24

El alcalde Rudgutter estiró el brazo y volvió a abrir el tubo de comunicación.

—Davinia —dijo—. Cancele todas las citas y reuniones de hoy… no, de los dos próximos días. Discúlpese donde sea necesario. No quiero interrupciones a no ser que la estación de Perdido explote u ocurra algo por el estilo. ¿Comprendido?

Devolvió la clavija a su sitio y perforó a Stem-Fulcher y a Rescue con la mirada.

—¿A qué coño, a qué mierda, en el nombre de Jabber, a qué hostias estaba jugando Motley? Se suponía que ese hombre era un profesional…

Stem-Fulcher asintió.

—Esto apareció mientras arreglábamos la transferencia —dijo—. Comprobamos su informe de actividades, gran parte de él contra nosotros, todo hay que decirlo, y lo consideramos al menos tan capaz como nosotros mismos de garantizar la seguridad. No es ningún estúpido.

—¿Sabemos quién ha hecho esto? —preguntó Rescue. Stem-Fulcher se encogió de hombros.

—Podría ser un rival. Francine, o Judix, o cualquier otro. Si es así, han mordido muchísimo más de lo que podrán masticar…

—A ver —Rudgutter la interrumpió con tono exigente. Stem-Fulcher y Rescue se volvieron hacia él y aguardaron. El alcalde apretó los puños, apoyó los codos sobre la mesa y cerró los ojos, concentrándose con tal intensidad que su rostro parecía a punto de reventar.

—A ver —respiró, abriendo los ojos—. Lo primero es verificar que nos enfrentamos a la situación a la que creemos que nos enfrentamos. Podría parecer obvio, pero tenemos que estar seguros al cien por cien. Lo segundo es dar con una estrategia para contener la situación de forma rápida y discreta. Respecto al segundo objetivo, todos sabemos que no podemos depender de milicia humana o de los rehechos… ni de los xenianos, ya que estamos. Son del mismo tipo psíquico. Todos somos comida. Estoy convencido de que todos recordamos nuestras pruebas iniciales de ataque y defensa… —Rescue y Stem-Fulcher asintieron con rapidez. Rudgutter prosiguió—. Muy bien. Los zombis podrían ser una posibilidad, pero esto no es Cromlech: carecemos de las instalaciones para crearlos en la cantidad y la calidad necesarias. Bien. Parece que no es posible alcanzar de forma satisfactoria el primer objetivo si dependemos de nuestras operaciones de inteligencia regulares. Necesitamos acceso a distintas informaciones. Por tanto, por dos motivos, tenemos que procurarnos la ayuda de agentes capaces de tratar con la situación; es vital que dispongamos de distintos modelos psíquicos. Ahora mismo se me ocurre que hay dos posibles agentes de esa clase, y creo que no tenemos más opción que hablar con al menos uno de ellos.

Quedó en silencio, recorriendo a Stem-Fulcher y a Rescue con la mirada, lentamente. Esperó una disensión que no llegó a producirse.

—¿Estamos de acuerdo? —preguntó en voz baja.

—Hablamos del embajador, ¿no? —preguntó Stem-Fulcher—. ¿Y quién más? ¿No se referirá a la Tejedora? —Sus ojos reflejaban desmayo.

—Bueno, con suerte no tendremos que llegar a ello —respondió Rudgutter tranquilizador—. Pero sí, esos dos son los dos… eh… los dos agentes que se me ocurren. En ese orden.

—De acuerdo —respondió Stem-Fulcher al instante—. Mientras sea en ese orden. La Tejedora… ¡Jabber! Hablemos del embajador.

—¿Montjohn? —Rudgutter se volvió hacia su subsecretario.

Rescue asintió lentamente, tocándose la bufanda.

—El embajador —terminó diciendo—. Y espero que eso sea cuanto necesitemos.

—Como todos nosotros, ministro —replicó Rudgutter—. Como todos nosotros.

Entre las plantas once y catorce del Ala Mandragora de la estación de Perdido, sobre uno de los vestíbulos comerciales menos populares, especializado en extraños tejidos y estampados extranjeros, bajo una serie de largas torretas desiertas, se encontraba la Zona Diplomática.

Muchas de las embajadas en Nueva Crobuzon estaban en otra parte, por supuesto: en edificios barrocos de la Letrina, o en Gidd Este, o en la Colina de la Bandera. Pero en la estación había algunas, las suficientes como para dar nombre a aquellas plantas y permitirles conservarlo.

El Ala Mandragora era una fortaleza prácticamente contenida en sí misma. Sus corredores describían un enorme rectángulo de hormigón alrededor de un espacio central, al fondo del cual había un jardín sin cuidar, cubierto por árboles de madera oscura y exóticas flores del bosque. Los niños recorrían las veredas y jugaban en aquel parque recluido, mientras sus padres compraban, viajaban o trabajaban. Las paredes se alzaban enormes a su alrededor, haciendo que el bosquecillo pareciese el liquen en el fondo de un pozo.

Desde los pasillos de las plantas superiores brotaban grupos de habitaciones interconectadas. Muchas habían sido despachos ministeriales en algún momento. Durante un breve periodo fueron el cuartel general de una u otra pequeña compañía. Después habían quedado vacantes muchos años, hasta que se limpió el moho y el polvo y llegaron los embajadores. Aquello había sucedido hacía poco más de dos siglos: una comprensión comunitaria había barrido a los varios gobiernos de Rohagi, que comprendieron que desde aquel momento la diplomacia era, con mucho, preferible a la guerra.

Había habido embajadas en Nueva Crobuzon desde hacía mucho más tiempo, pero, después de que la carnicería de Suroch pusiera fin a lo que se llamó las Guerras Pirata, o la Guerra Lenta, o la Falsa Guerra, el número de países y ciudades estado que buscaban soluciones negociadas a las disputas se había multiplicado. Habían llegado emisarios de todo el continente, y de más allá. Las plantas desiertas del Ala Mandragora se habían visto invadidas por los recién llegados, y por los antiguos consulados que se mudaban para aprovechar el nuevo influjo de negocios diplomáticos.

Incluso para usar los ascensores o las escaleras de las plantas de la Zona había que superar toda una gama de controles de seguridad. Los pasillos eran fríos y silenciosos, rotos por alguna puerta y mal iluminados por lámparas de gas de funcionamiento intermitente. Rudgutter, Rescue y Stem-Fulcher caminaban por los corredores desiertos de la duodécima planta. Les acompañaba un hombre bajo y fuerte con gafas gruesas que andaba un poco detrás, portando a duras penas una gran maleta.

—Eliza, Montjohn —dijo el alcalde mientras caminaban—, este es el Hermano Sanchem Vansetty, uno de nuestros karcistas más capaces. —Rescue y Stem-Fulcher lo saludaron con un asentimiento de cabeza. Vansetty los ignoró.

No todas las habitaciones de la Zona Diplomática estaban ocupadas, pero algunas de las puertas mostraban placas de bronce que las proclamaban territorio soberano de uno u otro país (Tesh, o Khadoh, o Gharcheltist), y tras las cuales se abrían enormes suites que se extendían varios pisos: casas completas dentro de la torre. Algunos de los despachos estaban a miles de kilómetros de sus capitales. Otros se encontraban vacíos. Por la tradición de Tesh, por ejemplo, el embajador vivía como un vagabundo en Nueva Crobuzon y se comunicaba por correo para atender los asuntos oficiales. Rudgutter no había llegado a conocerlo. Otras embajadas estaban vacías debido a la falta de fondos o de interés.

Pero gran parte de los negocios que allí se llevaban a cabo eran de una inmensa importancia. Las suites que contenían las embajadas de Myrshock y Vadaunk habían sido ampliadas hacía algunos años, debido a la expansión del papeleo y del espacio de oficinas que requerían las relaciones comerciales. Las salas adicionales brotaban como feos tumores de la fachada interior de la planta once y sobresalían precarias sobre el jardín.

El alcalde y sus acompañantes pasaron junto a una puerta marcada como Mancomunidad Jaiba de Salkrikaltor. El pasillo se sacudía por el golpeteo y la vibración de una enorme maquinaria oculta. Aquellas eran las gigantescas bombas de vapor que trabajaban varias horas al día, absorbiendo piélago fresco de la Bahía de Hierro, a veinticuatro kilómetros, para el embajador jaiba y bombeaban después el agua sucia y usada al río.

El pasillo era confuso, pues parecía ser demasiado largo visto desde un ángulo, y corto desde el otro. Aquí y allí se separaban cortos afluentes que llevaban a otras embajadas menores, o a archivadores, o a ventanas cegadas. Al final del corredor principal, más allá de la embajada de los cangrejos, Rudgutter se dirigió por uno de aquellos pasillos menores. Se extendía un breve trecho, retorciéndose y viendo cómo su techo descendía de forma abrupta al cruzarse unas escaleras en su camino. Terminaba en una pequeña puerta sin marcar.

Rudgutter miró por encima del hombro, asegurándose de que sus acompañantes y él no eran vistos. Solo se divisaba una pequeña parte del pasillo, y estaban solos.

Vansetty sacaba tiza y colores pastel diversos de sus bolsillos. De uno extrajo lo que parecía un reloj y lo abrió. Estaba dividido en innumerables y complejas secciones. Tenía siete manecillas de distintas longitudes.

—Hay que tener en cuenta las variables, alcalde —murmuró, estudiando el complejo funcionamiento del artefacto. Parecía hablar más para él que para Rudgutter o cualquier otro—. El pronóstico para hoy es bastante asqueroso… Un frente de alta presión entra en el éter. Podría llevar las tormentas de energía a cualquier sitio, desde el abismo hasta el nulespacio. En la frontera, tres cuartos de lo mismo. Hmmm… —Vansetty realizó algunos cálculos en las pastas de un cuaderno—. Bien —saltó, mirando a los tres políticos.

Comenzó a realizar complejas y delicadas marcas en las gruesas hojas de papel, que arrancaba al terminar y se las entregaba a Stem-Fulcher, Rudgutter y Rescue. Por último, preparó una para él.

—Apretadas contra el corazón —dijo con rapidez, pegando la suya a la camisa—. Con los símbolos hacia fuera.

Abrió la ajada maleta y extrajo un juego de voluminosos diodos de cerámica. Se situó en el centro del grupo y le entregó uno a cada uno de sus compañeros.

—Mano izquierda, y sin soltarlos. —Después los rodeó con un hilo de cobre bien tenso que conectó a un motor mecánico de mano que sacó de la maleta. Tomó lecturas con su peculiar indicador, y ajustó los diales y nódulos del motor—. Muy bien. Agárrense todos —dijo, activando el interruptor que liberaba el motor mecánico.

Pequeños arcos de energía cobraron existencia multicolor entre los cables y los gruesos diodos. Los cuatro se vieron rodeados por un pequeño triángulo de corriente. Todo su vello parecía de punta. Rudgutter soltó una maldición.

—Tenemos una media hora antes de que se agote —dijo rápidamente Vansetty—. Sean rápidos, ¿de acuerdo?

Rudgutter extendió la mano derecha y abrió la puerta. Los cuatro se desplazaron hacia delante, manteniendo su posición relativa respecto a los demás, conservando el triángulo. Stem-Fulcher cerró la puerta tras ellos.

Estaban en una habitación totalmente a oscuras. Solo podían ver gracias al débil fulgor ambiente de las líneas energéticas, hasta que Vansetty colgó el motor mecánico de su cuello con una correa y encendió una vela. Con aquella luz inadecuada vieron que la habitación podía medir cuatro metros por tres; estaba cubierta de polvo y totalmente vacía, a excepción de un viejo escritorio y una silla junto una pared, así como el suave zumbar de una caldera cerca de la puerta. No había ventanas, ni estanterías, nada en absoluto. El aire olía a cerrado.

Vansetty extrajo de su bolsa una inusual máquina de mano. Sus manojos de alambre y metal, sus nudos de cristal multicolor eran intrincados y de hermosa factura. Su utilidad, opaca. Se inclinó un instante fuera del círculo y conectó una válvula de entrada a la caldera junto a la puerta. Activó una palanca en la parte superior de la máquina, que comenzó a zumbar y a emitir luces parpadeantes.

—Por supuesto, en sus tiempos, antes de que yo llegara a la profesión, había que emplear ofrendas vivas —explicó mientras desenroscaba una bobina de cable de un lateral de la máquina—. Pero no somos salvajes, ¿no es cierto? La ciencia es algo maravilloso. Esta pequeña belleza —dijo dando unas palmadas orgullosas al cachivache— es un amplificador. Aumenta la salida de ese motor en un factor de doscientos, doscientos y diez, y lo transforma en energía etérica. Envía eso a los cables, así… —Vansetty lanzó el cable desenrollado al otro extremo de la pequeña estancia, detrás de la mesa— ¡y ahí vamos! ¡Sacrificio sin víctimas! —Sonrió triunfal antes de volver su atención hacia los diales y potenciómetros del pequeño motor y comenzar a girarlos y manipularlos con intensa atención—. Y tampoco hay que seguir aprendiendo idiomas estúpidos —musitó—. Invocaciones automáticas a la carta. En realidad no vamos a ningún sitio, ¿entienden? —De repente alzó la voz—. No somos abismonautas, y no jugamos siquiera con la potencia necesaria para realizar un verdadero salto transplantrópico. Lo único que hacemos es mirar por un ventanuco, dejando que los infernales vengan a nosotros. Pero la dimensionalidad de este cuarto va a ser un pelín inestable durante un tiempo, de modo que permanezcan en la zona de protección y no jodan. ¿De acuerdo?

Los dedos de Vansetty volaban sobre la caja. Durante dos o tres minutos no sucedió nada. No había más que el calor y el repique de la caldera, el martilleo y el zumbido de la pequeña máquina en manos del hombre. Por debajo de todo ello, el pie de Rudgutter tamborileaba impaciente.

Y entonces la pequeña habitación comenzó a calentarse de modo perceptible.

Se produjo un temblor profundo, subsónico, una insinuación de luz rojiza y humo oleaginoso. Los sonidos se apagaron antes de acentuarse de repente.

Durante un instante se produjo una mareante sensación de tirón, y un fulgor rojizo cubrió cada superficie y se desplazó constantemente como si de agua sanguinolenta se tratara.

Algo aleteó. Rudgutter alzó la mirada, tratando de penetrar el aire que parecía, de repente, espeso y muy seco.

Un hombre pesado con un inmaculado traje oscuro había aparecido detrás de la mesa.

Se inclinó hacia delante lentamente, descansando los codos sobre los papeles que de repente cubrían el escritorio. Aguardó.

Vansetty miró por encima del hombro de Rescue y levantó el pulgar a modo de triunfo.

—Su Excelencia Infernal —declaró—, el embajador del Infierno.

—Alcalde Rudgutter —dijo el demonio con una agradable voz grave—. Cuánto me alegro de verle de nuevo. Solo estaba rellenando algo de papeleo. —Los humanos lo miraron con un destello de inquietud.

El embajador tenía un eco: medio segundo después de hablar, sus palabras eran repetidas por el terrible alarido de una tortura. Las palabras aulladas no tenían mucho volumen. Eran audibles más allá de las paredes de la estancia, como si hubieran recorrido kilómetros de calor sobrenatural desde alguna trinchera en el suelo del Infierno.

—¿Qué puedo hacer por usted? —prosiguió (¿Qué puede hacer por usted?, llegó el impío aullido de desdicha)—. ¿Sigue intentado descubrir si se unirá a nosotros tras su muerte? —El embajador esbozó una leve sonrisa.

Rudgutter le devolvió la sonrisa y negó con la cabeza.

—Ya sabe mi opinión al respecto, embajador —replicó con tono neutro—. Me temo que no me arrastrarán. No puede provocarme miedo existencial, ya lo sabe. —Lanzó una educada risita, a la que respondió el embajador. Lo mismo hizo el horrísono eco—. Mi alma, si existe, es mía. No puede ni castigarla ni codiciarla. El universo es un lugar mucho más caprichoso… Ya se lo he preguntado alguna vez: ¿qué supone usted que le sucede a los demonios cuando ellos mueren? Y los dos sabemos que eso es posible…

El embajador inclinó la cabeza en educada concesión.

—Es un modernista, alcalde Rudgutter —dijo—. No discutiré con usted. Por favor, recuerde que mi oferta sigue en pie.

Rudgutter agitó las manos impaciente. Estaba sosegado. No le afectaban los gritos patéticos que perseguían a las palabras del embajador, y no se permitió experimentar inquietud cuando, al mirar al embajador, la forma del hombre parpadeó una fracción de segundo para ser reemplazada por… algo más.

Ya había experimentado aquello antes. Siempre que Rudgutter parpadeaba, durante el momento más infinitesimal, veía la estancia y a su ocupante de un modo muy distinto. A través de sus párpados podía percibir el interior de una jaula de listones: barrotes de hierro moviéndose como serpientes, arcos de fuerzas impensables, un mareante y desgarrador torrente de calor. Allá donde el embajador se sentaba, captaba destellos de una forma monstruosa. Una cabeza de hiena lo perforaba con la mirada, con la lengua desenroscada. Pechos con colmillos purulentos. Pezuñas y garras.

El aire muerto de la habitación no le permitía mantener los ojos abiertos. Tenía que parpadear, aunque ignoraba las breves visiones. Trataba al embajador con cauteloso respeto, y el demonio le correspondía con la misma actitud.

—Embajador, estoy aquí por dos motivos. Uno es extender a su señor, su Diabólica Majestad, Zar del Infierno, los respetuosos saludos de los ciudadanos de Nueva Crobuzon. En su ignorancia. —El embajador asintió elegante a modo de respuesta—. El otro es solicitar su consejo.

—Siempre es un gran placer ayudar a nuestros vecinos, alcalde Rudgutter. Especialmente a aquellos como usted, con los que Su Majestad mantiene tan buenas relaciones. —El embajador se rascó el mentón con aire ausente, aguardando.

—Veinte minutos, alcalde —susurró Vansetty al oído de Rudgutter.

Este apretó las manos como si estuviera rezando y miró pensativo al embajador. Sintió pequeñas ráfagas de fuerza.

—Mire, embajador, tenemos un problema. Tenemos motivos para pensar que ha habido… una fuga, digámoslo así. Algo que tratamos de capturar de nuevo por todos los medios. Si fuera posible, nos gustaría solicitar su ayuda.

—¿De qué estamos hablando, alcalde Rudgutter? ¿Respuestas auténticas? —preguntó el embajador—. ¿Las condiciones habituales?

—Respuestas auténticas… y quizá más. Ya veremos.

—¿Pago ahora, o más tarde?

—Embajador —respondió educado Rudgutter—. Su memoria ha sufrido un desliz. Tengo un crédito de dos preguntas.

El embajador lo contempló unos instantes antes de responder riendo.

—Así es, alcalde Rudgutter. Mis más sinceras disculpas. Proceda.

—¿Se aplica en este momento alguna regla inusual, embajador? —puntualizó Rudgutter. El demonio negó con la cabeza (una gran lengua de hiena se relamió rápidamente de un lado a otro) y sonrió.

—Estamos en Melero, alcalde Rudgutter —se limitó a explicar—. Las reglas habituales de Melero, pues. Siete palabras, invertidas.

Rudgutter asintió y se enderezó, concentrándose con cuidado. No puedo equivocarme con las malditas palabras. Maldito juego infantil de mierda, pensó rápidamente. Después habló con tono neutro y firme, mirando calmado a los ojos del embajador.

—¿Fugitivo del identidad la a respecto acertamos?

—Sí —replicó al instante el demonio.

Rudgutter se volvió un momento, mirando preocupado a Stem-Fulcher y a Rescue. Ambos asentían con expresión sombría y firme.

El alcalde volvió a encararse con el embajador demoníaco. Los dos se miraron unos momentos sin hablar.

—Quince minutos —siseó Vansetty.

—Algunos de mis más… rancios colegas me mirarían mal por permitirle contar «del» como una única palabra, ¿sabe? —dijo el embajador—. Pero yo soy bastante liberal —sonrió—. ¿Quiere hacerme la última pregunta?

—Creo que no, embajador. La reservaré para otra ocasión. Tengo una propuesta.

—Usted dirá, alcalde Rudgutter.

—Bien, ya sabe la clase de ser que ha escapado, y comprenderá nuestra preocupación por remediar la situación lo más rápidamente posible. —El embajador asintió—. También comprenderá que nos será difícil proceder, y que el tiempo es esencial. Le propongo que nos deje contratar algunas de sus… um… tropas, para ayudarnos a dar con los fugados.

—No —se limitó a responder el embajador. Rudgutter parpadeó.

—Ni siquiera hemos discutido las condiciones, embajador. Le aseguro que puedo realizar una generosa oferta…

—Me temo que está fuera de toda discusión. No hay nadie de los míos disponible —el embajador miraba impasible a Rudgutter.

El alcalde pensó unos instantes. Si el demonio estaba negociando, lo hacía de un modo inédito hasta ahora. Rudgutter bajó las defensas y cerró los ojos para pensar, abriéndolos de inmediato en cuanto percibió el monstruoso paisaje y vislumbró la segunda forma del embajador. Lo intentó de nuevo.

—Podría llegar incluso a… digamos…

—No lo entiende, alcalde Rudgutter —replicó el demonio. Su voz era impávida pero parecía agitada—. No importan las unidades de mercancía que pueda ofrecernos, ni su condición. No estamos disponibles para este trabajo. No es indicado.

Se produjo un largo silencio. Rudgutter escrutó incrédulo al demonio que tenía enfrente. Empezaba a comprender lo que sucedía. Bajo los rayos de luz sangrienta, vio al embajador abrir un cajón y extraer unos papeles.

—Si ha terminado, alcalde Rudgutter —siguió con suavidad—, tengo trabajo que hacer.

Rudgutter aguardó a que la despiadada y tétrica resonancia del que hacer que hacer que hacer remitiera en el exterior. El eco le revolvía el estómago.

—Oh, sí, sí, embajador —dijo—. Lamento haberle tenido ocupado. Espero que volvamos a hablar pronto.

El embajador agachó la cabeza en educada despedida y sacó una pluma del bolsillo interior y comenzó a escribir en los papeles. Detrás de Rudgutter, Vansetty giraba potenciómetros y apretaba varios botones, ante lo que el suelo de madera comenzó a temblar, como sacudido por un etermoto. Un zumbido aumentó su intensidad alrededor de los humanos apiñados, que se bamboleaban en su pequeño campo de energía. El aire malsano vibró arriba y abajo y recorrió sus cuerpos.

El embajador pandeó, se dividió y desapareció en un instante, como un heliotipo en el fuego. La pálida luz carmesí formó burbujas antes de evaporarse, como si se filtrara por un millar de grietas en las polvorientas paredes del despacho. La oscuridad de la sala se cerró sobre ellos como una trampa. La diminuta vela de Vansetty parpadeó y se apagó. Tras comprobar que no eran observados, Vansetty, Rudgutter, Stem-Fulcher y Rescue abandonaron el lugar. El aire era deliciosamente frío. Pasaron un minuto limpiándose el sudor de la cara y arreglando sus ropas, sacudidas por los vientos de otros planos.

Rudgutter sacudía la cabeza con asombrado arrepentimiento.

Sus ministros se compusieron y se volvieron hacia él.

—Me he reunido con el embajador quizá una docena de veces en los últimos diez años —les dijo—, y nunca lo había visto comportarse así. ¡Maldito sea ese aire! —añadió, frotándose los ojos.

Los cuatro deshicieron el camino por el pequeño pasillo, tomaron el corredor principal y volvieron sobre sus pasos, en dirección al ascensor.

—¿Comportarse cómo? —preguntó Stem-Fulcher—. Solo lo había visto antes una vez. No estoy acostumbrada.

Rudgutter farfulló mientras andaba, tirándose pensativo del labio inferior y la barba. Sus ojos parecían inyectados en sangre. Tardó unos segundos en responder a Stem-Fulcher.

—Hay dos cosas: una demonológica, la otra práctica e inmediata. —Hablaba con un tono tenso, exigiendo la atención de sus ministros. Vansetty caminaba muy rápido delante de ellos, terminado su trabajo—. La primera podría darnos una cierta comprensión de la psique Infernal, de su comportamiento, lo que sea. Los dos oísteis el eco, ¿no es así? Durante un tiempo pensé que lo hacía para intimidarme. Bien, pues tened en cuenta la enorme distancia que ese sonido tuvo que recorrer. Sé —dijo rápidamente, levantando las manos— que no podemos hablar de sonido literal, de distancia literal, pero son análogos extraplanares, y casi todas las reglas análogas se mantienen de una forma más o menos mutada. De modo que tened en cuenta lo mucho que tuvo que viajar desde la base del Pozo hasta esa cámara. El hecho es que se tarda un poco en llegar hasta allí… En realidad, creo que ese «eco» se pronunció primero. Las… elocuentes palabras que escuchamos de boca del embajador… aquellos eran los verdaderos ecos. Aquellos eran los reflejos retorcidos.

Stem-Fulcher y Rescue guardaron silencio. Pensaron en los gritos, en el tono torturado y maníaco que habían oído en el exterior, el farfullo ruinoso e idiota que parecía ser una burla del diabólico refinamiento del embajador.

Pensaron en que aquella podía ser la voz genuina.

—Me pregunto si nos equivocamos al pensar en que ellos tienen un modelo psíquico diferente. Puede que sean comprensibles. Puede que piensen como nosotros. Y lo segundo, teniendo en cuenta esa posibilidad, y recordando lo que el «eco» podría contarnos acerca del estado mental demoníaco, es que al final, mientras yo intentaba llegar a un trato, el embajador estaba asustado… Por eso no podía acudir en nuestro auxilio. Por eso dependemos de nosotros mismos. Porque los demonios tienen miedo de aquello que perseguimos.

Rudgutter se detuvo y se volvió hacia sus ayudantes. Los tres se miraron. Stem-Fulcher torció su gesto durante un segundo, antes de recuperar la compostura. Rescue era impasible como una estatua, pero no dejaba de tirar de su bufanda. Rudgutter asentía pensativo.

Se produjo un minuto de silencio.

—Por tanto… —dijo, apretándose las manos—, que sea la Tejedora.