Eran las once en punto antes de que se separaran. Isaac echó un vistazo a su reloj de bolsillo y procedió torpemente a reunir sus ropas, pensando en el trabajo. Lin le ahorró las incómodas negociaciones sobre la salida juntos de la casa. Se inclinó, acarició la nuca de Isaac con las antenas, poniéndole la piel de gallina, y se fue mientras él aún peleaba con sus botas.
Los cuartos de Lin estaban en la novena planta, así que comenzó a bajar la torre; pasó por la peligrosa octava planta; por la séptima con su alfombra de guano y el suave susurro de las chovas; por la vieja de la sexta que nunca salía a la calle; por los ladronzuelos, herreros, prostitutas y afiladores.
La puerta se hallaba en el lado de la torre opuesto al bazar. Lin salió a una calle tranquila, un mero pasadizo que conectaba los puestos de aquel.
Pasó de largo ruidosas discusiones y negocios y se dirigió hacia los jardines de Sobek Croix, en cuya entrada siempre aguardaban hileras de taxis. Sabía que algunos conductores (especialmente los rehechos) eran lo bastante liberales (o estaban lo bastante desesperados) como para aceptar khepri.
A medida que atravesaba Galantina, las manzanas y casas se hacían menos salobres. El terreno ondulaba y ascendía lentamente hacia el suroeste, hacia donde se dirigía. Las copas de los árboles de Sobek Croix se alzaban como el humo sobre las losas de las casas abandonadas que las rodeaban; más allá, golpeaban con sus hojas el elevado horizonte del Páramo del Queche.
Los grandes ojos reflectantes de Lin veían la ciudad en una cacofonía visual compuesta, como un millón de diminutas secciones de un todo, ardiendo cada minúsculo segmento hexagonado con colores vivos y líneas nítidas, con una supersensibilidad a los cambios de luz, con problemas para fijarse en los detalles a no ser que se concentrara lo bastante como para que le doliera. Dentro de cada segmento, las escamas muertas de las paredes en descomposición le eran invisibles, y la arquitectura se reducía a losas elementales de color. Pero narraban una historia precisa. Cada fragmento visual, cada parte, cada forma, cada sombra, difería de sus alrededores en modos infinitesimales que le contaban el estado de toda la estructura. Y podía saborear la química del aire, podía decir cuántos de cada raza vivían en cada edificio: podía sentir la vibración del aire y el sonido con precisión suficiente como para conversar en una sala atestada, o para sentir un tren pasando por encima.
Había intentado describirle a Isaac el modo en que veía la ciudad.
Veo tan claramente como tú, si no más. Para ti es indistinto. En una esquina una barriada se derrumba, en otra hay un nuevo tren de pistones resplandecientes, en otra una mujer pintarrajeada bajo un antiguo aeroplano… ¡y debes procesarlo todo en una única imagen! ¡Qué caótico! No te dice nada, te contradice, cambia la historia. Para mí, cada pequeño trozo tiene integridad, cada uno apenas distinto del contiguo, hasta que se tienen en cuenta todas las variaciones de modo aditivo, racional.
A Isaac le había fascinado aquello durante semana y media. Como era típico, había tomado páginas de notas y había leído sobre la visión de los insectos, sometiendo a Lin a tediosos experimentos de percepción espacial y visión a distancia; y de lectura, lo que más le impresionaba, sabiendo que para ella no era algo natural, que tenía que concentrarse como alguien tuerto.
Su interés había decaído rápidamente. La mente humana era incapaz de procesar lo que las khepri veían.
Alrededor de Lin, los habitantes de Galantina llenaban las calles para tratar de arañar unas monedas, ya fuera robando, mendigando, vendiendo o tamizando las montañas de basura que cubrían el suelo. Los niños correteaban alrededor de trozos de motor montados en formas ignotas. El caballero o la dama ocasionales aparecían con un aire de desaprobación, camino de Algún Otro Lugar.
Los zuecos de Lin estaban mojados por la mugre orgánica de la calle, rica presa para las criaturas furtivas que vigilaban desde los imbornales. Las casas a su alrededor eran siniestras y de techo plano, con pasarelas para salvar el vano entre las calles. Rutas de escape, pasadizos alternativos, las calles de los tejados sobre Nueva Crobuzon.
Solo unos pocos niños la insultaban, pues aquella era una comunidad habituada a los xenianos. Podía saborear la naturaleza cosmopolita del vecindario, las minúsculas secreciones de una variedad de razas, de las que solo reconocía a algunas. Percibía el olor de más khepri, el aroma húmedo de los vodyanoi, incluso el sabor delicioso de los cactos.
Dobló la esquina y entró en la calle empedrada que rodeaba Sobek Croix. Los taxis esperaban junto a la verja de hierro en un variado muestrario: los había de dos ruedas, de cuatro, tirados por caballos, por pterapájaros burlones, por constructos de vapor sobre cadenas… aquí y allí incluso por rehechos, hombres y mujeres desdichados que eran tanto taxi como taxista.
Lin se acercó a ellos y agitó una mano. Por suerte, el primer conductor de la línea azuzó a su ornamentado pájaro como respuesta.
—¿Adónde? —El hombre se inclinó para leer las pulcras instrucciones que Lin escribió en su libreta—. Ok —dijo el otro, indicándole con la cabeza que entrara.
El taxi era de dos plazas, con el frente abierto, lo que daba a Lin una panorámica de su viaje por la zona sur de la ciudad. El gran pájaro, incapaz de volar, se movía con una carrera bamboleante que se transmitía con suavidad a través de las ruedas. Se sentó y repasó sus instrucciones al conductor.
A Isaac no le gustarían. Nada de nada.
Era cierto que necesitaba bayas de color, y que iba a Kinken a por ellas. Y uno de sus amigos, Cornfed Daihat, tenía una exposición en el Aullido.
Pero no iría a verla.
Ya había hablado con Cornfed, pidiéndole que le cubriera las espaldas en caso de que Isaac preguntara (no lo esperaba, pero no estaba de más asegurarse). A Cornfed le había encantado, apartándose melodramático el pelo blanco de la cara, suplicando eterna perdición si se atrevía a decir una palabra. Estaba claro que pensaba que le ponía los cuernos a Isaac, y que consideraba un privilegio ser parte de un nuevo giro en una vida sexual ya escandalosa.
Lin no podía ir a su exposición, pues tenía otros asuntos.
El taxi se acercaba al río, sacudiéndose al golpear las ruedas de madera cada vez más adoquines. Habían tomado la calle Shadrach, dejando el mercado al sur. A aquella hora, las verduras, el marisco y la fruta madura comenzaban a agotarse.
Frente a ella, sobre las casas bajas, se alzaba perezosa una torre de la milicia del Tábano. A pesar de sus treinta y cinco plantas era una vasta y hedionda columna, achatada y mezquina. Estrechas ventanas, como troneras, cuajaban sus fachadas, y el vidrio oscuro era inmune al reflejo. La piel de hormigón de la torre estaba cuarteada y ajada. A casi cinco kilómetros al norte, Lin alcanzó a divisar un edificio aún mayor: la central de la milicia, la Espiga, que horadaba la tierra como una espina de hormigón en el corazón de la ciudad.
Inclinó el cuello. Rezumando obsceno sobre la cima de la torre del Tábano volaba un dirigible medio inflado. Podía sentir el zumbido de su motor, aun a través de las capas de aire, mientras pugnaba por desaparecer entre las nubes plomizas.
Había otro murmullo, un zumbo disonante con el de la aeronave. En algún lugar cercano vibraba un puntal estructural, y una cápsula de la milicia volaba hacia el norte, hacia la torre, a velocidad endiablada.
Recorría su camino a gran altura, suspendida de los raíles que surgían a ambos lados de la torre, enhebrados en la cima del edificio como una aguja colosal, desapareciendo al norte y al sur. La cápsula se detuvo en seco contra los amortiguadores. De su interior salieron varias figuras, pero el taxi pasó de largo antes de que Lin pudiera ver más.
Por segunda vez aquel día, disfrutó del sabor de la savia de los cactos cuando el pterapájaro giró hacia el Invernadero de Piel del Río. Encerrados en aquel santuario monacal (con los retorcidos e intrincados ventanales de su cúpula de cristal apuntando hacia el este, hacia el corazón del distrito), despreciados por sus mayores, pequeñas bandas de jóvenes cactos se apoyaban contra los edificios cerrados y los carteles baratos. Jugaban con cuchillos. Sus espinas formaban violentos patrones, y la piel verdosa había sido atormentada con extrañas escarificaciones.
Miraron el taxi con interés.
La calle Shadrach descendió de repente. El taxi se encontraba en un alto, donde las calles se curvaban abruptas hacia abajo. Lin y el conductor tenían una vista clara de las cumbres grises, salpicadas por la nieve, de las montañas que se alzaban espléndidas al oeste de la ciudad.
Antes de que el taxi llegara al río Alquitrán.
Desde las ventanas oscuras situadas en las riberas de ladrillo, algunas bajo el nivel del agua, llegaba el grito apagado de los zánganos industriales. Eran prisiones, cámaras de tortura y talleres, así como sus híbridos bastardos, las fábricas de castigo, en las que se condenaba a los rehechos. Las barcazas se abrían paso como podían por aquellas negras aguas.
Aparecieron los pináculos del Puente Nabob, y más allá, con las cubiertas de pizarra como hombros ateridos, con muros podridos salvados del derrumbamiento por arbotantes y cemento orgánico, con su peculiar hedor, se abría paso la confusión de Kinken.
Sobre el río, en la Ciudad Vieja, las calles eran más angostas y oscuras. El pterapájaro se desplazaba inquieto entre edificios resbaladizos por el gel endurecido de los escarabajos. Las khepri se descolgaban por las ventanas y las puertas de las casas remodeladas. Allí eran mayoría, aquel era su lugar. Las calles estaban llenas de sus cuerpos femeninos, de sus cabezas de insecto. Se reunían en umbrales cavernosos, comiendo fruta.
Hasta el conductor podía saborear sus conversaciones: el aire rezumaba comunicación química.
Algo orgánico reventó bajo las ruedas. Un macho, probablemente, pensó Lin con un escalofrío, imaginando uno de los incontables insectos sin mente que se escabullían por los agujeros y grietas de todo Kinken. Buen viaje.
El asustado pterapájaro chilló al pasar por un arco bajo de ladrillo del que colgaban estalactitas mucosas. Lin dio unos golpecitos en el hombro del conductor mientras este bregaba con las riendas. Escribió rápidamente en la libreta y se la mostró.
El pájaro no parece contento. Espera aquí. Vuelvo en cinco minutos.
Él asintió agradecido y extendió una mano para ayudarla a bajar. Lin lo dejó tratando de calmar a la irritable montura, y dobló una esquina hacia la plaza central de Kinken. Las pálidas excrecencias que babeaban desde los tejados dejaban a la vista los letreros de las calles en los bordes de la plaza, pero el nombre que en ellas aparecía (Plaza Aldelion) no era el que usaba ninguno de los moradores del lugar. Incluso los pocos humanos y demás no khepri que vivían allí usaban los nombres de los escarabajos, traducidos a partir de los siseos y eructos clorados de la lengua original: la Plaza de las Estatuas.
Era grande, abierta, rodeada por edificios destartalados con cientos de años. La patética arquitectura contrastaba claramente con la gran mole gris de otra torre de la milicia que se alzaba al norte. Los tejados sorprendían por su exagerada pendiente. Las ventanas estaban sucias y manchadas con oscuros patrones. Podía sentir el leve zumbido terapéutico de las médicos khepri en sus consultorios. Un humo dulce se alzaba de la multitud: khepri, en su mayoría, pero con algunas otras razas aquí y allí, investigando las estatuas que llenaban la plaza: figuras animales y vegetales, monstruosas criaturas de cinco metros de altura. Algunos de los seres eran reales y otros imaginarios, pero todos habían sido elaborados con esputo khepri de brillantes colores.
Representaban horas y horas de labor comunitaria. Grupos de mujeres khepri habían trabajado durante días, hombro con hombro, mascando pasta y bayas de color, metabolizando, abriendo las glándulas de la parte trasera de sus cuerpos de escarabajo y segregando un espeso (y mal llamado) esputo khepri, que se endurecía al contacto con el aire en una hora, dejando un material suave, frágil, de brillo perlado.
Para Lin, las estatuas representaban la dedicación y la comunidad, imaginaciones en bancarrota retirándose a una heroica grandiosidad. Por eso ella vivía, comía y escupía su arte en soledad.
Dejó atrás los puestos de frutas y verduras, las señales caligrafiadas con mayúsculas irregulares prometiendo gusanos caseros de alquiler, los centros de intercambio de arte, con todo el material necesario para las artistas glandulares khepri.
Otras khepri la observaban. Su falda era larga, brillante, según la moda de los Campos Salacus: moda humana, no los tradicionales pantalones bombachos de aquel gueto. Lin estaba marcada. Era una extranjera. Había dejado a sus hermanas. Había olvidado la colmena, el enjambre.
Tengo derecho, maldita sea, pensó, exagerando desafiante el frufrú de su falda verde.
La dueña de la tienda de esputo la conocía, y se frotaron las antenas con educación.
Lin curioseó entre los estantes. El interior de la tienda estaba recubierto por cemento de gusanos caseros, aplicado en las paredes y matando las esquinas con más cuidado del que era tradicional. Las mercancías, expuestas en estanterías que sobresalían como huesos de la pasta orgánica, quedaban iluminadas por lámparas de gas. La ventana estaba artísticamente cubierta con jugo de diversas bayas de color, por lo que la luz del día no penetraba en el establecimiento.
Lin habló, agitando y golpeando sus antenas, segregando diminutas brumas olorosas. Comunicó su deseo de comprar bayas escarlatas, azules, negras, opalinas y púrpuras. Incluyó una rociada de admiración por la gran calidad del material de la tienda.
Cogió sus compras y se marchó rápidamente.
La atmósfera de pía comunidad en Kinken le ponía enferma.
El taxista estaba esperando y saltó tras él, señalando hacia el nordeste para que se alejara en esa dirección.
La Colmena del Ala Roja, el Enjambre del Cráneo Felino, pensó, mareada. Putas santurronas. ¡Lo recuerdo todo! Hablar y hablar de comunidad, de la gran colmena khepri, mientras las «hermanas» de Ensenada se afanan en recoger patatas. No tenéis nada, rodeadas de gente que se burla de vosotras como insectos, que compra vuestro arte por una miseria y os estafa vendiéndoos comida; pero como hay otros con todavía menos os declaráis protectoras de las costumbres khepri. Me niego. Vestiré como quiera. Mi arte es mío.
Respiró con mayor facilidad cuando las calles a su alrededor se limpiaron del pegamento de escarabajo, y cuando las únicas khepri en las calles fueron, como ella, proscritas.
Ordenó al taxi que pasara bajo los arcos de ladrillo de la estación del Bazar de Esputo justo cuando un tren rugía sobre sus cabezas como un enorme y petulante niño de vapor. Se encaminaba hacia el corazón de la Ciudad Vieja. Subrepticiamente, Lin dirigió al taxi hacia el Puente Barguest. No era el lugar más cercano por el que cruzar el Cancro, el hermano del Alquitrán; pero lo haría por la Ciénaga Brock, la zona triangular de la Ciudad Vieja acuñada entre los dos ríos, en el punto en el que las corrientes se unían para formar el Gran Alquitrán, y donde Isaac, como tantos otros, tenía su laboratorio.
No había posibilidad alguna de que la viera en aquel laberinto de sospechosos experimentos, donde la naturaleza de la investigación hacía que hasta la arquitectura fuera dudosa. Sin pensarlo un momento, envió el taxi a la Estación Gidd, desde donde la línea Dexter partía hacia el este, sobre raíles elevados que ascendían cada vez más a medida que se alejaba del centro.
«¡Siga las vías!», escribió al taxista; este obedeció a través de las amplias calles del Gidd Oeste, por el viejo y enorme Puente Barguest, cruzando el Cancro, el río más limpio y frío que fluía desde las Cumbres Bezhek. Allí, Lin se detuvo y pagó añadiendo una generosa propina; quería cubrir a pie el último kilómetro y medio para no dejar rastro.
Se apresuró para llegar a su cita a la sombra de las Costillas, en las Garras del Barrio Oseo, en el Distrito de los Ladrones. Por un momento, a su espalda el cielo se encapotó: un aeróstato zumbaba en la lejanía; motas diminutas se agitaban erráticas a su alrededor, con figuras aladas jugando en su estela como delfines junto a una ballena. Frente a ellos circulaba otro tren, esta vez en dirección a la ciudad, al centro de Nueva Crobuzon, al nudo de tejido arquitectónico donde las fibras de la ciudad se coagulaban, donde los raíles aéreos de la milicia irradiaban desde la Espiga como una telaraña, donde se encontraban las cinco grandes líneas férreas de la urbe, convergiendo en una inmensa fortaleza abigarrada de ladrillo oscuro, de hormigón ajado, de madera, acero y piedra, el edificio que bostezaba colosal en el vulgar corazón de la ciudad, la estación de la calle Perdido.