Los vientos primaverales eran cada vez más cálidos. El aire sucio sobre Nueva Crobuzon estaba cargado. Los meteoromantes de la ciudad en la torre nube de la Cuña del Alquitrán copiaban las cifras de los diales giratorios y arrancaban gráficas de frenéticos indicadores atmosféricos. Apretaban los labios y sacudían la cabeza.
Hablaban entre murmullos sobre el verano prodigiosamente cálido y húmedo que se avecinaba. Golpeaban las enormes tuberías del motor aeromórfico que se alzaba por toda la altura de la torre hueca como un gigantesco órgano, como los cañones de un arma que exige un duelo entre la tierra y el cielo.
—Maldito trasto inútil de mierda —musitaban disgustados. Se habían hecho intentos no demasiado en serio por arrancar las máquinas en los sótanos, pero no se movían desde hacía ciento cincuenta años, y no había nadie vivo capaz de arreglarlas. Nueva Crobuzon se veía obligada a soportar el clima dictado por los dioses de la naturaleza o el azar.
En el zoológico de Cuña del Cancro, los animales se movían inquietos ante el cambio del tiempo. Eran los últimos días del celo, y el incansable nerviosismo de los cuerpos lujuriosos había remitido un tanto. Los cuidadores estaban aliviados por el cambio. La seductora invasión de diversos almizcles en las jaulas había provocado comportamientos agresivos e imprevisibles.
Ahora, a medida que las horas de luz duraban cada vez más, los osos, las hienas, los fuertes hipopótamos, los solitarios alopes y los simios aguardaban quietos, en aparente tensión, durante horas, contemplando a los visitantes desde sus celdas de ladrillo y sus trincheras enlodadas. Estaban esperando quizá las lluvias meridionales que nunca alcanzaban Nueva Crobuzon, pero que seguían grabadas en sus huesos. Y cuando las lluvias no llegaban, se sentaban a esperar la estación seca que, del mismo modo, no afligía a su nuevo hogar. Debía de tratarse de una existencia extraña y ansiosa, pensaban los cuidadores con el fondo del rugido de bestias cansadas, desorientadas.
Las noches habían perdido casi dos horas desde el invierno, pero parecían concentrar aún más esencia en ese tiempo limitado. Eran especialmente intensas, ya que había más actividades ilícitas tratando de encajar en las horas entre el ocaso y el alba. Cada noche, el viejo y enorme almacén a un kilómetro al sur del zoo atraía riadas de hombres y mujeres. El ocasional rugido leonino podía romper el golpeteo y el constante retumbar de los ariscos visitantes que entraban en el edificio. Todos lo ignoraban.
Los ladrillos de la nave habían sido en su día rojos, pero ahora aparecían negros por la mugre suave y meticulosa, como si la hubieran untado a mano. El cartel original aún ocupaba toda la longitud del edificio: «Jabones Cadnebar y Tallow». Cadnebar se había ido a pique en la depresión del 57. La enorme maquinaria para fundir y refinar grasa había sido arrancada y vendida como chatarra. Después de dos o tres años de silenciosas reformas, el lugar había reabierto como el circo de gladiadores.
Como otros alcaldes antes que él, a Rudgutter le gustaba comparar la civilización y el esplendor de la Ciudad-Estado República de Nueva Crobuzon con la barbarie en la que degeneraban los habitantes de otras tierras. «Pensad en los demás países de Rohagi», exigía Rudgutter en sus discursos y editoriales. Aquello no era Tesh, ni Troglodópolis, Vadaunk o el Alto Cromlech. Aquella no era una ciudad regida por brujos; aquello no era una madriguera chthónica; los cambios de estación no provocaban una oleada de represión supersticiosa; Nueva Crobuzon no procesaba a sus ciudadanos mediante fábricas de zombis; su parlamento no era como el de Maru'ahm, un casino donde las leyes eran apuestas en la mesa de la ruleta.
Y aquello no era, enfatizaba Rudgutter, Shankell, donde la gente luchaba como animales por deporte.
Excepto, por supuesto, en Cadnebar.
Podría haber sido ilegal, pero nadie recordaba ningún registro de la milicia en aquel establecimiento. Muchos patrocinadores de los principales establos eran parlamentarios, industriales y banqueros, cuya intercesión sin duda mantenía en un mínimo el interés oficial. Había otras salas de lucha, por supuesto, que doblaban para peleas de gallos o de ratas, donde se podía celebrar un combate entre osos o tejones en un extremo, lucha entre serpientes en otro, con los gladiadores en el medio. Pero Cadnebar era legendario.
Cada noche, la diversión comenzaba con un espectáculo abierto, una comedia para los habituales. Montones de jóvenes, estúpidos y palurdos chicos de granja, los tipos más duros de sus aldeas, que habían viajado durante días desde la Espiral de Grano o las Colinas Mendicantes para labrarse un nombre en la ciudad, mostraban sus prodigiosos músculos a los selectores. Dos o tres eran elegidos y arrojados a la arena principal ante la rugiente muchedumbre, donde se les entregaban unos machetes. Cuando ya estaban confiados era cuando se abría la compuerta y empalidecían al enfrentarse a un enorme gladiador rehecho o un impávido guerrero cacto. La carnicería resultante era breve y sangrienta, y servía de alivio cómico para los profesionales.
El deporte en Cadnebar se regía por la moda. En los últimos días de la primavera, gustaban los enfrentamientos entre equipos de dos rehechos y tres hermanas guardianas khepri. Las unidades de khepri eran atraídas desde Kinken y Ensenada con impresionantes premios. Llevaban practicando juntas durante años, ya que eran grupos de tres guerreras religiosas adiestradas para emular a las diosas guardianas khepri, las Hermanas Guerreras. Como ellas, una combatía con red de garfios y lanza, otra con ballesta y pedernal y otra con el arma khepri que los humanos habían bautizado como aguijón.
A medida que el verano comenzaba a llegar al resguardo de la primavera, las apuestas se hacían cada vez mayores. A kilómetros de distancia, en la Perrera, Benjamín Flex reflexionaba hosco sobre el hecho de que el Cera de Cadnebar, el órgano ilegal del negocio de las peleas, tenía una tirada cinco veces superior a la del Renegado Rampante.
El Asesino Ojospía dejó otra víctima mutilada en las alcantarillas, descubierta por los mendigos. Colgaba como alguien arrojado al Alquitrán desde una de las tuberías de desagüe.
En las afueras de la Letrina, una mujer murió por múltiples heridas punzantes en ambos lados del cuello, como si se hubiera visto atrapada entre las hojas de unas enormes tijeras serradas. Cuando sus vecinos la encontraron, su cuerpo estaba cubierto de documentos que demostraban que se trataba de una informadora coronel de la milicia. La noticia se extendió. Jack Mediamisa había atacado de nuevo. En las alcantarillas y los barrios bajos, nadie lloró a la víctima.
Lin e Isaac robaban noches furtivas cuando podían. Isaac notaba que le ocurría algo. Una vez la sentó y le exigió que le contara lo que la preocupaba, que le dijera por qué no se había presentado al Shintacost aquel año (algo que había añadido una amargura adicional a su habitual protesta sobre las listas), en qué estaba trabajando, y dónde. No había señal de material artístico en ninguna de sus habitaciones.
Lin le había acariciado el brazo, claramente agradecida por la preocupación. Mas no le dijo nada. Le explicó que estaba trabajando en una obra de la que, de momento, se sentía muy orgullosa. Había encontrado un espacio del que no podía y no quería hablar, en el que estaba elaborando la gran pieza sobre la que no debía preguntar. No era como si hubiera desaparecido del mundo. Una vez cada dos semanas, quizá, volvía a uno de los bares de los Campos Salacus, riendo con los amigos, aunque con algo menos de vigor que hacía dos meses.
Le tomaba el pelo a Isaac por su furia hacia Lucky Gazid, que se había desvanecido con sospechosa oportunidad. Isaac le había hablado a Lin de la inadvertida prueba de la mierda onírica, y había tratado de dar con él para castigarlo. Le describió el extraordinario gusano que parecía sobrevivir con la droga. Lin no había visto a la criatura, no había regresado a la Ciénaga Brock desde aquel aciago día del mes pasado, pero aun admitiendo una parte de exageración por parte de Isaac, la criatura parecía extraordinaria.
Pensó con cariño en Isaac mientras cambiaba con sutileza de tema. Le preguntó por los nutrientes que pensaba que el ciempiés obtenía de su peculiar sustento, y se sentó mientras el rostro de él se expandía fascinado y le contaba entusiasmado que no lo sabía, pero que tenía algunas ideas. Ella le pidió que tratara de explicarle la energía de crisis, y si pensaba que así ayudará a Yagharek a volar, y él le habló animadamente, dibujándole diagramas en servilletas de papel.
Era fácil trabajárselo. A veces creía que Isaac sabía que lo estaba manipulando, que se sentía culpable por la facilidad con que se transformaban sus preocupaciones por ella. Lin sentía gratitud en los rápidos cambios de tema, así como contrición. Él sabía que su papel era estar preocupado por ella dada su melancolía, y así era, sinceramente; pero lo hacía con esfuerzo, como un deber, cuando casi toda su mente estaba ocupada por crisis y comida de gusano. Ella le dio permiso para que no se preocupara, y él aceptó agradecido.
Lin quería desplazar la preocupación de Isaac por ella, al menos durante un tiempo. No podía permitirse su curiosidad. Cuanto más supiera él, más peligro correría ella. No sabía los poderes que podía poseer su empleador; dudaba que fuera telépata, pero prefería no arriesgarse. Quería terminar la obra, coger el dinero y largarse del Barrio Óseo.
Cada día que veía al señor Motley, él la arrastraba de mala gana a su ciudad. Le hablaba de forma casual sobre guerras de bandas en el Meandro Griss y Malado, dejando caer pistas sobre las masacres en el corazón del Cuervo. Ma Francine estaba aumentando su alcance. Se había hecho con la posesión de enormes porciones del mercado de shazbah al oeste del Cuervo, algo para lo que el señor Motley estaba preparado. Pero ahora comenzaba a filtrarse hacia el este. Lin masticaba, escupía y moldeaba mientras trataba de no oír los detalles, los motes de los correos muertos, la dirección de los pisos francos. El señor Motley la estaba implicando. Debía de hacerlo a propósito.
A la estatua le salieron muslos y otra pierna, el comienzo de una cadera (hasta el punto en que el señor Motley disponía de algo tan identificable, claro). Los colores no eran los naturales, pero sí evocadores y convincentes, hipnóticos. Se trataba de una pieza asombrosa, como merecía su modelo.
A pesar de los intentos de ella por aislar su mente, la despreocupada charla del señor Motley se deslizaba dentro, rompiendo sus defensas. Se descubría pensando en ello. Horrorizada, alejaba su mente de allí, pero nunca lo lograba durante demasiado tiempo. Al final se encontraba preguntándose quién conseguiría hacerse con el control de esa casa de té-plus en la calle en Campanario. Se insensibilizaba. Era otra defensa. Dejaba que su mente revisara sin pensar aquella peligrosa información. Trataba de mantenerse cuidadosamente ignorante de su importancia.
Se encontró pensando cada vez más en Ma Francine. El señor Motley hablaba de ella con tono despreocupado, pero aparecía una y otra vez en sus monólogos, por lo que supuso que estaba un poco preocupado.
Para su sorpresa, Lin comenzó a sentir simpatía por ella.
No estaba segura de cómo había comenzado. La primera vez que reparó en ella fue cuando el señor Motley estuvo hablando con sorna del desastroso ataque contra sus correos la noche anterior, en el que una enorme cantidad de una sustancia no determinada, algún material bruto para la elaboración de algo, había sido aprehendido por khepri de la banda de Ma Francine. Lin se había dado cuenta de que se alegraba mentalmente. Atónita, detuvo un instante su trabajo glandular para revisar sus propios sentimientos.
Quería que ganara Ma Francine.
No era lógico. En cuanto aplicaba el mínimo pensamiento riguroso a la situación, carecía de opinión alguna. Intelectualmente hablando, el triunfo de un traficante de drogas y matón sobre otro no le interesaba. Pero, emocionalmente, comenzaba a ver a la invisible Ma Francine como su campeona. Se descubrió abucheando en silencio cuando oía las bravatas confiadas del señor Motley, asegurando que tenía un plan que alteraría de modo radical la forma del mercado.
¿Qué es esto?, pensó irónica. ¿Después de todos estos años, el despertar de la consciencia khepri?
Se burló de sí misma, pero había algo de verdad en aquella idea mordaz. Puede que sucediera lo mismo con cualquiera que se opusiera a Motley, pensó. Lin tenía tanto miedo de reflejar su relación con él, estaba tan nerviosa de ser algo más que una empleada, que le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que lo odiaba. El enemigo de mi enemigo…, pensó. Pero había algo más. Comprendió que sentía solidaridad por Ma Francine porque era una khepri. Pero, y puede que aquello fuera el corazón de sus sentimientos, Francine no era una «buena khepri».
Aquellas ideas le pinchaban, le incomodaban, le hacían pensar en su relación con la comunidad khepri de un modo que no era directo, justo, confrontador. Y aquello le forzaba a recordar su niñez.
Tras terminar cada día con el señor Motley, Lin visitaba Kinken. Lo dejaba y cogía un taxi desde el límite de las Costillas, dejando atrás Danechi y el puente Barguest hasta llegar a los restaurantes, oficinas y casas de Hogar de Esputo.
A veces se detenía en el bazar y se tomaba su tiempo vagando bajo sus luces mortecinas. Sentía los trajes y chaquetas de lino colgados de los puestos, ignorando a los viandantes que la miraban descorteses, preguntándose por la khepri que compraba ropas humanas. Vagaba por el mercado hasta que llegaba a Sheck, denso y caótico, con intrincadas calles y grandes apartamentos de ladrillo.
Aquello no eran barrios bajos. Los edificios de la zona eran sólidos, y la mayoría mantenía fuera la lluvia. Comparado con el suburbio mutante que era la Perrera, con la putrefacta pulpa de ladrillo de Malado y Campanario, con las chabolas desesperadas de Salpicaduras, Sheck era un lugar deseable. Algo atestado, por supuesto, y no sin sus borrachos, su pobreza y su delincuencia. Pero, teniéndolo todo en cuenta, había sitios mucho peores en los que vivir. Allí era donde moraban los tenderos, los pequeños directivos y los trabajadores fabriles mejor pagados que cada día poblaban los muelles de Ecomir y Arboleda, Gran Aduja y el Didacai, conocido por todos como el Meandro de las Nieblas.
Lin no era bienvenida. Sheck lindaba con Kinken, del que lo separaba solo un par de parques insignificantes. Las khepri eran un recordatorio constante para aquella zona de que no podía ir muy lejos. Las mujeres insecto inundaban las calles de Shek durante el día, abriéndose paso hasta el Cuervo para comprar o tomar el tren de la estación Perdido. Por la noche, no obstante, había que ser una valiente khepri para pasear por calles atestadas de pugnaces tresplumistas dispuestos a «mantener limpia su ciudad». Lin se aseguraba de abandonar la zona para el ocaso, porque muy cerca de allí estaba Kinken, donde se encontraba a salvo.
A salvo, que no feliz.
Recorría las calles de Kinken con una especie de excitación estomagante. Durante muchos años, sus viajes a la zona habían sido breves excursiones para obtener bayas de color y pasta, o quizá la ocasional golosina khepri. Ahora sus visitas eran puertas abiertas a recuerdos que creía borrados.
Los edificios rezumaban la mucosa blanca de los gusanos caseros. Algunos estaban totalmente cubiertos por aquella pasta espesa, que se extendía por los tejados conectando los distintos edificios en una grumosa totalidad coagulada. Podía ver a través de las puertas y ventanas: las paredes y suelos proporcionados por los arquitectos humanos se habían roto en algunas zonas, lo que los gusanos caseros arreglaban rezumando su flema desde el abdomen, recorriendo a bocados el interior en ruinas de los edificios sobre sus pequeñas patas.
En ocasiones, Lin alcanzaba a ver un espécimen vivo tomado de las granjas junto al río, desarrollando la reconstrucción de un edificio para formar los intrincados y retorcidos pasadizos orgánicos preferidos por casi todas las khepri. Aquellos enormes y estúpidos escarabajos, más grandes que un rinoceronte, respondían a los chasquidos y tirones de sus cuidadores, abriéndose paso a través de las casas, remodelando estancias con una cobertura de rápido secado que suavizaba las aristas y conectaba las cámaras, edificios y calles con lo que parecían, desde dentro, gigantescas madrigueras de gusano.
A veces Lin se sentaba en uno de los diminutos parques de Kinken. Se quedaba quieta entre los árboles de lento florecer y observaba a las suyas a su alrededor. Miraba por encima de la copa de los árboles, a los costados de los edificios más altos. Una vez vio a una joven humana asomarse por una ventana abierta en lo alto de un muro manchado de hormigón, en la fachada trasera del edificio. Veía a la muchacha observando plácida a sus vecinas khepri, mientras la colada de su familia ondeaba al viento, tendida de una pértiga a su lado. Una extraña forma de crecer, pensó Lin, imaginando a la chica rodeada de criaturas silenciosas con cabeza de insecto, algo tan extraño como si ella misma hubiera crecido entre los vodyanoi… Pero aquel pensamiento la llevó incómoda en dirección a su propia niñez.
Por supuesto, su viaje hacia aquellas calles despreciables era un regreso a la ciudad de sus recuerdos. Eso lo sabía. Se preparaba para recordar.
Kinken había sido su primer refugio. En aquella extraña época de aislamiento, donde aplaudía los esfuerzos de las reinas khepri del crimen y paseaba como los proscritos por todos los cuadrantes de la ciudad (excepto, quizá, por los Campos Salacus, donde los proscritos eran mayoría), comprendió que sus sentimientos hacia Kinken eran más ambivalentes de lo que se había permitido creer.
Había habido khepri en Nueva Crobuzon desde hacía casi setecientos años, desde que el Mantis Fervorosa cruzara el Océano Hinchado y alcanzara Bered Kai Nev, el continente oriental, el hogar de las khepri. Algunos mercaderes y viajeros habían regresado de la misión acompañados. Durante siglos, los descendientes de aquel grupo diminuto se mantuvieron en la ciudad y se convirtieron en nativos. No había barriadas separadas, ni gusanos caseros, ni guetos. No había los suficientes khepri. Hasta el Cruce Trágico.
Pasaron cien años antes de que los primeros barcos de refugiados llegaran arrastrándose, apenas enteros, a la Bahía de Hierro. Sus enormes motores mecánicos estaban oxidados y rotos, las velas desgarradas. Eran barcos fúnebres, atestados de khepri de Bered Kai Nev apenas vivos. La enfermedad era tan despiadada que los viejos tabúes contra el entierro en el agua fueron ignorados. Así que había pocos cadáveres sobre la cubierta, aunque sí miles de moribundos. Las naves eran como la ahíta antecámara de un depósito de cadáveres.
La naturaleza de la tragedia era un misterio para las autoridades de Nueva Crobuzon, que no disponían de cónsules ni de mucho contacto con ninguno de los países de Bered Kai Nev. Las refugiadas no hablaban de ello, o lo hacían con elipsis, o, en caso de ser gráficas y explícitas, la barrera del lenguaje bloqueaba la comprensión. Lo único que los humanos sabían era que algo terrible le había sucedido a los khepri del continente oriental, algún terrible vórtice que había reclamado millones de vidas, dejando tan solo a unos pocos capaces de escapar. Las khepri habían bautizado aquel nebuloso apocalipsis como la Voracidad.
Pasaron veinticinco años entre la llegada del primero y del último barco. Se dice que algunas naves lentas, sin motor, llegaron tripuladas en su totalidad por khepri nacidas en el mar, pues todas las refugiadas originales habían muerto durante el interminable éxodo. Sus hijas no sabían de lo que habían huido, solo que sus moribundas madres de nido les habían ordenado marchar hacia el oeste para no regresar jamás. Las historias sobre los Barcos de Misericordia khepri (bautizados por aquellos que suplicaban) llegaron a Nueva Crobuzon desde otros países en la costa oriental del continente Rohagi, desde Gnurr Kett y las Islas Jheshull, hasta lugares tan al sur como los Fragmentos. La diáspora khepri había sido caótica, diversa, temerosa.
En algunas tierras, las refugiadas eran asesinadas en terribles pogromos. En otras, como Nueva Crobuzon, eran bienvenidas con inquietud, pero no con violencia oficial. Se habían establecido, se habían convertido en trabajadoras, en recaudadoras de impuestos, en criminales, y se habían visto, debido a una presión orgánica demasiado sutil para ser evidente, viviendo en guetos, en ocasiones acosadas por racistas y matones.
Lin no había crecido en Kinken. Había nacido en el más joven y pobre gueto khepri de Ensenada, una mancha de vómito en el noroeste de la ciudad. Era prácticamente imposible comprender la verdadera historia de Kinken y Ensenada debido al sistemático borrado mental al que se habían sometido sus colonizadoras. El trauma de la Voracidad era tal que la primera generación de refugiadas había olvidado a propósito diez mil años de historia racial, anunciando que su llegada a Nueva Crobuzon comenzaba un nuevo calendario, el Ciclo de la Ciudad. Cuando la siguiente generación exigió la historia a sus madres, muchas se negaron y otras tantas fueron incapaces de recordar. La Historia khepri quedó oscurecida por la sombra masiva del genocidio.
Así que a Lin le costaba penetrar los secretos de aquellos primeros veinte años del Ciclo de la Ciudad. Kinken y Ensenada le eran presentados como fallas accomplis a ella, a su madre de nido, y a la generación anterior, y a la anterior a esa.
En Ensenada no había Plaza de las Estatuas. Hacía cien años había sido un suburbio humano desvencijado, un gallinero de arquitecturas encontradas, y los gusanos caseros khepri habían hecho poco más que recubrir aquellas casas en ruinas con cemento, petrificándolas eternamente en el punto del colapso. Las moradoras de Ensenada no eran artistas ni dueñas de bares de frutas, ni jefas de enjambre, ni ancianas de colmena ni tenderas. Tenían mala fama y pasaban hambre. Trabajaban en las fábricas y las alcantarillas, se vendían a quien pudiera pagarlas. Las hermanas de Kinken las despreciaban.
En las calles decrépitas de Ensenada florecían extrañas y peligrosas ideas. Pequeños grupos de radicales se reunían en lugares secretos; los cultos mesiánicos prometían liberación para las elegidas.
Muchas de las liberadas originales habían vuelto la espalda a sus dioses de Bered Kai Nev, que no habían protegido a sus discípulas de la Voracidad. Pero las generaciones subsiguientes, que no conocían la naturaleza de la tragedia, volvieron a ofrecer su adoración. A lo largo de cien años se consagraron templos al panteón en viejos talleres y discotecas desiertas. Pero muchas habitantes de Ensenada, en su confusión y su hambre, se volvieron hacia dioses disidentes.
Dentro de los confines de aquel barrio podían encontrarse todos los templos habituales. Se adoraba a la Asombrosa Madre del Nido, así como la Artesana del Esputo. La Buena Enfermera presidía el ajado hospital, y las Hermanas Guerreras defendían a las fieles. Pero en las chabolas precarias que se tumoraban junto a los canales industriales, en estancias ocultas por ventanas cegadas, se alzaban plegarias a dioses extraños. Las sacerdotisas se dedicaban al servicio del Diablo Elíctrico o el Cosechador de Aire. Grupos furtivos se reunían en los tejados y cantaban himnos a la Hermana Ala, suplicando el vuelo. Y algunas almas solitarias y desesperadas, como la madre de nido de Lin, rendían pleitesía a Aspecto de Insecto.
Transliteralizado de forma adecuada de la grafía khepri a la de Nueva Crobuzon, el compuesto químico-audio-visual de descripción, devoción y asombro que era el nombre del dios se traducía como Insecto/Aspecto/(masculino)/(firme). Pero los pocos humanos que lo conocían lo llamaban Aspecto de Insecto, y así era como Lin se lo había señalado a Isaac cuando le contó la historia de su niñez.
Desde que tenía seis años, cuando rompió la crisálida que había sido la larva de su cabeza, para convertirse de repente en una cabeza de escarabajo, cuando despertó a la consciencia del lenguaje y el pensamiento, su madre le había enseñado que era una caída en desgracia. La lánguida doctrina del Aspecto de Insecto era que las mujeres khepri estaban malditas. Algún vil defecto por parte de la primera mujer había condenado a sus hijas a una vida cargada con un ridículo y lento cuerpo bípedo, con una mente atiborrada por los inútiles derroteros y complejidades de la consciencia. La mujer había perdido la pureza del insecto de la que disfrutaban Dios y los machos.
La madre de nido de Lin (que despreciaba los nombres como una afectación decadente) le enseñó a ella y a su hermana que Aspecto de Insecto era el señor de toda la creación, la fuerza todopoderosa que conocía solo el hambre, la sed, el celo y la satisfacción. Había defecado el universo tras devorar el vacío en un acto insensato de creación cósmica, más puro y brillante por estar desprovisto de fin o consciencia. Lin y su hermana de nido aprendieron a venerarlo con aterrorizado fervor, y a despreciar la consciencia de sus cuerpos blandos, sin quitina.
También se les enseñó a adorar y servir a sus hermanos sin mente.
Recordando aquellos tiempos, Lin ya no temblaba por la revulsión. Sentada en aquellos recluidos parques de Kinken, observó con cuidado cómo el pasado se desplegaba en su mente, poco a poco, en un acto gradual de reminiscencia que requería coraje. Recordó cómo había llegado poco a poco a comprender que su vida no era normal. En sus raras expediciones para comprar, había visto con horror el desprecio despreocupado con el que sus hermanas trataban a los machos khepri, pateando y aplastando a aquellos insectos sin mente de sesenta centímetros de longitud. Recordó las conversaciones tentativas con las demás niñas, que le enseñaron cómo vivían sus vecinas; su miedo a usar el idioma que conocía de forma instintiva, la lengua que portaba en la sangre, pero que su madre le había enseñado a despreciar.
Recordó el regreso a una casa infestada de machos khepri, el hedor de la verdura y la fruta podrida sembrada para que los sementales la devoraran. Recordó cómo le obligaban a lavar los innumerables caparazones resplandecientes de sus hermanos, a amontonar su estiércol frente al altar de la casa, a dejarles recorrerla y explorar su cuerpo, dirigidos por su curiosidad imbécil. Recordó las discusiones nocturnas con su hermana de nido, desarrolladas con las diminutas oleadas químicas y los suaves siseos que eran los susurros de las khepri. Como resultado de aquellos debates teológicos, su hermana había adoptado el camino opuesto al de ella y se había enterrado tan profundamente en su fe del Aspecto de Insecto que superó a su madre en fanatismo.
Hasta que no cumplió quince años, Lin no se atrevió a desafiar abiertamente a su madre de Nido. Lo hacía en términos que ahora veía como ingenuos y confusos. Lin denunciaba a su madre como una hereje, maldiciéndola en el nombre del panteón mayoritario. Huía del lunático auto desprecio del culto al Aspecto de Insecto, de las angostas calles de Ensenada. Huyó a Kinken.
Comprendió que por eso, a pesar del descontento posterior (su desprecio, en realidad, su odio), había una parte de ella que siempre recordaría Kinken como un santuario. Ahora la presuntuosidad de aquella comunidad insular le asqueaba, pero en la épica de su huida se había emborrachado con ella. Se había refocilado en la arrogante denuncia de Ensenada, había rezado a la Asombrosa Madre del Nido con vehemente deleite. Se había bautizado con un nombre khepri y, lo que era vital en Nueva Crobuzon, con uno humano. Había descubierto que en Kinken, al contrario que en Ensenada, el sistema de enjambres y colmenas creaba complejas y útiles redes de conectividad social. Su madre nunca había mencionado su nacimiento o su crianza, de modo que Lin había tomado la alianza de su primera amiga en Kinken, y le dijo a todo aquel que preguntaba que pertenecía a la Colmena del Ala Roja, Enjambre del Cráneo Felino.
Su amiga le introdujo en el sexo por placer, le enseñó a disfrutar del cuerpo sensual que tenía debajo del cuello. Aquella fue la transición más difícil y extraordinaria. Su cuerpo había sido una fuente de vergüenza y disgusto; realizar actividades sin más propósito que disfrutar de la pura esencia física le había provocado primero nauseas, después terror y, por último, liberación. Hasta entonces solo se había sometido al sexo en la cabeza por orden de su madre, sentándose quieta e incómoda mientras un macho subía por ella y copulaba excitado con su cuerpo de escarabajo, en piadosamente infructuosos intentos de procreación.
Con el tiempo, el odio de Lin hacia su madre de Nido se enfrió poco a poco y se tornó primero desprecio, después lástima. Su disgusto ante la miseria de Ensenada se unió a una especie de comprensión. Y entonces su amor de cinco años con Kinken terminó. Todo comenzó estando en la Plaza de las Estatuas, comprendiendo que eran empalagosas y mal ejecutadas, encarnadoras de una cultura ciega hacia sí misma. Comenzó a ver que Kinken estaba implicado en la subyugación tanto de Ensenada como de las invisibles desahuciadas de Kinken; vio una «comunidad» como mínimo cruel e insensible, y como máximo empeñada en fomentar deliberadamente la miseria de Ensenada para mantener su superioridad.
Con sus sacerdotisas, sus orgías, sus industrias, su secreta dependencia de la economía general de Nueva Crobuzon (cuya vastedad solía mostrarse públicamente en Kinken como algo secundario), Lin comprendió que vivía en un reino insostenible que combinaba la santimonía, la decadencia, la inseguridad y el esnobismo en un extraño y neurótico brebaje. Era un parásito.
Se dio cuenta, para su nauseabunda desgracia, que Kinken era más deshonesto que Ensenada. Pero aquella comprensión no trajo con ella nostalgia por su patética niñez. No regresaría a Ensenada. Y si le volvía la espalda al Kinken como antes lo había hecho con el Aspecto de Insecto, no habría otro sitio donde ir, salvo el exterior.
De modo que aprendió las señales y se marchó.
Lin nunca fue tan insensata como para pensar que podía dejar de ser definida por su raza, al menos en lo concerniente a la ciudad. Y tampoco lo quería. Pero, para ella, dejó de intentar ser una khepri, como una vez había dejado de intentar ser un insecto. Por eso le fascinaban sus sentimientos hacia Ma Francine. No era solo por el hecho de que se enfrentara al señor Motley, comprendió. Había algo al respecto de que fuera una khepri la que lo hiciera, robando sin esfuerzo territorio a aquel hombre vil que la asqueaba.
No pretendía comprender, ni siquiera para sí misma. Se sentó un largo rato a la sombra de las vainillas, los robles, los perales, en el Kinken que había despreciado durante años, rodeada por hermanas para las que era una proscrita. No quería regresar a la «vida khepri», como no quería hacerlo al Aspecto de Insecto. No entendía la fuerza que extraía de Kinken.