Cuando Lin despertó con la cabeza de Isaac junto a la suya, se quedó mirándolo un largo rato. Dejó que sus antenas vibraran ante su aliento. Pensó en que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pudo disfrutar así de él.
Se giró con cuidado hacia un lado y lo acarició. Él murmuró algo y cerró la boca. Sus labios se fruncieron y abrieron al respirar. Lin pasó las manos por todo su cuerpo.
Estaba contenta consigo misma y orgullosa de lo que había hecho la noche anterior. Se había sentido sola y desdichada y se había arriesgado, e Isaac se había enfurecido al verla aparecer sin avisar en su zona de la ciudad. Pero había conseguido que todo saliera bien.
No había tenido intención de jugar con la simpatía de Isaac, pero la furia se había convertido al instante en preocupación por su extraño proceder. Ella comprendió con vaga satisfacción que estaba claramente agotada y deprimida, que no tenía que convencerlo de su necesidad de mimo. Isaac incluso reconoció las emociones en el movimiento de su cuerpo de insecto.
Los intentos de Isaac por que no lo vieran como su amante tenían un lado positivo: cuando andaban juntos por la calle, sin chocarse, a paso lento, imitaban la timidez del cortejo de los jóvenes humanos.
Los khepri no tenían un equivalente para ello. El sexo procreativo con su cuerpo superior era una desagradable tarea realizada por deber demográfico. Los khepri macho eran escarabajos sin mente, como el cuerpo superior de las hembras, y la sensación de tenerlos arrastrándose para montar la propia cabeza era algo que Lin, por suerte, no había experimentado desde hacía años. El sexo por diversión entre hembras era un asunto comunitario y tumultuoso, pero con cierto ritual. Las señales de flirteo, rechazo y aceptación entre individuos o grupos eran tan formales como una danza. No había ni rastro del erotismo nervioso de los humanos.
Lin se había sumergido lo bastante en la cultura humana como para reconocer la tradición a la que recurría Isaac cuando paseaban juntos por la ciudad. A ella le había encantado el sexo con su propia raza antes de su ilícito romance, e intelectualmente se burlaba de los inútiles e incomprensibles tartamudeos que oía de los humanos en celo por toda Nueva Crobuzon. Pero, para su sorpresa, a veces sentía en Isaac el mismo compañerismo tímido e incierto… y le gustaba.
Había crecido la noche anterior, mientras recorrían las frías calles hacia la estación y atravesaban la ciudad hacia Galantina. Uno de los mejores efectos, por supuesto, era que la liberación sexual, cuando al fin se hacía posible, era mucho más intensa.
Isaac la había agarrado al cerrar la puerta y ella le había devuelto el abrazo, rodeándolo con sus brazos. La lujuria llegó de inmediato. Ella lo apartó de sí, abrió el caparazón y le pidió que le acariciara las alas, lo que él hizo con dedos trémulos. Le hizo esperar mientras disfrutaba de su devoción, antes de arrastrarlo a la cama. Giró con él hasta que lo dejó tumbado de espaldas, momento en el que se quitó la ropa y tiró de la de Isaac. Lo montó mientras él le acariciaba el duro cuerpo superior, mientras recorría con sus manos el cuerpo femenino, sus pechos, aferrando sus caderas al ritmo del vaivén.
Después él le hizo la cena. Comieron y hablaron, pero no le contó nada sobre el señor Motley. Se sentía incómoda cuando le preguntaba por qué estaba tan melancólica aquella noche. Comenzó a decirle una media verdad sobre una vasta y compleja escultura que no podía enseñarle a nadie, lo que significaba que no competiría en el concurso Shintacost, pues la dejaba totalmente agotada, todo ello en un lugar de la ciudad que había descubierto y del que no podía hablarle.
Él estaba atento. Quizá fuera algo estudiado, pues sabía que a veces Lin se ofendía ante su distracción cuando estaba en un proyecto. Le suplicó que le dijera en qué estaba trabajando.
Por supuesto, no podía hacerlo.
Se fueron a la cama limpiándose migas y semillas, e Isaac la abrazó en su sueño.
Cuando despertó, Lin disfrutó durante unos interminables minutos de la presencia de su amado, antes de levantarse y freírle algo de pan para desayunar. Cuando él se levantó ante el olor, le dio un beso juguetón en el cuello y en la panza del cuerpo superior. Ella le acarició las mejillas con las patas de la cabeza.
«¿Tienes que trabajar esta mañana?», le señaló desde el otro lado de la mesa, mientras masticaba unas uvas con las mandíbulas.
Isaac levantó incómodo la vista de su pan.
—Eh… la verdad es que sí, amor —murmuró.
«¿Cómo?».
—Bueno… tengo muchas cosas en casa, todos esos pájaros y demás, pero es un poco ridículo. Mira, he estudiado palomas, petirrojos, Jabber sabe qué más, pero aún no he visto de cerca un puto garuda. Así que me voy de caza. Lo he estado retrasando, pero ha llegado la hora. Me voy a Salpicaduras. —Hizo una mueca y dejó que ella lo asimilara, tomando otro bocado. Cuando tragó, alzó la cabeza y la miró desde debajo de sus cejas pobladas—. No creo que… ¿quieres venir?
«Isaac», señaló ella de inmediato, «no digas eso si no lo dices de verdad, porque claro que quiero ir, y te diré que sí si no tienes cuidado. Incluso a Salpicaduras».
—Mira, lo digo… lo digo en serio. De verdad. Si no vas a trabajar esta mañana en tu obra maestra, vente a dar una vuelta. —La convicción de su voz se reforzaba mientras hablaba—. Vamos, podrás ser mi ayudante de laboratorio móvil. No, ya sé lo que puedes hacer: serás mi heliotipista por hoy. Tráete la cámara. Necesitas un descanso.
Isaac comenzaba a envalentonarse. Dejaron la casa juntos, sin mostrar él señal alguna de incomodidad. Vagaron un poco hacia el noroeste por la calle Shadrach, hacia la estación de los Campos Salacus, pero Isaac se impacientó y detuvo un taxi por el camino. El hirsuto conductor enarcó las cejas al ver a Lin, pero calló cualquier objeción. Inclinó la cabeza mientras le murmuraba al caballo, y les indicó que entraran.
—¿Adónde? —preguntó.
—A Salpicaduras, por favor —respondió Isaac con cierta grandilocuencia, como si adaptara el tono de voz a su destino.
El conductor se volvió incrédulo hacia él.
—Debe estar de broma, señor. Yo no voy a Salpicaduras. Como mucho les llevo a la Colina Vaudois, eso es todo. No merece la pena. Si me meto en Salpicaduras, me roban las ruedas del taxi sin detenerme siquiera.
—Bien, bien —respondió Isaac irritado—. Limítese a acercarnos tanto como se atreva.
Mientras el desvencijado vehículo rodaba sobre el empedrado de los Campos Salacus, Lin llamó la atención de Isaac.
¿Es peligroso de verdad?, señaló, nerviosa.
Isaac apartó la mirada y le contestó con señales. Era mucho más lento y menos fluido que ella, pero así podría ser más maleducado con el conductor.
Bueno… lo que es es pobre. Roban lo que sea, pero no son especialmente violentos. Este gilipollas no es más que un cobarde. Lee demasiados periódicos… Se detuvo y torció el gesto, concentrándose.
—No conozco el signo —murmuró—. Sensacionalistas. Lee demasiados periódicos sensacionalistas.
Se reclinó y miró por la ventana el paisaje del Aullido, que pasaba inestable a su izquierda.
Lin no había estado nunca en Salpicaduras, y solo lo conocía por su notoriedad. Hacía cuarenta años, la línea Hundida fue extendida al suroeste del Vado de Manes, más allá de la Colina Vaudois, hasta alcanzar las afueras del Bosque Turbio, que lindaba con los límites meridionales de la ciudad. Los planificadores y ecónomos habían construido altos cascarones de bloques residenciales; no eran los monolitos del cercano Queche, pero aún así parecían impresionantes. Abrieron una estación de tren, Páramo, y empezaron a construir otra dentro del propio bosque, cuando apenas se había limpiado una franja alrededor de las vías. Había planes para otra estación más allá, de modo que los raíles se extendieron dentro de la floresta. Llegó incluso a haber absurdos y megalómanos proyectos para prolongar el tren cientos de kilómetros al sur o al oeste, para enlazar Nueva Crobuzon con Myrshock o el Mar de Telaraña.
Y entonces se acabó el dinero. Hubo una crisis financiera, alguna burbuja especulativa explotó, alguna red comercial se derrumbó bajo el peso de la competencia y una plétora de productos demasiado baratos que nadie quería comprar, y el proyecto murió cuando aún estaba en pañales. Los trenes habían seguido visitando la estación del Páramo, donde esperaban inútilmente unos minutos antes de regresar a la ciudad. El Bosque Turbio reclamó de inmediato las tierras al sur de la vacía arquitectura y asimiló la innominada estación desierta y los raíles oxidados. Durante un par de años, los trenes en la estación del Páramo esperaron vacíos y silenciosos. Y, entonces, comenzaron a aparecer algunos viajeros.
Los tegumentos vacíos de los grandiosos edificios comenzaron a llenarse. Los pobres rurales de Espiral de Grano y las colinas Mendicantes llegaron a la barriada desierta. Se extendió la noticia de que se trataba de un sector fantasma, más allá del alcance del Parlamento, donde los impuestos y las leyes eran tan raros como los sistemas de alcantarillado. Toscas estructuras de madera robada llenaban los suelos vacíos. En las afueras de las calles nonatas, las chabolas de hormigón y hierro corrugado aparecían como ampollas de un día a otro. Los habitantes se extendían como el moho. No había lámparas de gas para subyugar a la noche, ni doctores, ni empleos, pero, en diez años, la zona estaba cuajada de infraviviendas. Adquirió un nombre, Salpicaduras, que reflejaba la inconexa aleatoriedad de su urbanismo: todo aquel poblado hediondo parecía un montón de heces llovidas del cielo. El suburbio estaba más allá del alcance del municipio de Nueva Crobuzon, y disponía de una poco fiable infraestructura alternativa: una red de voluntarios que actuaban como carteros e ingenieros sanitarios, e incluso una especie de ley. Pero tales sistemas eran, como mucho, ineficaces e incompletos. Por lo general, ni la milicia ni nadie más acudía a Salpicaduras. Los únicos visitantes del exterior eran los trenes que, con regularidad, aparecían en la incongruentemente bien mantenida estación del Páramo, y las bandas de pistoleros enmascarados que aparecían a veces por la noche para aterrorizar y asesinar. Los niños de las calles de Salpicaduras eran especialmente vulnerables a la feroz barbarie de los escuadrones de la muerte.
Los moradores de la Perrera, e incluso los de Malado, consideraban que Salpicaduras era indigno de ellos. Simplemente no era parte de la ciudad, poco más que un extraño poblacho que se había adosado a Nueva Crobuzon sin pedir permiso. No había dinero ni industria, legal o ilegal. Los crímenes en aquel lugar no eran sino actos a pequeña escala de desesperación y supervivencia.
Pero había algo más, algo que había llevado a Isaac a visitar sus inhóspitas callejuelas. Durante los últimos treinta años, Salpicaduras había sino un gueto para los garuda de Nueva Crobuzon.
Lin contempló las gigantescas torres del Páramo del Queche. Podía ver figuras diminutas que cabalgaban las corrientes ascendentes creadas por las construcciones revolteando sobre ellas. El taxi pasaba bajo el tren elevado que surgía elegante de la torre de la milicia que acechaba junto a los bloques.
El vehículo se detuvo.
—Hala, señores, aquí se acaba el viaje —dijo el conductor.
Isaac y Lin desembarcaron. A un lado del taxi había una hilera de limpias casas blancas, cada una con un pequeño jardín delantero, casi todos ellos bien mantenidos. La calle estaba adornada con pobladas vainillas. Frente a las casas, al otro lado del taxi, había un estrecho parque alargado, una franja de vegetación de unos trescientos metros de anchura que se alejaba hacia abajo, siguiendo la calle. Aquella enjuta tira de hierba actuaba como tierra de nadie entre las educadas casas de la Colina Vaudois, habitadas por burócratas, doctores y abogados, y el caos desmoronado más allá de los árboles, a los pies de la colina: Salpicaduras.
—No me extraña que Salpicaduras no sea el lugar más popular, ¿eh? —suspiró Isaac—. Mira, les han estropeado el paisaje a estas gentes tan agradables… —lanzó una sonrisa perversa.
A lo lejos, Lin pudo ver que el límite de la colina quedaba dividido por la línea Hundida. Los trenes pasaban por un abismo horadado en el parque de la ladera occidental. El ladrillo rojo de la estación del Páramo se alzaba junto al lodazal que era Salpicaduras. En aquel rincón de la ciudad, las vías pasaban apenas sobre el nivel de las casas, pero no se necesitaba mucha grandeza arquitectónica para que la estación superara las improvisadas casas que la rodeaban. De todos los edificios en Salpicaduras, solo los cascarones de las torres eran más altos.
Lin sintió que Isaac le daba un codazo y le señalaba un grupo de bloques, cerca de las vías.
—¿Ves eso? —Ella asintió—. Mira arriba.
Lin siguió los dedos. La mitad inferior del alto edificio parecía desierta. Sin embargo, a partir del sexto o séptimo piso, las ramas de madera sobresalían en ángulos extraños de las hendeduras. Las ventanas estaban cubiertas con papel marrón, al contrario que en las zonas vacías. Y en lo alto, en las azoteas planas, casi al mismo nivel que Lin e Isaac, se divisaban pequeñas figuras.
Lin siguió el gesto de Isaac hacia el aire y sintió una oleada de entusiasmo. En el cielo podían verse criaturas aladas.
—Son garuda —dijo Isaac.
Los dos bajaron la colina hacia la vía férrea, desplazándose un poco a la derecha para llegar a los nidos improvisados de los garuda.
—Casi todos los de la ciudad viven en esos cuatro edificios. Probablemente no haya doscientos en toda Nueva Crobuzon. Eso los convierte en… eh… en el cero coma cero tres por ciento de la población. —Sonrió—. He estudiado, ¿no crees?
«Pero no todos viven aquí. ¿Qué hay de Krakhleki?».
—Bueno, sí, hay garuda que se marchan. Una vez enseñé a uno, señorita. Probablemente haya un par en la Perrera, tres o cuatro en la Sombra, seis en Gran Aduja. En el Montículo de Jabber y en Siriac hay algunos, por lo que he oído. Y, una o dos veces cada generación, alguien como Krakhleki se abre paso. Nunca he leído sus trabajos, por cierto. ¿Es bueno? —Lin asintió—. Bueno, pues sí, tienes gente como él, y otros… ya sabes, cómo se llama ese cabrón… el de Tendencia Diversa… Shashjar. Lo tienen ahí para demostrar que TD es para todos los xenianos. —Isaac resopló—. Sobre todo para los ricos.
«Pero casi todos están aquí. Y, si estás aquí, debe de ser difícil salir…».
—Eso supongo. Por decirlo con suavidad…
Cruzaron un arroyo y frenaron el paso al acercarse a los límites de Salpicaduras. Lin cruzó los brazos y agitó su cuerpo superior.
«¿Qué hago yo aquí?», señaló irónica.
—Expandes mi mente —respondió Isaac bienhumorado—. Es importante descubrir cómo viven las demás razas en nuestra hermosa ciudad.
Le tiró del brazo hasta que, fingiendo protesta, Lin le dejó arrastrarla dentro del barrio.
Para entrar en Salpicaduras, Isaac y Lin tuvieron que cruzar puentes desvencijados, planchas tendidas entre la zanja de casi tres metros que separaba el lugar del parque Vaudois. Caminaban en fila, extendiendo en ocasiones los brazos para conservar el equilibrio.
Dos metros más abajo, la trinchera estaba llena con un ruidoso caldo grumoso de excremento, contaminantes y lluvia acida. La superficie quedaba rota por las burbujas de gas fétido y el cadáver hinchado de algunos animales. Aquí y allá surgían latas oxidadas y nódulos de tejido orgánico, como tumores o fetos abortados. El líquido ondulaba espeso, contenido por una tensión superficial tan oleosa y fuerte que no era posible romperla. Las piedras arrojadas desde el puente eran engullidas sin la menor salpicadura.
Aun con una mano tapando la boca y la nariz para combatir la peste, Isaac no pudo contenerse. A mitad de camino por la plancha, lanzó un ladrido de repulsión que se convirtió en arcadas. Consiguió no vomitar. Trastabillar en aquel puente, perder el equilibrio y caer, era una idea demasiado vil para considerarla.
El sabor desarticulado del aire hacía que Lin se sintiera casi tan enferma como Isaac. Para cuando llegaron al otro lado de las planchas de madera, el buen humor de los dos se había evaporado. Se dirigieron en silencio hacia el laberinto.
A Lin no le costó orientarse con edificios tan bajos, pues el cadáver de los bloques que buscaban se veía claramente sobre la estación. A veces marchaba delante de Isaac, a veces detrás. Se movían entre las zanjas de alcantarillado que corrían entre las casas, pero no les afectó. Ya estaban más allá del asco.
Los moradores de Salpicaduras salieron para mirarlos.
Eran hombres y mujeres de ceño adusto y cientos de niños, todos vestidos con grotescas combinaciones de prendas recicladas y tela de saco cosida. Pequeñas manos y dedos tocaban a Lin a su paso. Ella se las quitaba a manotazos mientras se situaba delante de Isaac. Las voces a su alrededor comenzaban a murmurar, antes de que comenzara el clamor por el dinero. Nadie hizo intento alguno por detenerlos.
Isaac y Lin recorrieron estoicos las calles retorcidas, manteniendo siempre a la vista las torres. A su estela iba una multitud. A medida que se acercaban, las sombras de los garuda surcando el aire se hicieron claras.
Un hombre obeso, casi tan grande como Isaac, se interpuso en su camino.
—Señor, bicho —gritó secamente, señalándolos con la cabeza. Su mirada era rápida. Isaac hizo un gesto a Lin para que se detuviera.
—¿Qué quieres? —preguntó Isaac impaciente.
El hombre hablaba muy deprisa.
—Bueno, normalmen-no hay visitant-en Salpicaduras, y decía si queréis algo ayuda.
—No me jodas, tío —rugió Isaac—. No soy un visitante. La última vez que estuve aquí fui invitado de Peter el Salvaje —siguió ostentoso. Se detuvo para comprobar los siesos que había levantado aquella mención—. Ahora tengo algunos asuntillos con ellos —dijo señalando a los garuda. El gordo se retiró un tanto.
—¿Vas hablar con los pajaritos? ¿De qué, señor?
—¡Y a ti qué coño te importa! Pero me pregunto si podrías llevarme a su mansión…
El hombre levantó las manos, conciliador.
—Siento, tú, nos asunto mío. Yo te llevo las jaulas de los pajaritos, por una miaja.
—Oh, por el amor de Jabber. No te preocupes, me encargaré de ellos. Simplemente —gritó Isaac a la atenta muchedumbre— no vengas a joderme con robos y demás. Tengo lo suficiente para pagar a un guía decente, ni un estíver más, y supongo que Salvaje se cabreará de la hostia si algo le sucediera a su viejo colega en su territorio.
—Por favor, tío, nos insultas. Ni una palabra más, solo seguirme, ¿eh?
—Tú delante —respondió Isaac.
Mientras se movían entre hormigón rezumante y techumbres de hierro oxidado, Lin se volvió hacia Isaac.
En nombre de Jabber, ¿qué ha pasado? ¿Quién es Peter el Salvaje?
Isaac respondió con señas mientras caminaban.
Trolas. Una vez vine aquí con Lemuel en una… misión secreta, y conocí a Salvaje. Un jefazo local. ¡Ni siquiera estoy seguro de que siga vivo! No me recordaría.
Lin estaba exasperada. No podía creer que Isaac se hubiera tomado a aquella gente como una absurda rutina. Pero, sin duda, los estaban guiando hacia la torre de los garuda. Puede que lo que había contemplado fuera más un ritual que cualquier enfrentamiento de verdad. O puede que Isaac no hubiera asustado a nadie, y que lo ayudaran por lástima.
Las chabolas lamían la base de las torres como pequeñas olas. El guía los señalaba con entusiasmo y gesticulaba a los cuatro bloques, situados en un cuadrado. En el espacio en sombras entre ellos se había sembrado un jardín, con árboles retorcidos desesperados por alcanzar algo de luz. Raíces suculentas y resistentes sobresalían entre la maleza. Los garuda trazaban círculos bajo la capota de nubes.
—¡Ahí están, señor! —dijo el hombre orgulloso.
Isaac titubeó.
—¿Cómo…? No quiero aparecer sin anunciarme… —dijo vacilando—. ¿Cómo… cómo puedo atraer su atención?
El guía levanto la mano e Isaac lo miró un instante, antes de buscar un shekel en el bolsillo. El hombre lo miró y se lo guardó en el bolsillo. Después se giró y se retiró un poco de las paredes del edificio. Se llevó los dedos a la boca y silbó.
—¡Ey! —gritó—. ¡Pajarracos! ¡Un tipo quie hablar!
La multitud que aún rodeaba a Isaac y a Lin se unió entusiasmada al grito. El estridente vozarrón anunciaba a los garuda que tenían visita. Un contingente de formas voladoras se congregó sobre los habitantes de Salpicaduras. Entonces, con un invisible ajuste de las alas, tres de ellos se precipitaron de forma espectacular hacia el suelo.
Se produjo un grito sofocado y un silbido apreciativo.
Los tres garuda caían como pesos muertos hacia la congregación, pero a seis metros del suelo giraron las alas extendidas y cortaron la caída. Batieron el aire con fuerza levantando grandes ráfagas de viento y polvo sobre las caras y los ojos de los humanos, mientras flotaban arriba y abajo, manteniéndose siempre lejos de su alcance.
—¿Qué gritáis? —chilló el garuda de la izquierda.
—Es fascinante —susurró Isaac a Lin—. Su voz es la de un pájaro, pero mucho más fácil de entender que la de Yagharek… El ragamol debe de ser su lengua nativa. Es probable que nunca haya hablado otra cosa.
Lin e Isaac contemplaron a las magníficas criaturas. Los garuda estaban desnudos hasta la cadera y cubrían las piernas con pantalones pardos. Uno de ellos tenía plumas y piel negras; los otros dos eran de un ocre oscuro. Lin contempló aquellas enormes alas, que se extendían y batían con una envergadura de al menos seis metros y medio.
—Este señor… —comenzó el guía, pero Isaac lo interrumpió.
—Me alegro de verte —gritó—. Tengo una propuesta que haceros. ¿Podríamos hablar un momento?
Los tres garuda se miraron.
—¿Qué quieres? —gritó el de las plumas negras.
—Bueno, mirad… —Isaac señaló a la multitud con un gesto—. No es así precisamente como había imaginado esta charla. ¿Podríamos ir a algún lugar más reservado?
—¿Tú qué crees? —respondió el primero—. ¡Nos vemos arriba!
Los tres pares de alas batieron en concierto y los garuda desaparecieron en los cielos. Isaac gritó tras ellos.
—¡Esperad! —Era demasiado tarde. Buscó a su guía—. Supongo que el ascensor no funcionará, ¿no?
—Ni lo pusieron, señor —sonrió malicioso el hombre—. Póngase ya en marcha.
—Por el dulce trasero de Jabber, Lin… sigue sin mí. Estoy muerto. Me voy a tumbar aquí y me voy a morir.
Isaac se tendió en el entresuelo entre las plantas seis y siete, boqueando, gimiendo y escupiendo. Lin se acercó a él exasperada, con las manos en las caderas.
Levántate, gordo hijo de puta, señaló. Sí, cansado. Y yo, Piensa en el oro. Piensa en la ciencia.
Gimiendo como si lo torturaran, Isaac se puso en pie vacilante. Lin lo acercó al borde de las escaleras de hormigón. Isaac tragó saliva, se apoyó en la pared y prosiguió el ascenso.
La escalera era gris y carecía de iluminación, salvo por la luz que se filtraba por las esquinas o las grietas. Solo ahora, cuando llegaron a la séptima planta, los escalones comenzaron a mostrar signos de haber sido usados alguna vez. Los restos empezaban a amontonarse a sus pies, y los escalones estaban cubiertos de un polvo fino. En cada planta había dos puertas, y a través de la madera astillada podían distinguirse los sonidos secos de las conversaciones garuda.
Isaac adoptó un paso lento y desdichado. Lin lo seguía, ignorando las advertencias de infartos inminentes. Tras largos y dolorosos minutos, alcanzaron la planta superior.
Sobre ellos estaba la puerta que daba al tejado. Isaac se apoyó en la jamba y se limpió la cara. Estaba empapado de sudor.
—Dame un minuto, cariño —musitó, consiguiendo incluso esbozar una sonrisa—. ¡Dioses! Por la ciencia, ¿no? Prepara la cámara… Muy bien. Ahí vamos.
Se incorporó y frenó la respiración, subiendo poco a poco el último tramo de escaleras. Abrió y salió a la luz lisa del tejado. Lin lo siguió, cámara en mano.
Los ojos de khepri no necesitaban tiempo para acostumbrarse a los cambios de luz. Lin salió a un áspero suelo de hormigón lleno de basura y trozos rotos de cemento. Isaac trataba desesperado de escudarse los ojos, parpadeando. Miró a su alrededor.
Un poco al noreste se alzaba la Colina Vaudois, una sinuosa cuña de tierra que se elevaba como si intentara bloquear la vista del centro de la ciudad. La Espiga, la estación de Perdido, el Parlamento, la cúpula del Invernadero: todos eran visibles, abriéndose paso sobre el horizonte elevado. Al otro lado de la colina, Lin divisó los kilómetros y kilómetros del Bosque Turbio desaparecer por un terreno irregular. Aquí y allá, pequeños oteros rocosos se liberaban del follaje. Al norte estaba el largo paisaje ininterrumpido de los suburbios de clase media de Serpolet y Hiél, la torre de la milicia en el Montículo de San Jabber, las vías elevadas de la línea Verso que atravesaban Ensenada y Campanario. Sabía que justo detrás de aquellos arcos cubiertos de hollín, a tres kilómetros, se encontraba el serpenteante curso del Alquitrán, que se llevaba los barcos y sus cargamentos a la ciudad desde las estepas del sur.
Isaac bajó las manos y sus pupilas se encogieron.
Revoloteando acrobáticos sobre sus cabezas había cientos de garuda. Comenzaron a descender, trazando limpias espirales hasta caer en picado, con las garras de las patas alineadas, sobre Lin e Isaac. Llovían del cielo como manzanas maduras.
Había al menos doscientos, estimó Lin, que se acercó un poco a Isaac, nerviosa. Los garuda medían una media de un metro ochenta y cinco, sin contar las magnificas protuberancias de sus alas dobladas. No había diferencia de altura o musculatura entre machos y hembras. Ellas se cubrían con gasas mientras ellos vestían taparrabos o pantalones cortados. Eso era todo.
Lin medía poco más de un metro cincuenta, por lo que no podía ver más allá del primer círculo de garuda que los rodeó a la distancia de un brazo, aunque sabía que no dejaban de caer desde el cielo; sentía su número creciendo a su alrededor. Isaac le palmeó el hombro con aire ausente.
Algunos seguían revoloteando y jugando en el aire. Cuando todos hubieron aterrizado, Isaac rompió el silencio.
—Muy bien —gritó—. Muchas gracias por invitarnos aquí arriba. Quiero haceros una proposición.
—¿A quién? —preguntó una voz entre la multitud.
—Bueno, a todos vosotros —replicó—. El caso es que estoy realizando algunos trabajos sobre… sobre el vuelo. Y vosotros sois las únicas criaturas en Nueva Crobuzon que podéis volar y que tenéis un cerebro dentro de la cabeza. Los dracos no son conocidos por su capacidad intelectual —comentó jovial. No hubo reacción alguna ante el chiste. Se aclaró la garganta antes de seguir—. Pues… bien… eh… me preguntaba si alguno de vosotros estaría dispuesto a venir conmigo y trabajar un par de días, enseñarme el mecanismo del vuelo, dejarme tomar algunos heliotipos de vuestras alas… —Tomó la mano de Lin que sostenía la cámara y la mostró—. Obviamente, os pagaría por vuestro tiempo. Os estaría muy agradecido si me ayudarais.
—¿Qué haces? —La voz procedía de uno de los garuda en la primera fila. Los otros lo miraron mientras hablaba. Este es el jefe, pensó Lin.
Isaac lo estudió con cuidado.
—¿Que qué hago? ¿Te refieres a…?
—Me refiero a para qué necesitas dibujos. ¿Qué buscas?
—Es… eh… una investigación sobre la naturaleza del vuelo. Es que soy científico, y…
—Una mierda. ¿Cómo sabemos que no nos matarás?
Isaac lo miró sorprendido. Los garuda congregados asintieron y cacarearon en asentimiento.
—¿Y por qué coño iba a querer mataros…?
—Váyase a la mierda, señor. Nadie aquí quiere ayudarle.
Se produjeron algunos murmullos incómodos. Estaba claro que algunos de los presentes ya estaban preparados para apuntarse, pero ninguno de ellos se enfrentó al portavoz, un alto garuda con una larga cicatriz que unía sus tetillas.
Lin observó a Isaac, que estaba boquiabierto. Trataba de darle la vuelta a la situación. Vio su mano dirigirse al bolsillo y retirarse. Si enseñaba dinero allí mismo, parecería un avivado o un listillo.
—Escuchad —titubeó—. Os seguro que no esperaba tener ningún problema con esto…
—No, bueno, veamos, eso puede ser cierto o no, caballero. Podría ser de la milicia. —Isaac soltó un bufido burlón, pero el garuda siguió con su tono irónico—. Puede que los escuadrones de la muerte hayan encontrado un modo de acabar con los pajarracos. «Solo para unas investigaciones…». Pues mira, a ninguno nos interesa.
—Escucha —dijo Isaac—. Comprendo que os preocupen mis motivaciones. No me conocéis de nada y…
—Ninguno de nosotros se va contigo. Punto.
—Por favor, os pagaré bien. Estoy dispuesto a pagar un shekel al día a cualquiera dispuesto a acompañarme a mi laboratorio.
El gran garuda dio un paso al frente y propinó varios golpes a Isaac en el pecho con el dedo.
—¿Quieres que vayamos a tu laboratorio a que nos abras en canal, para que veas lo que nos pone en marcha? —los otros garuda se echaron atrás mientras rodeaba a Lin y a Isaac—. ¿Tú y tu bicho nos queréis cortar en pedacitos?
Isaac trataba de negar las acusaciones y cambiar el curso de la conversación. Se alejó un poco y miró a los demás congregados.
—¿He de entender entonces que este caballero habla por todos vosotros, o hay alguien aquí dispuesto a ganarse un shekel diario?
Se produjeron algunos murmullos. Los garuda se miraban incómodos los unos a los otros. El portavoz que se enfrentaba a él extendió los brazos y los sacudió mientras hablaba. Estaba encendido.
—¡Hablo por todos! —Se volvió y miró lentamente a sus congéneres—. ¿Algún disidente?
Se produjo una pausa, y un joven macho dio un paso al frente.
—Charlie… —Hablaba directamente al proclamado líder—. Un shekel es una pasta… ¿Y si vamos algunos para allá, para asegurarnos de que no nos la juegan?
El garuda llamado Charlie se acercó al otro macho y le golpeó en la cara con fuerza.
Se produjo un chillido de toda la congregación. Con un tumulto de alas y plumas, muchos de ellos abandonaron el tejado como una explosión. Algunos trazaron unos breves círculos antes de regresar para observar con precaución, pero muchos otros desaparecieron en las plantas superiores de las otras torres, o partieron hacia el cielo despejado.
Charlie estaba sobre su aturdida víctima, que había caído sobre una rodilla.
—¿Quién es el que manda? —gritaba Charlie con un chirrido estridente—. ¿Quién es el que manda?
Lin tiró de la camisa a Isaac y trató de llevarlo hacia la puerta de la escalera. Isaac se resistía sin mucha convicción. Estaba claramente contrariado por el giro que habían tomado los acontecimientos, pero también fascinado por el enfrentamiento. Ella lo apartó con cuidado de la escena.
El garuda caído miró a su atacante.
—Tú eres el que manda —musitó.
—Yo soy el que manda. Y soy el que manda porque me preocupo por ti, ¿no es así? Me aseguro de que todo vaya bien, ¿no? ¿No es así? ¿Y qué te he dicho siempre? ¡Apártate de los reptantes! ¡Y apártate aún más de los antros! Ellos son los peores. ¡Te abrirán en canal, te cortarán las alas, te matarán! ¡No confíes en ellos! Y eso incluye al gordo ese y a su gorda cartera. —Por primera vez en su discurso, miró a Isaac y a Lin—. ¡Vosotros! —gritó, señalando a Isaac—. ¡Largaos echando hostias antes de que sepáis de primera mano lo que es volar… hacia abajo!
Lin vio a Isaac abriendo la boca para intentar una última explicación conciliatoria, pero lo empujó irritada y lo arrastró por la puerta.
Aprende a leer la maldita situación, Isaac. Hora de largarse, señaló furiosa mientras descendían.
—¡Vale, Lin, por el culo de Jabber, ya lo cojo! —Estaba enfadado, sin contemplaciones por el ruido de su masa bajando por las escaleras. Estaba histérico por la irritación y la perplejidad.
—Es que no entiendo por qué coño son tan… antagónicos —siguió.
Lin se volvió hacia él exasperada. Le hizo detenerse bloqueándole el paso.
Porque son xenianos, y pobres, y porque están asustados, cretino, señaló lentamente. Un gordo hijo de puta llega enseñando dinero a Salpicaduras/ por el amor de Jabber, que no es precisamente el Paraíso, pero que es todo cuanto tienen, y comienza a intentar que se marchen por razones que no explica. Me parece que Charlie tiene toda la razón. En un lugar como este hace falta alguien que vigile por los suyos. Si yo fuera un garuda, le escucharía, fíjate lo que te digo.
Isaac comenzaba a calmarse, e incluso parecía algo avergonzado.
—Vale, Lin, ya te he entendido. Debería haber explorado antes el terreno, haber hablado con alguien que conociera la zona, o…
Sí, pero ya la has cagado. Ahora es demasiado tarde…
—Sí, genial, gracias por señalarlo —bufó—. ¡Mierda puta! La he cagado pero bien.
Lin no dijo nada.
No hablaron mucho mientras regresaban por Salpicaduras. Eran vigilados desde las gruesas ventanas y las puertas abiertas, en su camino por donde habían llegado.
Mientras rehacían sus pasos sobre el pozo hediondo de deposiciones y podredumbre, Lin echó un vistazo a las torres desvencijadas. Divisó la azotea en la que habían estado.
Estaban siendo seguidos por una pequeña bandada de jóvenes garuda, que trazaban círculos sobre ellos. Isaac se giró y su rostro se iluminó un instante, pero los garuda no se acercaron lo bastante como para hablar. Gesticulaban obscenos desde lo alto.
Lin e Isaac ascendieron la Colina Vaudois hacia la ciudad.
—Lin —dijo él tras varios minutos de silencio. Su voz era melancólica—. Antes dijiste que, de haber sido garuda, lo hubieras escuchado, ¿no? Pues no eres una garuda, sino una khepri. Cuando estuviste lista para abandonar Kinken, debió de haber mucha gente diciéndote que te quedaras con los tuyos, que no se podía confiar en los humanos, todas esas cosas. Y no los escuchaste, ¿no es así?
Lin lo sopesó durante largo tiempo, pero no replicó.