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—¿Le gusta probar drogas, señorita Lin?

Lin le había dicho al señor Motley que le era difícil hablar mientras trabajaba. Él le había informado afable que se aburría cuando posaba para ella, o para cualquier otro retrato. No tenía por qué responderle, le había dicho. Si algo que él comentara le interesaba de verdad, podía guardarlo para discutirlo después, al final de la sesión. No debía preocuparse por él, le había asegurado. No podía quedarse quieto durante dos, tres, cuatro horas, sin decir nada. Eso lo volvería loco, de modo que Lin escuchaba cuanto decía e intentaba recordar uno o dos comentarios para después. Tenía mucho cuidado de que el señor Motley estuviera contento con ella.

—Debería hacerlo. En realidad, estoy seguro de que ya lo ha hecho. Artistas como usted, que se sumergen en las profundidades de la psique… Esas cosas.

Ella oyó la sonrisa en su voz.

Lin lo había persuadido para que le dejara trabajar en el ático de su base en el Barrio Oseo. Había descubierto que era el único lugar con luz natural de todo el edificio. No eran solo los pintores y los heliotipistas los que necesitaban luz: la textura de las superficies que evocaba tan asiduamente en sus glándulas era invisible bajo la luz de las velas, y se exageraba con las lámparas de gas. Así que le había insistido nerviosa hasta que él aceptó la propuesta. Desde entonces era recibida en la puerta por el ayudante cacto y conducida al piso superior, donde una escalera de madera colgaba de una trampilla en el techo.

Llegaba y se marchaba del ático sola. Siempre encontraba al señor Motley esperándola, muy cerca del lugar por donde ella aparecía. La cavidad triangular de la buharda parecía extenderse al menos un tercio de la longitud de la terraza, todo un estudio de perspectiva, con la caótica aglutinación de carne que era el señor Motley aguardando en su centro.

No había mobiliario alguno, pero sí una puerta que conducía a algún pequeño pasillo exterior. Nunca la veía abierta. El aire del ático era seco. Lin recorría los tableros sueltos, arriesgándose con cada paso a clavarse alguna astilla. Pero el polvo en las grandes ventanas abuhardilladas parecía traslúcido, al admitir la luz y difuminarla. Lin hacía pequeñas señales al señor Motley para que se situase bajo el albor y luego caminaba a su alrededor, reorientándose, antes de proseguir con la escultura.

Una vez le había preguntado dónde pondría aquella representación a tamaño natural.

—No es nada que deba importarle —le había respondido con una amable sonrisa.

Se plantaba ante él y observaba la luz grisácea y mortecina capturando sus rasgos. Cada sesión, antes de comenzar, pasaba algunos minutos familiarizándose de nuevo con su forma.

En el primer par de sesiones, Lin había estado segura de que cambiaría de un día para otro, de que los fragmentos fisonómicos que lo formaban se reorganizaban cuando nadie miraba. Le asustaba aquel encargo. Se preguntaba histérica si era como el trabajo de un niño en una obra moral, si sería castigada por algún pecado nebuloso al tratar de congelar en el tiempo un cuerpo fluido. Le aterraba decir nada, tener que comenzar cada día desde el principio, una y otra vez.

Pero no tardó en aprender a imponer orden en el caos. Era absurdamente prosaico contar los afilados trozos quitinosos que sobresalían de cada retal de piel de paquidermo, solo para asegurarse de que no se había dejado ninguna en la escultura. Era algo casi vulgar, como si aquella forma anárquica desafiara el conteo. Y aun así, en cuanto lo miraba de aquel modo, la obra cobraba forma.

Lin se incorporaba y lo estudiaba, enfocando rápidamente con una celda visual u otra, volando la concentración por sus ojos, valorando el agregado que era el señor Motley a través de los minúsculos cambios oculares. Llevaba densas barras blancas de pasta orgánica que metabolizaba para crear sus obras. Ya se había comido varias antes de llegar, y mientras medía visualmente masticaba otra, ignorando estólida el sabor desagradable, sordo, pasando con rapidez la pasta de la boca a la glándula en la zona trasera de su cuerpo de escarabajo. El vientre se hinchaba claramente al almacenar la pulpa.

Entonces se volvía y retomaba el inicio de su trabajo, la garra reptiliana de tres dedos que era uno de los pies del señor Motley, y la fijaba en su sitio con una abrazadera baja. Después se giraba y se arrodillaba, encarándose con el modelo, abría la pequeña placa quitinosa que protegía la glándula y cerraba los labios en la parte trasera de la cabeza de insecto sobre el borde de la escultura, a su espalda.

Primero, Lin derramaba con cuidado las encimas que rompían la integridad del esputo ya endurecido, para devolver el borde de su obra a un estado de espesa mucosa pegajosa. Después se concentraba en la sección de la pierna sobre la que trabajaba, usando tanto lo que veía como lo que recordaba de los rasgos, de las protuberancias óseas, las cavidades musculares; entonces comenzaba a expulsar la espesa pasta de su glándula dilatando los esfínteres labiales, contrayendo y estirando, girando y suavizando la masa hasta darle forma.

Usaba el nácar opalescente de su esputo con habilidad. No obstante, en ciertas zonas los tonos de la horrísona carne del señor Motley eran demasiado espectaculares, demasiado llamativos, imposibles de representar. Lin buscaba y elegía un puñado de bayas de color dispuestas en la paleta, creando sutiles combinaciones al comerlas, como un cuidadoso cóctel de rojos, azules, amarillos, púrpuras y negros.

El vivido jugo pasaba de la boca a los peculiares derroteros intestinales, hasta llegar a un adjunto de su saco torácico principal. En cuatro o cinco minutos, podía diluir la mezcla cromática con el esputo khepri. Después rezumaba el líquido con delicadeza y lograba degradados, asombrosos tonos en patrones sugerentes que se coagulaban rápidamente y cobraban forma.

Solo al final de las horas de trabajo, hinchada y exhausta, con la boca hedionda por el ácido de las bayas y el mustio sabor a tiza de la pasta, Lin podía girarse y ver su creación. Tal era la habilidad de las artistas glandulares, pues trabajaban a ciegas.

La primera de las piernas del señor Motley ya cobraba forma, decidió, con cierto orgullo.

Las nubes visibles a través de las claraboyas se arremolinaban vigorosas, se disolvían y recombinaban en jirones y fragmentos del cielo. El aire del ático estaba muy quieto, en comparación. El polvo colgaba inerte. El señor Motley aguardaba contra la luz.

Se le daba muy bien quedarse quieto, siempre que una de sus bocas no abandonara un monólogo divagante. Hoy había decidido hablarle sobre las drogas.

—¿Cuál es su veneno, Lin? ¿Shazbah? El colmillo no tiene efecto sobre las khepri, ¿no?, así que queda fuera… —rumiaba—. Creo que los artistas tienen una relación ambivalente hacia las drogas. Me refiero al proyecto sobre la liberación de la bestia interior, ¿comprende? O el ángel. Lo que sea. A abrir puertas que uno pensaba que estaban bien cerradas. Pero, si hace eso con las drogas, ¿no convierte al propio arte en una decepción? El arte es comunicación, ¿no es así? Por tanto, si se emplean drogas, que son una experiencia intrínsecamente individual, por mucho que diga un marica proselitista que se coloca con los amigos en una discoteca, consigues abrir las puertas, pero ¿puedes comunicar lo que encuentras al otro lado? Por otra parte, si se mantiene testarudamente limpia, limitándose al serio estado mental que solemos encontrar, es posible comunicarse con otros, porque todos hablamos el mismo lenguaje. Pero ¿ha abierto las puertas? Puede que como mucho haya mirado por el ojo de la cerradura. Puede que baste con eso…

Lin alzó la mirada para ver con qué boca hablaba. Era una grande, femenina, cercana al hombro. Se preguntó cómo era que la voz no variaba. Deseó poder responder, o que él dejara de hablar. Le costaba concentrarse, pero pensó que ya había conseguido el mejor compromiso que podía de él.

—Montones y montones de dinero en drogas… pero eso ya lo sabe. ¿Sabe lo que su amigo y «agente» Lucky Gazid está dispuesto a pagar por su última diversión ilícita? Sinceramente, le sorprendería. Pregúntele. El mercado para esas sustancias es extraordinario. Hay espacio para que algunos emprendedores hagan buenas sumas.

Lin tuvo la sensación de que el señor Motley se reía de ella. Con cada conversación en la que él le revelaba algún detalle oculto de los bajos fondos de Nueva Crobuzon, ella acababa enredada en algo que ansiaba evitar. No soy más que una visitante, deseaba señalarle frenética. ¡No me dé un mapa! El tiro ocasional de shazbah para animarme, puede que un trago de quine para calmarme, no pido más… ¡No sé nada sobre distribución, ni quiero saberlo!

—Ma Francine tiene una especie de monopolio en la Aduja. Está extendiendo a sus comerciales cada vez más lejos de Kinken. ¿La conoce? Una de su especie. Una impresionante mujer de negocios. Tenemos que llegar a algún acuerdo, o las cosas se pondrán feas. —Varias de las bocas del señor Motley sonrieron—. Pero voy a decirle algo —añadió en voz baja—: muy pronto va a llegarme un envío de algo que cambiará de forma espectacular mi distribución. Puede que yo también consiga una especie de monopolio…

Esta noche tengo que ver a Isaac, decidió Lin nerviosa. Me lo voy a llevar a cenar a algún sitio en los Campos Salacus, donde podamos enredarnos los pies.

El concurso anual Shintacost se acercaba rápidamente, a finales de Melero, y tendría que pensar en algo para decirle por qué no iba a participar. Nunca había ganado (los jueces, pensaba altanera, no comprendían el arte glandular), pero, junto a sus amigos, había participado sin faltar desde hacía siete años. Se había convertido en un ritual. Celebraban una gran cena el día del fallo y enviaban a alguien a traerles uno de los primeros ejemplares de la Gaceta de Salacus, que patrocinaba la competición, para ver quién había ganado. Después se emborrachaban y denunciaban a los organizadores por ser unos bufones sin sensibilidad.

A Isaac le sorprendería que no tomara parte, y decidió hablarle de una obra monumental, algo que le impidiese hacer preguntas durante un tiempo.

Por supuesto, reflexionó, si lo del garuda sigue en marcha, ni se dará cuenta de si participo o no.

Sus pensamientos tenían un deje amargo, y comprendió que no era justa. Ella era dada a la misma clase de obsesión: le costaba no ver a todas horas, por el rabillo del ojo, la forma monstruosa del señor Motley. Simplemente habían tenido la mala suerte de obsesionarse al mismo tiempo, pensó. Su trabajo la consumía. Quería llegar a casa todas las noches y encontrarse ensalada de frutas frescas, entradas para el teatro y sexo.

En vez de ello, él trabajaba ávido en su taller y ella se encontraba con una cama vacía en Galantina, una noche tras otra. Se veían una o dos veces por semana, para cenar juntos y compartir un sueño profundo y poco romántico.

Alzó la mirada y comprobó que las sombras se habían movido desde que llegara al ático. Se sentía confusa. Con las delicadas patas de la cabeza se limpió la boca, los ojos y las antenas en rápidas pasadas. Masticó la que decidió que sería la última carga de bayas rosas. Las mezclaba con cuidado, añadiendo una baya perlada inmadura o una amarilla casi fermentada. Sabía exactamente qué sabor buscaba: el amargor enfermizo, empalagoso de color salmón grisáceo y vivido, aquel del músculo de la pantorrilla del señor Motley.

Tragó y exprimió a través de sus mandíbulas el jugo, que acabó rezumando por los lados resplandecientes del esputo khepri, que ya comenzaba a secarse. Era demasiado líquido, por lo que se derramó y goteó al emerger. Lin trabajó el tono del músculo con trazos abstractos y lagrimosos, un apaño para intentar arreglar el error.

Cuando el esputo se hubo secado, se retiró. Sintió la tensión de la mucosa pegajosa, y el chasquido al apartar la cabeza de la pierna medio terminada. Se inclinó a un lado, se tensó y expulsó la pasta restante por la glándula. El vientre de su cuerpo superior abandonó su forma distendida y adoptó unas dimensiones más normales. Un grueso grumo blanco de esputo goteó de la cabeza y cayó hasta el suelo. Lin extendió la punta de la glándula y la limpió con sus patas traseras y cerró después con cuidado la pequeña carcasa protectora bajo las puntas de las alas.

Se incorporó y estiró. Los amistosos, fríos y peligrosos comentarios del señor Motley cesaron de forma abrupta. No se había dado cuenta de que había terminado.

—¿Ya, señorita Lin? —lloró con fingida decepción.

Pierdo la concentración si no tengo cuidado, señaló ella. Exige un enorme esfuerzo. Tengo que parar.

—Por supuesto —respondió el señor Motley—. ¿Cómo va la obra maestra?

Los dos se giraron al tiempo.

Lin se alegró al comprobar que su arreglo espontáneo del jugo aguado había creado un efecto vivido y sugerente. No era totalmente natural, pero no lo era ninguna de sus obras; el músculo del señor Motley parecía haber sido arrojado violentamente contra los huesos de la pierna. Una analogía que quizá se acercara a la verdad.

Los colores traslúcidos se derramaban en grumos irregulares sobre el blanco, que resplandecía como el interior de una concha. Las capas de tejido y músculo se arrastraban las unas sobre las otras, y las complejidades de las numerosas texturas estaban representadas de forma realista. El señor Motley asintió con satisfacción.

—¿Sabe? —aventuró con tranquilidad—. Mi sentido del gran momento me hace desear que hubiera algún modo de no ver nada más de la obra hasta que esta esté concluida. Creo que de momento está muy bien. Pero que muy bien. Mas es peligroso ofrecer elogios demasiado pronto. Puede llevar a la complacencia… o a su contrario. De modo que, por favor, no se descorazone, señorita Lin, si esta es mi última palabra, positiva o negativa, sobre el asunto, hasta que hayamos terminado. ¿De acuerdo?

Lin asintió. Era incapaz de apartar los ojos de lo que había creado, y pasaba delicadamente la mano por la suave superficie del esputo khepri en desecación. Los dedos exploraron la transición del pelaje a las escamas, y a la piel bajo la rodilla de su modelo. Observó el original, así como la cabeza del señor Motley, que devolvió la mirada con un par de ojos de tigre.

¿Qué… qué era usted?, le señaló.

Él lanzó un suspiro.

—Me preguntaba cuándo querría saberlo, Lin. Esperaba que no lo hiciera, pero suponía que era improbable. Hace que me pregunte si nos entendemos mutuamente —siseó, con un tono súbitamente violento. Lin dio un paso atrás—. Es tan… previsible… Aún no mira usted del modo correcto. En absoluto. Es una maravilla que pueda crear tal arte. Aún ve esto —dijo, señalando de forma vaga su cuerpo con una mano de simio— como una patología. Aún está interesada en lo que era y en cómo empeoró. Esto no es un error, ni una ausencia, ni una mutación: es imagen y esencia… —Su voz resonó entre las vigas. Se calmó un poco y bajó sus muchos brazos—. Esto es la totalidad.

Ella asintió para indicarle que comprendía, demasiado cansada para sentirse intimidada.

—Puede que sea demasiado duro con usted —respondió al instante el señor Motley—. Es decir… esta pieza frente a nosotros deja patente que dispone usted de un sentido del momento rasgado, aunque su pregunta sugiera lo contrario… Por tanto, es posible —siguió lentamente— que usted misma contenga ese momento. Parte de usted comprende sin recurrir a las palabras, aun cuando su mente superior formula preguntas en un formato que hace imposible respuesta alguna. —La miró triunfante—. ¡También usted está en la zona bastarda, señorita Lin! Su arte tiene lugar allá donde su comprensión y su ignorancia se confunden.

Muy bien, señaló ella mientras recogía sus cosas. Lo que sea. Siento haber preguntado.

—Yo también lo sentía, pero creo que ya no —replicó.

Lin plegó la caja de madera alrededor de la paleta manchada, alrededor de las bayas de color restantes (reparó en que necesitaba más) y los bloques de pasta. El señor Motley proseguía con sus divagaciones filosóficas, rumiando teorías mestizas. Lin no le atendía. Alejó sus antenas de él, sintiendo los sucesos y sonidos del edificio, el peso del aire en la ventana.

Quiero un cielo por encima de mi cabeza, pensó, no estas viejas y polvorientas cerchas, este techo frágil y alquitranado. Me voy a casa. Lentamente. A través de la Ciénaga Brock.

Su resolución se agrandó a medida que elaboraba su pensamiento.

Me detendré en el laboratorio y le preguntaré a Isaac, como quien no quiere la cosa, si quiere venir conmigo, si puedo robarle una noche.

El señor Motley seguía perorando.

Cállate, cállate, niño malcriado, megalómano de mierda, deja esas teorías dementes, pensó.

Cuando se volvió para señalar un adiós, lo hizo con la mínima semblanza de educación.