Algo bloqueaba la puerta del almacén de Isaac, que lanzó una breve maldición, mientras empujaba la obstrucción.
Eran las primeras horas de la tarde después del día de su éxito, en el que ya pensaba como su «momento queso». Se había sentido encantado la noche anterior al encontrar a Lin en su casa. Estaba cansada, pero contenta de verlo. Habían pasado tres horas en la cama antes de marcharse al Reloj y el Gallito.
Había sido una noche de perfección inquietante. Todo aquel a quien Isaac quería ver estaba en los Campos Salacus, y se habían parado en C&C para comer cangrejo, o whisky, o chocolate envuelto en quine. Había algunas nuevas incorporaciones al grupo, incluyendo a Maybet Sunder, que había sido perdonada por ganar el concurso Shintacost. A cambio, ella fue elegante respecto a los comentarios que Derkhan había hecho, tanto en papel como en persona.
Lin se había relajado en compañía de sus amigos, aunque su melancolía parecía refluir, más que disiparse. Isaac había tenido una de sus discretas discusiones políticas con Derkhan, que le había hecho llegar el último número del RR. Los reunidos discutieron, comieron y se tiraron comida hasta las dos de la mañana, antes de que Isaac y Lin regresaran a la cama y a un cálido sueño abrazados.
Durante el desayuno, él le contó su triunfo con la máquina de crisis. Lin no había aprehendido por completo la escala del logro, pero era comprensible. Ella notaba que estaba más emocionado de lo que nunca lo había visto, y había hecho lo posible por responder de forma adecuada. Isaac no parecía esperar más, y se limitó a explicarle las ideas básicas del proyecto de la forma menos técnica posible. Se sentía más con los pies en la tierra, como si viviera un sueño absurdo. Había descubierto algunos problemas potenciales durante la explicación, y se había marchado ansioso por rectificarlos.
Se despidieron con un profundo afecto y con la mutua promesa de no dejar pasar tanto tiempo antes de verse de nuevo.
Y ahora era incapaz de entrar en su taller.
—¡Lub! ¡David! ¿Qué coño estáis haciendo? —gritó, propinando otro empellón a la puerta. Al empujar, la hoja se abrió lo bastante como para ver una franja del interior, iluminado por el sol. Alcanzaba a distinguir el borde de lo que fuera que bloqueaba la puerta.
Era una mano.
El corazón de Isaac dio un vuelco.
—¡Oh, Jabber! —se oyó exclamar mientras descargaba todo su peso contra la puerta, que cedió ante su masa.
Lublamai yacía tendido sobre el umbral. Al inclinarse junto a la cabeza de su amigo, oyó a Sinceridad olisqueando a una cierta distancia, entre las bandas de rodadura del constructo. Estaba asustada.
Isaac se giró hacia Lublamai y dejó escapar un suspiro de alivió cuando sintió el calor de su amigo y lo oyó respirar.
—¡Despierta, Lub! —gritó.
Los ojos del tendido ya estaban abiertos. Isaac se apartó de aquella mirada impávida.
—¿Lub…? —susurró.
La baba se había almacenado bajo el rostro de Lublamai, tras recorrer su piel polvorienta. Estaba completamente inmóvil, laso. Le buscó el pulso en el cuello y lo encontró estable. Respiraba con profundas bocanadas, deteniéndose un instante antes de expirar. Parecía estar durmiendo.
Pero Isaac se encogió horrorizado ante aquella mirada vacante, imbécil. Agitó la mano frente al rostro de Lublamai, mas sin respuesta. Le dio una suave bofetada, seguida de otras dos más fuertes. Se dio cuenta de que estaba gritando el nombre de su amigo.
La cabeza de Lublamai se mecía de un lado y otro, como un saco lleno de piedras.
Isaac cerró los ojos y sintió algo frío y húmedo. La mano de Lublamai estaba cubierta por una delgada película de un líquido claro, pegajoso. Lo olió y se apartó ante el débil tufo de limones y descomposición. Durante un instante se sintió mareado.
Tocó la cara de Lublamai y vio que la piel alrededor de la boca y la nariz estaba resbaladiza por aquella pasta, que al principio Isaac había confundido por la saliva de su amigo.
No hubo grito, bofetada o súplica que hiciera despertar a Lublamai.
Cuando al fin Isaac se levantó y miró la habitación, vio que la ventana de su colega estaba abierta, con el cristal roto y los postigos de madera destrizados. Se incorporó y corrió hasta el marco desencajado, pero ni dentro ni fuera había nada que descubrir.
Mientras se apresuraba de un lado a otro bajo su propio laboratorio elevado, yendo de la esquina de Lublamai a la de David, tratando de animar con estúpidas frases a Sinceridad en busca de intrusos, comprendió que hacía un tiempo se le había ocurrido una terrible idea que había estado agazapada, perversa, en el fondo de su mente. Se detuvo resoplando. Poco a poco, levantó la mirada y observó con gélido terror la parte inferior de las planchas de la pasarela.
Una calma temerosa cayó sobre él como la nieve. Sintió que sus pies se alzaban y lo llevaban inexorables hacia las escaleras de madera. Giró la cabeza mientras andaba y vio a Sinceridad olfateando cada vez más cerca de Lublamai. Ahora que no estaba sola, comenzaba a recuperar el coraje poco a poco.
Todo cuanto Isaac veía parecía moverse a cámara lenta. Caminaba como si estuviera sumergido en agua helada.
Subió un peldaño tras otro. No sintió sorpresa, sino un débil estremecimiento de presagio, cuando vio los charcos de extraña baba en las huellas, las marcas recientes dejadas por alguna criatura dotada de garras. Oyó su propio corazón latiendo con lo que parecía tranquilidad, y se preguntó si estaba insensibilizado por el choque.
Pero cuando llegó a lo alto y se volvió para observar la jaula derribada sobre un costado, con su tupida tela de gallinero destrozada desde dentro, como pequeños dedos de metal explotando desde un orificio central, y cuando vio la crisálida partida y vacía, cuando vio el rastro de oscuros jugos goteando desde la cáscara, Isaac se oyó gemir espantado, y sintió cómo los temblores paralizaban su cuerpo en una gélida marea de carne de gallina que lo recorrió de arriba abajo. El terror manó de su interior y rebosó a su alrededor, como la tinta en el agua.
—Oh, dioses… —susurró con labios secos y trémulos—. Oh, Jabber, ¿qué he hecho?
A la milicia de Nueva Crobuzon no le gustaba ser vista. Emergían por la noche con sus uniformes oscuros para desarrollar tareas como pescar a los muertos en el agua. Sus naves aéreas y cápsulas serpenteaban y zumbaban por toda la ciudad, en sus opacas misiones. Sus torres estaban selladas.
La milicia, la defensa militar de Nueva Crobuzon y sus agentes de corrección interna, solo aparecían con sus uniformes, las infames máscaras que ocultaban todo el rostro, su armadura oscura, los escudos y las pistolas cuando actuaban como guardianes de algún lugar especialmente delicado, o en tiempos de gran emergencia. Mostraron sus colores abiertamente durante las Guerras Pirata y las algaradas Sacramundi, cuando los enemigos atacaban el orden en la ciudad tanto desde dentro como desde fuera.
Para las labores del día a día confiaban en su reputación y en su vasta red de informadores (las recompensas a cambio de información eran generosas), así como en los oficiales de paisano. Cuando la milicia actuaba, era el hombre que bebía cassis en el café, la anciana cargada de bolsas, el oficinista de cuello rígido y zapatos relucientes, que de repente se cubrían con capuchas ocultas en pliegues invisibles de la ropa, desenfundaban sus enormes pistolones de pedernal de cartucheras ocultas y caían sobre los criminales. Cuando un ratero corría huyendo de una víctima vociferante, podía tratarse de un hombre de buen porte con poblado bigote (claramente falso, dirían todos después, sin que nadie, eso sí, lo hubiera notado antes) el que lo apresara con una terrible presa en el cuello, para desaparecer con el detenido entre la multitud, o en una torre de la milicia.
Después no quedaban testigos que pudieran explicar con claridad qué aspecto tenían aquellos agentes en su guisa civil, y nunca nadie volvía a ver al oficinista, o al hombre de buen porte, o a cualquiera otro de ellos, en esa parte de la ciudad.
Se llegaba a la seguridad por medio del temor descentralizado.
Eran las cuatro de la mañana cuando se encontró a la prostituta y a su cliente en la Ciénaga Brock. Los dos hombres que caminaban por los callejones oscuros, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, se habían detenido al ver una forma derrumbada bajo la mortecina luz de gas. Su comportamiento había cambiado. Miraron a su alrededor antes de entrar en el callejón.
Encontraron a la estupefacta pareja el uno al lado del otro, con los ojos vidriosos y vacíos, su respiración irregular y un hedor a limón mohoso. El hombre tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos y exponía su pene arrugado. La ropa de la mujer (la falda estaba equipada con el subrepticio corte que muchas prostitutas empleaban para acabar rápido el trabajo) estaba intacta. Cuando no consiguieron reanimarlos, uno se quedó con los cuerpos mudos mientras el otro se perdía en las tinieblas. Los dos se habían cubierto la cabeza con capuchas oscuras.
Un poco después, un carruaje negro apareció tirado por dos enormes caballos. Eran rehechos con cuernos y colmillos que relucían babeantes. Una pequeña tropa de soldados uniformados desembarcó y, sin más palabras, introdujeron a las víctimas comatosas en la oscuridad del vehículo, que desapareció a toda prisa hacia la Espiga que se alzaba en el centro de la ciudad.
Los dos hombres quedaron atrás, esperando hasta que el carruaje desapareció sobre los adoquines del laberíntico distrito. Entonces escudriñaron a su alrededor, reparando en las débiles luces procedentes de las fachadas traseras de los edificios, en las paredes derrumbadas o en los delgados dedos de los árboles frutales en los jardines. Satisfechos de que nadie los observara, se quitaron las capuchas y volvieron a meter las manos en los bolsillos. Se fundieron al instante en un personaje distinto, riendo en voz baja y charlando urbanos, inocuos, mientras retomaban la patrulla nocturna.
En las catacumbas bajo la Espiga, la inerte pareja era pinchada, abofeteada, gritada, insultada. Para las primeras luces del alba ya los había examinado un científico de la milicia, que había escrito su informe preliminar.
Las cabezas se rascaban perplejas.
El informe del científico, junto con la información condensada a partir de otros crímenes extraños o graves, fue enviado por toda la Espiga y se detuvo en la penúltima planta. Los documentos eran transportados a toda prisa por aquel retorcido pasillo sin ventanas, hacia los despachos de la secretaria de Interior. Llegaron a tiempo, a las nueve y media.
A las diez y doce, un tubo de comunicación comenzó a tronar perentorio en la cavernosa estación de cápsulas que ocupaba toda la planta en la coronación de la Espiga. El joven sargento de guardia estaba al otro lado de la cámara, arreglando una luz rota en el frente de una cápsula colgada, como otras muchas decenas, de un intrincado sistema de raíles suspendidos que se enlazaban y cruzaban bajo el alto techo. Aquellos rieles entreverados permitían que las cápsulas se movieran entre ellas, sitúandose en una de las siete líneas radiales que surgían de las enormes aberturas distribuidas por toda la fachada exterior. Las vías se abrían al rostro colosal de Nueva Crobuzon.
Desde donde se encontraba, el sargento alcanzaba a divisar las vías aéreas entrar en la torre de la milicia en Sheck, a un kilómetro y medio hacia el suroeste, y emerger más allá. Vio cómo una cápsula abandonaba aquella torre, dejando su caótico estacionamiento casi a la altura de sus ojos, para dirigirse hacia el Alquitrán, que discurría sinuoso y poco fiable hacia el sur.
Alzó la mirada al seguir sonando el tubo y, al darse cuenta de cuál demandaba atención, maldijo y recorrió a toda prisa la cámara, su chaqueta ondeando al viento. Aun en verano hacía frío a aquella altura sobre la ciudad, sobre todo en una estancia abierta que funcionaba como un ventilador gigante. Extrajo la clavija del tubo de comunicación y habló dentro del bronce.
—¿Sí, secretaria de Interior?
La voz que emergió era débil y distorsionada por su viaje a través del metal retorcido.
—Prepare mi cápsula de inmediato. Voy a la Isla Strack.
Las puertas de la Sala Lemquist, el despacho del alcalde en el Parlamento, eran enormes y estaban festoneadas con hierro viejo. Había dos soldados estacionados en el exterior en todo momento, pero se le negaba una de las capacidades habituales de tener un puesto en los corredores del poder: ningún rumor, ningún secreto, ningún sonido de ninguna clase llegaba a sus oídos desde detrás de las inmensas hojas.
Tras la entrada forrada de metal, la sala en sí era de una altura exagerada, panelada con madera oscura de una calidad tan exquisita que prácticamente era negra. Los retratos de los anteriores alcaldes rodeaban el lugar, desde el techo de diez metros de altura, descendiendo en espiral hasta llegar a dos metros del suelo. También había una gran ventana que daba directamente a la estación de Perdido y a la Espiga. Una variedad de tubos de comunicación, máquinas de cálculo y periscopios telescópicos aguardaba en sus nichos por toda la estancia, en posturas oscuras y extrañamente amenazadoras.
Bentham Rudgutter se sentaba detrás de su escritorio con un aire de mando absoluto. Nadie que lo hubiera visto en aquella estancia había podido negar la extraordinaria sensación de poder total que exudaba. Allí era el centro de gravedad. Él lo sabía en un nivel muy profundo, y así lo hacían sus invitados. Su gran altura y su corpulencia musculosa se sumaban, sin duda, a aquel efecto, pero se trataba de algo que iba mucho más allá de su presencia.
Frente a él se sentaba Montjohn Rescue, su visir, envuelto como siempre en una gruesa bufanda e inclinado para señalar algo en el papel que ambos hombres estudiaban.
—Dos días —decía Rescue con una estaña voz carente de modulación, bastante distinta a la que empleaba en la oratoria.
—¿Dos días qué? —respondió Rudgutter atusando su inmaculada perilla.
—La huelga está aumentando. Como sabe, de momento está retrasando la carga y descarga entre un cincuenta y un setenta por ciento, pero tenemos informaciones de que en dos días los huelguistas vodyanoi pretenden paralizar el río. Van a trabajar toda la noche, comenzando por el fondo, y subiendo poco a poco. Al este del Puente de la Cebada, con un enorme ejercicio de acuartesanía. Van a excavar una trinchera de aire en medio del río que alcance toda su profundidad. Tendrán que desviarla constantemente, reformando las paredes para que no se colapsen, pero disponen de miembros suficientes para trabajar por turnos. No hay barco que pueda superar ese corte, alcalde. Van a aislar por completo a Nueva Crobuzon del comercio fluvial, en ambos sentidos.
Rudgutter caviló y apretó los labios.
—No podemos permitirlo —señaló razonable—. ¿Qué hay de los estibadores humanos?
—Mi segundo punto, señor alcalde —prosiguió Rescue—. Preocupante. La hostilidad inicial parece remitir. Hay una creciente minoría que parece estar dispuesta a unirse a los vodyanoi.
—Oh, no no no no —replicó Rudgutter, sacudiendo la cabeza como un maestro que corrigiera al estudiante normalmente fiable.
—Sí. Es evidente que nuestros agentes son más fuertes en el campo humano que en el xeniano, y la mayoría sigue en contra de la huelga o es neutral, pero parece haber un germen, una conspiración, si lo prefiere… reuniones secretas con los huelguistas, cosas así.
Rudgutter extendió sus enormes dedos y consultó de cerca el grano del escritorio entre ellos.
—¿Tienes ahí a alguno de los tuyos? —preguntó con voz queda. Rescue se llevó la mano a la bufanda.
—Uno con los humanos —respondió—. Es difícil permanecer oculto entre los vodyanoi, que normalmente no visten ropas en el agua. —Rudgutter asintió.
Los dos hombres quedaron en silencio, evaluando la situación.
—Lo hemos intentado desde el interior —dijo al fin Rudgutter—. Esta es, con mucho, la huelga más grave que ha amenazado a la ciudad desde hace… desde hace un siglo. Por mucho que lo deteste, parece que vamos a tener que dar ejemplo… —Rescue asintió solemne.
Uno de los tubos de comunicación en la mesa del alcalde sonó. Enarcó las cejas y sacó la clavija.
—¿Davinia? —respondió. Su voz era una obra maestra de insinuación. Con una palabra le había dicho a su secretaria que le sorprendía que le hubiera interrumpido, en contra de sus instrucciones, pero que su confianza en ella era muy grande, por lo que estaba seguro de que tenía una excelente razón para desobedecerle, para contárselo de inmediato.
La hueca y reverberante voz del tubo emitió breves sonidos.
—¡Bien! —exclamó suavemente el alcalde—. Por supuesto, por supuesto. —Volvió a meter la clavija y miró a Rescue—. Qué oportuna. Es la secretaria de Interior.
Las enormes puertas se abrieron un poco, dando paso a la secretaria, que asintió a modo de saludo.
—Eliza —dijo Rudgutter—. Por favor, únase a nosotros. —Gesticuló hacia una silla junto a la de Rescue.
Eliza Stem-Fulcher se acercó al escritorio. Era imposible adivinar su edad. Su rostro carecía de arruga alguna, y los rasgos fuertes sugerían que probablemente se encontrara a mitad de la treintena. El cabello, no obstante, era blanco, con las más leves hebras oscuras para sugerir que alguna vez habría sido de otro color. Vestía traje y pantalón de calle, de corte inteligente y un color que sugería el de los uniformes de la milicia. Fumaba calmada de una larga pipa de arcilla blanca, cuya copa se encontraba a casi medio metro de la boca. El tabaco era especiado.
—Alcalde. Ministro. —Se sentó y sacó una carpeta de debajo del brazo—. Discúlpeme por presentarme sin previo aviso, Alcalde Rudgutter, pero pensé que debía ver esto de inmediato. Usted también, Rescue. Me alegro de que esté aquí. Parece que tenemos una… una crisis entre las manos.
—Eso mismo estábamos diciendo nosotros, Eliza —dijo el alcalde—. ¿Hablamos de la huelga en los muelles?
Stem-Fulcher lo miró mientras sacaba algunos papeles de la carpeta.
—No, señor alcalde. Algo totalmente distinto. —Su voz era resonante, dura.
Arrojó un informe policial sobre la mesa. Rudgutter lo situó entre él y Rescue, y ambos giraron la cabeza para leerlo juntos. Tras unos minutos, el alcalde alzó la mirada.
—Dos personas en una especie de coma. Extrañas circunstancias. Supongo que habrá algo más que esto.
Stem-Fulcher le entregó otro informe, que de nuevo leyeron juntos los dos hombres. Esta vez la reacción fue casi inmediata. Rescue lanzó un siseo y se mordió el interior del carrillo, masticando concentrado. Casi al mismo tiempo, Rudgutter lanzó un pequeño suspiro de comprensión, una trémula exhalación.
La secretaria del Interior los miraba impasible.
—Evidentemente, nuestro topo en los despachos de Motley no sabe lo que está sucediendo. Está totalmente confundida, pero los retazos de conversación que ha anotado… ¿Ven esto, «Las policías se han escapado»? Creo que todos estamos de acuerdo en que no lo entendió buen, y creo que todos sabemos qué se decía en realidad.
Rudgutter y Rescue releyeron el informe sin mediar palabra.
—He traído el informe científico que encargamos al comienzo del proyecto PA, el estudio de viabilidad. —Stem-Fulcher hablaba rápido, sin emoción. Dejó caer el documento sobre la mesa—. Llamo su atención sobre algunas frases especialmente relevantes.
Rudgutter abrió el informe encuadernado. Algunas palabras y sentencias estaban enmarcadas en un círculo rojo. El alcalde las revisó rápidamente: …peligro extremo… …en caso de huida… …no son predadores naturales…
…totalmente catastrófico…
…criar…