Capítulo segundo
LOS CENTURIANOS
Desde la oficina de la Compañía de Viajes en el Tiempo, en la sexcentésima planta del edificio estratosférico Berkley, Nueva York, aparecía diminuto allá abajo, como una ciudad de juguete. Bajo el amortiguado brillo de millones de luces semejaba una belleza que no era terrestre. Era una ciudad de esbeltos pináculos de belleza inmaculadamente blanca, entrelazados arcos de matices arco iris, jardines y parques perfectamente delineados, resplandecientes torres de argén y negras cúpulas.
A Steve Clark le gustaba el espectáculo. A menudo iba allí por las noches para permanecer sentado y hablando con su amigo Andy Smith, uno de los pilotos más expertos del servicio de Viajes en el Tiempo.
Smith estaba leyendo la última edición del Cohete Diario. Steve Clark acababa de traerlo hacía apenas un momento, recién salido de la imprenta, y lo había dejado sobre el escritorio. Smith lo había abierto bajo el blanco círculo que derramaba la única luz. El resto de la oficina quedaba en tinieblas. Más allá de los armarios del bufete, otros escritorios y archivos despuntaban en la oscuridad. Las máquinas del tiempo propiamente dichas estaban en una sala adyacente, listas para el despegue desde el frente del edificio.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Clark, con los pies sobre el escritorio.
Andy Smith gruñó.
—No muy bien. Estamos en el siglo cincuenta y seis, los viajes en el tiempo no son una novedad y nuestras tarifas son demasiado elevadas. En toda la semana no hemos tenido más que un par de docenas de viajes —pasó su índice sobre los purpúreos titulares—: Para tus amigotes los periodistas, las cosas parecen ir viento en popa —dijo—. Hay grandes noticias esta tarde.
—Sí —admitió Steve Clark—. Otra vez los Centaurianos. Siempre están listos para ponerse en pie de guerra. Hicieron un buen trayecto esta vez.
—Tengo que admitirlo —dijo Smith—. Las piedras marcianas, ¿eh? Catorce. La más grande y perfecta colección de todo el Sistema Solar.
—Exacto —dijo Clark—. Al viejo casi se le revienta un vaso sanguíneo cuando llegó la noticia hace una hora. Quería inundar la ciudad.
Clark lanzó una risa ahogada.
—Lo hicimos —añadió.
Andy Smith plegó el periódico cuidadosamente.
—Steve —dijo—, ¿qué son los Centaurianos? Nadie parece saberlo.
—Por el momento son superladrones —dijo Clark—, y se ha dicho todo lo que cualquiera puede saber a ciencia cierta. Se han estado riendo de los mejores cerebros de la policía durante los últimos quinientos años. Y me imagino que seguirán riéndose otros quinientos, si es que viven tanto, y no hay razón para pensar lo contrario. A no ser que estén guardando el secreto, el pies planos ni siquiera sabe dónde tienen la guarida. Les están tomando el pelo a todos. Mierda, ¿acaso no robaron toda una expedición de oro ante las mismas narices de la Policía Interplanetaria y siguen con ella a pesar de que todos los jodidos tipos de la I.P. de todo el Sistema están en el caso?
—¿Crees entonces —preguntó Smith— que los Centaurianos son reales? ¿Que no son humanos? ¿Una superbanda de bandidos sobrenaturales?
—¿Sabes? —replicó Clark—. Un periodista no suele andar tras las fábulas. Se carga más mitos que ningún otro crítico. Pero, como periodista, te digo que esos Centaurianos no son humanos. Probablemente se les haya atribuido más golpes de los que han dado. Pero hay casos en que ha habido testigos presenciales. Sólo dos o tres ejemplos de esta índole en los últimos quinientos años, pero bien verificados.
»Todos concuerdan en los puntos vitales. Tienen rabo, están cubiertos de escamas y en vez de pies tienen pezuñas. Lo que quiera que sean no se andan con cosas de poca monta. Cuando dan un golpe, se trata de algo de calidad. Lo de las piedras. Si valen algo, es por lo menos diez billones. Y luego el cargamento de oro de la Policía Internacional.
Smith silbó.
—Entonces, ¿crees que proceden de Alfa de Centauro? —preguntó.
—O de Alfa de Centauro o de algún otro lugar fuera del Sistema. En los planetas de aquí no hay nada que se les parezca. Siempre he creído que se trata de fugitivos de su propio sistema. Quizá las cosas se pusieron demasiado peligrosas para ellos, dondequiera que fuese, y tuvieron que salir por piernas. Lo que quiera que sean o de dondequiera procedan, están seguros de tener aquí buenas carnadas. Se llevan lo que quieren y nadie está nunca lo bastante cerca para atraparlos.
»Leí en alguna parte, hace mucho tiempo, que es creencia general que arribaron a la Tierra en alguna especie de nave espacial. Ésta se destrozó al aterrizar y dos o tres de sus ocupantes resultaron muertos. No obstante, creo que no se descubrió mucho por este camino. La nave en cuestión quedó hecha un asco y los seres que en ella había estaban reducidos a pulpa. Quizá se tratara de algo o alguien más, pero no de los Centaurianos.
Steve Clark encendió un cigarro de hierbas venusianas y expulsó el humo.
—Sea lo que fueren —dijo—, suministran noticias a los periódicos.
Smith consultó su reloj.
—Tengo que salir dentro de poco —dijo—. ¿Qué te parece si nos dejamos caer por París y nos tomamos unos tragos?
—Eso suena a música angelical —asintió Clark.
Smith se levantó de la silla, se metió el periódico en el bolsillo y, en pie junto al escritorio, arrugó el entrecejo desconcertado.
La puerta de la oficina estaba abierta y por ella había penetrado un grupo de amortajadas figuras que parecían armonizar con la oscuridad dominante. Algo brilló a los rayos de luz que despedía la lámpara que iluminaba la mesa.
Una voz brotó de las tinieblas, una voz que pronunció el inglés con acento exento de tono.
—Tendrá que hacernos el favor de volver a sentarse —sugirió.
Smith volvió a sentarse y Clark, apartando los pies del escritorio, dio la vuelta a la silla.
—Usted también, señor —dijo la voz.
Clark, medio incorporado, obedeció. Había una especie de amenaza metálica en aquellas cortas, recortadas y muy vocalizadas palabras, sobrecargadas, por otro lado, por una definida nota de advertencia.
Lenta y majestuosamente, una de las figuras amortajadas se adelantó, dejando a sus compañeros junto a la puerta. Se situó ante el escritorio, aún dentro de las tinieblas, aunque más definida ahora su silueta por la parte de luz que recibía. El sujeto llevaba gafas oscuras y estaba cubierto por una capa oscura, cuyo borde llegaba hasta el suelo, ocultando sus pies. Una capucha negra, que era parte de la capa, cubría su cabeza y caía sobre su rostro, ocultando la mayor parte de sus facciones.
Steve Clark sintió que su cabello se le erizaba en la nuca mientras observaba al visitante.
Smith dio a su voz un tono de cortesía:
—¿Puedo hacer algo por ustedes? —preguntó.
—Sí, por cierto —dijo la extraña figura de negro, permitiendo entonces una rápida visión de una blanca dentadura contrastando con el sombrío rostro. No pudo concretar el aspecto de aquel rostro. Nada podía ver, de hecho, salvo el brillo de los dientes cuando el otro hablaba y el ocasional y amortiguado reflejo que la luz imprimía sobre los ojos del visitante.
Los dientes relampaguearon de nuevo.
—Deseo un condensador de tiempo —dijo.
Andy Smith se las arregló para contener un gesto de asombro, pero su cara había palidecido cuando contestó.
—No vendemos piezas —dijo.
—No… —dijo el enlutado, y aquella sola palabra sonó más a amenaza que a pregunta.
—No se puede —explicó Smith—. La Compañía de Viajes en el Tiempo posee las únicas máquinas del tiempo en existencia. Operan bajo estricta supervisión gubernamental. Nadie más puede poseer una máquina del tiempo. Obviamente, las únicas de las que se podrían separar fragmentos serían las nuestras.
—¿Pero poseen ustedes condensadores extra?
—Sí, varios —admitió Smith—. Con frecuencia tenemos necesidad de recambios. Es peligroso adentrarse en el tiempo con un condensador deficiente.
—Sé eso —replicó el otro—. Contrariamente a lo que usted pueda creer, hay por lo menos una máquina del tiempo que no pertenece a su compañía. Yo poseo esa máquina.
Algo parecido a una risa burlona brotó de sus labios.
—De forma bastante curiosa, resulta que la obtuve de su propia compañía. Hace muchos años. He venido para llevarme un condensador —dijo el hombre. El extraño apéndice de alguna clase de arma asomó por entre los pliegues de la capa—. Puedo llevármela por la fuerza si fuera necesario. Pero preferiría lo contrario. Si usted se brinda a cooperar, estoy dispuesto a pagar el artículo.
Se acercó más al escritorio. Una mano emergió de la capa, fue visible apenas un instante y después desapareció. La mano había dejado varios objetos pequeños y redondos encima de la mesa, objetos que parecían moverse en agitados colores bajo la luz de la lámpara.
—Piedras marcianas —dijo la blanca dentadura—. No son las robadas esta tarde. No hay forma de identificarlas. Pero son piedras marcianas. Valen una fortuna.
Steve Clark contempló las piedras con el cerebro completamente aturdido.
¡Piedras marcianas! Las contó. ¡Había diez! Al instante supo quién era el visitante, y supo también que el mito de los Centaurianos era cierto. Pues había alcanzado a vislumbrar la mano durante el rápido instante en que dejara las piedras sobre la mesa. Una mano escamosa, como la pata de un reptil. Y el ruido de los pies de aquel ser cuando se movía era semejante al de pezuñas claveteadas.
A través de su confusa mente llegó de nuevo la voz.
—Ahora supongo que puedo coger un condensador y llevármelo. Dejaré las piedras aquí, por supuesto.
Smith vaciló.
La boca del arma se movió imperativamente, con impaciencia.
—De lo contrario —dijo la fría voz—, le mataré y me llevaré de todos modos el condensador.
Smith se levantó y caminó mecánicamente hasta un armario. Steve Clark oyó el chasquido de una llave mientras su amigo abría la puerta para coger el condensador.
Pero siguió contemplando las piedras.
Ahora sabía por qué la policía jamás había localizado el escondrijo de los Centaurianos. ¡No existía tal escondrijo! Eran bandidos que se desplazaban en el tiempo. Tenían ante sí toda la perspectiva del tiempo y el espacio, al servicio de sus operaciones. Podían saquear un día las minas de la Reina de Saba y al siguiente trasladar aquellos tesoros a un futuro muy lejano, unos tesoros imposibles de imaginar.
—Hábil —dijo—. Condenadamente hábil.
Andy Smith estaba en pie junto a él, contemplando las piedras. Estaban solos en la sala.
—¿Les diste el condensador? —preguntó Clark.
Smith asintió, humedeciéndose los labios.
—No podía hacer otra cosa, Steve.
Clark se aproximó a las piedras.
—¿Qué pasará con esto, Andy?
—Estaba pensando —dijo Smith— que no podemos decírselo a nadie de aquí… ni a nadie más. Nos interrogarían sobre cómo las obtuvimos. Nos meterían en chirona. Probablemente, antes de acabar con ello demostrarían que los robamos y nos mandarían a las minas lunares.
—Hay una solución —sugirió Clark. Movió la cabeza hacia el hangar en que se alineaban las máquinas del tiempo.
Smith se humedeció los labios otra vez.
—Ya he pensado en eso —dijo—. A fin de cuentas, esos tipos robaron en cierta ocasión una máquina de la compañía. Probablemente, la compañía no informó jamás de la pérdida. Temerosa quizás de lo que el gobierno pudiera hacer.
El silencio pesaba como una amenaza sobre la sala.
—Éstos eran los Centaurianos, ¿no? —preguntó Andy Smith.
Clark asintió. Luego, aguardó.
—La compañía me expulsará por eso —dijo Smith amargamente—. Después de diez años de trabajar en ella.
Un ruido de pasos se escuchó procedente del pasillo exterior.
La mano de Clark se lanzó sobre las piedras y las ocultó.
—Que nadie nos encuentre con esto —susurró—. Escabullámonos en el hangar.
Rápidamente, ambos se dirigieron hacia la puerta de la sombría sala. Agazapados bajo el ala de una de las máquinas del tiempo vieron que algunas siluetas penetraban en la sala que acababan de dejar. Siluetas con uniforme de policía.
El policía se plantó en el centro de la sala, inmóvil y oteando.
—¿Hay alguien aquí? —dijo uno de ellos en voz alta.
El silencio se hizo más pesado todavía.
—¿A qué crees que se refería aquel tipo, al contarnos que había visto salir de aquí ciertos pájaros de pinta grotesca? —preguntó uno de los otros dos.
—Miremos en el hangar —dijo uno de los policías. Alzó una linterna y un rayo de luz rasgó las densas tinieblas, rozando a los dos hombres acuclillados bajo el ala de la máquina del tiempo.
Clark sintió que Smith tiraba con fuerza de él.
—Vamos a salir de aquí —susurró Smith en el oído del otro.
Clark asintió en la oscuridad. Y sabía que sólo había una forma de salir de allí.
Juntos, se deslizaron por la puerta de la máquina del tiempo.
—Allá vamos —dijo Smith—. Somos delincuentes ahora, Steve.
La máquina despegó a través de la esclusa súbitamente abierta.
El mecanismo del tiempo zumbó y los dos hombres, uno con las piedras en el bolsillo, se adentraron en el área de lo temporal.