croar y los chillidos de los pulmones y la piel ardiendo. Las murallas cuidadosamente elaboradas comenzaron a derramarse y rezumar a medida que los huelguistas se arrojaban al río para escapar de las horripilantes emanaciones.

Tres soldados echaron rodilla a tierra en el borde mismo del río. Estaban rodeados por un grupo de compañeros como protección. A toda prisa, sacaron los mosquetes de precisión que portaban a la espalda. Cada agente disponía de dos, cargados y preparados con pólvora; dejaron uno a su lado. Moviéndose sin detenerse un instante, observaron la miasma de humo gris. Un oficial con las peculiares charreteras plateadas de un capitán taumaturgo se situó a su lado, murmurando de forma rápida e inaudible con voz apagada. Tocó las sienes de cada tirador y apartó las manos.

Tras sus máscaras, la visión de los hombres se aguó, se aclaró, y de repente se percibieron registros de luz y radiación que hacían el humo virtualmente invisible.

Todos conocían a la perfección la forma corporal y el patrón de movimiento de sus objetivos. Los tiradores apuntaron rápidamente a través de la nube de humo y vieron a sus presas, conferenciando, con la boca y la nariz cubiertas por paños húmedos. Se produjo un rápido chasquido, el de tres disparos casi simultáneos.

Dos de los vodyanoi cayeron. El tercero miró a su alrededor aterrado, mas no veía otra cosa que las volutas del violento gas. Corrió hacia el agua que lo rodeaba, tomó un puñado y comenzó a canturrearle, moviendo las manos rápidamente con pases esotéricos. Uno de los tiradores en la orilla arrojó su rifle rápidamente y tomó su segunda arma. El objetivo era un chamán, comprendió, y si le daban tiempo podría invocar a una ondina, lo que complicaría enormemente las cosas. El oficial alzó el arma hasta su hombro, apuntó y disparó con un rápido movimiento. El martillo, con su fragmento de yesca, se deslizó por el borde serrado de la cobertura del pedernal, lo golpeó y provocó una chispa.

La bala salió expelida entre una bocanada de gas, proyectada como una intrincada guirnalda y fue a enterrarse en el cuello de su objetivo. El tercer miembro del comité huelguista vodyanoi cayó retorciéndose al fango y un chorro de agua saltó sobre él. Su sangre formó un charco sobre el lodo.

Los muros de agua alterada de la trinchera comenzaban a fracturarse y colapsarse. Sangraban y se combaban, mientras el agua se filtraba y diluía sobre el lecho del río, sacudiendo los pies de los pocos huelguistas restantes, retorciéndose como el gas sobre ella, hasta que, con una sacudida, el Gran Alquitrán volvió a unirse y sanó la falla que lo había paralizado y sus corrientes volvieron a fundirse. El agua contaminada enterró la sangre, los panfletos políticos y los cadáveres.

Mientras la milicia sofocaba la huelga en Arboleda, los cables descendían del quinto dirigible, como había sucedido con sus compañeros.

Las multitudes de la Perrera gritaban, pasando las noticias y las descripciones de la pelea. Los fugados del piquete se arracimaban en las callejuelas destartaladas. Bandas de jóvenes corrían de un lado a otro en enérgica confusión.

Los comerciantes de la calle del Lomo Plateado gritaban y señalaban al dirigible, que desenrollaba sus aparejos hacia tierra. Las advertencias eran sofocadas por el repentino estruendo de las bocinas en el aire, que cada dirigible iba haciendo sonar por turno. Un pelotón de la milicia descendió del aire cálido hacia las calles de la Perrera.

Se deslizaban bajo la silueta de los tejados, repicando con sus pesadas botas el hormigón del patio en el que habían aterrizado. Parecían más constructos que humanos, embutidos en una extraña y retorcida armadura. Los pocos trabajadores y los indigentes en el callejón sin salida los contemplaban boquiabiertos, hasta que uno de los soldados se giró levemente, levantó un enorme mosquetón y barrió con él un arco amenazador. Ante aquel gesto, los presentes echaron cuerpo a tierra o se giraron y huyeron.

Los soldados descendieron en tropel por una escalera rezumante hasta el matadero subterráneo, echó abajo la puerta y disparó en aquella atmósfera sangrienta. Los carniceros y matarifes se volvieron atónitos hacia el umbral. Uno se desplomó, gorgoteando agónico con una bala perforando su pulmón. Su delantal sanguinolento volvió a empaparse, esta vez desde el interior. Los demás trabajadores escaparon, resbalando con los cartílagos y las vísceras.

La milicia tiró de las colgadas y rezumantes carcasas de cabra y cerdo, bregando con la cinta suspendida de garfios hasta que la arrancaron del techo empapado. Cargaban en oleadas hacia la parte trasera de la oscura cámara y bajaron corriendo por unas escaleras hasta llegar al pequeño desembarco. Por lo que sirvió para frenarlos, la puerta cerrada de Benjamin Flex podría haber sido de papel.

Una vez dentro, las tropas se situaron a ambos lados del armario, dejando a un hombre que soltó la enorme maza que portaba a la espalda. La descargó sobre la vieja madera y, de tres poderosos golpes, descubrió la abertura en la pared, de la que llegaba el zumbido de un motor de vapor y la luz de una lámpara de aceite.

Dos de los oficiales desaparecieron en la sala secreta. Se produjo un grito apagado y el sonido de repetidos golpes martilleantes. Benjamin Flex apareció volando a través del agujero con el cuerpo deshecho y su sangre salpicó las sucias paredes en patrones radiales. Aterrizó sobre la cabeza y lanzó un aullido; trató de escapar arrastrándose, gritando incoherente. Otro oficial lo apresó, lo levantó de la camisa con una fuerza aumentada por el vapor y lo arrojó contra la pared.

Ben farfulló y trató de escupir, observando la impávida carátula azul, las intrincadas gafas ahumadas, la máscara de gas y el casco con pinchos, como el rostro de un insecto demoníaco.

La voz que emergió del altavoz siseante era monótona, pero clara.

—Benjamin Flex, le ruego me dé su consentimiento verbal o escrito para acompañarme a mí y a otros oficiales de la milicia de Nueva Crobuzon a un lugar de nuestra elección, con el propósito de realizar una entrevista y obtener información. —El soldado aplastó a Ben contra la pared con rudeza, y este perdió el aliento con un ladrido ininteligible—. Tomo constancia de su consentimiento en presencia de dos testigos —respondió el oficial—. ¿Bien?

Dos de los soldados tras el oficial asintieron al unísono.

—Bien.

El oficial golpeó a Ben con un fuerte revés que lo aturdió e hizo estallar sus labios. Su mirada vaciló atontada mientras se abría una nueva hemorragia. El enorme hombre blindado cargó a Ben sobre su hombro y abandonó con estrépito el lugar.

Los condestables que habían entrado en la pequeña imprenta esperaron a que el resto del pelotón siguiera a su oficial de vuelta al pasillo. Después, con perfecta coordinación, cada uno extrajo un gran bote de hierro de sus bolsillos y apretó el activador que ponía en marcha una violenta reacción química. Arrojaron los cilindros al diminuto espacio en el que el constructo aún seguía dando vueltas a la manivela de la imprenta, en un infinito circuito sin mente.

Los soldados corrieron como atronadores rinocerontes bípedos por el pasillo, detrás de su oficial. El ácido y el polvo de las bombas se mezcló y chispeó, se encendió violentamente, estalló con la pólvora empaquetada. Se produjeron dos repentinas detonaciones que hicieron temblar las paredes húmedas del edificio.

El pasillo se sacudió con el impacto e innumerables trozos de papel prendido salieron escupidos por el umbral, mezclados con tinta caliente y pedazos de tubo. Fragmentos de metal y cristal estallaron desde la claraboya en una cascada industrial. Como confeti ígneo, retazos de editoriales y denuncias salpicaron todas las calles circundantes. «NOSOTROS DECIMOS», rezaba uno. ¡TRAICIÓN!, proclamaba otro. Aquí y allá, se podía ver la cabecera, Renegado Rampante. Un pequeño trozo de papel desgarrado y ardiente flotaba como una advertencia:

«Corred…».

Uno tras otro, los soldados se amarraron a las cuerdas con un mosquetón en su cinturón. Después activaron las palancas embebidas en sus mochilas integrales y pusieron en marcha un poderoso motor oculto que los arrancó de las calles y los lanzó al aire. El cabrestante giraba y los potentes engranajes encajaban los unos con los otros, transportando a las oscuras y voluminosas figuras hacia el vientre de las naves aéreas. El oficial que portaba a Ben lo sujetaba con firmeza, y la polea no parecía resentirse por el peso de un hombre adicional.

Mientras un fuego intermitente ardía en los restos del matadero, algo cayó desde el tejado, donde se había sujetado a un canalón roto. Se precipitó al vacío y se desplomó con un crujido sobre el suelo manchado. Era la cabeza del constructo de Ben, con el brazo derecho aún adosado.

Aquel apéndice se agitaba con violencia, tratando de girar una manivela que ya no estaba allí. La cabeza rotaba como un cráneo encerrado en peltre. Su boca de metal se retorció y, por unos grotescos segundos, mostró una desagradable parodia de movimiento y se arrastró sobre el suelo irregular abriendo y cerrando la mandíbula.

En menos de medio minuto, el último vestigio de energía desapareció. Sus ojos de cristal vibraron hasta detenerse. Se quedó quieto.

Una sombra pasó sobre aquel ser muerto mientras la nave aérea, ahíta con sus tropas, se alejaba lentamente de la Perrera, pasando sobre las últimas sórdidas y brutales batallas en los muelles, sobre el Parlamento y sobre la enormidad de la ciudad, hacia la estación de la calle Perdido y las salas de interrogatorios de la Espiga.