Si un asesino acosase las mansiones de la Colina de la Bandera o la Cuña del Cancro, ¿perdería la milicia tiempo o recursos? ¡Claro que sí! ¡La cacería de Jack Mediamisa lo demuestra! Y, a pesar de todo, cuando el Asesino Ojospía golpea en el Meandro de las Nieblas, ¡no pasa nada! Otra víctima sin ojos, la quinta ya, fue sacada del Alquitrán la semana pasada, y aún no se ha visto a uno solo de esos matones de azul de la Espiga. Nosotros decimos: «¡Aquí hay dos varas de medir!».
Por toda Nueva Crobuzon están apareciendo carteles demandando tu voto… ¡si es que tienes la suerte de tenerlo! El Sol Grueso de Rudgutter se ha quedado sin fuelle, los de Al Fin Vemos son unas comadrejas mentirosas, la Tendencia Diversa miente a los xenianos oprimidos, y el polvo humano de las Tres Plumas extiende su veneno. ¡Con esta patética tropa como «elección», el Renegado Rampante solicita a todos los «ganadores» del voto que rompan sus papeletas! Construyamos un partido desde abajo y denunciemos la Lotería del Sufragio como una cínica estratagema. Nosotros decimos: «¡Votos para todos, votos para el cambio!».
Los estibadores vodyanoi de Arboleda estudian ir a la huelga tras los brutales recortes salariales por parte de las autoridades portuarias. Por desgracia, el Gremio de Estibadores Humanos ha denunciado sus acciones. Nosotros decimos: «¡Luchemos por un sindicato multirracial contra los patronos!».
Derkhan levantó la mirada de la lectura cuando una pareja entró en el vagón. De forma natural y subrepticia, dobló su ejemplar del Renegado Rampante y lo introdujo en el bolso.
Estaba sentada en el extremo delantero del tren, mirando en el sentido contrario a la marcha, de modo que pudiera ver a todos los presentes en su vagón sin que pareciera estar espiándolos. Los dos jóvenes que acababan de entrar se mecieron al dejar el tren el Empalme Sedim y se sentaron. Vestían de forma sencilla pero adecuada, lo que los marcaba como la mayoría de aquellos que viajaban a la Perrera. Derkhan los reconoció como misioneros verulinos, estudiantes de la universidad de Prado del Señor, descendiendo píos y santimoniosos hacia las profundidades de la Perrera para elevar las almas de los pobres. Se burló mentalmente de ellos mientras sacaba un espejito.
Observando de nuevo para asegurarse de que nadie la vigilara, examinó su rostro con ojo crítico. Se ajustó con cuidado la peluca blanca y presionó la cicatriz de goma para asegurarse de que estuviera fija. Se había vestido con sumo cuidado. Ropas polvorientas y rasgadas, ninguna señal de dinero para no atraer atenciones indeseables en la Perrera, pero no tan cutre como para provocar el oprobio de los viajeros en el Cuervo, donde había comenzado su viaje.
Llevaba el cuaderno sobre el regazo. Había usado parte del tiempo para tomar unas notas preparatorias sobre el concurso Shintacost. La primera fase tenía lugar a finales de mes, y tenía en mente un artículo para el Faro sobre lo que pasaba y lo que no en aquellas primeras eliminatorias. Pretendía que fuera gracioso, pero con un fondo serio sobre la política del jurado.
Comprobó el descorazonador comienzo y lanzó un suspiro. Ahora no es el momento, decidió.
Miró por la ventana a su izquierda, al otro lado de la ciudad. En su ramal de la línea Dexter, entre Prado del Señor y la zona industrial al sureste de Nueva Crobuzon, los trenes pasaban más o menos a la mitad de la altura de la pugna de la ciudad con el cielo. La masa de tejados era perforada por las torres de la milicia en la Ciénaga Brock y en la Isla Strack, y a lo lejos en el Tábano y en Sheck. La línea Sur se dirigía hacia ese punto cardinal, más allá del Gran Alquitrán.
Las blanquecinas Costillas llegaron y se marcharon junto a las vías, alzándose por encima del convoy. El humo y la mugre se amontonaban en el aire hasta que el tren pareció cabalgar sobre una corriente de niebla. Los sonidos de la industria se incrementaron. A su paso por Sunter, el tren voló entre vastos bosques de chimeneas quemadas. El Ecomir era una salvaje zona industrial un poco al este. Un poco abajo y un poco al sur, pensó Derkhan, se está preparando el piquete vodyanoi. Buena suerte, hermanos.
La gravedad la empujó hacia el oeste al girar el tren. Abandonaron la línea Arboleda para alejarse hacia el este y ascendieron para saltar el río.
Al virar, aparecieron los mástiles de los altos esquifes en Arboleda, meciéndose suavemente en las aguas. Alcanzó a divisar las velas plegadas, las inmensas palas y los escapes bostezantes, los apretados gusanos marinos formados por los barcos mercantes de Myrshock, y Shankell, y Gnurr Kett. El agua hervía de sumergibles tallados en grandes conchas de nautilos. Derkhan giró la cabeza para mirar mientras el tren se arqueaba.
Podía ver el Gran Alquitrán sobre los tejados al sur, amplio, incansable, anegado de navíos. Antiguos reglamentos detenían a los barcos grandes, los extranjeros, río abajo, a un kilómetro de la confluencia del Cancro y el Alquitrán. Cargaban más allá de la Isla Strack, en los muelles. Durante más de dos kilómetros, la ribera norte del Gran Alquitrán estaba cuajada de grúas que cargaban y descargaban constantemente moviéndose como inmensos pájaros hambrientos. Enjambres de falúas y remolcadores llevaban las mercancías transferidas río arriba hasta el Meandro de las Nieblas y Gran Aduja, así como a las peligrosas industrias de Ensenada; transportaban los contenedores por los canales de Nueva Crobuzon hasta alcanzarlas franquicias menores y los talleres menos afortunados y encontraban su camino a través del laberinto como ratas de laboratorio.
La arcilla de Arboleda y Ecomir era horadada por formidables embarcaderos cuadrados y represas, vastos callejones de agua sin salida que trataban de invadir la ciudad, unidos al río por profundos canales atestados de barcos.
Una vez se había intentado replicar los muelles de Arboleda en Malado, y Derkhan había visto lo que quedaba de aquello: tres colosales y hediondas avenidas de fango purulento, sus superficies rotas por restos medio hundidos y vigas retorcidas.
El traqueteo de las vías bajo las ruedas de hierro cambió de repente cuando el motor de vapor llevó a sus protegidos sobre las grandes cerchas del Puente de la Cebada. Se tambaleó un poco de un lado a otro y frenó sobre las vías mal mantenidas mientras se elevaba con disgusto sobre la Perrera.
Unos pocos bloques grises se alzaban desde las calles como la maleza en un pozo negro, rezumante el hormigón pútrido. Muchos no habían sido terminados y tenían soportes de hierro que sobresalían sobre el espectro de los tejados, oxidados, que sangraban con la lluvia y la humedad y manchaban la piel de los edificios. Los dracos revoloteaban como cuervos carroñeros sobre tales monolitos, infestando las plantas superiores y emporcando las cubiertas vecinas con estiércol. La silueta del desolado paisaje urbano de la Perrera se hinchaba, latía, mutaba cada vez que Derkhan lo veía. Se excavaban túneles en una infraciudad que se canceraba en una red de ruinas, cloacas y catacumbas bajo Nueva Crobuzon. Las escalas apoyadas un día contra una pared eran clavadas al siguiente, reforzadas después, hasta que tras una semana se convertían en escaleras hacia una nueva planta, tendidas precarias sobre dos pisos al borde del colapso. Allá donde miraba, Derkhan podía ver gente tumbada, o corriendo, o luchando sobre el horizonte de cubiertas.
Se tensó cuando la miasma de la Perrera se filtró en el vagón, que comenzaba a frenar.
Como era habitual, no había nadie en la salida de la estación para comprobar su billete. De no haber sido por las graves consecuencias en caso de ser descubierta, por nimias que fueran las probabilidades, no se hubiera molestado en comprar uno. Lo depositó sobre el mostrador y descendió.
Las puertas de la estación de la Perrera siempre estaban abiertas. Estaban fijadas por el óxido, y las enredaderas las habían anclado a las paredes. Derkhan se sumergió en la mollizna y el tufo de la calle del Lomo Plateado. Las carretillas se apoyaban contra las paredes, cubiertas de hongos y pasta descompuesta. Toda suerte de mercancías (algunas de sorprendente calidad) estaba allí disponible. Derkhan se giró y se adentró en el suburbio, rodeada al instante por una perenne cacofonía de gritos, anuncios que sonaban más como una turba alborotada. Por lo general, la comida era la más proclamada.
—¡Cebollas! ¡Quién quiere unas estupendas cebollas!
—¡Buccinos! ¡Compren buccinos!
—¡Un caldo para calentarse!
Otros bienes y servicios se mostraban en cada esquina.
Las putas se congregaban en patéticos y estridentes grupos. Enaguas sucias, volantes de mal gusto y seda robada, caras pintarrajeadas de blanco y escarlata sobre los moratones y las venas rotas, riendo con bocas llenas de dientes partidos, y esnifando diminutas rayas de shazbah cortada con hollín y matarratas. Algunas eran niñas que jugaban con pequeñas muñecas de papel y aros de madera cuando nadie las miraba, pero gesticulaban lascivas y lamían el aire cuando un hombre pasaba a su lado.
Los viandantes de la Perrera eran lo peor de una casta despreciada. Quien quisiera una decadente, innovadora, obsesiva y fetichista corrupción y perversión de la carne acudía a otras partes, a la zona entre el Cuervo y Hogar de Esputo. En la Perrera solo se disponía de los alivios más rápidos, simples y baratos. Los clientes eran tan pobres, sucios y malsanos como las fulanas.
En las entradas de los clubes que ya comenzaban a expulsar a los borrachos comatosos, los rehechos industriales trabajaban como matones. Se alzaban amenazadores sobre cascos, o pies inmensos, o garras de metal. Sus rostros eran brutales, defensivos. Los ojos se clavaban sobre los insultos de los caminantes. Eran capaces de aceptar que les escupieran en la cara con tal de no perder su trabajo. Su miedo era comprensible; a la izquierda de Derkhan se abría un espacio cavernoso en un arco bajo la línea del terreno. Desde la penumbra llegaba el hedor de los excrementos y el aceite, el traqueteo mecánico y los gemidos humanos de los rehechos que morían convertidos en guiñapos famélicos, alcoholizados, pestilentes.
Unos pocos y arcaicos constructos tambaleantes vagaban por las calles, esquivando con torpeza las rocas y el barro que les arrojaban los niños sin hogar. Las pintadas cubrían todas las paredes. Los poemas soeces y los dibujos obscenos competían con lemas del Renegado Rampante y plegarias ansiosas:
«¡Llega Mediamisa!».
«¡Contra la lotería!».
«¡El Alquitrán y el Cancro son las piernas/de una amante que la ciudad echa de menos/violada como está por las cadenas/ de los hijos de puta del Gobierno!».
Las paredes de las iglesias no se salvaban. Los monjes verulinos limpiaban como podían, en nerviosos grupos, la pornografía que mancillaba su capilla.
Había xenianos entre la multitud. Algunos eran acosados, en especial las pocas khepri. Otros reían y bromeaban y juramentaban con sus vecinos. En una esquina, un cacto discutía feroz con un vodyanoi, y el resto del numeroso grupo abucheaba a ambos por igual.
Los niños siseaban para pedirle unos estíveres a Derkhan al pasar junto a ellos. Los ignoraba, pero sin apretar el bolso contra su cuerpo para no identificarse como una víctima. Caminaba agresiva por el corazón de la Perrera.
Las paredes a su alrededor se sellaron de repente sobre su cabeza al pasar bajo los puentes desvencijados y los cuartos tambaleantes construidos como parte de la basura circundante. El aire en su sombra goteaba y crujía ominoso. De su espalda llegó un tosido, y Derkhan sintió una bocanada de aire en el cuello cuando un draco realizó un picado acrobático en el corto túnel y se elevó de nuevo hacia los cielos, cacareando enloquecido. Derkhan se apartó como pudo y se echó contra la pared y sumó su voz al coro indignado que el draco dejaba a su paso.
La arquitectura a su alrededor parecía gobernada por reglas muy distintas a las del resto de la ciudad. Allí no había sentido funcional alguno. La Perrera parecía nacida de conflictos en los que sus habitantes no pintaban nada. Los nudos y celdas de ladrillo, madera y hormigón ennegrecido se habían rebelado y extendido como tumores malignos.
Derkhan tomó un mohoso callejón sin salida y miró a su alrededor. Un caballo rehecho esperaba en el otro extremo, sus patas traseras enormes martillos movidos por pistones. Tras él había un carro cubierto junto a la pared. Cualquiera de las figuras de mirada muerta podía ser un informador de la milicia, un riesgo que tenía que asumir.
Se abrió paso hasta el carro, del que habían bajado seis cerdos hasta una pocilga improvisada junto al muro. Dos hombres perseguían a los puercos de forma cómica en el pequeño espacio. Los animales chillaban como bebés mientras corrían. El redil llevaba a una abertura semicircular de casi metro y medio de diámetro practicada en el suelo. Derkhan echó un vistazo por ese espacio para estudiar el fétido agujero que se abría tres metros abajo, apenas iluminado por lámparas de gas que parpadeaban inseguras. La madriguera siseaba, tronaba y resplandecía ante la luz rojiza. Las figuras iban y venían bajo ella, dobladas por sus cargas macilentas como las almas de un infierno horripilante.
Un umbral sin puerta a su izquierda la llevó escaleras abajo, hacia el matadero enterrado.
Allí, el calor de la primavera parecía magnificado por una energía infernal. Derkhan sudó y se abrió paso cuidadosamente entre las carcasas balanceantes y los charcos de sangre coagulada. En el fondo de la estancia, un anillo elevado arrastraba pesados ganchos de carne en un circuito inexorable que desaparecía en las oscuras entrañas del osario.
Incluso el brillo de la luz reflejada en los cuchillos parecía filtrado en aquella siniestra penumbra. Se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo y trató de no dar arcadas por el pútrido y pesado hedor de la sangre y la carne caliente.
Al fondo del lugar vio a tres hombres reunidos bajo el arco abierto que había visto desde la calle. En aquel lugar siniestro y mefítico, la luz y el aire de la Perrera que se filtraban desde arriba eran como lejía.
Ante alguna señal inadvertida, los tres matarifes se incorporaron. Los porqueros en el callejón habían conseguido capturar a uno de los animales, y entre maldiciones, gruñidos y otros terribles sonidos arrojaron su enorme peso por la abertura. El cerdo chilló al hundirse en las tinieblas, rígido por el terror al caer sobre los cuchillos que lo esperaban.
Se produjo un enfermizo crujido cuando las pequeñas y rígidas patas del puerco se rompieron contra el suelo, cubierto de sangre y defecaciones. Se derrumbó con las patas sangrando por las astillas de hueso, gazmiando y aullando, incapaz de incorporarse para luchar. Los tres hombres avanzaron con precisión. Uno se inclinó sobre las ancas del cerdo en caso de que se revolviera, otro le tiró de las orejas para alzar la cabeza y el tercero le abrió la garganta con el cuchillo.
Los chillidos remitieron rápidamente con los borbotones de sangre. Los hombres levantaron la enorme y convulsa masa y la depositaron en una mesa, donde aguardaba una sierra oxidada. Uno de ellos vio a Derkhan e hizo una señal a otro.
—¡Ey, ey, Ben, tu caballito, tu renegada! ¡Tu guapa fulana! —gritó de buen humor, lo bastante alto como para Derkhan lo oyera. El hombre al que se dirigía se volvió y la saludó.
—Cinco minutos —gritó, y ella asintió. Aún tenía el pañuelo apretado contra la boca, mientras pugnaba contra la bilis negra y el vómito.
Una y otra vez, los gigantescos y aterrados cerdos eran arrojados desde arriba en una convulsa masa orgánica, con las patas quebradas en ángulos antinaturales contra sus entrañas. Una y otra vez eran abiertos en canal y desangrados sobre los viejos soportes de madera. Las lenguas y las tiras de piel desgarrada colgaban rezumantes. Los canales practicados en el suelo del matadero se desbordaban, haciendo que la sangre sucia lamiera los cubos de menudillos y las cabezas de vaca cocidas.
Por fin cayó el último puerco y los hombres exhaustos se mecieron de pie. Estaban cubiertos de sangre y sudor. Tras una breve conferencia y una ronca risotada, el llamado Ben se alejó de sus compañeros y se dirigió hacia Derkhan. Tras él, los otros dos abrieron la primera canal y derramaron las entrañas en una enorme carretilla.
—Dee —saludó Ben en voz baja—. Mejor no te doy un beso —comentó, señalando sus ropas saturadas, su rostro sanguinolento.
—Estoy complacida —respondió ella—. ¿Podemos hablar en otro sitio?
Se agacharon ante los ganchos de carne y se dirigieron hacia la oscura salida, subiendo las escaleras hasta el nivel de la calle. La luz se tornó menos pálida a medida que el tinte azul grisáceo del cielo se filtraba por las sucias claraboyas del techo del pasillo, muy arriba.
Benjamin y Derkhan entraron en una habitación sin ventanas con una bañera, una bomba y varios cubos. Tras la puerta colgaban algunas batas toscas. Derkhan observó en silencio cómo él se quitaba las ropas encenagadas y las arrojaba a una pila con agua y jabón en polvo. Se rascó, se estiró lujuriosamente y después bombeó agua en la bañera. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de sangre oleosa, como si fuera un recién nacido. Espolvoreó algo de jabón bajo la boca de la bomba, removiendo el agua fría para formar espuma.
—Tus compañeros son muy comprensivos para dejarte tomar un descanso cuando te da la gana, ¿no? —preguntó Derkhan—. ¿Qué les has dicho? ¿Que robé tu corazón, que tú robaste el mío, o que esto no es más que un acuerdo comercial?
Benjamin rió con disimulo y habló con un fuerte acento de la Perrera, en contraste con el de las afueras de Derkhan.
—He trabajado un turno extra, ¿no? Ya estoy trabajando más de lo que me correspondía, y les dije que ibas a venir. Por lo que a ellos respecta, no eres más que una furcia de la que estoy enganchado. Antes que se me olvide: esa peluca es una maravilla —sonrió ladeado—. Te pega, Dee. Estás como un tren.
Se metió en la bañera y se agachó lentamente, con la piel de gallina. Dejó una gruesa capa de sangre sobre la superficie del agua. La mugre y el flujo se despegaban poco a poco de su piel y flotaban perezosas hacia arriba. Cerró los ojos un instante.
—No tardo, Dee, te lo prometo —susurró.
—Tómate tu tiempo.
Ben metió la cabeza bajo las burbujas, dejando sus mechones caracolear en la superficie antes de ser lentamente absorbidos. Mantuvo un rato la respiración antes de comenzar a frotar vigoroso su cuerpo, asomó la cabeza para tomar aire y volvió a sumergirse.
Derkhan llenó un cubo y se situó detrás de la bañera. Cuando él rompía la superficie, ella le derramaba el agua lentamente sobre la cabeza y lo liberaba de las manchas de jabón sanguinolento.
—Aaaaah, me encanta —musitó él—. Más, te lo suplico.
Derkhan obedeció.
Al fin salió de la bañera, que parecía la escena de un violento asesinato. Vació el limoso residuo a un canal abierto en el suelo, y lo oyeron golpear la pared.
Benjamin se puso una gruesa bata y miró a Derkhan.
—¿Vamos a nuestros asuntos, cariño? —le dijo, guiñando un ojo.
—Dígame qué servicios desea, señor.
Dejaron el baño. Al final del pasillo, visible gracias a la luz de la claraboya, estaba el cuartito en el que dormía Benjamin. Cerró la puerta con llave tras ellos. La estancia era como un pozo, mucho más alta que ancha. Otra ventana mugrienta se abría en el techo. Los dos pasaron por encima del colchón y se acercaron al desvencijado armario, una reliquia de grandeza moribunda que contrastaba en aquel paisaje desolado.
Benjamin lo abrió y apartó algunas camisas grasientas. Tanteó los orificios practicados estratégicamente en el fondo del mueble y, con un pequeño gruñido, lo levantó. Lo volvió con cuidado y lo depositó sobre el suelo del armario.
Derkhan observó el pequeño umbral de ladrillo que Benjamin había desvelado mientras él buscaba en una balda del mueble y sacaba una caja de cerillas y una vela. Encendió el cirio en una descarga de azufre, escudándolo del aire frío que se filtraba desde la habitación oculta. Con Derkhan detrás, atravesó el umbral e iluminó el despacho del Renegado Rampante.
Encendieron las lámparas de gas. El cuarto era grande, mucho más que el dormitorio adyacente. El aire en el interior era pesado y perezoso, y carecía de luz natural. En lo alto se podía ver el marco de una claraboya, pero se había pintado el cristal de negro.
Por toda la estancia había sillas destartaladas y un par de mesas, todas cubiertas de papeles, tijeras y máquinas de escribir. Sobre una silla descansaba un constructo desactivado, sus ojos apagados. Una de las patas estaba aplastada y sangraba hilo de cobre y fragmentos de cristal. Las paredes estaban empapeladas con carteles, y las pilas de Renegados mohosos cubrían el suelo. Contra una pared húmeda descansaba una imprenta de aspecto difícil, un enorme armatoste de hierro cubierto de grasa y tinta.
Benjamin se sentó en la mesa mayor y acercó una silla a su lado. Encendió un cigarrillo desanimado y fumó con profusión. Derkhan se unió a él y señaló al constructo con un pulgar.
—¿Cómo está ese trasto? —preguntó.
—Demasiado ruidoso para usarlo de día. Tengo que esperar a que se vayan los demás, y como entonces la imprenta está funcionando, da igual. Y no te puedes imaginar qué alivio es no tener que estar girando esa maldita rueda una y otra vez toda la puta noche, una vez cada dos semanas. Le meto un poco de carbón en las tripas, lo señalo y me echo una siesta.
—¿Cómo va el nuevo número?
Benjamin asintió lentamente y señaló un montón empaquetado junto a su silla.
—No va mal. Voy a imprimir algunos más. Hablamos de tu rehecho en la feria.
Derkhan hizo un gesto con la mano.
—No es una gran historia.
—No, pero tiene… ya sabes… garra… Abrimos con las elecciones. «A la mierda la lotería», en términos algo menos estridentes. —Sonrió—. Sé que es muy parecido al último número, pero es la época.
—No fuiste uno de los afortunados, ¿eh? —preguntó Derkhan—. ¿Salió tu número?
—Nah. Solo una vez en toda mi vida, hace muchos años. Fui corriendo con mi vale y voté por Al Fin Vemos. Entusiasmo juvenil —dijo con la sonrisa ladeada—. Tú no cumples los requisitos automáticos, ¿no?
—¡Coño, Benjamin, no tengo tanto dinero! Si lo tuviera, mandaría a la mierda al RR. Y este año tampoco salí.
Benjamin cortó la cuerda del montón de papeles y le dio unos cuantos a Derkhan, que cogió el primer ejemplar para ver la portada. Cada uno consistía en una hoja grande doblada dos veces por la mitad. La fuente de la primera página tenía más o menos el tamaño de la empleada por el Faro, el Lucha y otra prensa legal de Nueva Crobuzon. Sin embargo, dentro de los pliegues del Renegado Rampante, las historias, lemas y exhortaciones competían entre ellas en un caos de letras diminutas. Era feo, pero eficaz.
Derkhan sacó tres shekel y se los dio a Benjamin, que los tomó con un murmullo de agradecimiento y los guardó en una caja que había sobre la mesa.
—¿Cuándo vienen los otros? —preguntó Derkhan.
—En una hora me reúno con una pareja en el bar, y con el resto esta noche y mañana. —En la oscilante, violenta, fementida y represiva atmósfera política de Nueva Crobuzon, era un defensa necesaria que, salvo en unos pocos casos, los redactores del Renegado Rampante no se reunieran. De ese modo se reducía el riesgo de infiltración por parte de la milicia. Benjamin era el editor, la única persona de una plantilla en cambio constante a quien todos conocían, y que conocía a todos los demás.
Derkhan reparó en una pila de pliegos mal impresos en el suelo, junto a su silla: los compañeros de sedición del Renegado, a medio camino entre camaradas y rivales.
—¿Hay algo bueno? —preguntó, señalando el montón. Benjamin se encogió de hombros.
—El Grito es una mierda esta semana. Falsificación trae una buena historia sobre los tratos de Rudgutter con las navieras. De hecho, voy a hacer que alguien lo investigue. Aparte de eso, no hay novedad.
—¿Qué quieres que haga?
—Bueno… —Benjamin hojeó varios papeles, consultando notas—. Si pudieras estar al tanto de la huelga en los muelles… Diversas opiniones, tratar de recoger algunas respuestas positivas, algunas citas, ya sabes. ¿Qué te parecen quinientas palabras para la historia sobre la lotería electoral?
Derkhan asintió.
—¿Qué más tenemos preparado? —preguntó.
Benjamin apretó los labios.
—Corren rumores sobre que Rudgutter tiene alguna enfermedad, algo de cura dudosa: me gustaría investigarlo, pero lo han filtrado Jabber sabe cuántas bocas. No obstante, mantén abiertos los oídos. Y hay otra cosa… no más que un esbozo todavía, pero interesante. Estoy hablando con gente que asegura estar hablando con alguien que quiere levantar la liebre sobre los contactos entre el Parlamento y el crimen organizado.
Derkhan asintió lentamente, agradecida.
—Suena jugoso. ¿De qué hablamos? ¿Drogas, prostitución?
—Mierda, seguro que Rudgutter está pringado en todo el puto pastel. Todos ellos. Sacas el producto, coges los beneficios, mandas a la milicia para limpiar a los clientes, consigues unos cuantos rehechos o mineros esclavos para los pozos de Arrowhead, mantienes las cárceles llenas… No sé lo que esta gente tiene en la cabeza, pero están nerviosos que te cagas. Al parecer, están listos para soltarlo todo. Pero ya me conoces, Dee. Suave, suave… —Le guiñó un ojo—. No voy a dejar que esta se me escape.
—Mantenme informada, ¿quieres? —pidió Derkhan. Benjamin asintió.
La mujer metió todos los papeles en una bolsa y los ocultó entre diversas cosas. Se incorporó.
—Bueno, ya tengo mis órdenes. Esos tres shekel, por cierto, incluyen la venta de catorce RR.
—Buen trabajo —respondió Benjamin, abriendo un cuaderno de los muchos que había en su mesa para anotarlo. Se puso en pie y le hizo un gesto a Derkhan para que saliera. Ella esperó en el diminuto dormitorio mientras él apagaba las luces y la prensa.
—¿Sigue comprando Grimcomosellame? —preguntó a través del agujero—. ¿El científico ese?
—Sí. Es bastante bueno.
—Oí un rumor muy gracioso sobre él el otro día —dijo Benjamin, saliendo por el armario mientras se limpiaba las manos manchadas de aceite con un trapo—. ¿Es el mismo que busca pájaros?
—Oh, sí, está metido en algún experimento. ¿Atiendes a los criminales, Benjamin? —Derkhan sonrió—. Colecciona alas. Creo que tiene por norma no comprar nunca nada de forma oficial si puede obtenerlo por medios ilícitos.
Benjamin sacudió la cabeza, pensativo.
—Pues se le da bien. Sabe cómo hacer correr las noticias.
Mientras hablaba, se inclinó sobre el armario y devolvió el panel de madera a su posición. Lo aseguró y se volvió hacia Derkhan.
—Bueno —dijo—. Al teatrillo.
Derkhan asintió, se descolocó un tanto la peluca y desató los intrincados nudos de los zapatos. Benjamin se sacó la camisa y, levantando y bajando los brazos, contuvo la respiración hasta que enrojeció. Exhaló una repentina bocanada y respiró con dificultad. Guiñó un ojo a Derkhan.
—Vamos —le imploró—. Ayúdame un poco. ¿Qué hay de mi reputación? Al menos podías parecer un poco cansada…
Ella le sonrió y, con un suspiro, se frotó la cara y los ojos.
—Oooh, señor B —chilló absurdamente—. ¡Es el mejor con el que me he acostado jamás!
—Así está mejor… —musitó sonriendo con la mirada.
Abrieron la puerta y salieron al pasillo. Los preparativos habían sido innecesarios, pues estaban solos.
A lo lejos, podía oírse el ruido de las picadoras de carne.