21

Dentro del enorme y reseco capullo comenzó un extraordinario proceso.

La carne envuelta del ciempiés empezó a romperse. Las patas, los ojos, las cerdas, los segmentos corporales perdieron su integridad. El cuerpo tubular se tornó fluido.

Aquel ser empleaba la energía almacenada que había extraído de la mierda onírica para alimentar la transformación. Se reorganizaba. Su forma mutada burbujeó, rezumó por extrañas grietas dimensionales, supurando como un fango oleoso sobre el borde del mundo y otros planos, regresando después. Se dobló sobre sí mismo y cobró forma a partir del lodo proteano de su propia materia básica.

Era inestable.

Estaba vivo, y se produjo un momento entre formas en que no estuvo ni vivo ni muerto, sino saturado de poder.

Y después volvió a vivir, mas distinto.

Espirales de caldo bioquímico cobraban formas repentinas. Los nervios que se habían desconectado y disuelto regresaban con un chasquido a conformar el tejido sensorial. Los rasgos se disolvían y recreaban en nuevas y extrañas constelaciones.

El ser se flexionó con embrionaria agonía y un hambre rudimentaria, aunque creciente.

Desde el exterior, nada de esto era visible. El violento proceso de destrucción y creación era un drama metafísico interpretado sin audiencia. Quedaba oculto tras un opaco telón de seda frágil, una cáscara que ocultaba la transformación con una modestia brutal, instintiva.

Tras el lento y caótico colapso de la forma, se produjo un breve momento en que la cosa del capullo quedó dispuesta en un estado apenas experimentable. Y entonces, como respuesta a impensables mareas de carne, comenzó a construirse de nuevo. Cada vez más rápido.

Isaac pasaba muchas horas contemplando la crisálida. Pero no podía imaginar el conflicto interior de autopoiesis. Lo que veía era algo sólido, una extraña fruta colgando de un hilo insustancial en la mustia oscuridad de un gran nido. Le perturbaba el capullo, imaginando toda suerte de gigantescas polillas o mariposas emergiendo de él. La cáscara no cambiaba. Una vez o dos la tanteó con cuidado, o la mecía con cuidado o con fuerza unos segundos. Eso era todo.

Observaba y se preguntaba por aquel ser mientras no trabajaba en su máquina, que era lo que se llevaba la mayor parte de su tiempo.

Pilas de cobre y vidrio comenzaron a asumir forma sobre la mesa y el suelo. Pasaba días soldando y martillando, adosando pistones de vapor y motores taumatúrgicos al pujante artefacto. Pasaba las noches en bares, discutiendo con Gedrecsechet, el bibliotecario Palgolak, con David y Lublamai, o con antiguos colegas de la universidad. Hablaba con cuidado, sin desvelar demasiado, pero con pasión y fascinación, dándose a discusiones sobre matemáticas, energía, crisis e ingeniería.

No se alejó de Brock. Había advertido a sus amigos en los Campos Salacus que desaparecería durante un tiempo, aunque aquellas relaciones eran fluidas, relajadas, superficiales. La única persona a la que echaba de menos era Lin. El trabajo de ella la mantenía al menos tan ocupada como él, y, cuando la inercia de la investigación comenzó a aumentar, fue cada vez más difícil encontrar tiempo para verse.

Lo que hacía Isaac era sentarse en la cama y escribirle cartas. Le preguntaba acerca de su escultura y le decía que la echaba de menos. Cada dos mañanas más o menos sellaba esas cartas y las depositaba en el buzón al final de la calle.

Ella respondía la correspondencia e Isaac usaba las cartas para darse ánimo. No se permitía leerlas hasta que había terminado la jornada de trabajo. Entonces se sentaba y bebía un té o un chocolate junto a la ventana, arrojando su sombra sobre el Cancro y la ciudad oscurecida, leyendo las misivas. Le sorprendía la calidez sentimental de aquellos momentos. Existía un grado, un regusto lloroso en aquel estremecimiento, pero también mucho afecto, una verdadera conexión, una falta que sentía cuando Lin no estaba allí.

En una semana construyó el prototipo de la máquina de crisis, un impresionante circuito siseante de tuberías y cable que no hacía más que producir pequeños ruidos y ladridos. Lo desmontó y reconstruyó. Algo más de tres semanas después, otro caótico conglomerado mecánico se alzaba junto a la ventana, allá donde los animales de las jaulas habían logrado su libertad. Era un artilugio incontenido, una vaga agrupación de motores, dinamos y convertidores separados, dispersos por el suelo, conectados por una ingeniería tosca, improvisada.

Quería esperar a Yagharek, pero no era posible contactar con el garuda, viviendo como lo hacía como un vagabundo. Isaac creía que aquella era la extraña, invertida forma de Yagharek de aferrarse a la dignidad, viviendo en las calles sin ataduras de nadie. La peregrinación que había realizado por todo el continente no terminaría rindiendo agradecido su responsabilidad, su autocontrol. Yagharek era un extraño desraizado en Nueva Crobuzon. No dependía de otros ni le estaba agradecido a nadie.

Isaac se lo imaginó moviéndose de un lugar a otro, durmiendo sobre el suelo desnudo de edificios desiertos, o enroscado en un tejado, acunado por el calor de las chimeneas de ventilación. Podían faltar horas hasta su próxima visita, o semanas. Solo pasó medio día antes de que Isaac decidiera probar la creación en su ausencia.

En la campana en la que convergían los alambres, tuberías y cables, Isaac había situado un trozo de queso. La comida estaba allí, secándose lentamente, mientras él pulsaba las teclas de su calculador. Estaba intentando modelar matemáticamente las fuerzas y vectores involucrados. Se detenía con frecuencia para tomar notas.

Bajo él oyó el hocicar de la tejona, Sinceridad, y la risa de respuesta de Lublamai, el zumbido del deambular del constructo de limpieza. Era capaz de ignorarlos todos, aislarlos, concentrarse en los números.

Se sentía algo incómodo, pues no deseaba seguir con su trabajo con Lublamai en el almacén. Aún funcionaba su inusual política de silencio. Quizá solo sea que estoy desarrollando un gusto por lo teatral pensó con una sonrisa. Cuando hubo resuelto las ecuaciones del mejor modo que era capaz, hizo un poco de tiempo, esperando a que Lublamai se marchara. Echó un vistazo por la barandilla y lo vio trazando diagramas en papel milimetrado. No tenía mucha pinta de estar a punto de marcharse, y se cansó de esperar.

Se acercó a la misma de metal y vidrio que ocupaba el suelo y se acuclilló lentamente junto a la entrada de información de la máquina de crisis, a la izquierda. El circuito de maquinaria y tubos describía un círculo zigzagueante por todo el lugar y culminó en la campana llena de queso junto a su mano derecha.

Sostuvo en una mano un tubo de metal doblado cuyo extremo estaba conectado a la caldera de su laboratorio, al otro extremo de la estancia. Estaba nervioso, emocionado. Lo más silenciosamente que pudo, conectó el tubo a la entrada de potencia de la máquina de crisis. Liberó su presa y sintió el vapor llenando el motor. Se produjo un zumbido siseante y un traqueteo. Se arrodilló y copió sus fórmulas matemáticas con las teclas de entrada. Después introdujo rápidamente cuatro tarjetas de programas en la unidad y sintió las pequeñas ruedas girando y mordiendo, vio el polvo alzarse al aumentar las vibraciones de la máquina.

Murmuró para sí y aguardó expectante.

Se sentía como si pudiera percibir el poder y el paso de los datos a través de las sinapsis, de los varios nudos del motor desmembrado. Sentía como si el vapor recorriera sus propias venas y convirtiera su corazón en un pistón martilleante. Encendió tres grandes interruptores en la unidad y oyó cómo todo el sistema se calentaba.

El aire zumbaba.

Durante eternos segundos no pasó nada. Entonces, en la sucia campana, el trozo de queso comenzó a temblar.

Isaac observó y quiso gritar su triunfo. Giró un dial ciento ochenta grados y el trozo se movió un poco más.

Provoquemos una crisis, pensó Isaac, tirando de la palanca que completaba el circuito y que llevaba la campana de vidrio bajo la atención de las máquinas sensoriales.

Isaac había adaptado la campana, cortando la parte superior y cambiándola por un émbolo. Se acercó a este y comenzó a apretarlo, de modo que el fondo abrasivo se moviera lentamente hacia el queso, que se encontraba amenazado. Si el émbolo completaba su movimiento, el queso quedaría completamente aplastado.

Mientras apretaba con la mano derecha, con la izquierda ajustaba los potenciómetros y diales en respuesta a los indicadores de presión. Observó las agujas brincar arriba y abajo, ajustándose como respuesta a la corriente taumatúrgica.

—Vamos, cabrón hijo de puta —susurró—. ¿Lo ves? ¿Eh? ¿Puedes sentirlo? Aquí viene la crisis…

El extremo del émbolo se acercaba sádico hacia el queso. La presión de las tuberías aumentaba de forma peligrosa, e Isaac siseó frustrado. Frenó el ritmo con el que amenazaba al alimento, desplazando inexorable el émbolo hacia abajo. Si la máquina de crisis fracasaba y el queso no mostraba los efectos que había intentado programar, Isaac lo aplastaría de todos modos. La crisis estaba relacionada con la potencialidad. Si no tenía la intención genuina de aplastar su objetivo, no estaría en crisis. No era posible engañar a un campo ontológico.

Y entonces, cuando el gemido del vapor y los pistones se hizo incómodo, cuando los bordes de la sombra del émbolo se afilaban al llegar a la base de la campana, el queso explotó. Se produjo un chasquido líquido cuando el trozo reventó con velocidad y violencia, salpicando el interior del recipiente con migas y aceite.

Lublamai gritó, preguntando en nombre de Jabber qué era eso, pero Isaac no lo advirtió. Estaba observando boquiabierto, trastornado, el queso destruido. Entonces prorrumpió en risas de incredulidad y felicidad.

—¿Isaac? ¿Qué coño estás haciendo? —repitió Lublamai.

—¡Nada, nada! Siento la molestia. Solo es un poco de trabajo que… que va bastante bien… —La sonrisa que brotó en su rostro le impidió seguir con la respuesta.

Apagó rápidamente la máquina y levantó la campana. Pasó los dedos sobre la masa embadurnada, medio fundida. ¡Increíble!, pensó.

Había intentado programar el queso para que flotara un poco por encima del suelo. Desde aquel punto de vista, suponía que aquello era un fracaso. ¡Pero es que no esperaba que sucediera nada! Desde luego, se había confundido con las matemáticas, había programado mal las tarjetas. Era evidente que la especificación de los efectos que buscaba sería extremadamente difícil. Probablemente, el proceso mismo de acceso era tosco hasta el ridículo, dejando espacio de sobra para los errores y las imperfecciones. Y ni siquiera había intentado crear la clase de retroalimentación permanente que era su objetivo último.

Pero… pero había accedido a la energía de crisis.

Aquello carecía por completo de precedentes. Por primera vez, Isaac creía de verdad en que sus ideas funcionarían. Desde ahora, el trabajo que restaba era de refinamiento. Había un montón de problemas, por supuesto, pero eran problemas distintos, de un orden mucho menor. El acertijo básico, el problema central de toda la teoría de crisis, estaba resuelto.

Reunió sus notas y las repasó con reverencia. No podía creer lo que había hecho. Nuevos planes llegaron de inmediato. La próxima vez usaré una muestra de acuartesanía vodyanoi. Algo que ya esté unido por la energía de crisis. Eso debería ser infinitamente más interesante. Puede que podamos poner en marcha ese bucle… Se sentía mareado. Se dio una palmada en la frente y sonrió.

Me voy fuera, pensó de repente. Me voy a… a emborracharme. Me voy a buscar a Lin. Me voy a tomar la noche libre. Acabo de resolver uno de los problemas más intratables de uno de los paradigmas más controvertidos de la ciencia, y me merezco un trago. Sonrió ante su andanada mental y se calmó. Se dio cuenta de que había decidido hablarle a Lin de su motor de crisis. No puedo seguir pensándolo yo solo, pensó.

Comprobó que llevaba encima las llaves y la cartera. Se estiró y desperezó, bajando a la planta principal. Lublamai se volvió al oírlo.

—Me voy, Lub.

—¿Ya has terminado, Isaac? Solo son las tres.

—Mira, viejo, he acumulado horas extra —sonrió Isaac—. Me voy a tomar medio día de vacaciones. Si alguien pregunta, lo veré mañana.

—Muy bien —dijo Lublamai, regresando a su trabajo con un saludo—. Que lo pases bien.

Isaac gruñó una despedida.

Se detuvo en medio de la Vía del Remero y suspiró, por el mero placer del aire. La pequeña calle no estaba muy concurrida, pero tampoco desierta. Saludó a uno o dos de sus vecinos antes de girarse y dirigirse hacia la Aduja. Era un día magnífico, y había decidido pasear hasta los Campos Salacus.

El aire cálido se filtraba a través de la puerta, las ventanas y las grietas en las paredes del almacén. Lublamai se detuvo un instante para ajustarse la ropa. Sinceridad jugueteaba con un escarabajo. El constructo había terminado de limpiar hacía un tiempo, y ahora aguardaba tranquilo en una esquina, con una de sus lentes ópticas aparentemente fija en él.

Poco después de que Isaac se marchara, el científico se levantó e, inclinándose sobre la ventana abierta junto a su mesa, ató una bufanda roja a un tornillo en el ladrillo. Escribió una lista de las cosas que necesitaba y esperó a que apareciera Teparadós. Después volvió al trabajo.

A las cinco de la tarde el sol seguía en lo alto, pero ya comenzaba a descender sobre la tierra. La luz se espesaba a toda velocidad y se tornó leonada.

Dentro de la crisálida pendular, la vida en pupa podía sentir el ocaso. Tembló y flexionó su carne casi acabada. En su icor, en los derroteros de su cuerpo, comenzó una última batería de reacciones químicas.

A las seis y media, un débil golpe en el exterior interrumpió a Lublamai, que alzó la mirada para ver a Teparadós en la callejuela, frotándose la cabeza con el pie prensil. El draco miró a Lublamai y exclamó un grito de bienvenida.

—¡Señor Lublub! ¡Hacía mis rondas, vi el rojo…!

—Buenas noches, Teparadós. ¿Quieres pasar? —Se apartó de la ventana para dejar entrar al draco. Teparadós aleteó hasta el suelo con un movimiento pesado. Su piel rojiza era hermosa bajo los últimos jirones de luz que reflejaba. Sonrió a Lublamai con su alegre y espantosa expresión.

—¿Cuál es el plan, jefe? —gritó. Antes de que Lublamai pudiera responder, miró a Sinceridad, que lo observaba indecisa. Extendió las alas, sacó la lengua y le hizo una mueca. El animal se escabulló disgustado.

Teparadós rió escandaloso y eructó.

Lublamai sonrió indulgente. Antes de que el draco tuviera otra ocasión para despistarse, lo empujó hacia la mesa donde esperaba la lista de la compra. Le dio un trozo de chocolate para concentrar su atención en el trabajo.

Mientras discutían sobre cuántas verduras podía transportar el draco por el aire, algo sobre ellos se agitó.

En las sombras cada vez más oscuras de la jaula, en el laboratorio elevado de Isaac, el capullo oscilaba mecido por una fuerza que no era el viento. El movimiento dentro de aquel tenso envoltorio orgánico le transmitía una rápida vibración hipnótica. Giró, vaciló, corcoveó. Se produjo un infinitesimal sonido de rasgadura, demasiado débil para que Lublamai o Teparadós pudieran oírlo.

Una húmeda, negra garra esculpida desgajó las fibras del capullo. Se deslizó lentamente hacia arriba, rompiendo el rígido material sin esfuerzo alguno, como si se tratara del cuchillo de un asesino. Una batería de sentidos totalmente alienígenos se derramó como vísceras invisibles desde la raja. Desorientadoras ráfagas de sentimientos vagaron un instante por la habitación, haciendo que Sinceridad gruñera y que Lublamai y Teparadós miraran un instante, nerviosos, hacia arriba.

Unas manos intrincadas emergieron de la oscuridad y sostuvieron los extremos de su prisión. Apretaron en silencio, forzando la apertura del caparazón. Con el más leve de los sonidos, el cuerpo trémulo se deslizó fuera de su cáscara, húmedo y resbaladizo como un recién nacido.

Durante un instante permaneció sobre la madera, débil y confuso, en la postura encorvada que había mantenido dentro de la crisálida. Poco a poco se estiró, saboreando el repentino espacio. Cuando se encontró con la tela de gallinero de la jaula, la desgarró sin esfuerzo y se arrastró hacia la pasarela.

Se descubrió. Aprendió su forma.

Comprendió que tenía necesidades.

Lublamai y Teparadós saltaron ante el chirrido y el sonido discordante del alambre cortado. El sonido parecía comenzar arriba y derramarse por toda la estancia. Se miraron un instante y volvieron a alzar la vista.

—¿Qués eso, jefe? —preguntó el draco.

Lublamai se levantó y escudriñó la balconada de Isaac; se giró lentamente y revisó toda la nave. Silencio. Se detuvo, con el ceño fruncido, observando la puerta principal. Se preguntó si el sonido habría llegado desde fuera.

En el espejo junto a la puerta se reflejó un movimiento.

Un ser oscuro se alzó del suelo en lo alto de las escaleras.

Lublamai habló, emitió algún ruido trémulo de incredulidad, de miedo, de confusión, pero este se disipó en la nada tras un mero instante. Observó el reflejo con la boca abierta.

El ente se desplegó como si floreciera. Era una expansión tras el encierro, como la de un hombre o una mujer levantándose y extendiendo los brazos después de dormir en posición fetal, pero multiplicada en su vastedad. Era como si los miembros indistintos de aquella cosa se articulasen un millar de veces, de modo que pudieran plegarse como una escultura de papel, incorporándose y extendiendo brazos, o piernas, o tentáculos, o colas que se abrían y abrían sin parar. Aquel ser, que había estado agazapado como un perro, se incorporaba y se desarrollaba, alcanzando casi el tamaño de un hombre.

Teparadós chilló. Lublamai abrió la boca aún más y trató de moverse. No podía ver su forma, solo su piel oscura y reluciente, y las manos, cerradas como las de un niño. Sombras frías. Ojos que no lo eran. Pliegues y protuberancias y tesos orgánicos, como colas de rata, que se agitaban y retorcían como si acabaran de morir. Y fragmentos de hueso incoloro, del tamaño de dedos, que brillaban blanquecinos y se separaban rezumantes para mostrar que eran dientes…

Y mientras Teparadós trataba de superar a Lublamai y este pugnaba por gritar, sus ojos aún clavados en la criatura del espejo, sus pies trastabillando sobre el suelo de piedra, aquella cosa en lo alto de la escalera abrió las alas.

Cuatro crujientes concertinas de materia negra se extendieron desde la espalda de la criatura, y de nuevo, y otra vez, encontrando su posición, abanicando y extendiéndose en vastos dobleces de carne gruesa y moteada, aumentando hasta alcanzar un tamaño imposible en una explosión de patrones orgánicos, como una bandera desarrollándose, abriendo los puños cerrados.

El ser inspiró y extendió aquellas alas colosales, carnosos e inmensos pliegues de cuero rígido que parecían abarcar todo el lugar. Eran irregulares, de forma caótica, como una espiral aleatoria y fluida; pero su simetría era perfecta, como la mancha derramada o los patrones de pintura en un papel plegado.

Y en aquellos grandes paneles lisos había manchas oscuras, toscos patrones que parecían parpadear mientras Lublamai los miraba y Teparadós trataba de alcanzar la puerta, aullando. Los colores eran los de la medianoche, sepulcrales, negro azulados, pardos, negros, rojizos. Y entonces las figuras se movieron, desplazándose las sombras como amebas en una lupa, como el aceite sobre el agua. Los patrones a izquierda y derecha seguían concordando, moviéndose al unísono, hipnóticos y pesados, cada vez más rápidos. El rostro de Lublamai se arrugó. La espalda empezó a picarle de forma maníaca ante el mero pensamiento del ser que había tras él. Se giró para encararlo, para observar directamente los colores mutantes, aquel vivido despliegue del horror…

…y ya no pensó en gritar, sino en observar las marcas oscuras girando y bullendo en perfecta simetría sobre las alas, como las nubes en el cielo nocturno reflejadas en el agua.

Teparadós gañó y se giró para contemplar a la criatura que ya comenzaba a descender por las escaleras, con las alas aún desplegadas. Entonces los patrones de manchas lo capturaron y se quedó mirándolos, boquiabierto.

Los siniestros diseños de las alas mutaban seductores.

Lublamai y Teparadós estaban quietos y silenciosos, aturdidos, babeantes y temblorosos, admirando aquellos magníficos miembros. La criatura cató el aire.

Miró un instante al draco y abrió las fauces, pero se trataba de un bocado escaso. Giró la cabeza y se encaró con Lublamai, con las alas aún abiertas, hechizadoras. Gimió hambrienta, con un timbre inaudible que hizo que Sinceridad, ya enferma por el terror, chillara. El tejón se ocultó cuanto pudo a la sombra del constructo inmóvil, que descansaba contra la pared en una esquina de la nave, mientras las sombras incomprensibles se desplegaban ante sus lentes. El aire zumbaba con el sabor de Lublamai. La criatura salivó y las alas estallaron en un frenesí; el gusto del humano se hizo más y más fuerte, hasta que la lengua monstruosa de aquel espanto inenarrable emergió y se movió hacia delante, apartando sin esfuerzo a Teparadós de su camino. La criatura tomó a Lublamai en su famélico abrazo.