Una paloma colgaba cruciforme de un aspa de madera sobre el escritorio de Isaac. Bamboleaba frenética la cabeza de un lado a otro, pero, a pesar de su terror, no podía más que emitir un patético arrullo.
Tenías las alas fijadas con pequeñas puntas clavadas en los espacios entre las plumas extendidas, y dobladas hacia arriba. Las patas estaban atadas a la parte inferior de la pequeña cruz. La madera estaba manchada con el blanco y el gris del guano. El animal se agitaba y trataba de liberar las alas, pero estaba bien sujeto.
Isaac se acercó a él con una lupa y un bolígrafo.
—Deja de joder, maldito bicho —musitó, pinchando el hombro con la punta del bolígrafo. Observó a través de la lente los temblores infinitesimales que recorrían los diminutos huesos y músculos. Sin mirar, realizó unas anotaciones en un papel a su lado.
—¡Oye!
Isaac alzó la cabeza ante la irritada llamada de Lublamai, y se levantó de la silla. Se acercó al borde de la barandilla y miró abajo.
—¿Qué?
Lublamai y David se encontraban allí, hombro con hombro, con los brazos cruzados. Parecían un pequeño coro a punto de comenzar a cantar. Su expresión era ceñuda. El silencio se prolongó unos segundos.
—Mira —comenzó Lublamai, con voz de repente aplacadora—. Isaac… Siempre hemos estado de acuerdo en que en este lugar podemos desarrollar las investigaciones que queramos, sin hacer preguntas. En que nos ayudaremos los unos a los otros, y todo eso. ¿No es así?
Isaac lanzó un suspiro y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda.
—Por Jabber, chicos, no juguemos a los viejos soldados —dijo con un gruñido—. No tenéis que decirme por lo que he pasado, y vosotros igual. Sé que estáis hasta los cojones, y no puedo culparos si…
—Apesta, Isaac —soltó claramente David—. Y tenemos que padecer el coro del amanecer todos los minutos del día.
Mientras Lublamai hablaba, el viejo constructo se acercó inseguro a su espalda. Se detuvo, rotó la cabeza y apuntó con sus lentes a los dos hombres. Titubeó un instante antes de plegar los brazos de metal en una torpe imitación de sus posturas.
Isaac le hizo un gesto.
—¡Mirad, mirad lo que hace esa estúpida máquina! ¡Tiene un virus! Más os valdría que lo desmontaran o se organizará solo, y tendréis discusiones existenciales con vuestro amiguito mecánico hasta la muerte.
—Isaac, cabrón, no cambies de tema —replicó David irritado, propinando un empellón al constructo, que cayó al suelo—. Todos tenemos algo de cuerda en lo tocante a molestias, pero te has pasado.
—¡Muy bien! —Isaac lanzó los brazos al aire y miró lentamente a su alrededor—. Supongo que infravaloré las capacidades de Lemuel para realizar su trabajo —dijo, arrepentido.
Toda la plataforma, que circunscribía el almacén, estaba atestada de jaulas llenas de bichos aleteantes y chillones. El lugar estaba inundado por los sonidos del aire desplazado, de los aleteos y batidos repentinos, del goteo de heces de los animales y, por encima de todos ellos, el del constante chirrido de los pájaros cautivos. Palomas, gorriones y estorninos mostraban su desencanto con arrullos y trinos: débiles por sí mismos, pero un coro agudo y rechinante en masse. Los loros y canarios puntuaban la cháchara animal con exclamaciones insoportables que hacían a Isaac apretar los dientes. Gansos, pollos y patos sumaban un aire rústico a la cacofonía. Las aspis revoloteaban las pequeñas distancias que permitían sus jaulas y golpeaban con sus cuerpos de reptil los límites de su confinamiento. Lamían las heridas con sus diminutos y serios rostros de león, y rugían como ratones agresivos. Enormes tanques transparentes de moscas, abejas, avispas, mariposas y escarabajos voladores sonaban como un violento motor. Los murciélagos colgaban boca abajo y observaban a Isaac con ojos pequeños y fervorosos, mientras las serpientes libélula siseaban sobre el frufrú de sus alas elegantes.
No se había limpiado el suelo de las jaulas, y el olor acre del guano era muy fuerte. Isaac vio que Sinceridad se bamboleaba arriba y abajo por la estancia, sacudiendo su cabeza pelada. David vio a Isaac mirándola.
—Sí —gritó—. ¿Ves? No soporta el hedor.
—Camaradas —respondió Isaac—. Agradezco sinceramente vuestra paciencia. Es un toma y daca, ¿no? Lub, ¿recuerdas cuando realizaste aquellos experimentos con el sonar y tuviste a aquel tipo aporreando el tambor durante dos días?
—¡Isaac, ya llevamos así casi una semana! ¿Cuánto más va a durar? ¿Cuál es el programa? ¡Al menos limpia toda la porquería!
Isaac observó sus expresiones airadas y comprendió que estaban realmente enfadados. Pensó a toda velocidad para encontrar un compromiso.
—Bueno, mirad —dijo al fin—. Hoy lo limpio todo, os lo prometo. Me quedaré trabajando toda la noche. Empezaré por los más ruidosos, y trataré de librarme de todos en… ¿dos semanas? —terminó torpemente. David y Lublamai rezongaron, pero interrumpió sus protestas y acusaciones—. ¡Pagaré un alquiler extra el mes que viene! ¿Qué os parece eso?
Las protestas murieron de inmediato, y los dos hombres lo miraron calculadores. Eran camaradas científicos, chicos malos de Brock, amigos; pero su existencia era precaria, y no había mucho sitio para los sentimentalismos cuando había dinero por medio. Sabiendo eso, Isaac trató de prevenir cualquier tentación que pudieran albergar sobre buscar un nuevo espacio. Después de todo, él no podía permitirse pagar solo el alquiler.
—¿De cuánto hablamos? —preguntó David.
Isaac sopesó.
—¿Dos guineas extra?
David y Lublamai se miraron. Era generoso.
—Y —añadió Isaac con tono despreocupado—, ya que estamos en ello, agradecería un poco de ayuda. No sé cómo encargarme de algunos de estos… eh… sujetos científicos. David, ¿no estudiaste una vez algunas teorías ornitológicas?
—No —replicó este con aspereza—. Fui ayudante para alguien que estaba en ello. Era un coñazo insoportable. Y no seas tan transparente, Isaac. No voy a detestar menos a tus bichos pestilentes por estar involucrado en tus proyectos… —Rió con un rastro de sinceridad—. ¿Has estado estudiando Teoría Empática Básica, o algo así?
Pero, a pesar del sarcasmo, David comenzó a subir las escaleras, con Lublamai detrás.
Se detuvo en lo alto y contempló a los farfullantes cautivos.
—¡Por la cola del diablo, Isaac! —susurró, sonriente—. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?
—Aún no he hecho cuentas con Lemuel —respondió secamente Isaac—, pero mi nuevo jefe se encargará de todo.
Lublamai se había unido a David en el desembarco de las escaleras. Gesticuló a la abigarrada colección de jaulas al otro extremo de la pasarela.
—¿Qué es eso de ahí?
—Ahí es donde guardo a los exóticos —replicó Isaac—. Aspis, lasis…
—¿Tienes un lasis? —exclamó el otro. Isaac asintió sonriente.
—No he tenido estómago para hacer experimentos con algo tan bonito —dijo.
—¿Puedo verlo?
—Claro, Lub. Está ahí, detrás de la jaula con los murciélagos.
Mientras Lublamai se abría paso por el atestado espacio, David echó un vistazo a su alrededor.
—Entonces, ¿dónde está el problema ornitológico? —preguntó, frotándose las manos.
—En la mesa —indicó Isaac, señalando a la triste paloma crucificada—. Cómo hacer que ese bicho deje de sacudirse. Al principio no me importaba para ver la musculatura, pero ahora quiero ser yo quien mueva las alas.
David lo miró con los ojos entrecerrados, pensativo.
—Mátala.
Isaac se encogió de hombros.
—Lo he intentado, pero no se muere.
—Venga, no me jodas —rió David exasperado, acercándose a la mesa. Retorció el cuello del pájaro.
Isaac se encogió ostentosamente y levantó las grandes manos.
—No son lo bastante sutiles para esta clase de trabajo. Mis manos son demasiado torpes, mi sensibilidad demasiado delicada —declaró.
—Vale —respondió David escéptico—. ¿En qué estás trabajando?
Isaac se emocionó al instante.
—Bueno… —se acercó a la mesa—. Mi acercamiento a los garuda de la ciudad ha sido un desastre. Oí rumores sobre una pareja que vivía en el Montículo de San Jabber y en Siriac, e hice saber que estaba dispuesto a pagar una pasta por un par de horas con ellos y algunos heliotipos. Nada de nada. También puse algunos carteles en la universidad preguntando por algún estudiante garuda dispuesto a pasarse por aquí, pero mis «fuentes» me dicen que este año no ha habido ningún ingreso.
—«Los garuda no son… aptos para el pensamiento abstracto» —imitó burlón David el tono del portavoz del siniestro partido de las Tres Plumas, que había celebrado un desastroso mitin en la Ciénaga el año pasado. Isaac, David y Derkhan habían acudido para fastidiar, insultando y arrojando naranjas podridas al hombre sobre el estrado, para alegría de los xenianos en el exterior. Isaac lanzó una carcajada.
—Del todo. Por tanto, y a no ser que vaya a Salpicaduras, no puedo trabajar con garuda de verdad, de modo que estoy investigando los diversos mecanismos de vuelo que… eh… que ves a tu alrededor. Una variedad realmente sorprendente.
Isaac hojeó resmas de notas, mientras sostenía diagramas de las alas de pinzones y moscardas. Desató a la paloma muerta y trazó delicadamente el movimiento de sus alas en un arco. Señaló la pared alrededor de su mesa. Estaba cubierta de diagramas de alas cuidadosamente dibujados. Había detalles de la articulación rotatoria del hombro, representaciones de los pares de fuerzas, estudios sombreados de los patrones de plumas. Había también heliotipos de dirigibles, con flechas e interrogaciones marcadas en tinta negra. No faltaban los bocetos sugerentes de zánganos sin mente y enormes ampliaciones de alas de avispa. Todo estaba cuidadosamente etiquetado. David repasó lentamente las muchas horas de trabajo, los estudios comparativos de mecanismos de vuelo.
—No creo que mi cliente sea demasiado estricto en el aspecto que tengan sus alas, o lo que sea, siempre que pueda volar cuando lo desee.
David y Lublamai sabían de Yagharek. Isaac les había pedido que guardaran el secreto. Confiaba en ellos. Se lo había dicho en caso de que el garuda lo visitara sin estar él en el almacén, aunque de momento había conseguido evitarlos en sus rápidas visitas.
—¿Y has pensado en, no sé, limitarte a pegarle unas alas? —preguntó David—. ¿En rehacerlo?
—Bueno, por supuesto, esa es mi línea principal de investigación, pero hay dos problemas. Uno: ¿qué alas? Tendré que construirlas. Dos: ¿conoces a algún reconstructor preparado para hacerlo en secreto? El mejor biotaumaturgo al que conozco es el despreciable Vermishank. Acudiré a él si no hay otro remedio, pero tendré que estar totalmente desesperado para ello. De momento estoy con los preliminares, tratando de diseñar el tamaño, la forma y la fuente de energía, o lo que sea que las sostenga. Si al final tiro por ahí, claro está.
—¿Qué más tienes en mente? ¿Psicotaumaturgia?
—Bueno, ya sabes, la TUC, mi vieja favorita… —Isaac sonrió y se encogió de hombros, rechazando su propia idea—. Tengo la sensación de que su espalda no está ya para reconstrucciones, aunque pudiera fabricar las alas. He pensado en combinar dos campos energéticos diferentes… Mierda, David, yo qué sé. Tengo el germen de una idea… —señaló vagamente el dibujo etiquetado de un triángulo.
—¿Isaac? —gritó Lublamai por encima de los infatigables chirridos y chillidos. Isaac y David miraron en su dirección. Estaba detrás del lasis y la pareja de periquitos. Señalaba unas cajas y tinajas más pequeñas—. ¿Qué es todo esto?
—Oh, esa es mi guardería —gritó Isaac con una sonrisa. Se dirigió hacia Lublamai, arrastrando a David tras él—. Pensé que sería interesante comprobar cómo progresas desde algo que no puede volar a algo que sí puede, de modo que me hice con algunas crías, nonatos y polluelos.
Se detuvo junto a la colección. Lublamai miraba un grupo de huevos de color cobalto dentro de una conejera.
—No sé lo que son —dijo Isaac—. Espero que sea algo bonito.
La conejera estaba encima de una pila de cajas similares de frente abierto, en cada una de las cuales un nido improvisado albergaba entre uno y cuatro huevos. Algunos eran de colores asombrosos, otros de un vulgar pardo. Una pequeña tubería serpenteaba entre las conejeras y desaparecía hacia la caldera inferior. Isaac le dio un golpecito con el pie.
—Creo que prefieren el calor —musitó—. En realidad, no tengo ni idea.
Lublamai estaba inclinándose para mirar dentro de una pecera con el frente de cristal.
—Vaya —suspiró—. ¡Me siento como si volviera a tener diez años! Te cambio esto por seis canicas.
El suelo de la pecera hervía de pequeños ciempiés verdes, que masticaban voraz y sistemáticamente las hojas que tenían a su alrededor. Los tallos de las plantas estaban cubiertos por sus diminutos cuerpos.
—Sí, es bastante interesante. Cualquier día de estos deberían encerrarse en sus capullos, y entonces supongo que los abriré en distintas etapas para ver cómo se van transformando.
—La vida de un ayudante de laboratorio es cruel, ¿no? —murmuró Lublamai a la pecera—. ¿Qué otros desagradables gusanos tienes por ahí?
—Muchos. Son fáciles de alimentar. Probablemente de ellos sea el olor que molesta a Sinceridad. —Isaac rió—. Otros gusanos prometen convertirse en mariposas y polillas, en horribles y agresivos bichos acuáticos que, al parecer, se convierten a su vez en moscas damasquinas y en no sé qué más… —Isaac señaló una piscina llena de agua sucia, detrás de las otras. Trató de mantener el equilibrio al pasar sobre una pequeña jaula de malla cercana—. Y aquí tenemos… algo especial… —golpeteó el contenedor con el pulgar.
David y Lublamai se acercaron, observando con la boca abierta.
—Oh, eso sí que es espléndido… —susurró David después de un rato.
—¿Qué es eso? —siseó Lublamai.
Isaac miró por encima de sus cabeza a su ciempiés estrella.
—Francamente, amigos míos, no tengo ni puta idea. Lo único que sé es que es enorme y bonito, y que no está muy contento.
El gusano agitó ciego la gruesa cabeza, desplazando torpemente su gran cuerpo por la prisión de alambre. Al menos medía diez centímetros de longitud y tres de grosor, con colores brillantes dispuestos al azar por su cuerpo cilíndrico. Un pelaje puntiagudo sobresalía de su lomo. Compartía la jaula con hojas de lechuga parduzcas, pequeños trozos de carne, rodajas de fruta y tiras de papel.
—Mirad —dijo Isaac—. He intentado darle de todo para comer. Le he metido todas las hierbas y plantas que se me han ocurrido, pero no las quiere. De modo que lo intenté con pescado, fruta, galletas, pan, carne, papel, pegamento, algodón, seda… No hace más que vagar sin rumbo, muerto de hambre y mirándome con cara de pocos amigos. —Se inclinó, plantando su cara entre la de sus dos colegas—. Es evidente que quiere comer. Está perdiendo el color, lo cual es preocupante, tanto desde el punto de vista estético como desde el fisonómico. No sé qué hacer. Tengo la sensación de que se va a quedar ahí hasta morir. —Isaac fingió un lamento de tristeza.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó David.
—Bueno, ya sabes cómo funcionan estas cosas. Lo conseguí de un tío que conocía a un tipo al que se lo dio una mujer que… a saber. No tengo ni idea.
—¿Lo vas a abrir?
—Qué dices. Si vive lo bastante para construir un capullo, lo que dudo bastante, me interesa saber qué es lo que sale de ahí. Incluso podría donarlo al Museo de la Ciencia. Ya me conocéis, entregado a la sociedad… En realidad, ese bicho no es de mucha utilidad en mi investigación. No puedo conseguir que coma, y mucho menos que se metamorfosee, y mucho menos que vuele. Todo lo demás que veis aquí —dijo extendiendo los brazos— son piezas de mi molino antigravitatorio. Pero este pequeño cabroncete —añadió, señalando al apático ciempiés— es obra social. —Sonrió.
De abajo llegó un crujido. Alguien estaba abriendo la puerta. Los tres hombres se inclinaron peligrosamente sobre la barandilla y miraron a la planta inferior, esperando ver a Yagharek el garuda, con sus falsas alas bajo la capa.
Lin los escudriñó desde abajo.
David y Lublamai observaron confusos. Se sintieron azorados ante el repentino grito de irritada bienvenida de Isaac, y encontraron algún otro lado a donde mirar.
Isaac bajó a toda prisa las escaleras.
—Lin —bramó—. Me alegro de verte.
Cuando llegó hasta ella, habló en voz queda.
—Cariño, ¿qué haces aquí? Pensé que nos íbamos a ver el fin de semana.
Mientras hablaba, vio sus antenas vibrar entristecidas y trató de atemperar su malestar. Estaba claro que Lub y David sabían lo que ocurría, pues le conocían desde hacía mucho. No dudaba de que sus evasivas y las pistas sobre su vida amorosa les habían hecho sospechar algo muy parecido a la verdad. Pero aquello no eran los Campos Salacus. Aquello era su casa. Lo podían ver.
Pero Lin parecía abatida.
Mira, señaló ella con rapidez, quiero que vengas a casa conmigo. No me digas que no. Te echo de menos. Cansada. Trabajo difícil. Siento haber venido aquí. Tenía que verte.
Isaac sintió pugnar la furia con el afecto. Es un peligroso precedente, pensó. ¡Mierda!
—Espera —susurró—. Dame un minuto.
Corrió escaleras arriba.
—Lub, David, había olvidado que hoy he quedado con unos amigos, y han mandado a alguien a recogerme. Os prometo que mañana limpiaré a estos pequeños. Por mi honor. Todos han comido ya. —Echó un vistazo alrededor y se obligó a mirarlos a los ojos.
—Muy bien —respondió David—. Que te lo pases bien.
Lublamai lo despidió con un gesto de la mano.
—Bueno —dijo Isaac con pesadez, volviendo a contemplar su laboratorio—. Si Yagharek regresa… eh… —Comprendió que no tenía nada que decir. Tomó un cuaderno de la mesa y corrió escaleras abajo sin mirar atrás. Lublamai y David se cuidaron de no verlo marchar.
Pareció llevarse a Lin como si fuera una galerna, arrastrándola a través de la puerta hasta salir a la calle oscura. Solo cuando dejaron el almacén, cuando la miró claramente, sintió remitir su enfado hasta convertirse en un leve resquemor. La vio en todo su exhausto abatimiento.
Isaac titubeó unos instantes antes de tomarla del brazo. Metió el cuaderno en el bolso de ella, que cerró después.
—Vamos a divertirnos —susurró.
Ella asintió, inclinó su cabeza contra él un instante y lo abrazó con fuerza.
Después se separaron por miedo a ser vistos. Se dirigieron despaciosos hacia la estación Malicia, al paso de los amantes, guardando una cuidadosa distancia.