el sol derramándose como una cascada y me regocijo en él cuando mis hombros y cabeza florecen y la clorofila recorre vigorizante toda muy piel y alzo unos grandes brazos espinosos
no me toques como si no estuviera preparado cerdo
¡mira todos esos martillos de vapor! ¡me gustarían si no me hicieran trabajar tanto!
¿es esto
estoy orgulloso de poder decirte que tu padre ha accedido a nuestra unión
¿es esto un
y aquí nado bajo toda esta agua sucia, hacia la negra masa del bote como una gran nube respiro agua hedionda que me hace toser y mis pies palmeados me impulsan adelante
¿es esto un sueño?
luz piel comida aire metal sexo miseria fuego champiñones telarañas barcos tortura cerveza raba pinchos lejía violín tinta peñasco sodomía dinero alas bayas color dioses sierra mecánica huesos rompecabezas bebés hormigón marisco zancos entrañas nieve oscuridad
¿Es esto un sueño?
Pero Isaac sabía que no era un sueño.
Una linterna mágica relumbraba sobre su cabeza, bombardeándolo con una sucesión de imágenes. No se trataba de una zöetrope con una anécdota visual repetida sin fin: era un bombardeo vibratorio de momentos infinitamente variados. Isaac era ametrallado por un millón de esplendentes fragmentos de tiempo. Cada vida fraccionada vibraba al dar paso a la siguiente, y de este modo Isaac alcanzaba a entrever el devenir de las criaturas. Habló el lenguaje químico de las khepri, llorando porque su madre de nido la había castigado y él se burló con un bufido y él y el jefe de los establos oyeron una estúpida excusa del chico nuevo y cerró sus traslúcidos párpados internos y se sumergió bajo las frías aguas de las corrientes montañosas y nadó hacia los demás vodyanoi que copulaban orgiásticos y…
—Oh, Jabber…
Oyó su voz desde lo más profundo de aquella brutal cacofonía emocional. Había más y más y más, y llegaba a toda prisa, y se solapaba y confundía en los límites, hasta que dos o tres o más momentos vitales se sucedían al tiempo.
La luz era brillante, y cuando estaba encendida algunos rostros eran afilados, y otros borrosos e invisibles. Cada astilla separada de vida se movía con concentración portentosa, simbólica. Cada una era gobernada por la lógica onírica. En algún rincón analítico de su mente, Isaac comprendió que no eran, que no podían ser grumos de historia coagulados y destilados en aquella resina pegajosa. La ambientación era demasiado fluida. La consciencia y la realidad se entrelazaban. Isaac no había terminado apresado en las vidas de otros, sino en las mentes de otros. Era un voyeur espiando el último refugio de los acosados. Eran recuerdos. Eran sueños.
Isaac se vio salpicado por el líquido psíquico. Se sentía asqueado. Ya no había sucesión, no había dos tres cuatro cinco seis momentos mentales invasores, iluminados durante un instante por la luz de su propia consciencia. En realidad nadaba en fango, en un pozo aglutinante de zumo onírico que fluía y se entremezclaba, carente de integridad, sangrando lógica e imágenes a lo largo de las vidas y los sexos y las especies, hasta que apenas podía respirar; se ahogaba en la pasta espesa de los sueños y las esperanzas, en recuerdos y reflexiones que nunca habían sido suyos.
Su cuerpo no era más que un saco sin huesos de efluvio mental. En algún punto muy lejano lo oyó gemir y sacudirse sobre la cama con un líquido regurgitar.
Le daba vueltas la cabeza. Dentro de aquella tortura intermitente de emociones y pathos discernió una delgada y constante corriente de disgusto y miedo que reconoció como propios. Se esforzó por alcanzarla a través del lodo de dramas imaginados y vividos por la consciencia. Tocó la náusea incipiente que, sin duda alguna, él sentía en aquel momento, se afianzó, se centró en ella… Isaac se aferró a ella con fervor radical.
Se amarró a su núcleo, sacudido por los sueños a su alrededor. Voló sobre una ciudad de pinchos como una niña de seis años que se reía emocionada en una lengua que nunca había oído, pero que momentáneamente reconoció como propia; se sacudió con inexperta emoción al vivir el sueño erótico de un púber; nadó en estuarios, visitó extrañas grutas y libró batallas rituales. Vagó a través de la pradera lisa que era la mente onírica despierta de los cactos. Las casas mutaban a su alrededor con la lógica de los sueños que parecían compartir todas las razas inteligentes de Bas-Lag.
Nueva Crobuzon aparecía aquí y allí, en su forma onírica, en su geografía recordada o imaginaria, con algunos detalles resaltados y otros ausentes, grandes oquedades entre las calles que eran recorridas en segundos.
Había otras ciudades, otros países, otros continentes en aquellos sueños. Algunos sin duda eran tierras oníricas nacidas tras párpados trémulos. Otros parecían referencias: conductos del sueño hacia lugares sólidos, ciudades, pueblos y aldeas tan reales como Nueva Crobuzon, con arquitecturas y germanías que Isaac ni había visto ni había oído.
Comprendió que el mar de sueños en el que bregaba contenía gotas de muy, muy lejos.
Es menos un mar, pensó emborrachado desde el fondo de su mente liberada, y más un consomé. Se imaginó masticando estólido el cartílago y los menudillos de mentes alienígenas, pedazos de rancio sustento onírico flotando en un delgado coágulo de medio recuerdos. Sintió una arcada mental. Si vomito aquí se me volverá la cabeza del revés, pensó.
Los recuerdos y sueños llegaban en oleadas, transportadas por mareas temáticas. Aun a la deriva en aquella colada de pensamientos aleatorios, Isaac era transportado por las vistas dentro de su cabeza en corrientes reconocibles. Sucumbió a la tentación de los sueños monetarios, una rama de recolección de estíveres y dólares y cabezas de ganado y conchas pintadas y promesas en tabletas.
Se deslizó en una oleada de sueños sexuales: varones cactos eyaculando hacia el suelo, sobre las hileras de bulbos sembrados por las mujeres; khepri restregándose aceite las unas a las otras en amistosas orgías; célibes sacerdotes humanos soñando con sus deseos culpables, ilícitos.
Isaac descendió en espiral en un pequeño remolino de sueños de ansiedad. Una joven humana a punto de comenzar sus exámenes; se descubrió entrando desnuda en la escuela. Un acuartesano vodyanoi cuyo corazón se desbocaba al volver el agua salada del mar a su río; un actor en blanco sobre un escenario, incapaz de recordar una sola línea de su diálogo.
Mi mente es un caldero, pensó, y todos estos sueños están bullendo.
El vertido de ideas llegaba cada vez más rápido y denso. Isaac pensó en ello y trató de aferrarse a la rima, concentrándose en ella e investigándola como un presagio, repitiéndola más y más rápido, más y más densa y densa y rápida, tratando de ignorar la andanada, el torrente de efluvio psíquico.
Era inútil. Los sueños estaban en la mente de Isaac, y no había escapatoria. Soñó que soñaba los sueños de otros, y comprendió que aquel sueño era real.
Lo único que podía hacer era intentar, con febril y aterrada intensidad, recordar cuál de los sueños era el suyo.
Desde algún punto cercano llegó un frenético gorjeo. Se abrió camino a través de la madeja de imágenes que soplaban dentro de su cabeza y creció en intensidad hasta que recorrió su mente como el tema principal.
Los sueños cesaron de repente.
Isaac abrió los ojos demasiado rápido y maldijo por el dolor que la luz provocó en su cabeza. Levantó la mano y la sintió frotar su frente como una enorme y vaga pala. La utilizó para cubrirse los ojos.
Los sueños se habían terminado. Se arriesgó a mirar entre los dedos. Era de día. Había luz.
—Por… el ano… de Jabber… —susurró. El esfuerzo le provocó un dolor de cabeza.
Aquello era absurdo. No tenía la sensación de pérdida de tiempo. Lo recordaba todo con claridad. Más bien al contrario, su memoria inmediata parecía amplificada. Tenía una sensación lúcida de haberse sacudido, de haber sudado y gemido bajo la influencia de la mierda onírica durante media hora, no más. Pero allí estaba… Se aventuró a abrir los párpados para mirar el reloj. Eran las siete y media de la mañana, horas y horas después de que consiguiera llegar hasta la cama.
Se incorporó sobre los codos y se examinó. La piel oscura estaba resbaladiza, grisácea. Le hedía el aliento. Comprendió que debía de haber estado tumbado, prácticamente quieto, durante toda la noche. Las mantas apenas estaban alteradas.
El temeroso trino que lo había despertado comenzó de nuevo. Isaac sacudió la cabeza irritado y buscó su fuente. Un pequeño pájaro trazaba círculos desesperados en el aire, en el interior del almacén. Lo reconoció como uno de los reluctantes fugados de la noche pasada, un reyezuelo, evidentemente asustado por algo. Mientras miraba a su alrededor para descubrir qué ponía tan nervioso al pájaro, el esbelto cuerpo reptiliano de un aspis voló como una saeta desde una esquina de la pasarela a la otra y apresó al pequeño pájaro a su paso. Las advertencias del reyezuelo se cortaron de forma abrupta.
Isaac se tambaleó con torpeza fuera de la cama y trazó círculos confusos.
—Notas —se dijo—. Tomar notas.
Buscó papel y lápiz de su mesa y comenzó a registrar todos sus recuerdos sobre la mierda onírica.
—¿Qué coño fue eso? —susurró mientras escribía—. Algún tarado haciendo un estupendo trabajo de reproducción de la bioquímica de los sueños, o accediendo a su fuente… —se masajeó otra vez la cabeza—. Dios, ¿qué clase de engendro se come eso…? —Se incorporó un momento y observó al ciempiés cautivo.
Estaba totalmente quieto. Isaac abrió la boca en un gesto idiota, antes de lograr dar voz a las palabras.
—Oh-dioses-míos. Oh-mierda.
Cruzó despacio y nervioso la estancia, sin ganas de seguir, temeroso de ver lo que estaba viendo. Se acercó a la jaula.
Dentro, una colosal masa de carne de gusano de hermosos colores se agitaba descontenta. Isaac se incorporó incómodo sobre aquel ser enorme. Podía sentir las extrañas y débiles vibraciones de molestia alienígena en el éter a su alrededor.
El ciempiés al menos había triplicado su tamaño de la noche a la mañana. Ahora medía unos treinta centímetros, y su grosor era el proporcional. La apagada magnificencia de sus patrones cromáticos había regresado a su inicial barniz… con intereses. El vello de aspecto pegajoso de la cola se había transformado en gruesas cerdas. No disponía de más de quince centímetros de espacio a su alrededor, y se apretaba débilmente contra los límites de su nido.
—¿Qué te ha pasado? —siseó Isaac.
Se retiró y observó a la criatura, que agitaba la cabeza ciega. Pensó rápidamente en el número de trozos de mierda que le había dado al gusano. Miró a su alrededor y vio el envoltorio que contenía el resto de la droga, allá donde lo había dejado. El bicho no había salido y se lo había comido. Isaac comprendió que no había modo de que las bolas de droga que había dejado en la jaula contuvieran ni de lejos el número de calorías que el ciempiés había empleado para crecer durante la noche. Aunque hubiera intercambiado gramo a gramo lo que había ingerido, no habría podido alcanzar un incremento de aquella magnitud.
Tenía que sacarlo de la jaula, pues parecía patético, encerrado sin remedio en aquel espacio angosto. Isaac se retiró, un poco asustado y algo asqueado ante la idea de tocar a aquel ser extraordinario. Al final cogió la caja, tambaleándose ante el enorme peso aumentado, y la sostuvo sobre el suelo de una jaula mucho mayor sobrante de sus experimentos, un pequeño aviario de tela de gallinero de metro sesenta de altura, y que contuvo a una pequeña familia de canarios. Abrió el frente de la celda y depositó al grueso gusano sobre el serrín, cerró después a toda prisa y aseguró el pestillo.
Se acercó para contemplar al cautivo realojado.
Ahora parecía mirarlo directamente, y pudo sentir sus infantiles peticiones de desayuno.
—Oye, espérate —le dijo—. Yo ni siquiera he comido todavía.
Se retiró incómodo antes de girarse y dirigirse al salón.
Durante su desayuno, consistente en fruta y pasteles helados, comprendió que los efectos de la mierda onírica desaparecían muy rápido. Podrá ser la peor resaca del mundo, pensó irónico, pero al menos desaparece en menos de una hora. No me extraña que esos malditos adictos repitan.
Desde el otro lado de la estancia, el ciempiés se arrastraba por el suelo de su nueva jaula. Hocicaba desdichado alrededor del polvo, antes de incorporarse de nuevo y agitar la cabeza en dirección al paquete de droga.
Isaac se dio una bofetada.
—Oh, mierda —dijo. Vagas emociones de malestar y curiosidad experimental se combinaban en su cabeza. Era una emoción infantil, como la de los niños y niñas que quemaban insectos con una lupa. Se incorporó y metió una gran cuchara de madera en el envoltorio. Acercó la masa coagulada al ciempiés, que casi bailó de excitación al ver, u oler, o sentir de algún otro modo, la llegada de la mierda onírica. Isaac abrió una pequeña compuerta instalada a tal efecto en la parte trasera de la jaula y volcó las dosis. De inmediato, el ciempiés alzó la cabeza y cayó sobre la mezcla grumosa. Ahora su boca era lo bastante grande como para que su funcionamiento se apreciara con claridad. Abrió las fauces y engulló con voracidad el poderoso narcótico.
—Esa —dijo Isaac— es la jaula más grande en la que te voy a meter, así que tómatelo con calma, ¿eh? —Se alejó para vestirse, sin apartar la mirada de la criatura.
Recogió y olió las diversas prendas tiradas por toda la estancia. Se puso una camisa y unos pantalones que no olían mal y que tenían pocas manchas.
Será mejor que haga una lista de tareas, pensó sombrío. Lo primero, matar a palos a Lucky Gazid. Se acercó a su mesa. El diagrama de la Teoría Unificada de Campos que realizara para Yagharek seguía encima de la pila de papeles. Apretó los labios y lo estudió. Lo recogió y observó pensativo el lugar donde el ciempiés masticaba feliz. Aquella mañana tenía que hacer algo más.
No tiene sentido retrasarlo, pensó reluctante. Es posible que pueda avanzar en lo de Yag y aprender un poco sobre mi nuevo amigo… Lanzó un profundo suspiro y se remangó la camisa. Después, se sentó frente a un espejo para un raro y superficial acicalamiento. Se atusó inexperto el cabello y buscó una camisa más limpia, rezumando resentimiento.
Garabateó una nota a David y Lublamai, y comprobó que su ciempiés gigante estaba bien y que no podía escapar. Después bajó las escaleras y, tras clavar su mensaje en la puerta, salió a un día lleno de afiladas cuchillas de luz. Con un suspiro, se dispuso a encontrar un taxi madrugador que lo llevara a la universidad para visitar al mejor biólogo, filósofo natural y biotaumaturgo que conocía: el odioso Montague Vermishank.