19

El constructo que había barrido el suelo de David y Lublamai durante años parecía que por fin estaba cediendo. Giraba y chirriaba mientras restregaba, se concentraba en zonas arbitrarias del suelo, y las pulía hasta dejarlas como joyas. Algunas mañanas tardaba casi una hora en ponerse en marcha. Se quedaba colgado en bucles del programa, lo que le hacía repetir sin fin pequeños comportamientos.

Isaac había aprendido a ignorar sus quejidos repetitivos y neuróticos. Trabajaba con las dos manos a la vez. Con la izquierda, anotaba sus nociones en forma diagramática. Con la derecha alimentaba ecuaciones en las entrañas de su pequeña máquina calculadora mediante las teclas rígidas y las tarjetas perforadas insertadas en la ranura de programas, que metía y sacaba a toda velocidad. Solucionaba el mismo problema con distintos programas, comparando respuestas, anotando las resmas de números.

Los innumerables libros sobre vuelo que habían llenado sus estanterías habían sido reemplazados, con la ayuda de Teparadós, por un número igual de tomos sobre la teoría unificada de campos y la arcana disciplina de las matemáticas de crisis.

Después de solo dos semanas de investigación, algo extraordinario pasaba en la mente de Isaac. La reconceptualización llegó a él de forma tan sencilla que al principio no comprendió la escala de su introspección. Parecía un momento pensativo como tantos otros, en el curso de un diálogo científico totalmente interior. El sentido del genio no solía descender sobre Isaac Dan der Grimnebulin como una fría descarga de luz brillante. Lo que ocurría era que un día, mientras masticaba la punta del lápiz, se producía un instante de pensamiento apenas vocalizado en la línea de o espera un momento, puede que puedas hacerlo así

Le llevó una hora y media comprender que lo que había creído un modelo mental útil era algo mucho más emocionante. Se lanzó a un intento sistemático de demostrar que estaba equivocado. Construyó un escenario matemático tras otro, con lo que trataba de demoler el primer esbozo de sus ecuaciones. Sus intentos de destrucción fracasaron. Su álgebra aguantó el embate.

Le llevó dos días más comenzar a creer que había solucionado el problema fundamental de la teoría de crisis. Disfrutaba de momentos de euforia, y muchos más de cauto nerviosismo. Estudiaba sus libros a un ritmo desesperadamente lento, tratando de asegurarse de que no había olvidado algún error evidente, que no había replicado algún teorema hacía tiempo descartado.

Pero, a pesar de todo, sus ecuaciones se sostenían. Aterrado por el orgullo, buscó cualquier alternativa a creer lo que cada vez era más evidente: que había solventado el problema de la representación matemática, de la cuantificación de la energía de crisis.

Sabía que tenía que hablar de inmediato con sus colegas, publicar sus hallazgos como «trabajo en curso» en la Revista de Física Filosófica y Taumaturgia, o en Campo Unificado. Pero se sentía tan intimidado por lo que había descubierto que evitó esa ruta. Se dijo que quería estar seguro. Tenía que tomarse algunos días más, alguna semana, puede que un mes o dos… Entonces podría publicar. No le diría nada a David ni a Lublamai, ni a Lin, lo que era más extraordinario. Isaac era un charlatán dado a soltar cualquier comentario, ya fuera científico, social u obsceno que se le pasara por la cabeza. No era precisamente conocido por su capacidad para guardar un secreto. Se conocía lo bastante como para reconocerlo, para comprender lo que significaba: que estaba profundamente angustiado, y más aún excitado, por lo que había descubierto.

Revisó el proceso de descubrimiento, de formulación. Se dio cuenta de que sus avances, sus increíbles saltos teóricos del último mes, que eclipsaban el trabajo de los cinco años anteriores, eran una respuesta a preocupaciones prácticas inmediatas. Había llegado a un callejón sin salida en sus estudios de la teoría de crisis, hasta que Yagharek apareció con su encargo. No sabía a qué se debía, pero comprendía que era con aplicaciones concretas como más avanzaban sus teorías abstractas. Por tanto, decidió no sumergirse por completo en hipótesis abstrusas. Seguiría concentrándose en el problema del vuelo de Yagharek.

No se permitiría pensar en las ramificaciones de su investigación, al menos en aquella fase. Todo cuanto descubriera, cada avance, cada idea que tuviera, sería conducida de vuelta a sus estudios aplicados. Trató de verlo todo como un medio para devolver a Yagharek a los cielos. Era difícil (incluso perverso) tratar constantemente de contener y circunscribir su trabajo. Veía la situación como una en la que trabajaba por encima de su propio hombro; o, para ser exactos, se sentía como si intentara investigar por el rabillo del ojo. Mas, por increíble que pareciera, con aquella disciplina Isaac progresó en la teoría a un ritmo con el que nunca hubiera podido soñar seis meses atrás.

Era una extraordinaria y compleja ruta de revolución científica, pensaba a veces, regañándose rápidamente por pensar directamente en la teoría. Vuelve al trabajo, se decía severo. Hay un garuda al que echar a los cielos. Pero no podía impedir que su corazón brincara de emoción, y la ocasional sonrisa histérica asomaba a su rostro. Algunos días buscaba a Lin y, si no estaba trabajando en su obra secreta en su lugar secreto, trataba de seducirla en el piso de ella con un fervor tierno y excitado que a ella le encantaba, a pesar de estar evidentemente cansada. En otras ocasiones pasaba días completamente solo, sumergido en la ciencia.

Isaac aplicaba sus extraordinarios hallazgos para tratar de diseñar una máquina capaz de solventar el problema de Yagharek. Un mismo dibujo comenzaba a aparecer más y más en su trabajo. Al principio era un garabato, algunas líneas sueltas cubiertas de flechas e interrogaciones. A los pocos días parecía más sólido. Las líneas estaban trazadas con regla y tinta. Las curvas se medían con cuidado. Estaba en camino de convertirse en un plano.

A veces Yagharek regresaba al laboratorio, siempre cuando los dos estaban solos. Isaac oía la puerta abrirse por la noche y se giraba para encontrarse con el impávido y digno garuda, aún asfixiado por una visible desdicha.

Descubrió que intentar explicarle su trabajo a Yagharek le ayudaba. No en las grandes cuestiones teóricas, por supuesto, pero sí en la ciencia aplicada que desarrollaba su teoría secreta. Pasaba días con miles de ideas y proyectos potenciales revoloteando violentos por su cabeza, y creía que dar voz a esas ideas, explicar en un lenguaje llano las diversas técnicas que le permitirían acceder a la energía de crisis, le obligaba a reevaluar sus trayectorias, a descartar algunas y concentrarse en otras.

Comenzó a depender del interés de Yagharek. Si pasaban demasiados días sin que apareciera el garuda, se distraía. Gastaba esas horas contemplando al enorme ciempiés.

La criatura llevaba devorando mierda onírica casi dos semanas, sin parar de crecer. Cuando rebasó el metro de longitud, Isaac se puso nervioso y dejó de alimentarlo. La jaula empequeñecía a ojos vista. Aquel sería todo el tamaño que alcanzara. El gusano había pasado los siguientes dos días vagando desesperanzado por su pequeña prisión, olisqueando el aire. Desde entonces parecía haberse resignado al hecho de que no habría más comida. Su desesperada hambre original había remitido.

No se movía mucho, solo se desplazaba un poco de vez en cuando, ondulando una o dos veces por la jaula, estirándose y bostezando. Por lo general, solo se sentaba y palpitaba ligeramente, Isaac no sabía si por la respiración, por el corazón o por cualquier otro motivo. Tenía un aspecto saludable, como si estuviera esperando.

A veces, al dejar caer los trozos de mierda onírica en las ansiosas mandíbulas del ciempiés, Isaac se había descubierto pensando en su propia experiencia con la droga con una débil y pálida añoranza. No se trataba de una ilusión de nostalgia. Isaac recordaba de forma vivida la sensación de estar a la deriva rodeado de inmundicia; de ser mancillado hasta el nivel más profundo; del mareo desorientador, de la náusea; de la confusión y el pánico por perderse en un revoltijo de emociones, en una maraña; de confundir la mente de otro con miedos invasores… Pero, a pesar de la vehemencia de aquellos recuerdos, contemplaba los desayunos del gusano con aire pensativo… quizá incluso hambriento.

Se sentía muy perturbado por esas sensaciones. Siempre había sido desvergonzadamente cobarde respecto a las drogas. Como estudiante había habido montones de aromáticos cigarrillos de hierba, por supuesto, y de las risas inanes que los acompañaban. Pero nunca había tenido estómago para nada más fuerte. Aquellos rumores incipientes de un nuevo apetito no hacían nada por acallar sus miedos. No sabía lo adictiva que era la mierda onírica, pero se negaba del plano a darse a aquellas débiles ascuas de curiosidad.

La mierda onírica era para el ciempiés, solo para él.

Isaac canalizó su curiosidad de las corrientes sensuales a las intelectuales. Solo conocía personalmente a dos químicos, ambos gazmoños irredentos; tenía la misma intención de hablarles sobre drogas ilegales que de bailar desnudo por la medianera de la calle Tervisadd. Optó por sacar el tema de la mierda onírica en las tabernas de peor fama de los Campos Salacus. Resultó que varios de sus conocidos la habían probado, y algunos eran consumidores habituales.

No parecía tener un efecto distinto en cada raza. Nadie sabía de dónde procedía, pero todos los que admitían usarla alababan sus extraordinarios efectos. Lo único en lo que todos estaban de acuerdo era en que era muy cara, cada vez más. No obstante, ninguno dejaba el hábito. Los artistas en particular hablaban de forma casi mística sobre la comunión con otras mentes. Isaac se reía de aquellos comentarios, asegurando (sin reconocer su propia y limitada experiencia) que la droga no era más que un poderoso oneirógeno que estimulaba los centros oníricos del cerebro, igual que el té-plus estimulaba los córtex visual y olfativo.

No creía en lo que decía. No le sorprendía la vehemente oposición hacia su teoría.

—No sé cómo, Isaac —le había siseado Brote en los Muslos con reverencia—, pero te deja compartir sueños… —Ante aquel comentario, los demás adictos arracimados en un pequeño reservado del Reloj y el Gallito asintieron al unísono, de forma cómica. Isaac adoptó una expresión escéptica para mantener su papel de incrédulo. Por supuesto, en realidad estaba de acuerdo. Pretendía descubrir más sobre aquella extraordinaria sustancia. Tendría que hablar con Lemuel Pigeon, o con Lucky Gazid, si es que alguna vez reaparecía; pero el ritmo de su trabajo sobre la teoría de crisis lo consumía. Su actitud hacia la mierda onírica que había dado al gusano seguía siendo de curiosidad, nerviosismo e ignorancia.

Se encontraba mirando incómodo a la vasta criatura un cálido día de finales de Melero. Decidió que era algo más que prodigioso. Sin duda, se trataba de un monstruo, y lo maldecía por ser tan interesante. De otro modo habría podido olvidarse de él.

La puerta a su espalda se abrió y Yagharek apareció bajo los rayos del primer sol. Era raro, muy raro, que el garuda se presentara antes del anochecer. Isaac se puso en pie, llamando a su cliente para que subiera.

—¡Yag, viejo! ¡Cuánto tiempo! Estaba a la deriva, y te necesito para anclarme. Ven aquí arriba.

Yagharek subió las escaleras sin pronunciar palabra.

—¿Cómo sabes cuándo van a estar fuera David y Lub, eh? —preguntó Isaac—. ¿Montas guardia, o algo así? Mira, Yag, tienes que dejar de merodear como un atracador.

—Quiero hablar contigo, Grimnebulin. —La voz de Yagharek era extrañamente tanteadora.

—Dispara, viejo. —Isaac se sentó y lo miró. Ya sabía que el garuda permanecería de pie.

Yagharek se quitó la capa y el armazón de las alas, y se volvió hacia Isaac con los brazos cruzados. Isaac sabía que aquello era lo más cerca que Yagharek estaría nunca de expresar confianza, allí expuesto con su deformidad a la vista, sin hacer esfuerzo alguno por cubrirse. Suponía que debía sentirse halagado.

Yagharek lo miraba de lado.

—Hay gente en la ciudad nocturna donde vivo, Grimnebulin, gente muy diversa. No todos los que se ocultan son despojos.

—Nunca presumí que… —comenzó Isaac, pero Yagharek movió la cabeza impaciente, acallándolo.

—He pasado muchas noches solo, en silencio, pero hay otras ocasiones en las que camino con aquellos cuyas mentes siguen afiladas tras la pátina de alcohol, soledad y drogas. —Isaac quería decir «Ya te he dicho que podemos buscar un sitio para que te quedes», pero se detuvo. Quería ver adonde se dirigía aquello—. Hay un hombre, un hombre borracho y docto. No estoy seguro de que me considere real. Puede pensar que soy una alucinación recurrente. —Yagharek lanzó un profundo suspiro—. Le hablé sobre tus teorías, tu crisis, y se emocionó. Y el hombre me dijo: «¿Por qué no ir hasta el final? ¿Por qué no usar la Torsión?».

Se produjo un largo silencio. Isaac sacudió la cabeza con exasperación y disgusto.

—Estoy aquí para hacerte la misma pregunta, Grimnebulin —siguió el garuda—. ¿Por qué no usamos la Torsión? Tú intentas crear una ciencia desde cero, Grimnebulin, pero la energía de Torsión existe, y se conocen técnicas para acceder a ella… Te pregunto como un ignorante, Grimnebulin. ¿Por qué no usamos la Torsión?

Isaac inspiró profundamente y se pasó la mano por la cara. Parte de él estaba enfadada, pero en su mayoría se trataba de simple ansiedad, desesperación por poner fin de inmediato a aquella conversación. Se giró hacia el garuda y alzó la mano.

—Yagharek… —comenzó, y en ese momento se produjo un golpe en la puerta.

—¿Hola? —gritó una voz alegre. Yagharek se tensó e Isaac dio un respingo. La coincidencia era extraordinaria.

—¿Quién es? —gritó Isaac, bajando las escaleras.

Un hombre asomó la cabeza por la puerta. Tenía aspecto afable, casi hasta el absurdo.

—Ah, hola, señor. He venido por lo del constructo.

Isaac sacudió la cabeza. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo aquel individuo. Miró por encima del hombro, pero Yagharek era invisible. Se había apartado de la vista, del borde de la plataforma. El hombre de la puerta le entregó una tarjeta.

«NATHANIEL ORRIABEN, REPARACIÓN DE CONSTRUCTOS Y REPUESTOS», decía. «CALIDAD Y SERVICIO A PRECIOS RAZONABLES».

—Ayer vino un hombre… ¿Serachin? —siguió el recién llegado, leyendo de una hoja—. Nos dijo que su modelo de limpieza… un… EKB4C estaba estropeado. Pensaba que podía ser un virus. Tenía que venir mañana, pero acabo de terminar un trabajillo por la zona y pensé que era posible que hubiera alguien. —Su sonrisa era brillante. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su mono, lleno de grasa.

—Oiga —dijo Isaac—. Um… Mire, no es un buen momento…

—¡Claro! Usted decide, por supuesto. Solo que… —el hombre miró alrededor antes de seguir, como si fuera a compartir un secreto. Seguro de que no iba a oírle nadie que no debiera, siguió con tono confidencial—. Solo que, señor, puede que no me sea posible acudir a la cita de mañana, como estaba previsto… —Su rostro ofrecía una disculpa de la clase más exagerada—. Puedo trabajar en una esquinita, sin hacer un ruido. Me llevará solo una hora si puedo arreglarlo aquí, y si no, es asunto para el taller. Eso lo sabré en cinco minutos. En caso contrario, creo que no podré venir al menos hasta dentro de una semana.

—Oh, mierda. A ver… mire, tengo una reunión arriba, y es absolutamente vital que no nos interrumpa. Hablo en serio. ¿Le parece?

—¡Por supuesto! Me basta con acercarle el destornillador a esa vieja limpiadora y darle una voz cuando sepa el veredicto, ¿de acuerdo?

—Muy bien. ¿Puedo dejarle ya?

—Perfecto. —El hombre ya se dirigía hacia el constructo de limpieza, portando una caja de herramientas. Lublamai lo había encendido aquella mañana y le había programado instrucciones para que fregara su zona de estudio, aunque había sido un intento inútil. El constructo había estado petardeando en círculos durante veinte minutos antes de pararse, inclinado contra la pared. Allí seguía, tres horas después, emitiendo infelices chasquidos con los tres miembros sacudiéndose espasmódicos.

El técnico se acercó al artilugio, musitando y cloqueando como un padre preocupado. Tanteó los miembros del constructo, sacó una leontina del bolsillo y cronometró el tiempo entre las sacudidas. Anotó algo en una libreta y giró al autómata de limpieza para encararlo con él, mirando luego por uno de sus iris de cristal. Movió un lápiz lentamente de un lado a otro, observando la respuesta del motor sensorial.

Isaac vigilaba de reojo al reparador, aunque su atención no dejaba de dirigirse hacia arriba, donde le esperaba Yagharek. Este asunto de la Torsión no puede esperar, pensó nervioso.

—¿Qué tal va? —gritó impaciente al técnico.

El hombre estaba abriendo su caja para sacar un gran destornillador. Levantó la vista.

—No hay problema —dijo meneando alegre el destornillador. Devolvió la vista al constructo y lo apagó con el interruptor detrás del cuello. Los crujidos angustiados murieron en un agradecido susurro. El hombre comenzó a destornillar el panel tras la «cabeza» del artefacto, una áspera pieza de metal gris coronando el cuerpo cilíndrico.

—Muy bien —respondió Isaac, corriendo escaleras arriba.

Yagharek estaba en pie junto a la mesa, lejos de la vista de la planta baja. Miró a Isaac cuando este regresó.

—No es nada —le dijo en voz queda—. Alguien que ha venido a arreglar nuestro constructo, que ha reventado. Lo que no sé es si podrá oírnos.

Yagharek abrió la boca para responder, pero en ese momento un delgado y discordante silbido llegó desde abajo. El pico de Yagharek se mantuvo abierto unos instantes, con expresión estúpida.

—Parece que no tenemos de qué preocuparnos —dijo Isaac, sonriendo. Lo está haciendo a propósito, pensó, para hacernos saber que no está escuchando. Qué educado. Inclinó la cabeza en invisible agradecimiento al técnico.

Su mente regresó entonces al asunto que los ocupaba, la sugerente tentativa de Yagharek, y su sonrisa se desvaneció. Se sentó con pesadez en la cama, se pasó la mano por el cabello espeso y miró a su cliente.

—¿Nunca te sientas, Yag? —dijo en bajo—. ¿Y eso?

Tamborileó con los dedos contra la sien y pensó unos instantes antes de hablar.

—Yag, viejo… Ya me has impresionado antes con tu… sorprendente biblioteca. Quiero decirte dos nombres, para ver si significan algo para ti. ¿Qué sabes de Suroch, o de la Mancha Cacotópica?

Se produjo un largo silencio. Yagharek miraba ligeramente hacia arriba, a través de la ventana.

—La Mancha Cacotópica la conozco, por supuesto. Es lo que se oye siempre que se habla de la Torsión. Quizá sea un hombre del saco. —Isaac no era capaz de distinguir estados de ánimo en la voz de Yagharek, pero sus palabras eran defensivas—. Quizá debamos superar nuestro miedo. Y Suroch… he leído vuestras historias, Grimnebulin. La guerra siempre es… algo vil.

Mientras Yagharek hablaba, Isaac se incorporó y se acercó hacia sus caóticas estanterías, revisando los volúmenes apilados. Regresó con un delgado tomo de tamaño folio, encuadernado en rústica. Lo abrió frente al garuda.

—Esto —dijo con tono sombrío— es una colección de heliotipos tomados hace casi cien años. Fueron estos helios, en gran medida, los que pusieron fin a los experimentos de Torsión en Nueva Crobuzon.

Yagharek acercó la mano lentamente y pasó las páginas. No dijo palabra.

—Se suponía que esto era una misión secreta de investigación para ver los efectos de la guerra cien años después —siguió Isaac—. Pequeños grupos de la milicia, un par de científicos y un heliotipista marcharon costa arriba en un dirigible espía, y tiraron algunos helios desde el aire. Después, algunos de ellos descendieron hasta los restos de Suroch para tomar imágenes cercanas. Sacramundi, el heliotipista, estaba tan… tan espantado que sacó quinientas copias de su informe pagadas de su bolsillo y distribuidas gratuitamente, sin pasar por el alcalde ni el Parlamento, donde se mostraba a la población a las claras… El alcalde Turgisadi se volvió loco, pero no podía hacer nada. Se produjeron protestas, y después las algaradas Sacramundi del 89. Ya casi se han olvidado, pero a punto estuvieron de tumbar al gobierno. Un par de los grandes capitales que contribuían al programa de Torsión, de los cuales el mayor era Penton, que sigue poseyendo las Minas Arrowhead, se asustaron y se retiraron, y todo el asunto se colapso. Por esto, Yag, viejo amigo —terminó, señalando el libro—, es por lo que no usamos la Torsión.

El garuda seguía pasando páginas lentamente. Las imágenes sepia de la ruina pasaban frente a él.

—Ah… —Isaac señaló con el dedo una gris panorámica de lo que parecía cristal y carbón aplastado. El heliotipo se había tirado desde muy baja altura. Algunos de los grandes fragmentos que cuajaban la enorme, perfecta llanura circular eran visibles, lo que sugería que los escombros disecados eran los restos de objetos retorcidos, antaño extraordinarios—. Y esto es lo que queda del centro de la ciudad. Ahí es donde tiraron la bomba cromática en 1545. Dijeron que lo hacían para poner fin a las Guerras Pirata, pero para ser sinceros, Yag, ya habían terminado hacía casi un año cuando Nueva Crobuzon bombardeó Suroch con las bombas de torsión. Fíjate, tiraron las bombas cromáticas doce meses después para tratar de esconder lo que habían hecho… solo que una cayó al mar y no llegó a activarse; la otra solo fue capaz de limpiar el kilómetro cuadrado central de Suroch, más o menos. Esta zona que ves aquí… —indicó un escombro bajo en el borde de la llanura circular—. A partir de ahí, las ruinas siguen en pie. Ahí es donde puedes ver la Torsión.

Le indicó a Yagharek que volviera la página. El garuda obedeció y algo cloqueó en el fondo de su garganta. Isaac suponía que era el equivalente en su especie a una inhalación profunda. Echó un vistazo a la imagen antes de levantar la mirada, no lo bastante rápido, hacia el rostro de Yagharek.

—Esas cosas al fondo, como estatuas fundidas, eran casas —dijo con tono neutro—. Lo que estás mirando, al menos hasta donde se ha podido determinar, descendía de una cabra doméstica. Al parecer las usaban como mascotas en Suroch. Esto, por supuesto, podría ser una segunda, décima, vigésima generación tras la Torsión, evidentemente. No sabemos cuánto viven.

Yagharek contempló el cadáver del heliotipo.

—Tuvieron que dispararle, explica el texto —siguió Isaac—. Mató a dos de la milicia. Intentaron realizarle una autopsia, pero esos cuernos del estómago no estaban muertos, aunque el resto sí lo estuviera. Respondieron al ataque y casi acabaron con el biólogo. ¿Ves el caparazón? Parece que fue muy difícil abrir ahí. —Yagharek asintió lentamente—. Pasa la página, Yag. Sobre la siguiente, nadie tiene la menor idea de lo que era antes. Podría haber sido generado de forma espontánea por la explosión de Torsión, pero creo que esos engranajes de ahí descienden de los motores de un tren —dio unos suaves golpecitos a las páginas—. Lo… eh… lo mejor aún está por llegar. No has visto ni el árbol cucaracha, ni los rebaños de lo que parece que una vez fueron humanos.

Yagharek era meticuloso. Pasaba cada una de las páginas y veía las imágenes furtivas robadas desde detrás de los muros, o las vertiginosas tomas aéreas. Un lento caleidoscopio de mutación y violencia, guerras patéticas libradas entre monstruosidades incognoscibles por una tierra de nadie de escoria cambiante y arquitectura de pesadilla.

—Había veinte soldados, Sacramundi el heliotipista y tres científicos, además de un par de ingenieros que no salieron de la nave. Siete soldados, Sacramundi y una de las químicas lograron salir de Suroch. Algunos sufrieron heridas por la Torsión. Para cuando llegaron a Nueva Crobuzon, uno de los de la milicia había muerto. Otro tenía tentáculos con pinchos allá donde debían estar los ojos, y trozos del cuerpo de la científica desaparecían todas las noches. No había sangre, ni dolor, solo… suaves oquedades en el abdomen, o en el brazo, o donde fuera. Se suicidó.

Isaac recordó la primera vez que oyó la anécdota, contada por un heterodoxo profesor de Historia. Isaac había investigado, siguiendo el rastro de notas al pie y viejos periódicos. La Historia se había olvidado, transmutada en chantaje emocional para los niños: «Sé bueno o te mandaremos a Suroch, donde están los monstruos». Tardó un año y medio en ver una copia del ejemplar de Sacramundi, y otros tres antes de poder pagar el precio que le pedían por ella.

Creyó reconocer algunos de los pensamientos que brillaban casi invisibles bajo la piel impasible de Yagharek. Eran las idas que todo estudiante heterodoxo había tenido alguna vez.

—Yag —dijo Isaac con suavidad—, no vamos a utilizar la Torsión. Podrías pensar «Aún usamos martillos, y hay quien muere por su culpa». ¿Es así? ¿Eh? «Los ríos pueden desbordarse y matar a miles, pero también mover turbinas hidráulicas». ¿Sí? Confía en mí: te habla uno que en su tiempo pensaba que la Torsión era terriblemente emocionante. No es una herramienta. No es un martillo, ni es como el agua. Es… la Torsión es poder renegado. No estamos hablando de energía de crisis, ¿sabes?

Sácate eso de la cabeza. La crisis es la energía que subyace en toda la física. La Torsión no tiene que ver con la física. No tiene que ver con nada. Es… es una fuerza totalmente patológica. No sabemos de dónde viene, ni por qué aparece, ni adonde va. No hay apuestas. No hay reglas que aplicar. No puedes acceder a ella… Bueno, puedes intentarlo, pero ya has visto los resultados. No puedes jugar con ella, no puedes confiar en ella, no puedes comprenderla, y ni sueñes siquiera con intentar controlarla. —Isaac meneaba la cabeza irritado—. Oh, sí, ha habido experimentos y demás, y aseguran tener técnicas para escudar de algunos de los efectos y amplificar otros, y hasta es posible que alguno de ellos funcione relativamente bien. Pero nunca ha habido un experimento de Torsión que no haya acabado en… bueno, en lágrimas, como mínimo. Por lo que a mí respecta, solo hay una clase de experimento a realizar con la Torsión, y es hallar el modo de evitarla. O la paras de raíz o corres como un libintos con los dragok a su cola. Hace quinientos años, poco después de que se abriera la Mancha Cacotópica, hubo una leve tormenta de Torsión que llegó barriendo desde el mar, al nordeste. Golpeó Nueva Crobuzon durante un tiempo. —Isaac negaba lentamente con la cabeza—. Nada comparado con Suroch, por supuesto, pero aún así fue suficiente para provocar una epidemia de nacimientos monstruosos y algunos extraños trucos cartográficos. Todos los edificios afectados se vinieron abajo al instante. Muy sensato, si quieres mi opinión. Fue entonces cuando realizaron el proyecto de la torre nube: no querían dejar el clima al azar. Aunque ahora no funciona, claro, y nos tendremos que joder si nos tocan más tormentas de Torsión. Por suerte, parece que cada vez son menos frecuentes con el paso de los años. Alrededor del 1200 eran toda una amenaza. —Isaac gesticuló hacia Yagharek, calentándose con su denuncia y su explicación—. Ya sabes, Yag: cuando se dieron cuenta de que pasaba algo al sur de la pradera, y no tardaron mucho en comprender que se trataba de una enorme grieta de Torsión, se habló un huevo sobre cómo llamarlo, y las discusiones aún no han terminado, medio milenio después.

Alguien lo llamó Mancha Cacotópica, y parece que gustó. Recuerdo que en la escuela me dijeron que se trataba de una terrible descripción populista, que Cacotopos (mal sitio, básicamente) era moralizante, porque la Torsión no era ni buena ni mala, y así sin parar. El caso es que… no les faltaba razón, ¿no? La Torsión no es malvada… es amoral, carece de motivación. O eso es lo que yo creo. Otros disienten. Pero, aunque fuera cierto, a mí me parece que el Ragamol occidental es precisamente un cacotopos, una vasta extensión de tierra totalmente fuera de nuestro alcance. No hay taumaturgia que aprender, ni técnicas que perfeccionar, que nos permitan hacer absolutamente nada en aquel lugar. No podemos más que jodernos y esperar a que las corrientes terminen recediendo. Se trata de un yermo de extensión acojonante, hasta el culo de diminutos (que sí, que viven fuera de las zonas de Torsión, pero que parecen especialmente felices en ellas) y otras cosas que ni voy a perder el tiempo en describir. Así que tenemos una fuerza que se burla por completo de nuestra inteligencia. Eso es «malvado» por lo que a mí respecta. Podría ser la puta definición de la palabra. Mira, Yag… me duele decirte esto, de verdad, pero la Torsión es incognoscible.

Con un gran suspiro de alivio, Isaac vio al garuda asentir. Él se unió ferviente al gesto.

—Parte de esto es egoísta, ¿sabes? —siguió, con un repentino humor sombrío—. Es decir, no quiero dedicarme a unos experimentos y terminar con algo… no sé, con algo asqueroso. Es demasiado arriesgado. Nos ceñiremos a la crisis, ¿de acuerdo? Respecto a la cual, por cierto, tengo algo que enseñarte.

Isaac quitó con delicadeza de las manos de Yagharek el informe Sacramundi y lo devolvió a la estantería. Abrió el cajón del escritorio negro y sacó su plano.

Lo situó frente a Yagharek, titubeó y lo retiró un poco.

—Yag, viejo —dijo—, tengo que estar seguro de que hemos dejado eso atrás, ¿entiendes? ¿Estás… satisfecho? ¿Convencido? Si vas a enmierdarte con la Torsión, por el amor de Jabber dímelo ahora y nos despedimos… con mis condolencias.

Estudió el rostro del garuda con ojos preocupados.

—He oído tu plática, Grimnebulin —respondió tras una pausa—. Yo… te respeto. —Isaac sonrió sin humor—. Acepto cuanto dices.

Isaac comenzó a sonreír, y hubiera respondido de no ser porque Yagharek miraba por la ventana con melancólica quietud. Mantuvo el pico abierto largo rato antes de hablar.

—Nosotros los garuda conocemos la Torsión —hacía amplias pausas entre las frases—. Ha visitado el Cymek. Lo llamamos rebekh-lajhnar-h'k. —La palabra tenía la áspera cadencia del iracundo canto de un pájaro. Yagharek miró a Isaac a los ojos—. Rebekh-sackmai es Muerte: «la fuerza que termina». Rebeck-kavt es Nacimiento: «La fuerza que comienza». Fueron los primeros gemelos, nacidos del útero del mundo tras la unión con su propio sueño. Pero había una… una enfermedad… un tumor… —se detuvo para saborear la palabra correcta— en el vientre con ellos. Rebekh-lajhnar-h'k se abrió paso por la matriz justo después, o quizá al mismo tiempo, o quizá incluso antes. Es el… —se pensó bien la traducción—. Es el hermano-cáncer. Su nombre significa «La fuerza en la que no se puede confiar». —Yagharek no narró la historia popular con tonos chamánicos, sino con la voz neutra de un xentropólogo. Abrió mucho el pico, lo cerró abruptamente y volvió a abrirlo—. Soy un proscrito, un renegado. Quizá… quizá no sea sorprendente que vuelva la espalda a mis tradiciones. Pero debo saber cuándo encontrarlas de nuevo. Lajhni es «confiar», «atar firmemente». No se puede confiar en la Torsión, y no puede ser atada. Es incontenible. Lo he sabido desde la primera vez que oí las historias. Pero en mi… mi… en mi ansia, Grimnebulin, quizá recurra demasiado rápido a cosas de las que antes hubiera escapado. Es… difícil vivir entre mundos, no ser de ningún sitio. Pero tú me has hecho recordar lo que siempre he sabido. Como si fueras el anciano de mi bandada. —Se produjo una última y larga pausa—. Gracias.

Isaac asintió lentamente.

—De nada. Me… me alivia oírte decir eso, Yag. Más de lo que te puedas imaginar. No hablemos más de ello. —Se aclaró la garganta y señaló el diagrama—. Tengo algo fascinante que enseñarte, viejo.

En la luz polvorienta bajo la pasarela de Isaac, el técnico de constructos Orriaben tanteaba las entrañas de la limpiadora rota con un destornillador y un soldador. Mantenía un silbido sin sentido, un truco que no requería ni una fracción de su atención.

El sonido de la conversación allá arriba le llegaba como el más leve murmullo de un bajo, salpicado por una ocasional voz cascada. Miró hacia la pasarela un instante, sorprendido ante aquella segunda voz, pero regresó rápidamente al asunto que lo ocupaba.

Un breve examen de los mecanismos del motor analítico interno de la máquina le confirmó el diagnóstico básico. Aparte de los habituales problemas de articulaciones rotas, el óxido y los contactos gastados, propios de la edad y que podían arreglarse con facilidad, el constructo había contraído alguna clase de virus. Una tarjeta de programas mal introducida o un engranaje mal calibrado dentro del motor de inteligencia a vapor habían provocado que las instrucciones se retroalimentaran en un bucle infinito. Actividades que el constructo nunca hubiera podido llevar a cabo de forma refleja comenzaban a aparecer, en un intento por extraer más información u órdenes más complejas. Bloqueada por las paradójicas instrucciones o por una falta de datos, el constructo se había paralizado.

El ingeniero echó un vistazo a la pasarela de madera sobre él. Lo ignoraban. Sintió su corazón palpitar de emoción. Los virus aparecían en una variedad de formas. Algunos simplemente bloqueaban el funcionamiento de la máquina. Otros hacían que los mecanismos realizaran tareas extrañas y sin sentido, resultado de un nuevo programa de órdenes creado a partir de información básica. Y en otras ocasiones, de las cuales aquella era un ejemplo perfecto, hermoso, paralizaban los constructos haciendo que examinaran de forma recurrente sus programas básicos de comportamiento.

Se veían acosados por el reflejo… por las semillas de la consciencia.

El técnico buscó en su caja y sacó un juego de tarjetas de programación y las abrió con habilidad. Susurró una plegaria.

Trabajando a asombrosa velocidad, aflojó varias válvulas y diales en el núcleo del aparato. Abrió la compuerta protectora de la ranura de entrada de programas, y comprobó que hubiera presión suficiente en el generador para alimentar el mecanismo de recepción del cerebro metálico. Los programas se cargaban en la memoria, para ser actualizados mediante los procesadores del constructo cuando este se encendía. Deslizó rápidamente una primera tarjeta, después otra, y otra, por la abertura. Sintió el traqueteo de los dientes y los muelles, rotando a lo largo del tablero rígido, hasta encajar en las pequeñas perforaciones que se traducían en instrucciones o información. Hacía una pausa entre tarjeta y tarjeta para asegurarse de que los datos se cargaban correctamente.

Barajó su pequeño mazo como un profesional, sintiendo los minúsculos movimientos del motor analítico a través de las puntas de los dedos de su mano izquierda. Estaba al acecho de entradas defectuosas, de dientes rotos o bloqueados, de zonas móviles mal engrasadas que pudieran corromper o bloquear sus programas. Todo estaba en orden. No pudo evitar lanzar un siseo triunfante. El virus del constructo era resultado exclusivo de la retroalimentación informativa, no de un defecto físico. Eso significaba que tenía que leer todas las tarjetas que el técnico suministraba a la máquina y cargar las instrucciones y la información en el sofisticado cerebro de vapor.

Cuando hubo introducido cada uno de los programas cuidadosamente escogidos en la ranura, todos en su orden determinado, pulsó una breve secuencia de botones en el teclado numérico conectado al motor analítico de la limpiadora.

Cerró la tapa del motor y volvió a sellar el cuerpo. Reemplazó los tornillos retorcidos que sujetaban la compuerta y descansó un instante las manos sobre el cuerpo sin vida del constructo. Lo enderezó, lo situó sobre sus patas y recogió las herramientas.

Se acercó al centro de la estancia.

—Um… disculpe, señor —gritó.

Se produjo un momento de silencio, antes de que llegara desde arriba la voz atronadora de Isaac.

—¿Sí?

—Ya he terminado. No debería dar problemas. Dígale al señor Serachin que cargue la caldera un poco y que después lo encienda otra vez. Encantador modelo viejo, el EKBW.

—Sí, estoy seguro —fue la respuesta. Isaac apareció en la barandilla—. ¿Hay algo más que tenga que decirme? —preguntó impaciente.

—No, ya está todo. En una semana le enviaremos la factura al señor Serachin. Adiós.

—Vale, adiós, muchas gracias.

—De nada, señor —comenzó el hombre, pero Isaac ya se había dado la vuelta y había desaparecido de la vista.

El técnico se dirigió lentamente hacia la puerta, la mantuvo abierta y volvió a mirar el lugar donde se encontraba el constructo, en las sombras de la gran estancia. Sus ojos volaron un instante hacia arriba para comprobar que Isaac se había marchado, y entonces trazó con las manos un símbolo similar al de dos círculos entrelazados.

—Hágase el virus —susurró, antes de desaparecer en el cálido mediodía.