Isaac no pudo persuadir a Yagharek para que se quedara en el almacén. El garuda se negaba a explicar sus objeciones. Simplemente desapareció en la noche, un despojo proscrito pese a su orgullo, para dormir en alguna zanja, alguna chimenea, alguna ruina. Ni siquiera aceptó su comida. Isaac se quedó en la puerta de la nave, viéndolo alejarse. La capa oscura del garuda se ceñía al armazón de madera, a las alas falsas.
Isaac cerró la puerta, regresó a su pasarela y observó las luces deslizarse por el Cancro. Reposó la cabeza sobre los puños y escuchó el tic tac del reloj. Los sonidos salvajes de la Nueva Crobuzon nocturna se abrían paso, embaucando a los muros. Oyó la música melancólica de las máquinas, los barcos y las fábricas.
En la planta baja, el constructo de David y Lublamai parecía cloquear suavemente al ritmo del reloj.
Recogió sus esquemas de la pared. Algunos que creía buenos los guardó en su grueso portafolio. Muchos los valoró con ojo crítico y los tiró. Se tumbó sobre su prominente barriga, rebuscó debajo de la cama y sacó un polvoriento ábaco y una regla de cálculo.
Lo que necesito, pensó, es ir a la universidad y liberar una de sus máquinas diferenciales. No sería fácil. La seguridad de aquellos artefactos era neurótica. Isaac comprendió de repente que tendría la ocasión de revisar los sistemas de guardia por sí mismo; al día siguiente iba a la universidad para hablar con su detestado empleador, Vermishank.
No es que Vermishank le diera mucho trabajo últimamente. Habían pasado meses desde que recibiera una carta con aquella letra apretada, en la que le decía que se requerían sus servicios en alguna abstrusa teoría, o quizá en un derrotero sin sentido. Isaac no podía negarse a aquellas «peticiones». Hacerlo sería poner en peligro sus privilegios de acceso a los recursos de la universidad, y por tanto a una rica veta de equipo que saqueaba más o menos a voluntad. Vermishank no hacía nada por restringir los privilegios de Isaac, a pesar de su cada vez más tenue relación profesional, y a pesar de que, probablemente, notara la relación entre la desaparición del material y su programa de investigación. Isaac no entendía el motivo. Probablemente lo haga para mantener su poder sobre mí, pensó.
Comprendió que sería la primera vez en su vida que buscara a Vermishank, pero tenía que verlo. Aunque se sentía comprometido con su nueva aproximación, su teoría de la crisis, no podía volver la espalda a tecnologías más o menos mundanas, como la reconstrucción, sin antes consultar la opinión de uno de los principales biotaumaturgos de la ciudad respecto al asunto de Yagharek. Obrar de otro modo no sería profesional.
Se hizo un rollito de jamón y una taza de chocolate frío, y se aceró al pensar en Vermishank. Le disgustaba por una enorme variedad de razones. Una de ellas era política. Después de todo, la biotaumaturgia era un modo educado de describir una experiencia, uno de cuyos usos era arrancar y recrear la carne para unirla de modos antinaturales, manipularla dentro de unos límites dictados solo por la imaginación. Por supuesto, las mismas técnicas podían sanar y reparar, pero esa no era su aplicación habitual. Nadie tenía pruebas, por supuesto, pero a Isaac no le sorprendería nada que algunas de las investigaciones de Vermishank se hubieran desarrollado en las fábricas de castigo. Tenía la habilidad necesaria para ser un extraordinario escultor de la carne.
Se produjo un golpe en la puerta y alzó la mirada sorprendido. Casi eran las once de la noche. Dejó su cena y se apresuró escaleras abajo. Abrió la puerta y se encontró frente a un Lucky Gazid de aspecto vicioso.
¿Qué coño es esto?, pensó.
—Isaac, mi hermano, mi… engreído, desmañado… mi amor —gritó Gazid en cuanto lo vio, mientras pensaba en más adjetivos. Isaac lo arrastró dentro cuando llegaron luces por la carretera.
—Lucky, completo gilipollas, ¿qué quieres?
Gazid caminaba de un lado a otro demasiado rápido. Tenía los ojos muy abiertos, prácticamente dando vueltas por toda su cabeza. Pareció ofendido por el tono de Isaac.
—Calma, tío, tranquilidad, no hace falta ser maleducado, ¿eh? Estoy buscando a Lin. ¿Está aquí? —dijo entre risas repentinas.
Ah, pensó Isaac con cuidado. Aquello era peliagudo. Lucky era de los Campos Salacus, y conocía el secreto a voces sobre Isaac y Lin. Pero aquello no eran los Campos.
—No, Lucky, no está. Y aunque fuera así, por cualquier motivo, no tienes ningún derecho a venir a dar golpes en medio de la noche. ¿Para qué la quieres?
—No está en casa. —Gazid se giró y subió por las escaleras, hablando a Isaac sin volver la cabeza—. Pasaba por aquí, pero supongo que está dándole al arte, ¿eh? Me debe dinero, me debe una comisión por conseguirle ese pedazo de trabajo y arreglarle la vida. Supongo que allí es donde anda ahora, ¿no? Necesito pillar…
Isaac sacudió la cabeza con exasperación y saltó detrás de Gazid.
—¿De qué coño hablas? ¿Qué trabajo? En estos momentos está haciendo algo propio.
—Sí, claro, tío, lo que tú digas —aceptó Gazid con un peculiar fervor ausente—. Pero me debe pasta. Estoy desesperado, Isaac… Préstame un noble…
Isaac comenzaba a enfadarse. Cogió a Gazid por sus escuálidos brazos de drogadicto para detenerlo, lo que consiguió a pesar de la patética resistencia.
—Escucha, Lucky, pequeño gilipollas. ¿Cómo vas a estar desesperado, si estás tan puesto que apenas te tienes de pie? ¿Cómo te atreves a venir a mi casa, drogata de mierda…?
—¡Ey! —gritó Gazid de repente. Sonrió irónico a Isaac, cortando su perorata—. No estará Lin, pero yo sigo queriendo algo. Y quiero que me ayudes, o no sé lo que podría terminar diciendo. Si Lin no me ayuda lo harás tú, su caballero de brillante armadura, su amante insecto, su pajarito…
Isaac armó un puño grueso y lo descargó sobre el rostro de Lucky Gazid, enviando al hombrecillo algunos metros por el aire.
Gazid chilló de asombro y terror, arrastrándose por el suelo de madera hacia las escaleras. Un reguero de sangre surgía de su nariz. Isaac se limpió la sangre de los nudillos y se acercó a él. Estaba frío por la rabia.
¿Crees que voy a dejarte hablar así? ¿Crees que puedes chantajearme, mierdecilla?, pensó.
—Lucky, más te vale largarte echando hostias si no quieres que te arranque la cabeza.
Gazid se puso como pudo en pie y rompió a gritar.
—¡Estás como una puta cabra, Isaac! Creía que éramos amigos…
El moco, las lágrimas y la sangre se mezclaban en el suelo.
—Sí, pues mira, creíste mal, ¿no, viejo? No eres más que un puto desgraciado, un… —Isaac se detuvo y observó atónito.
Gazid estaba inclinado contra las jaulas vacías sobre las que descansaba la caja del ciempiés. Isaac podía ver al grueso gusano agitándose, excitado, retorciéndose desesperado contra la cárcel de alambre, temblando con repentinas reservas de energía hacia Gazid.
Lucky aguardaba, aterrorizado, a que Isaac terminara.
—¿Qué? —aulló—. ¿Qué vas a hacer?
—Cállate —siseó Isaac.
El ciempiés era más delgado de lo que había sido al llegar, y sus extraordinarios colores de pavo real se habían apagado; pero sin duda estaba vivo. Se agitaba por la pequeña jaula, tanteando el aire como el dedo de un ciego, dirigiéndose hacia Gazid.
—No te muevas —siseó Isaac, acercándose. El aterrado Gazid obedeció y siguió su mirada, abriendo los ojos al ver al enorme gusano moviéndose en la jaula, tratando de encontrar el modo de llegar hasta él. Apartó la mano de la caja con un grito y comenzó a alejarse. Al instante, el ciempiés cambió de dirección, intentando seguirlo.
—Es fascinante —dijo Isaac. Mientras observaba, Gazid se incorporó y se cogió la cabeza, sacudiéndola de repente con violencia, como si estuviera llena de insectos.
—¿Q… qué le pasa a mi cabeza? —tartamudeó.
Al acercarse más, Isaac también pudo sentirlo. Retazos de sensaciones alienígenas se deslizaban como veloces anguilas a través de su cerebelo. Pestañeó y tosió un poco, hipnotizado durante unos breves y repentinos instantes por sensaciones y emociones que no eran las de su garganta bloqueada. Sacudió la cabeza y cerró con fuerza los ojos.
—Gazid —saltó—, anda lentamente a su alrededor.
Lucky Gazid obedeció, y el ciempiés se volcó en su ansioso intento por enderezarse, por seguirlo, por rastrearlo.
—¿Por qué me quiere esa cosa? —gimió Gazid.
—No tengo ni idea —replicó Isaac con aspereza—. Está ansioso. Parece que quiere algo que tienes, viejo. Vacía lentamente los bolsillos. No te preocupes, no te voy a quitar nada.
Gazid comenzó a sacar trozos de papel y pañuelos de los pliegues de su chaqueta y sus pantalones sucios. Titubeó antes de buscar y sacar dos gruesos paquetes de sus bolsillos interiores.
El gusano se volvió loco. Los desorientadores fragmentos de sentimientos sinestéticos volvieron a abrumarlos a los dos.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Isaac con los dientes apretados.
—Este es de shazbah —dijo Gazid dubitativo, agitando el primer paquete frente a la jaula. El gusano no reaccionó—. Este otro es mierda onírica. —Sostuvo el segundo envoltorio sobre la cabeza del ciempiés, que trató de sostenerse sobre su zona trasera con tal de alcanzarlo. Sus lamentos piadosos apenas audibles, eran claros.
—¡Ahí está! —dijo Isaac—. ¡Eso es! ¡Ese bicho quiere mierda onírica! —Isaac alargó la mano hacia Gazid y chasqueó los dedos—. Dámelo.
Gazid titubeó antes de entregarle el paquete.
—Hay mucho, tío… hay un huevo de pasta… —protestó—. No puedes quedártelo, tío.
Isaac le arrebató el paquete, que pesaba algo más de un kilo. Lo abrió, provocando nuevos lamentos emocionales que perforaron sus cabezas. Isaac se encogió ante aquella súplica insistente e inhumana.
La mierda onírica era una masa de bolitas marrones y pegajosas que olían como el azúcar quemado.
—¿Qué es esto? —preguntó Isaac—. He oído hablar de ello, pero no tengo ni idea.
—Es nuevo, Isaac. Y caro. Lleva fuera un año, o así. Es… potente.
—¿Qué hace?
—No sabría describirlo. ¿Quieres comprar un poco?
—¡No! —replicó secamente Isaac, antes de dudar—. Bueno… no para mí, por lo menos. ¿Cuánto me costaría este paquete?
Gazid titubeó, sin duda preguntándose hasta qué punto podía exagerar.
—Eh… unas treinta guineas.
—Vete a la mierda, Lucky… Eres malísimo, tío. Te lo compro por… por diez.
—Hecho —respondió Gazid al instante.
Mierda, pensó Isaac. Me ha timado. Estaba a punto de protestar, pero de repente se lo pensó mejor. Miró con cuidado a Gazid, que comenzaba otra vez a pavonearse, aunque su cara siguiera cubierta de mocos y sangre.
—Hecho, pues. Tenemos un trato. Escucha, Lucky —dijo Isaac con tono neutro—. Puede que quiera más porquería de esta, ¿entiendes? Y, si nos llevamos bien, no hay motivo alguno para que no te tenga como mi… suministrador en exclusiva. ¿Sabes a qué me refiero? Pero si surgiera cualquier asunto que sembrara la discordia en nuestra relación, desconfianza y cosas así, tendría que buscarme a otro. ¿Captas?
—Isaac, colega, no digas más… Compañeros, eso es lo que somos.
—Por supuesto —respondió Isaac solemne. No era tan estúpido como para confiar en Lucky Gazid, pero al menos de ese modo podría tenerlo endulzado. No era probable que Gazid mordiera la mano que lo alimentaba, al menos de momento.
Esto no puede durar, pensó Isaac, pero de momento funcionará.
Sacó uno de los grumos húmedos y pegajosos del paquete. Era del tamaño de una aceituna grande, embadurnado con una espesa mucosa de rápido secado. Después, retiró la tapa de la caja del ciempiés unos centímetros y dejó caer la almendra de droga. Se acuclilló para observar a la larva a través de los alambres frontales.
Sus ojos parpadearon, como si los recorriera la estática. Durante un momento no pudo enfocar la visión.
—Vaya… —gimió Lucky a su espalda—. Tengo algo raro en la cabeza…
Isaac notó una breves náuseas, antes de verse incendiado por el éxtasis más consumidor y libre de compromiso que hubiera sentido jamás. Después de menos de medio segundo, aquellas sensaciones inhumanas lo abandonaron al instante. Se sentía como si lo hubieran hecho por la nariz.
—Por Jabber… —musitó. Su visión fluctuó antes de aclararse y cobrar una inusual claridad—. Este pequeño cabrón es una especie de empata, ¿no?
Observó al ciempiés, sintiéndose como un mirón. La criatura estaba dando vueltas alrededor de la droga como si fuera una serpiente aplastando a su presa. Las fauces estaban firmemente sujetas a la parte superior de la pieza, y masticaba lasciva con un hambre de intensidad intemperante. Las mandíbulas laterales rezumaban baba. Devoraba la comida como un niño comiendo budín de tofe en la Fiesta de Jabber. La mierda onírica desaparecía rápidamente.
—La madre que lo parió —dijo Isaac—. Va a querer más que eso. —Depositó cinco o seis bolas más en la jaula. El gusano se deslizaba feliz alrededor de la pegajosa colección.
Isaac se incorporó. Miró a Lucky Gazid, que observaba al ciempiés comiendo con una beatífica sonrisa.
—Lucky, viejo amigo, me parece que acabas de salvar mi pequeño experimento. Muchas gracias.
—Soy un salvavidas, ¿no, Isaac? —Gazid giró en una fea pirueta—. ¡Salvavidas! ¡Salvavidas!
—Sí, eso eres ahora, hijo, pero cállate un poco. —Isaac consultó el reloj—. Aún me queda algo de trabajo, así que pórtate bien y márchate, ¿ok? De buen rollo, Lucky… —Titubeó antes de presentarle la mano—. Siento lo de tu nariz.
—Oh —Gazid parecía sorprendido. Se tanteó con cuidado el rostro ensangrentado—. Bueno, da igual…
Isaac se acercó a su mesa.
—Voy por tu dinero. Espera. —Rebuscó entre los cajones, hallando al fin su cartera para sacar una guinea. —Espera. Tengo más en alguna parte. Un momento… —Se arrodilló junto a la cama y comenzó a apartar montones de papeles, reuniendo los estíveres y shekel que iba encontrando.
Gazid se acercó al paquete de mierda onírica que Isaac había dejado sobre la caja del ciempiés. Miró pensativo a Isaac, que rebuscaba bajo la cama con la cara pegada al suelo. Cogió dos bolas de mierda del pegajoso montón y miró de nuevo, para comprobar si le habían descubierto. El científico decía algo por charlar, pero las palabras quedaban apagadas por la cama.
Gazid deambuló lentamente hacia él. Tomó un envoltorio de caramelo de su bolsillo y lo utilizó para cubrir una de las dosis, dejándola caer en el mismo sitio. Una sonrisa idiota germinó y floreció en su rostro, mientras observaba el segundo pedazo.
—Deberías conocer lo que prescribes, Isaac —susurró—. Eso es ética… —reía encantado.
—¿Qué es esto? —gritó Isaac. Comenzó a salir poco a poco de debajo de la cama—. Lo he encontrado. Sabía que había dinero en el bolsillo de alguno de los pantalones…
Lucky Gazid peló rápidamente la parte superior del rollito de jamón que esperaba a medio comer sobre la mesa, y deslizó la droga dentro del espacio cubierto de mostaza que quedaba bajo una hoja de lechuga. Reemplazó la tapa del rollo y se alejó de la mesa.
Isaac se incorporó y se volvió había él, polvoriento y sonriente. En las manos tenía un manojo de billetes y algo de cambio.
—Esto son diez guineas. Tío, negocias como todo un profesional.
Gazid tomó el dinero y se marchó rápidamente escaleras abajo.
—Gracias, Isaac —dijo—. Muchas gracias.
Isaac se sintió algo contrariado.
—Muy bien, pues. Contactaré contigo cuando necesite más mierda de esa, ¿vale?
—Sin dudarlo, gran hermano…
Gazid se escurrió como pudo fuera del almacén, cerrando la puerta tras él con un rápido gesto. Isaac oyó sus risas mal disimuladas mientras se alejaba cloqueando en la oscuridad.
¡Por la cola del diablo!, pensó. Odio negociar con drogadictos. Menudo montón de mierda… Negó con la cabeza y regresó a la jaula del ciempiés.
El gusano ya había comenzado con la segunda bola de la droga pegajosa. Imprevisibles y pequeñas ondas de felicidad entomóloga se derramaban por la mente de Isaac. La sensación era desagradable. Se retiró. Mientras observaba, el gusano dejó de comer y se limpió con delicadeza el residuo pegajoso. Después volvió a empezar, manchándose de nuevo para comenzar el ciclo.
—Pequeño cabrón, ¿te gusta, eh? —musitó—. ¿Está bueno, eh? ¿Te gusta? Hmm, estupendo.
Se acercó a la mesa y recogió su propia cena. Se giró para observar aquella pequeña forma multicolor agitándose, mientras daba un bocado al rollito; torció el gesto ante el pan, un poco pasado, y la ensalada mustia. Al menos el chocolate era bueno.
Se limpió la boca y regresó a la jaula del gusano, preparándose para las peculiares oleadas empáticas. Se acuclilló y observó a la famélica criatura devorando. Era difícil asegurarlo, pero pensó que sus colores ya eran más brillantes.
—Serás un buen sustituto para que no me obsesione con la teoría de la crisis, ¿de acuerdo? ¿Te apetece, pequeño cabrón agusanado? No te he visto en los libros de texto, ¿sabes? ¿Eres tímido? ¿Es eso?
Una descarga de psique retorcida golpeó a Isaac como el virote de una ballesta. Se tambaleó y cayo al suelo.
—¡Ou! —chilló, mientras trataba de alejarse de la jaula—. No soporto tus berridos empáticos, pequeñajo… —Se puso en pie y se acercó a la cama, frotándose las sienes. Justo cuando llegó, otro espasmo de emociones alienígenas pulsó violento en su cabeza. Sus rodillas se doblaron y cayó a la cama, apretándose las sienes—. ¡Ah, mierda! —Estaba alarmado—. Te estás pasando, te estás haciendo demasiado fuerte…
De repente fue incapaz de hablar. Se quedó totalmente quieto hasta que un tercer e intenso ataque inundó sus sinapsis. Aquellos eran diferentes, comprendió, no eran como los quejumbrosos lamentos psíquicos del extraño gusano que tenía a tres metros. Su boca se secó de repente y pudo saborear la ensalada mustia. Pulpa. Alpiste. Fruta madura.
Mostaza grumosa.
—Oh, no… —musitó. Su voz se agitó al comenzar a comprender—. Oh, no, no, no, no, Gazid, maldito hijo de puta, cabrón de mierda, te voy a arrancar los huevos…
Se aferró al borde de la cama con manos que temblaban violentamente. Sudaba, y su piel tenía el aspecto de la piedra.
Métete en la cama, pensó desesperado. Métete debajo de las sábanas y supera el viaje. Miles de personas lo hacen por placer todos los días, por el amor de Jabber…
Su mano se arrastró como una tarántula drogada por los pliegues de la manta. No lograba dar con el mejor modo de meterse bajo las sábanas, debido al modo en que se doblaban sobre sí mismas y alrededor de la cama: las dos ondas de ropa de cama eran tan similares que Isaac se convenció de repente de que eran parte de la misma unidad textil ondulante, y que bisecarlas sería espantoso, de modo que se enrolló sobre la manta y se encontró nadando en los intrincados pliegues retorcidos de algodón y lana. Nadó arriba y abajo, moviendo los brazos con un movimiento enérgico, infantil, escupiendo, abriendo y cerrando los labios con sed prodigiosa.
Mírate, cretino, se burló una sección de su mente con desprecio. ¿Te parece digno?
Pero no prestó atención. Estaba feliz nadando suavemente en la cama, boqueando como un animal moribundo, tensando el cuello de forma experimental y empujándose con los ojos.
Sintió crecer la presión en la nuca. Observó una gran puerta, la de un sótano, instalada en la pared de la esquina más ignorada de su cerebelo. La puerta traqueteaba. Algo estaba intentando escapar.
Rápido, pensó Isaac. Atráncala…
Pero podía sentir el poder creciente de aquello que pugnaba por escapar. La puerta era una caldera rezumante de pus, presta a reventar, como la faz sin rasgos de un perro de músculos colosales, luchando ominoso y silencioso contra sus cadenas, como el mar batiendo sin descanso el muro desmenuzado del puerto.
Algo en la mente de Isaac se liberó con una explosión.