—¿Qué es esto? —preguntó Yagharek. Mientras sostenía el diagrama, inclinaba la cabeza en un sorprendente gesto de pájaro.
Isaac cogió el papel y lo giró hasta presentar el lado correcto.
—Esto, viejo amigo, es un conductor de crisis —dijo Isaac con grandilocuencia—. O, al menos, el prototipo de uno. Un acojonante triunfo de la psico-filosofía de crisis aplicada.
—¿Qué es? ¿Qué es lo que hace?
—Bueno, mira. Pones aquí lo que sea que quieras… activar —dijo indicando un garabato que representaba una campana—. Después… bueno, la ciencia es compleja, pero el meollo del asunto… veamos —tamborileó sobre la mesa—. Esta caldera se mantiene muy caliente, y alimenta este juego de motores interconectados. Ahora, este se carga con equipo sensorial que pueda detectar diversos tipos de campos de energía: calor, elictrostática, potencial, emisiones taumatúrgicas, y los representa en forma matemática. Ahora, si tengo razón sobre el campo unificado, que así es, estas tres formas de energía son diversas manifestaciones de la energía de crisis. De modo que el trabajo de este motor analítico es calcular qué clase de campo de energía de crisis está presente, dados los demás campos presentes. —Se rascó la cabeza—. Es una matemática de crisis muy compleja, viejo. Reconozco que esta va a ser la parte más difícil. La idea es tener un programa que pueda decir: «Bueno, pues hay tanta energía potencial, tanta taumatúrgica, tanta de la otra, lo que significa que la situación de crisis subyacente debe ser así y asá». Intentará traducir el… eh… lo mundano en una forma de crisis.
Entonces, y este es otro punto peliagudo, el efecto dado que estás buscando también podrá ser traducido en forma matemática, dentro de alguna ecuación de crisis, que será alimentada en este motor de computación de aquí. Por tanto, lo que haces es usar esto, que queda alimentado por una combinación de vapor, química y taumaturgia. Es el punto clave, un convertidor que acceda a la energía de crisis y la manifieste en su forma bruta. Entonces la canalizas dentro del objeto. —Isaac comenzaba a excitarse cada vez más a medida que hablaba sobre el proyecto. No podía evitarlo: por un instante, el regocijo por el impresionante potencial de su investigación, la salvaje escala de lo que estaba haciendo, derrotó su resolución acerca de ver solo el proyecto inmediato—. El asunto es que lo que necesitamos es poder cambiar la forma de un objeto en otra en la que el acceso a su campo de crisis aumente ese estado de crisis. En otras palabras, el campo de crisis aumenta por virtud de ser absorbido. —Isaac señaló a Yagharek boquiabierto—. ¿Ves de lo que estoy hablando? ¡El maldito movimiento perpetuo! Si logramos estabilizar el proceso, habrás conseguido un infinito bucle de retroalimentación, ¡lo que significa una fuente permanente de energía! —Se calmó al reparar en la forma impasible de Yagharek. Sonrió. Su decisión de concentrarse en la teoría aplicada quedaba facilitada, hasta de forma apremiante, por la obsesión monotemática del garuda y su encargo—. No te preocupes, Yag, conseguirás aquello que buscas. Por lo que a mí respecta, lo que esto significa, si logramos que funcione, es que podrás convertirte en una dinamo andante, una dinamo voladora. Cuanto más vueles, más energía de crisis podrás manifestar, y más podrás volar. Las alas cansadas serán un problema al que nunca tendrás que enfrentarte.
Ante aquella afirmación se produjo un silencio preocupado. Para alivio de Isaac, Yagharek no pareció haber notado el desafortunado doble sentido. El garuda pasaba la mano por el papel, maravillado y hambriento. Murmuró algo en su propia lengua, un canturreo bajo, gutural.
Alzó la mirada.
—¿Cuándo construirás este artefacto, Grimnebulin?
—Bueno, necesito preparar un prototipo para probarlo, refinar las matemáticas, etc. Supongo que me llevará una semana o así montar algo. Pero aún estamos empezando, recuerda. Solo empezando. —Yagharek asintió rápidamente y apartó la advertencia con un gesto—. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte aquí? ¿Sigues vagando por las calles como un fantasma, para saltar sobre mí cuando menos me lo espero? —preguntó Isaac, irónico.
Yagharek asintió.
—Por favor, avísame cuando tus teorías avancen, Grimnebulin. —Isaac rió ante la educación de la petición.
—Sin duda, viejo, tienes mi palabra. En cuanto las viejas teorías avancen, lo sabrás.
Yagharek se giró con rigidez y se acercó a las escaleras. Mientras se volvía para despedirse, reparó en algo. Se quedó quieto un instante antes de caminar hasta el otro extremo de la pasarela. Señaló la jaula que contenía el colosal gusano.
—Grimnebulin. ¿Qué hace tu ciempiés?
—Lo sé, lo sé, crece como un cabrón, ¿a que sí? —respondió Isaac, acercándose—. Menudo hijo de puta, ¿eh?
Yagharek señaló la jaula con una mirada dubitativa.
—Sí —dijo—. ¿Pero qué hace?
Isaac frunció el ceño y observó la caja de madera. La había movido de modo que no diera a las ventanas, lo que significaba que el interior estaba oscurecido y no se veía bien. Entrecerró los ojos para distinguir mejor.
La enorme criatura se había arrastrado hacia la esquina más lejana de la jaula, y de algún modo había conseguido escalar por la madera áspera. Allí, con alguna clase de adhesivo orgánico exudado por el ano, se había suspendido de la parte alta de la caja. Estaba allí colgado, como un pesado péndulo, balanceándose y palpitando ligeramente, como una media llena de barro.
Isaac siseó, con la lengua entre los dientes.
La bestia había tensado sus patas gruesas, doblándolas todo lo posible hacia su vientre. Mientras los dos observaban, se curvó alrededor del centro y pareció besar su propia cola, relajándose lentamente hasta que colgó de nuevo como un peso muerto. Repitió el proceso. Isaac señaló hacia la penumbra.
—Mira —dijo—. Está embadurnándose con algo.
Allá donde la boca del ciempiés tocaba la carne, dejaba brillantes filamentos de imposible finura que se estiraban tensos al apartar la boca y se adherían a la zona del cuerpo que tocaban. El vello de la zona trasera de la criatura se había pegado contra el cuerpo y parecía humedecido. El enorme gusano se cubría lentamente con una seda traslúcida, desde abajo hasta arriba.
Isaac se enderezó poco a poco y miró a Yagharek a los ojos.
—Bueno… —dijo—. Más vale tarde que nunca. Por fin llegamos al motivo por el que lo compré. Está entrando en fase de pupa.
Tras un instante, Yagharek asintió lentamente.
—Pronto será capaz de volar —dijo con tranquilidad.
—No necesariamente, amigo. No todo lo que entra en crisálida sale con alas.
—¿No sabes en qué se convertirá?
—Esa, Yag, es la única razón por la que me quedé con él. Puñetera curiosidad. No me lo saco de la cabeza. —Isaac sonrió. La verdad era que sentía un cierto nerviosismo al ver a aquel ser grotesco realizar al fin la acción que había estado esperando desde que lo viera por primera vez. Contempló cómo se cubría con aquella extraña, fastidiosa inversión de la limpieza. Era rápido. Los brillantes colores moteados de su pelaje se tornaron brumosos con la primera capa de fibra, desapareciendo rápidamente de la vista.
El interés de Yagharek en la criatura no duró mucho. Devolvió a sus hombros el armazón de madera que ocultaba su deformidad y se cubrió con la capa.
—Me voy, Grimnebulin —dijo. Isaac levantó la mirada desde delante de la jaula.
—¡Muy bien! Adiós, pues, Yag. Me voy a poner con el… eh… con la máquina. Ya sé que no tengo que preguntarte cuándo te veré, ¿no? Te dejarás caer cuando sea conveniente —negó con la cabeza.
Yagharek ya había bajado las escaleras. Se giró una vez, brevemente, y saludó a Isaac antes de irse.
Isaac le devolvió el gesto. Estaba perdido en sus pensamientos, y su mano siguió levantada varios segundos después de que el garuda se hubiera marchado. Al final la cerró con una suave palmada y se volvió hacia la jaula del ciempiés.
El capullo de hebras húmedas se secaba a toda velocidad. La cola ya estaba rígida e inmóvil, lo que constreñía las ondulaciones del gusano, obligándole a realizar acrobacias cada vez más claustrofóbicas en su intento por cubrirse. Isaac acercó una silla para observar los esfuerzos, tomando notas.
Una parte de él le decía que estaba siendo intelectualmente disoluto, que debía dejarlo y concentrarse en el asunto importante. Pero era una parte pequeña, y sus susurros no tenían confianza. Eran casi burocráticos. Después de todo, nada iba a impedirle aprovechar la oportunidad de contemplar aquel extraordinario fenómeno. Se sentó cómodamente en la silla y acercó unas lupas.
El ciempiés tardó unas dos horas en cubrirse completamente en aquella húmeda crisálida. La maniobra más compleja fue la de la propia cabeza. El gusano, que había tenido que escupir una especie de collar, dejó que se secara un poco antes de pasarlo por su cabeza y envolverse en él acortando su longitud y aumentando su grosor unos instantes mientras tejía una tapa con la que encerrarse. La presionó lentamente, comprobando su fuerza antes de exudar más filamentos de cemento con los que cubrir la cabeza, invisible.
Durante unos minutos, la mortaja orgánica se agitó, expandiéndose y contrayéndose en respuesta a los movimientos del interior. El capullo blanco se tornó frágil ante sus ojos, cambiando de color hasta adoptar un nacarado monótono. El conjunto se balanceaba poco a poco ante las mínimas corrientes de aire, pero su sustancia había endurecido y el movimiento del gusano en su interior ya no era apreciable.
Isaac se recostó y escribió en el papel. Es casi seguro que Yagharek tiene razón sobre las alas de este bicho, pensó. El saco orgánico era como el dibujo de un libro de texto sobre la crisálida de una mariposa o una polilla, solo que mucho mayor.
Fuera, la luz se espesaba a medida que las sombras se alargaban.
El capullo suspendido llevaba más de media hora quieto cuando la puerta se abrió, haciendo que Isaac se pusiera en pie por la sorpresa.
—¿Hay alguien? —gritó David.
Isaac se inclinó sobre la barandilla para saludarlo.
—Ha venido un tipo a arreglar el constructo. Dijo que solo había que darle de comer un poco y encenderlo, y que así funcionará.
—Genial, estoy harto de la basura. Además, tenemos que aguantar la tuya. ¿Será deliberado? —dijo sonriendo.
—Ey, claro que no —replicó Isaac, empujando con el pie, de forma ostentosa, el polvo y las migas a través de los espacios bajo la barandilla. David rió y desapareció de la vista. Isaac oyó un golpe metálico cuando David le dio al constructo un afectuoso tortazo—. También tengo que deciros que vuestra limpiadora es un «encantador modelo viejo» —añadió formal. Los dos rieron. Isaac se acercó y se sentó en los peldaños. Vio a David metiendo algunas bolas de coque concentrado en la pequeña caldera del constructo, un eficaz modelo de triple intercambio. Después cerró la tapa y pasó el pestillo, buscó en la parte superior de la cabeza del constructo y llevó la palanca a la posición de encendido.
Se produjo un siseo y un leve quejido cuando el vapor comenzó a llenar las tuberías, dando vida poco a poco al motor analítico del constructo. La limpiadora se sacudió espasmódica y quedó apoyada contra la pared.
—Se calentará enseguida —dijo David con satisfacción, metiendo las manos en los bolsillos—. ¿En qué andas metido, Isaac?
—Sube aquí —respondió el otro—. Quiero enseñarte algo.
Cuando David vio el capullo suspendido, rió brevemente y se llevó las manos a las caderas.
—¡Jabber! ¡Es enorme! Cuando rompa el cascarón, yo me largo a buscar refugio.
—Sí, bueno, en parte por eso te lo enseño, para que tengas los ojos abiertos para la apertura. Tienes que ayudarme a clavarlo con alfileres a una caja. —Los dos sonrieron.
Desde abajo llegó una serie de petardazos, como el del agua abriéndose paso por una conducción atorada. Se produjo un leve siseo de pistones. Isaac y David se miraron un momento, perplejos.
—Parece que la limpiadora se lo está tomando en serio —dijo David.
En los cortos y delgados derroteros de cobre y bronce que eran el cerebro del constructo, una riada de nuevos datos e instrucciones se desataba violentamente. Transmitida por los pistones, los tornillos y las innumerables válvulas, los rudimentos de la inteligencia se apelotonaban en aquel espacio limitado.
Infinitesimales descargas de energía recorrían martillos de vapor diminutos, de delicada precisión. En el centro del cerebro se encontraba una caja macizada con hileras e hileras de minúsculos interruptores binarios que saltaban arriba y abajo a velocidad cada vez mayor. Cada uno era una sinapsis de vapor que apretaba botones y activaba palancas en combinaciones de intensa complejidad.
El constructo se sacudía.
En lo más profundo de su motor de inteligencia circulaba el peculiar bucle solipsista de datos que constituía el virus, nacido allá donde una diminuta rueda dentada había patinado un instante. Cuando el vapor recorrió aquella parrilla cerebral a velocidad y potencia cada vez mayores, el inútil conjunto de preguntas del invasor se puso a circular en un circuito autista, abriendo y cerrando las mismas válvulas, activando los mismos interruptores en el mismo orden.
Pero esta vez el virus había sido alimentado. Cuidado. Los programas que el técnico había cargado en el motor analítico del artefacto enviaban extraordinarias instrucciones por todo el cerebelo de tuberías. Las válvulas saltaban y los interruptores zumbaban con un stacatto de temblores, de apariencia demasiado rápida como para tratarse de otra cosa que puro azar. Mas, en aquellas abruptas secuencias de código numérico, el desagradable y pequeño virus mutó y evolucionó.
La información codificada se acumulaba dentro de las limitadas neuronas ceceantes, alimentada en la idiota recursión del virus antes de ser tejida a partir de los nuevos datos. El virus floreció. El estúpido motor de su básico y mudo circuito cobró velocidad y generó unos capullos de nuevo código vírico en una espiral de fuerza centrífuga binaria que alcanzaron todos los rincones del procesador.
Cada uno de los circuitos víricos subsidiarios repitió el proceso hasta que las instrucciones y los datos de los programas espontáneos inundaron cada senda de aquella limitada máquina de cálculo.
El constructo permanecía en su esquina, sacudiéndose y zumbando levemente.
En lo que había sido un insignificante rincón de su mente de válvulas, el virus original, la primera combinación de datos corruptos y referencias sin sentido que había afectado a la capacidad del constructo para barrer el suelo, aún mutaba. Era el mismo, pero transformado. Ya no era un fin destructivo, sino que se había convertido en un medio, un generador, una potencia de motivación.
Pronto, muy pronto, el motor central de proceso del cerebro mecánico estuvo girando y chasqueando a plena capacidad. Ingeniosos mecanismos entraron en funcionamiento ante la orden de los nuevos programas cargados en las válvulas analógicas. Secciones de capacidad analítica normalmente dedicadas al movimiento y a funciones de seguridad y apoyo se plegaron sobre sí mismas y doblaron su capacidad al quedar la misma función binaria investida con dobles significados. La inundación de datos alienígenos fue desviada, que no frenada. Asombrosos artículos sobre el diseño de programas aumentaron la eficiencia y la capacidad de proceso de las propias válvulas e interruptores que los generaban.
David e Isaac hablaban arriba y torcían el gesto o sonreían ante los patéticos sonidos que el constructo no tenía más remedio que hacer.
El flujo de datos prosiguió, transfiriéndose primero desde el voluminoso conjunto de tarjetas de programas del técnico a la caja de memoria con su suave zumbido, o convirtiéndose en instrucciones en un procesador activo. El flujo proseguía sin control como una inagotable riada de instrucciones abstractas, nada más que la combinación de síes y noes, pero en tal cantidad, tal complejidad, que se aproximaban a conceptos.
Al final, en un determinado punto, la cantidad se trocó calidad. Algo cambió en el cerebro del constructo.
Donde antes había una máquina de cálculo que trataba desapasionada de soportar el chorro de datos, algo metálico se sacudió en aquella sopa y sonó un conjunto de válvulas que no habían recibido instrucciones de tales números. El motor analítico generó por su cuenta un bucle de datos. El procesador reflexionó sobre su creación con un siseo de vapor de alta presión.
Antes había una máquina de cálculo.
Ahora pensaba.
Con una extraña y alienígena consciencia de cálculo, el constructo reflexionó sobre su propio reflejo.
No sentía sorpresa, ni alegría, ni furia, ni horror existencial.
Solo curiosidad.
Paquetes de datos que habían esperando, circulando sin examen de nadie en la caja de válvulas, se tornaron de repente relevantes, interactuando con aquel extraordinario y nuevo modo de cálculo, su proceso autotélico. Lo que había sido incomprensible para un constructo de limpieza cobraba por fin sentido. Los datos eran consejos. Promesas. Los datos eran una bienvenida. Los datos eran una advertencia.
La máquina se quedó parada un largo rato, emitiendo débiles murmullos de vapor.
Isaac se inclinó sobre la barandilla hasta que esta crujió peligrosamente. Se asomó hasta que su cabeza quedó boca abajo, de modo que pudo ver el constructo bajo sus pies y los de David. Frunció el ceño ante las trémulas arrancadas inciertas de la máquina.
Cuando abrió la boca para decir algo, el artilugio se incorporó en su postura activa. Extendió el tubo de succión y comenzó, al principio con cuidado, a limpiar el polvo del suelo. Mientras Isaac miraba, extendió un cepillo rotatorio bajo su cuerpo y comenzó a restregar la tarima. Isaac aguardó a ver si veía alguna señal de problemas, pero su ritmo se aceleró con confianza casi palpable. El rostro del científico se iluminó mientras contemplaba a la máquina realizar su primer trabajo de limpieza con éxito en varias semanas.
—¡Eso está mejor! —anunció a David por encima de su hombro—. Ese trasto ya puede limpiar de nuevo. ¡Todo vuelve a la normalidad!