Isaac entró en la Universidad de Nueva Crobuzon con una mezcla de nostalgia y malestar. Los edificios del centro habían cambiado poco desde sus tiempos de profesor. Las diversas facultades y departamentos salpicaban Prado del Señor con una arquitectura grandiosa que ensombrecía el resto de la zona.
El cuadrángulo ante el enorme y vetusto edificio de la Facultad de Ciencias estaba cubierto por árboles en flor. Isaac recorrió senderos abiertos por generaciones de estudiantes a través de una helada de pétalos rosas. Subió con premura los peldaños gastados y abrió las grandes puertas.
Mostraba la identificación de la facultad que había expirado siete años atrás, pero no tenía por qué preocuparse. El portero detrás de la mesa era Sedge, un anciano totalmente imbécil que llevaba en la universidad desde mucho antes de que él llegara, y que al parecer no la abandonaría jamás. Saludó a Isaac como siempre hacía en sus irregulares visitas, con un farfullo incoherente de reconocimiento. Isaac le tendió la mano y le preguntó por la familia. Tenía razones para estar agradecido a aquel hombre, ante cuyos ojos había liberado numerosas y caras piezas de equipo de experimentación.
Subió por las escaleras tras superar a los grupos de estudiantes que fumaban, discutían y escribían. A pesar de ser abrumadora la superioridad de varones y humanos, no faltaba el ocasional grupo defensivo de jóvenes xenianos, de mujeres, o de ambos. Algunos estudiantes conducían debates teóricos a un volumen ostentoso. Otros tomaban escuetas notas marginales en sus libros de texto y chupaban sus cigarrillos liados de tabaco pungente. Isaac pasó junto a un grupo que ocupaba el final de un pasillo, practicando lo que acababan de aprender y riendo encantados cuando el diminuto homúnculo creado a partir de un hígado dio cuatro pasos antes de derrumbarse en un cuajo de pulpa palpitante.
El número de estudiantes a su alrededor descendía al recorrer los pasillos y subir las escaleras. Para su irritación y disgusto, descubrió que su pulso se aceleraba al acercarse a su detestable jefe.
Recorrió las salas paneladas de madera y enmoquetadas del ala de administración de la Facultad de Ciencias, y se dirigió hacia el despacho al otro extremo, en cuya puerta rezaba escrito con pan de oro: «Director. Montague Vermishank».
Se detuvo un instante fuera y silbó nervioso. Estaba emocionalmente confuso tratando de mantener la furia y el desagrado de una década detrás de un tono conciliatorio y civilizado. Inspiró profundamente antes de girarse y llamar con los nudillos, abrir la puerta y entrar.
—¿Qué cree usted…? —gritó el hombre detrás del escritorio, antes de detenerse de golpe al reconocer a Isaac—. Ah —dijo tras un largo silencio—. Por supuesto, Isaac. Siéntate.
Isaac obedeció.
Montague Vermishank estaba dando cuenta de su almuerzo, con el rostro macilento y los hombros inclinados sobre la enorme mesa. Tras él había una pequeña ventana. Isaac sabía que daba al exterior, a las amplias avenidas y las grandes casas de Mafatón y Chnum, pero la luz quedaba ahogada por una pesada cortina.
Vermishank no era obeso, pero estaba cubierto por completo por una capa de exceso, un pellejo de carne muerta, como un cadáver. Vestía un traje demasiado pequeño para él, y su necrótica piel blanquecina rezumaba bajo las mangas. El cabello fino estaba peinado y arreglado con neurótico fervor. Bebía una crema grumosa, en la que mojaba pan de vez en cuando; chupaba la masa resultante sin morderla, preocupado por que el pan babeado y rezumante de amarillo no cayera sobre el escritorio. Sus ojos incoloros se clavaron en Isaac.
Este lo observó inquieto y se sintió agradecido por su tamaño y por su piel, del color de la madera ardiendo.
—Te iba a gritar por no llamar a la puerta o por no pedir cita, pero entonces vi que eras tú. Por supuesto. Las reglas normales no se aplican. ¿Qué tal estás, Isaac? ¿Buscas dinero? ¿Necesitas algún trabajo de investigación? —preguntó con su susurro flemoso.
—No, no, nada de eso. En realidad no me va mal —respondió Isaac con bonhomía reprimida—. ¿Qué tal el trabajo?
—Ah, muy bien, muy bien. Estoy preparando un artículo sobre bioignición. He aislado el elemento pirótico de las abejas de fuego. —Se produjo un largo silencio—. Muy emocionante —susurró Vermishank.
—Eso parece, eso parece —replicó Isaac. Se miraron. A Isaac no se le ocurría ninguna otra conversación superficial. Despreciaba y respetaba a Vermishank. Era una combinación insoportable.
—Así que… bueno… —comenzó Isaac—. Para ser franco, he venido para pedir tu ayuda.
—Oh, no.
—Sí… Mira, estoy trabajando en algo que se aparta un poco de mi campo… Ya sabes que soy más teórico que práctico.
—Sí… —la voz de Vermishank destilaba ironía indiscriminada.
Rata de mierda, pensó Isaac. Esa te la paso gratis…
—Bueno —siguió lentamente—. Bueno, esto es… Quiero decir que podría ser, aunque lo dudo… un problema de biotaumaturgia. Quería preguntarte tu opinión profesional.
—Ajá.
—Sí. Lo que quiero saber es: ¿puede alguien ser reconstruido para volar?
—Oooh. —Vermishank se recostó y se limpió la crema de la boca con un trozo de pan. Ahora lucía un mostacho de migas. Palmeó frente a él y retorció los dedos gruesos—. Así que volar…
Su voz tomó un aire de excitación del que antes carecía su tono frío. Podría querer aguijonear a Isaac con su desprecio, pero no podía evitar entusiasmarse con los problemas científicos.
—Sí. Quería saber si se ha hecho antes.
—Sí… se ha hecho… —Vermishank asintió lentamente sin apartar los ojos de Isaac, que se incorporó en su silla y sacó una libreta del bolsillo.
—¿De verdad?
La mirada de Vermishank se desenfocó al concentrarse más.
—Sí… ¿Por qué, Isaac? ¿Te ha pedido alguien que le permitas volar?
—En realidad no puedo… divulgarlo.
—Por supuesto, Isaac. Por supuesto. Porque eres un profesional. Y por ello te respeto. —Sonrió cruel a su invitado.
—Y… ¿cuáles son los detalles? —aventuró Isaac, vigilando sus dientes antes de hablar para controlar su indignación. Que te follen, cerdo manipulador y condescendiente, pensó con furia.
—Oh oh. Bueno… —Isaac se retorció de impaciencia mientras Vermishank alzaba pensativo la cabeza para recordar—. Hubo un gran biofilósofo, años atrás, al final del siglo pasado. Calligine, se llamaba. Se rehizo. —Vermishank sonrió con crueldad y deleite y sacudió la cabeza—. Fue una auténtica locura, pero pareció funcionar. Eran unas enormes alas mecánicas que se desplegaban como abanicos. Escribió un panfleto al respecto. —Miró por encima de su hombro grueso y observó vagamente los estantes de volúmenes que cubrían las pareces. Hizo un gesto con la mano que podía señalar cualquier cosa, salvo la localización del texto de Calligine—. ¿No conoces el resto? ¿No has oído la canción? —Isaac entrecerró los ojos, confundido. Para su desgracia, Vermishank cantó algunos compases con una aflautada voz de tenor—. Y Calli voló a los cielos/con sus alas y un sombrero/Y así marchó una mañana/ tras despedir a su amada/Y se largó hacia el oeste/ Desapareciendo en la tierra de la horrible hueste…
—¡Claro, la he oído! —dijo Isaac—. Nunca pensé que se tratara de alguien de verdad…
—Bueno, nunca estudiaste Biotaumaturgia Básica, ¿no? Recuerdo que cursaste dos años del nivel intermedio, mucho después. Te perdiste mi primera clase. Esa es la historia que uso para animar a nuestros hastiados y jóvenes buscadores del saber por la senda de la ciencia noble. —Vermishank hablaba con un tono totalmente muerto. Isaac notaba cómo su desagrado retornaba con nuevos bríos—. Calligine despareció —siguió el profesor—. Se marchó volando hacia el suroeste, hacia la Mancha Cacotópica. Nunca se le volvió a ver.
Se produjo otro largo silencio.
—Eh… ¿es esa toda la historia? —preguntó Isaac—. ¿Cómo le implantaron las alas? ¿Guardó notas experimentales? ¿Cómo fue la reconstrucción?
—Oh, horrendamente difícil, imagino. Lo más probable es que Calligine experimentara con algunos sujetos antes de lograr sus objetivos… —Vermishank sonrió—. Probablemente pidiera algunos favores al alcalde Mantagony. Sospecho que algunos criminales condenados a muerte disfrutaron de algunas semanas más de vida de las que esperaban. Desde luego, nada de eso se hizo público, pero tiene sentido, ¿no crees? Que hicieran falta algunos intentos antes de obtener resultados. Es decir, tienes que conectar el mecanismo a los huesos y los músculos y yo qué sé a qué más, que a saber para qué servirá…
—Pero ¿y si los músculos y los huesos supieran lo que están haciendo? ¿Y si habláramos de un… de un draco, o algo así, al que le hubieran cortado las alas? ¿Sería posible reemplazarlas?
Vermishank observó pasivo a Isaac, sin mover la cabeza o los ojos.
—Ja… —dijo débilmente, de forma casual—. Crees que eso sería más sencillo, ¿no? Así es, en teoría, pero en la práctica es aún más difícil. He hecho algo así con pájaros y… bueno, con cosas aladas. Para empezar, Isaac, en teoría es perfectamente posible. En teoría, no hay casi nada que no pueda lograrse mediante la reconstrucción. Todo es cuestión de empalmar bien las cosas, y de moldear un poco la carne. Pero el vuelo presenta una extraordinaria dificultad porque tienes que contar con toda clase de variables que tienen que funcionar a la perfección. Mira, Isaac, puedes rehacer a un perro, injertarle una pata serrada o modelarla con un hechizo de arcilla, y el animal se quedará tan contento. No será muy estético, pero andará. Con las alas no puedes hacer eso. Las alas tienen que ser perfectas o no servirán. Es más difícil enseñar a músculos que creen saber cómo volar a hacerlo de otro modo distinto, que enseñar a otros que no tienen ni idea. Los hombros de tu pájaro, o lo que sea que tengas, se confunden con estas alas que no tienen la forma exacta, o el mismo tamaño, o que se basan en aerodinámicas distintas, y terminan impedidos, aun asumiendo que lo conectes todo bien. Así, Isaac, que supongo que la respuesta es que sí, puede hacerse. Este «draco», o lo que sea, puede ser reconstruido para volar de nuevo. Pero no es probable. Es demasiado difícil. No hay biotaumaturgo ni reconstructor que pueda prometer un resultado. O te marchas a encontrar a Calligine y le convences para que te ayude —siseó Vermishank a modo de conclusión— o yo no me arriesgaría.
Isaac terminó de tomar notas y cerró la libreta.
—Gracias, Vermishank. Yo… esperaba que dijeras eso. Esa es tu opinión profesional, ¿no? Bueno, pues tendré que investigar mi otra línea de trabajo, una que no aprobarías en absoluto… —sus ojos se abrieron como los de un chico travieso.
Vermishank asintió lentamente y una sonrisilla enfermiza creció y murió en su boca como un hongo.
—Ja —dijo débilmente.
—Muy bien, entonces. Gracias por tu tiempo, de verdad… —Isaac se puso nervioso al levantarse para marchar—. Lamento la prisa…
—No te preocupes. ¿Necesitas alguna otra opinión?
—Bueno… —Isaac se detuvo con el brazo a medio meter en la chaqueta—. Bueno, ¿has oído hablar de algo llamado mierda onírica?
Vermishank enarcó una ceja. Se reclinó contra la silla y se mordió el pulgar, mirando a Isaac con los ojos entrecerrados.
—Esto es una universidad, Isaac. ¿Crees que una nueva y excitante sustancia ilícita iba a barrer la ciudad sin que ninguno de nuestros estudiantes se sintiera tentado? Claro que he oído hablar de ella. Hace menos de medio año tuvimos la primera expulsión por tráfico de drogas. Un nuevo y brillante psiconómero, de asombrosa capacidad teórica de persuasión. Isaac, Isaac… a pesar de todas tus muchas… eh… indiscreciones… —una pequeña sonrisa afectada trató sin convencer de borrar el insulto inherente—, nunca te hubiera tenido por un… por un catador de drogas.
—No, Vermishank, no lo soy. No obstante, viviendo y operando en el cenagal de corrupción que he escogido, rodeado por bellacos y viles degenerados, tiendo a enfrentarme a cosas como las drogas en las diversas y sórdidas orgías a las que acudo. —Isaac se regañó por perder la paciencia en el mismo momento en que decidía que no había nada más que ganar mediante la diplomacia. Habló alto y sarcástico, disfrutando de su furia—. Lo que pasa es que uno de mis desagradables amigos estaba empleando esta extraña droga, y quería saber más sobre ella. Es evidente que no debería haberle preguntado a alguien de tan altas miras.
Vermishank reía en silencio, sin abrir la boca. Su rostro parecía tallado con aquella sonrisa agriada, con los ojos clavados en Isaac. La única señal de que se reía era el leve movimiento de sus hombros y su ligero mecer adelante y atrás.
—Ja —dijo al fin—. Te veo resquemado, Isaac. —Negó con la cabeza. Isaac se tanteó los bolsillos y abotonó la chaqueta, haciendo ver que estaba dispuesto para irse, negándose a sentirse estúpido. Se giró y se encaminó hacia la puerta, debatiendo los méritos de una frase de despedida.
Vermishank eligió por él.
—Sueños… Ah, esa sustancia no cae precisamente en mi área, Isaac. La farmacología es un campo de la biología algo anticuado. Estoy seguro de que alguno de tus viejos colegas podría decirte más. Buena suerte.
Isaac había optado por no decir nada. No obstante, se despidió con un movimiento pusilánime que él consideró despectivo, pero que podría pasar tanto por gratitud como por una despedida. Cobarde de mierda, se martirizó. Pero no había modo de evitarlo: Vermishank era un poderoso repositorio de conocimientos. Isaac sabía que haría falta mucho para comportarse de forma impenitentemente desagradable con su antiguo jefe. Tenía demasiada experiencia como para cerrarle la puerta de golpe.
De modo que se perdonó su represalia a medias y sonrió por su torpe reacción ante aquel hombre miserable. Al fin había descubierto lo que quería cuando acudió allí. La reconstrucción no era una opción para Yagharek. Se sintió complacido, y era lo bastante honrado como para reconocer lo ignominioso de sus motivos. Su propia investigación se había visto revigorizada por el problema del vuelo, y si la prosaica escultura corporal de la biotaumaturgia aplicada hubiera vencido a la teoría de la crisis, su trabajo se hubiera visto paralizado. No quería perder aquel nuevo impulso.
Yag, viejo, es como yo pensé. Soy tu mejor oportunidad, y tú la mía.