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El ocaso sangró los canales y los ríos convergentes de Nueva Crobuzon, que discurrían espesos y sanguinolentos bajo su luz. Los turnos cambiaron y el día de labor terminó. Comitivas de fundidores agotados y otros trabajadores fabriles, secretarios, horneros y descargadores de coque abandonaban las factorías y oficinas en dirección a las estaciones. Los andenes estaban llenos de cansadas y vociferantes discusiones, de cigarrillos y alcohol. Las grúas de vapor en Arboleda trabajan de noche, arrancando sus exóticas mercancías a los barcos extranjeros. Desde el río y los grandes embarcaderos, sorprendentes estibadores vodyanoi insultaban a las dotaciones humanas de los muelles. El cielo sobre la ciudad estaba manchado de nubes. El aire era cálido y su olor alternaba entre lo exuberante y lo hediondo, como si los árboles frutales y los deshechos fabriles se coagularan en pastosas corrientes.

Teparadós salió disparado del almacén en la Vía del Remero como una bala de cañón. Perforó el cielo desde la ventana rota, dejando atrás un reguero de sangre y lágrimas, lloriqueando y moqueando como un bebé, volando en una tosca espiral hacia Pincod y el Parque Abrogate.

Los minutos se amontonaron unos detrás de otros, y una forma más oscura lo siguió a los cielos.

El intrincado neonato se deslizó por una ventana superior y se lanzó al crepúsculo. Sus movimientos en tierra eran precavidos, cada desplazamiento parecía experimental. En el aire renació. No había titubeos, solo gloria vivaz.

Las alas irregulares se juntaban y separaban con enormes, silenciosas ráfagas que desplazaban grandes bocanadas de aire. La criatura giró, batiendo lánguidamente, desplazándose por el firmamento con la torpeza caótica de la mariposa. A su paso dejaba corrientes de aire y sudor y otras exudaciones afísicas.

La criatura aún se estaba secando.

Estaba exaltada. Lamió el aire fresco.

La ciudad se ulceraba como el moho bajo ella. Un palimpsesto de impresiones sensoriales la envolvió por completo: sonidos y olores y luces que se filtraban en la mente oscura en una oleada sinestética, una percepción alienígena.

Nueva Crobuzon emanaba el rico aroma de la presa.

Se había alimentado, se había saciado, pero la superabundancia de comida la confundía, gloriosa, y babeaba y gruñía, apretando sus enormes dientes con frenesí.

Descendió. Las alas batieron y temblaron al caer sobre las lóbregas callejuelas. Su corazón de predador le advertía que debía evitar las grandes manchas de luz que se arracimaban irregulares por la ciudad y buscar los lugares más oscuros. Lamió el aire con la lengua y, al encontrar algo de alimento, descendió con caóticas acrobacias sobre la sombra de los ladrillos. Aterrizó como un ángel caído en un retorcido callejón sin salida, donde una prostituta y su cliente follaban contra la pared. Sus espasmos inconexos remitieron al sentir al ser a su lado.

Los gritos fueron breves. Cesaron de inmediato en cuanto la criatura extendió las alas.

Cayó sobre ellos con ansiosa avaricia.

Cuando hubo terminado voló de nuevo, embriagado por el sabor.

Planeó en busca del centro de la ciudad, girando, arrastrado lentamente hacia la enorme mole de la estación de Perdido. Se abrió camino hacia el oeste, hacia Corazón de Esputo y los barrios bajos, hacia la contradictoria mezcolanza de comercio y podredumbre que era el Cuervo. Tras él, horadando el aire como una trampa, se encontraba el oscuro edificio del Parlamento, así como las torres de la milicia en la Isla Strack y en la Ciénaga Brock. La criatura trazó su curso irregular sobre la senda del tren aéreo que conectaba aquellas torres más bajas con la Espiga, que se alzaba sobre el hombro occidental de la estación de Perdido.

El ser volador reparó en las cápsulas que recorrían los raíles. Flotó unos instantes, fascinado por el traqueteo de los trenes que se extendían desde la estación, aquella monstruosa enormidad arquitectónica.

Se sentía atraída por las vibraciones de un centenar de registros y llaves, pues las fuerzas, las emociones y los sueños se derramaban y amplificaban en las cámaras de ladrillo de la estación, hasta salir proyectados hacia el resto de la ciudad. Era un masivo e invisible rastro suculento.

Los primeros pájaros nocturnos se alejaban violentos de aquel ser extraño que batía sus alas hacia el corazón podrido de la ciudad. Los dracos en medio de sus recados veían su silueta incomprensible y cambiaban de dirección, profiriendo obscenidades y maldiciones.

Las grandes grúas y los zánganos zumbaban al avisarse los dirigibles unos a otros mediante bocinazos y se deslizaban lentamente entre la conurbación y el cielo, como gruesos lucios. La criatura aleteaba a su lado mientras los artefactos viraban, invisible para todos salvo para el ingeniero ocasional que no informaría de su descubrimiento, sino que trazaría un signo religioso y pediría protección a Solenton.

Atrapado por la corriente, por la marea de sensaciones procedente de la estación de Perdido, el ser volador se dejó atrapar y se alzó hasta encontrarse muy, muy por encima de la ciudad. Viró lentamente con un movimiento de las alas y se encaró con su nuevo destino.

Reparó en las sendas del río. Sentía la fuga de distintas energías desde las diversas zonas urbanas. Percibía la ciudad en un parpadeo de modos diferentes. Concentraciones de comida. Refugio.

La criatura buscaba otra cosa. A otros de su especie.

Era social. Tras nacer por segunda vez lo hizo con el ansia de la compañía. Desenrolló la lengua y saboreó el aire grasiento en busca de algo como él.

Tembló.

Leve, muy levemente, pudo sentir algo en el este. Podía saborear la frustración. Sus alas vibraron comprensivas.

Giró de nuevo y deshizo el camino por donde había venido. Esta vez se desplazaba un poco hacia el norte, pasando sobre los parques y los elegantes edificios de Gidd y Prado del Señor. Las enormidades fragmentadas de las Costillas se alzaban extraordinarias al sur, y el ser volador tuvo una sensación de malestar, una ansiedad al reparar en aquellos huesos amenazadores. El poder que resudaban no era de su agrado. Pero esa inquietud pugnó con la profunda simpatía codificada hacia los suyos, cuyo sabor se hizo más fuerte, mucho más fuerte, a la sombra del gran esqueleto.

Probó a descender. Se acercó tanteando, desde el norte y el este. Volaba bajo y rápido, por debajo de los raíles elevados que se extendían desde la torre de la milicia de la Colina Mog, hacia la de Chnum. Seguía a un tren de la línea Dexter que se dirigía al este, planeando bajo sus repugnantes termales. Después trazó un largo arco alrededor de la torre de la Colina Mog y sobre el extremo septentrional de la zona industrial de Ecomir. Descendió hacia el tren elevado del Barrio Oseo, apretando los dientes ante la influencia de las Costillas, pero arrastrado hacia el sabor de sus congéneres.

Volaba de un tejado a otro, colgando su lengua obscena mientras los rastreaba. A veces, las corrientes provocadas por sus alas hacían que un viandante alzara la cabeza, pues los sombreros y papeles volaban por las calles desiertas. Si veían la forma oscura que acechaba un instante sobre ellos antes de desaparecer, sentían un escalofrío y se apresuraban, o fruncían el ceño y negaban lo que habían visto.

El ser dejó que su lengua colgara mientras tanteaba con cuidado el aire. La usaba como hacía un perro de presa con su hocico. Pasó sobre el ondulado paisaje de tejados que parecía aplastado por las costillas y lamió aquel débil rastro.

Después cruzó el aura de un gran edificio bituminoso en una calle desierta, y su larga lengua se agitó como un látigo. Aceleró, ascendiendo y descendiendo en un elegante arco hacia el edificio embreado. Aterrizó en la esquina más alejada, de cuyo techo se filtraban las sensaciones de los suyos, rezumando como la salmuera en una esponja.

Se acomodó sobre la pizarra, flexionando sus miembros peculiares. Recibía sentimientos solícitos, y tuvo un instante de atónita confusión cuando su hermano cautivo reaccionó ante su presencia. Entonces, su nebulosa tristeza se inflamó apasionada: súplicas, y alegría, y demandas de libertad, y entre todo ello, frías y exactas instrucciones sobre cómo hacerlo.

La criatura se acercó al borde del tejado y descendió con un movimiento a medio camino entre el vuelo y la escalada, hasta quedar colgada del borde exterior de una ventana cegada, a catorce metros sobre el suelo. El cristal estaba pintado de negro. Vibraba de forma imperceptible en una dimensión mística, sacudido por las emanaciones del interior.

El ser sobre el alféizar tanteó un momento con los dedos, antes de arrancar el marco con un rápido movimiento dejando una fea herida allá donde había estado la ventana. Dejó caer el cristal con un estruendo catastrófico y entró en el oscuro ático.

El lugar era grande y pelado. A través de la estancia, cubierta de basura, percibió una glotona oleada de bienvenida y advertencia.

Al otro lado del recién llegado había cuatro de los suyos. Él quedaba empequeñecido por ellos, cuya magnífica economía de miembros le hacía parecer achatado, jorobado. Estaban encadenados a la pared con enormes bandas de metal alrededor del diafragma y de varios de sus apéndices. Todos tenían las alas completamente extendidas, apretadas contra la pared. Todas ellas eran tan únicas y aleatorias como las del recién llegado. Bajo cada uno de los cuartos traseros había un cubo.

Un instante de advertencia dejó claro a la nueva criatura que no era posible deshacerse de aquellas bandas. Uno de los encadenados a la pared siseó a la frustrada criatura, obligándole imperioso a prestar atención. Se comunicaba con chirridos psíquicos.

El nuevo y diminuto ser se retiró, como le habían ordenado, y aguardó.

En el plano sonoro sencillo, los gritos llegaban desde el lugar en el que se había estrellado la ventana. Se produjo un murmullo confuso dentro del edificio. Desde el corredor más allá de la puerta llegó el ruido de pies corriendo. Caóticos trozos de conversación se abrieron camino a través de la madera.

«…dentro…»

«¿…entrado?»

«…espejo, no…»

La criatura se alejó un poco más de sus congéneres apresados y se ocultó en las sombras al otro lado de la estancia, más allá de la puerta. Plegó las alas y aguardó.

Alguien descorrió los cerrojos al otro lado. Tras un momento de duda, la puerta se abrió y cuatro hombres armados entraron en rápida sucesión. Ninguno miraba a las criaturas atrapadas. Dos portaban pesadas armas de pedernal, preparadas y dispuestas. Dos eran rehechos. En la mano izquierda sujetaban pistolas, pero del hombro derecho sobresalían enormes cañones metálicos, abiertos en el extremo como trabucos. Estaban fijados en una posición que apuntaba directamente hacia su espalda. Los apuntaron con cuidado y miraron los espejos suspendidos de sus cascos de metal. Los dos con rifles convencionales también portaban los cascos con espejos, pero miraban más allá de estos, hacia la oscuridad frente a ellos.

—¡Cuatro polillas, todo limpio! —gritó uno de los rehechos con el extraño brazo apuntando hacia atrás, aún mirando por el espejo.

—Aquí no hay nada… —respondió uno de los hombres escudriñando la oscuridad alrededor de la ventana destrozada. En ese momento, el intruso salió de las sombras y extendió sus increíbles alas.

Los dos que miraban hacia delante parecieron horrorizados y abrieron la boca para gritar.

—Mierda, no, por Jabber… —consiguió articular uno antes de que los dos quedaran en silencio, contemplando los patrones de las alas de la criatura, que se agitaban como un enjambre caleidoscópico sin fin.

—¿Qué coño…? —comenzó a decir uno de los rehechos, que parpadeó un instante frente a él. Su rostro se colapso por el espanto, pero su gemido murió rápidamente al captar las alas de al criatura.

El último rehecho gritó el nombre de sus camaradas y protestó al oírles tirar las armas. Podía ver una levísima forma por el rabillo del ojo. La criatura frente a él captaba su terror. El ser se acercó, emitiendo pequeños murmullos de reafirmación en el vector emotivo. Una frase circulaba imbécil en la mente del hombre: tengo uno delante de mí tengo uno delante de mí…

El rehecho trató de moverse hacia delante con los ojos fijos en los espejos, pero la criatura se desplazaba fácilmente dentro de su campo de visión. Lo que había estado en la periferia de su percepción se tornaba inevitable campo cambiante; el hombre sucumbió, dejando caer los ojos ante el cambio violento de las alas, boquiabierto y trémulo. Su brazo-cañón apuntó al suelo.

Con un chasquido de carne, la criatura libre cerró la puerta. Se situó junto a los cuatro hombres hechizados, babeantes e indefensos. La demanda de uno de los cautivos interrumpió su hambre de forma humillante. Se acercó a las víctimas y las giró, encarándolas con las cuatro polillas atrapadas.

Se produjo un breve instante en el que los hombres ya no contemplaban las alas, en el que la mente trató de liberarse por un segundo, pero entonces el asombroso espectáculo de los cuatro juegos de patrones hipnóticos les arrebató violentamente la razón, condenándolos. Ahora a su espalda, el intruso acercó a cada hombre a uno de los seres encadenados, que extendían ansiosos los cortos miembros que les quedaban libres para apresar a sus víctimas.

Las criaturas se alimentaron.

Una de ellas consiguió hacerse con las llaves en el cinturón de su comida, y se las arrancó. Cuando hubo terminado de sorber, introdujo con movimientos delicados la llave en la cerradura del candado que lo constreñía.

Necesitó de cuatro intentos (sus dedos aferraban un objeto desconocido y lo retorcían desde un ángulo extraño), pero logró liberarse. Se volvió hacia cada uno de sus compañeros y repitió el lento proceso, hasta que todos los cautivos fueron liberados.

Uno tras otro, se acercaron a la ventana rota. Se detuvieron y apoyaron sus músculos atrofiados contra el ladrillo, desplegaron las enormes alas y se lanzaron fuera, alejándose del enfermizo y seco éter que parecía rezumar de las Costillas. El último en partir fue el recién llegado.

Voló detrás de sus camaradas, que, aun exhaustos y torturados, eran más rápidos de lo que él podía permitirse. Esperaban trazando círculos, cientos de metros más arriba, extendiendo su consciencia, flotando sobre los sentidos e impresiones que brotaban a su alrededor.

Cuando el humilde liberador los alcanzó, se separaron un poco para hacerle un hueco. Volaron juntos, compartiendo lo que sentían, lamiendo el aire lascivos.

Vagaron como había hecho el primero, hacia el norte, hacia la estación de la calle Perdido. Rotaban lentamente, cinco como las cinco líneas férreas de la ciudad, soliviados por la profana presencia urbana bajo ellos, un fecundo lugar como nunca antes había experimentado otro de los suyos. Se mecieron sobre él, aleteando, sacudidos por el viento, sintiendo hormigueos por los sonidos y la energía de la ciudad rugiente.

Allá donde fueran, en todas las zonas de la conurbación, en cada puente oscuro, en cada mansión de quinientos años, en cada retorcido bazar, en cada grotesco almacén, torre y embarcadero de hormigón, en cada barrio mísero, en cada parque mimado, en todas partes abundaba el alimento.

Era una jungla sin predadores. Era un terreno de caza.