Una ventana se abrió de golpe, muy por encima del mercado. Una cesta voló desde ella y comenzó a caer sobre la multitud desprevenida. Sufrió un tirón en medio del aire, giró y prosiguió su descenso a una velocidad inferior, irregular. Danzando precaria en su recorrido, la malla de alambre se deslizaba sobre la piel rugosa del edificio. Arañó el muro y desprendió pintura y polvo de hormigón.
El sol brillaba a través de un cielo encapotado, arrojando una luz grisácea. Bajo la cesta, los puestos y tenderetes se derramaban sin orden ni concierto. La ciudad apestaba, pero hoy era día de mercado en Galantina, y el olor acre a excremento y podredumbre que impregnaba Nueva Crobuzon quedaba, en aquellas calles y a aquella hora, atenuado por la páprika y el tomate fresco, el aceite de pescado caliente y el limón, la carne curada, el plátano y la cebolla.
Los puestos de comida se extendían a lo largo de la ruidosa calle Shadrach. Libros, manuscritos y cuadros inundaban el paso Selchit, una avenida de vainillas deslustradas y hormigón descompuesto, un poco hacia el este. Había productos de arcilla ocupando todo el vial hasta Barracán, al sur; piezas de motores al oeste; juguetes bajando por un callejón; ropas entre dos calles más; y otras incontables mercancías ocupando todas las callejuelas. Las hileras de productos convergían apelotonadas en Galantina, como los radios de una rueda rota.
En aquel barrio, todas las distinciones desaparecían. A la sombra de los viejos muros y las torres inseguras descansaba un montón de herramientas, una mesa destartalada cubierta de vajillas rotas y toscos adornos de arcilla, una estantería con libros mohosos. Antigüedades, sexo, polvo de mosca. Entre los puestos vagaban constructos siseantes, y los mendigos discutían en las entrañas de edificios desiertos. Seres de razas extrañas compraban artículos peculiares. Era el bazar de Galantina, una sorprendente mezcla de mercancías, grasa y comerciantes. Imperaba la ley del comercio: que el comprador se cuide.
El vendedor bajo la cesta alzó la mirada a la luz del sol y una lluvia de polvo de ladrillo. Se limpió un ojo. Tomó la nasa sobre su cabeza, tirando de la cuerda hasta llevarla a su altura. En su interior había una moneda de bronce y una nota con caligrafía pulcra, ornamentada, cursiva. El vendedor se rascó la nariz mientras leía el papel. Rebuscó entre las cajas de comida ante él y depositó en la cesta huevos, frutas y tubérculos, volvió a comprobar la lista. Se detuvo y releyó uno de los artículos, sonriendo lascivo mientras cortaba una rebanada de cerdo. Cuando hubo terminado, se metió la moneda en el bolsillo y buscó cambio; dudó mientras calculaba el coste del pedido y dejó al final cuatro monedas menores.
Se limpió las manos en los pantalones y pensó un instante, escribió algo en la lista con un trozo de carboncillo y dejó después con lo demás.
Tiró tres veces de la cuerda y la cesta comenzó su inconstante viaje hacia arriba. Se alzó por encima de los tejados menores de los edificios contiguos, como si el ruido le sirviera de boya. Sorprendió a unas chovas en su nido en la planta desierta e inscribió un nuevo rastro en la pared, junto a los demás, antes de desaparecer por la ventana de la que había emergido.
Isaac Dan der Grimnebulin acababa de darse cuenta de que había estado soñando. Se había sentido aterrado al verse de nuevo trabajando en la universidad, desfilando frente a una enorme pizarra cubierta con vagas representaciones de palancas, fuerzas y solicitaciones. Introducción a la Ciencia de los Materiales. Había estado observando ansioso a sus alumnos cuando ese maldito y efusivo Vermishank había abierto la puerta.
—Así no puedo dar clase —susurró Isaac en alto—. El mercado es demasiado ruidoso.
Hizo un gesto a la ventana.
—No pasa nada. —Vermishank era apaciguador y detestable—. Vente a desayunar. Así te olvidarás del ruido.
Y, con ese absurdo comentario, Isaac despertó para su enorme alivio. La estridente perversión que era el bazar, y el aroma de la comida, lo acompañaron en este proceso.
Se estiró en la cama, sin abrir los ojos. Oía a Lin caminar por la habitación, y sintió el leve crujido del piso. El desván estaba lleno de humo aromático. Salivó.
Lin dio dos palmadas. Sabía cuándo Isaac estaba despierto. Probablemente porque cerraba la boca, pensó, riendo disimulado sin abrir los ojos.
—Aún estoy dormido, cállate; pobre Isaac, siempre tan cansado —dijo, protestando como un niño. Lin volvió a palmear una vez, irónica, y se alejó.
Isaac gruñó y se dio la vuelta.
—¡Puñetera! —gimió a la mujer—. ¡Arpía! ¡Incordio! Vale, vale, tú ganas, tú ganas, tú… eh… bruja, monstruo…
Se rascó la cabeza y se incorporó, sonriendo con expresión estúpida. Lin le hizo un gesto obsceno sin darse la vuelta.
Ella estaba desnuda frente a la cocina, de espaldas a él, brincando hacia atrás al saltar el aceite en la sartén. Las sábanas resbalaron sobre la barriga de Isaac. Era un dirigible, enorme, tenso y fuerte. Estaba cubierto por abundante vello gris.
Lin era lampiña. Sus músculos se adivinaban claramente bajo su piel rojiza. Era como un atlas anatómico. Isaac la estudió con feliz lujuria.
Le picaba el culo y se rascó bajo la manta, desvergonzado como un perro. Algo explotó bajo su uña, y retiró la mano para examinarlo. En el extremo de su dedo había un gusano medio aplastado, agitándose indefenso. Era un reflic, un pequeño e inofensivo parásito khepri. Este bicho debe haberse sorprendido con mis jugos, pensó Isaac, limpiándose el dedo.
—Reflic, Lin. Hora de bañarse.
Lin protestó con un pisotón en el suelo.
Nueva Crobuzon era un enorme caldo de cultivo, una ciudad mórbida. Los parásitos, la infección y los rumores eran incontrolables. Las khepri necesitaban un baño químico mensual para protegerse, si querían evitar picores y heridas.
Lin depositó el contenido de la sartén en un plato que dejó sobre la mesa, frente a su propio desayuno. Se sentó e hizo un gesto a Isaac para que se le uniera. Él se levantó de la cama y se acercó tambaleante hasta sentarse en su pequeña silla, cuidándose de no clavarse ninguna astilla.
Los dos estaban desnudos en lados opuestos de la desarropada mesa de madera. Isaac era consciente de su situación, imaginándose cómo los vería un observador ajeno. Será una imagen hermosa, extraña, pensó. Un ático, con el polvo en suspensión iluminado por la luz que atravesaba un ventanuco, libros, papel y cuadros cuidadosamente apilados junto al mobiliario de madera barata. Un hombre de piel oscura, grande, desnudo y adormilado, sosteniendo un tenedor y un cuchillo, antinaturalmente quieto, sentado frente a una khepri, con su cuerpo menudo envuelto en sombras, su cabeza quitinosa apenas una silueta.
Ignoraron la comida y se contemplaron un momento. Lin le hizo una señal, Buenos días, mi amor, y comenzó a comer, aún mirándolo.
Era cuando comía que Lin parecía más alienígena, y sus colaciones compartidas eran tanto un reto como una afirmación. Mientras la miraba, Isaac sintió las emociones habituales: un disgusto inmediatamente derrotado, orgullo por anularlo, deseo culpable.
La luz brillaba en los ojos compuestos de ella. Las antenas de la cabeza temblaron mientras tomaba medio tomate y lo apresaba con las mandíbulas. Bajó las manos mientras las piezas bucales internas aprehendían la comida sujeta en la boca externa.
Isaac observó al enorme escarabajo iridiscente que era la cabeza de su amante devorar el desayuno.
La contempló tragando, vio su garganta deglutir en el punto en que la pálida panza de insecto se unía suavemente al cuello humano… aunque ella no hubiera aceptado aquella descripción. Los humanos tienen cuerpo, piernas y manos de khepri, y la cabeza de un gibón afeitado, le había dicho una vez.
Sonrió mientras presentaba su cerdo frito frente a él, lo tomaba con la lengua y se limpiaba las manos grasientas en la mesa. Le sonrió. Ella agitó las antenas e hizo una señal: Monstruo mío.
Soy un pervertido, pensó Isaac. Igual que ella.
La conversación durante el desayuno solía ser un monólogo: Lin podía hacer señales con las manos mientras comía, pero los intentos de Isaac por hablar y deglutir al mismo tiempo resultaban en farfullos incomprensibles y comida en la mesa. Leían; Lin un periódico para artistas, Isaac lo que tuviera a mano. Entre bocados, rebuscó entre libros y papeles y se encontró leyendo la lista de la compra de Lin. La línea «lonchas de cerdo» estaba enmarcada en un círculo, y bajo su exquisita caligrafía había un comentario con letra mucho más tosca: «¿¿Tienes compañía?? ¡¡Un buen trozo de cerdo es todo un regalo!!».
Isaac le enseñó el papel a Lin.
—¿Qué es esta estupidez? —gritó, escupiendo trozos de comida. Su enfado era divertido, pero auténtico.
Lin leyó y se encogió de hombros.
Sabe que no como carne. Sabe que tengo un invitado para desayunar. Juego de palabras con «cerdo».
—Muchas gracias, cariño, eso ya lo había cogido yo. ¿Cómo sabe que eres vegetariana? ¿Sueles darte a estas charlas ingeniosas?
Lin lo miró un instante, sin responder.
Lo sabe porque no compro carne. Sacudió la cabeza ante la estupidez de la pregunta. No te preocupes: solo charlamos escribiéndonos. No sabe que soy un bicho.
El uso deliberado de aquel insulto molestó a Isaac.
—Mierda, no insinuaba nada… —La mano de Lin se meneó en lo que era el equivalente de enarcar una ceja. Isaac saltó irritado—. ¡Mierda puta, Lin! ¡No todo lo que digo es sobre el miedo a que nos descubran!
Isaac y Lin eran amantes desde hacía casi dos años. Siempre habían tratado de no pensar demasiado en las reglas de su relación, pero cuanto más tiempo pasaban juntos, más imposible se tornaba aquella estrategia evasiva. Las preguntas sin respuesta exigían atención. Los comentarios inocentes y las miradas inquisitivas de los demás, un contacto demasiado largo en público, la nota de un tendero, todo les recordaba que, en algunos contextos, vivían un secreto. Todo lo hacía más difícil.
Nunca habían dicho «somos amantes», de modo que nunca habían tenido que decir «no revelaremos nuestra relación a todo el mundo, se la ocultaremos a algunos». Pero hacía meses que estaba claro que ese era el caso.
Lin había comenzado a señalar, con comentarios ácidos y sarcásticos, que la negativa de Isaac a declararse su amante era como mínimo cobarde, si no racista. Aquella insensibilidad molestaba a Isaac, que, después de todo, había dejado clara la naturaleza de su relación a los amigos íntimos de ambos. Y, además, para ella era muchísimo más sencillo.
Lin era artista, y su círculo lo formaban los libertinos, los mecenas y los parásitos, los bohemios, los poetas, los anarquistas y los adictos a la moda. Se deleitaban con el escándalo y la rareza. En las casas de té y los bares de los Campos Salacus, las escapadas de Lin (claramente insinuadas y nunca negadas, nunca explicitadas) serían pasto de discusiones, rumores y provocaciones. Su vida amorosa era una transgresión avant-garde, un happening artístico, como lo había sido la música concreta la pasada temporada, o el Arte Egoísta hacía dos años.
Y sí, Isaac podía jugar a lo mismo. También era conocido en ese mundo, y desde antes de sus días con Lin. Después de todo, era el científico proscrito, el pensador de mala fama que renunciaba a un lucrativo empleo de maestro para involucrarse en experimentos demasiado escandalosos y brillantes para las mentes diminutas que regían la universidad. ¿Qué le importaban las convenciones? ¡Dormiría con quien le diera la gana, con lo que le diera la gana!
Así se le conocía en los Campos Salacus, donde su relación con Lin era un secreto a voces, donde podía disfrutar y relajarse, donde podía pasarle el brazo por la cintura en un bar y susurrarle mientras ella chupaba café de azúcar de una esponja. Aquella era su historia, y al menos en parte era cierta.
Había abandonado la universidad hacía diez años, pero solo porque, para su desgracia, comprendió que era un pésimo profesor.
Había visto las expresiones confusas, había oído los frenéticos gimoteos de los estudiantes aterrados, y había comprendido que una mente que se lanzaba anárquica y sin control por los pasillos de la teoría podía aprender a empellones, pero no impartir la comprensión que tanto amaba. Había agachado la cabeza avergonzado y había huido.
En otro giro del mito, su director de departamento, el eterno y detestable Vermishank, no era un corderito empollón, sino un excepcional biotaumaturgo que había rechazado las investigaciones de Isaac no tanto por su heterodoxia, como porque no iban a ningún sitio. Isaac podía ser brillante, pero le faltaba disciplina. Vermishank había jugado con él como con un gatito, haciéndole suplicar trabajo como investigador independiente con un salario mísero, pero con acceso limitado a los laboratorios de la universidad.
Y era aquello, su trabajo, lo que le había hecho ser tan circunspecto respecto a su amante.
En aquellos momentos su relación con la universidad era tenue. Diez años de privaciones y ahorro lo habían equipado con un buen laboratorio propio; sus ingresos los formaban en especial los dudosos contactos con los ciudadanos menos íntegros de Nueva Crobuzon, cuyas necesidades de ciencia sofisticada no dejaban de sorprenderlo.
Pero las investigaciones de Isaac, que había conservado sus objetivos a pesar de los años, no podían desarrollarse en el vacío. Tenía que publicar. Tenía que debatir. Tenía que discutir, que asistir a conferencias… como el hijo díscolo, rebelde. La resistencia tenía sus ventajas.
Pero la academia no solo jugaba al conservadurismo. Los estudiantes xenianos solo llevaban veinte años siendo admitidos como candidatos en Nueva Crobuzon. Aquella relación abierta sería la vía rápida para convertirse en paria, no en el chico malo que siempre había dicho ser. Lo que le asustaba no era que los editores, los organizadores de las conferencias y los encargados de las publicaciones descubrieran su relación con Lin. Lo que le asustaba era que vieran que no trataba de ocultarla. Si ejecutaba los movimientos de ocultación esperados, no podrían denunciarlo como inaceptable.
A Lin no le gustaba nada todo aquello.
Nos escondes con la intención de poder publicar artículos para gente a la que desprecias, le había señalado una vez después de hacer el amor.
Isaac, en los momentos más agrios, se preguntaba cómo reaccionaría ella si el mundo del arte la amenazara con el ostracismo.
Aquella mañana los amantes lograron matar la pujante discusión con bromas, disculpas, cumplidos y lujuria. Isaac sonrió a Lin mientras esta jugaba con su camisa, agitando sensual las antenas.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó.
Voy a Kinken. Necesito colores. Voy a una exposición en el Aullido. Esta noche trabajo, añadió burlona.
—Entonces, ¿no nos veremos? —sonrió Isaac. Lin negó con la cabeza. Isaac contó los días con los dedos—. Bueno, podemos cenar en el Reloj y el Gallito el… ¿domingo? ¿A las ocho?
Lin titubeó, extendiendo las manos mientras pensaba.
Encantador, señaló coqueta, no dejando claro si se refería a la cena o a Isaac.
Apilaron los platos y cazos en el cubo de agua fría de la esquina y los dejaron. Mientras Lin recogía sus notas y bocetos para marcharse, Isaac la arrastró suavemente hacia él, hacia la cama. Besó su cálida piel roja. Ella se volvió hacia sus brazos. Inclinó los hombros e Isaac vio cómo el rubí oscuro de su caparazón se abría lentamente, mientras sus antenas se estiraban. Las dos mitades de la cáscara de su cabeza temblaron ligeramente, tan extendidas como eran capaces. Desde debajo de su sombra extendió sus hermosas, pequeñas, inútiles alas de escarabajo.
Lin acercó la mano de Isaac a las alas, invitándole a acariciar su fragilidad, totalmente vulnerable, en una expresión de confianza y amor sin parangón entre las khepri.
El aire entre ellos se cargó y el pene de Isaac se endureció.
Trazó las venas ramificadas en las vibrantes alas con los dedos, observando la luz que las atravesaba refractándose en sombras madreperla.
Le levantó la falda con la otra mano y deslizó los dedos por el muslo. Lin abrió las piernas alrededor de la mano y las cerró, atrapándola. Isaac susurró invitaciones sucias y amorosas.
El sol se desplazaba sobre ellos, arrojando por toda la estancia sombras de la ventana y de las nubes inquietas. Los amantes no notaron cómo avanzaba el día.