Capítulo primero

EL TRACTOR DE TIEMPO

Hugh Cameron se irguió y se limpió el polvo de las manos. Miró a Jack Cabot y a Conrad Yancey y éstos le devolvieron la mirada, interrogadoramente.

—Listos para largarnos —anunció Cameron—. Lo he comprobado todo.

—Me atacas los nervios —digo llanamente Yancey—. Comprobando y recomprobando.

—Hay que estar seguro —le dijo Cameron—. No se pueden correr riesgos, no en un viaje como éste.

Cabot se alzó el sombrero y se rascó la cabeza.

—¿Estás seguro de que la teoría y el mecanismo funcionan bien, Hugh? —preguntó ansiosamente—. Todavía tengo la sensación de que estamos todos locos.

Cameron asintió.

—En la medida que puedo asegurarlo, Jack, marcha bien. Lo he repasado palmo a palmo. Pascal tiene aquí algo que es único. Una teoría sin precedentes. Trata el tiempo como algo abstracto, pero usando las verdaderas bases para el viaje temporal.

—Sería necesario un tipo echado a patadas de Oxford por afirmar que la teoría de la relatividad de Einstein era cosa de memos para hacer algo así —observó Yancey.

Cameron señaló el globo de cristal que había en lo alto de una masa, de intrincada maquinaria.

—Todo está en ese cerebro de tiempo —dijo—. Es lo único que no puedo imaginarme cómo es. Ignoro de qué manera está hecho. Pero funciona. Tengo una prueba de que es así.

—Pascal ha adoptado la postura de que el tiempo es puramente subjetivo. Que no tiene existencia de hecho. Que es únicamente un concepto mental, pero al tiempo algo enteramente necesario para la orientación.

—Ésa es la parte en la que no puedo hincar el diente —protestó Cabot—. Me parece que si un hombre fuera a viajar en el tiempo tendría que existir un tiempo por el que viajar. El tiempo tendría que ser un factor presente. De otro modo no obedecería reglas mecánicas. No habría teatro para las operaciones mecánicas. En otras palabras: ¿cómo mierda vamos a viajar a través del tiempo si éste no existe?

Cameron encendió un cigarrillo e intentó explicarse.

—Tu mente se queda estancada en la parte mecánica —dijo—. La teoría de Pascal no es todo matemáticas ni todo mecánica, antes bien está llena de ambas cosas. Hay un montón de conceptos psicológicos y ése es un lugar donde aquéllas entran. Pascal se imagina que aun cuando el tiempo no existiera, aun cuando no tuviera identidad efectiva, el cerebro ha desarrollado extensamente un sentido temporal. El tiempo nos parece completamente natural. Visto desde la perspectiva del sentir común, no hay ningún misterio en ello. Está fuertemente arraigado en la conciencia humana.

»Pascal se imagina que si se construye un cerebro mecánico se puede hacer de tal manera que su sentido temporal sea enormemente ampliado. Quizá diez mil veces en relación a la mente humana. Tal vez más. No hay modo de saberlo. Así, Pascal no sólo construyó la contrapartida mecánica de un cerebro humano sino que lo construyó con un exagerado sentido del tiempo. Ese cerebro de allí sabe más sobre el tiempo en este momento que la raza humana en toda su existencia. Nadie más pudo haberlo hecho sobre la Tierra. Ningún hombre del siglo veinte. Pascal es un brujo. Eso es lo que es.

—Escucha, Hugh —dijo Cabot—. Quiero estar seguro. Tuve que cruzar América y tú tuviste que salir de Londres porque sabía que si alguien podía decirme algo sobre este castillo en el aire, ese alguien eras tú. Y quiero que estés absolutamente cierto. No puedo entenderlo por mí mismo. Imagino que tú sí eres capaz. Si tuvieras alguna duda, dila ahora mismo. No quiero quedarme estancado a mitad de camino en un viaje en el tiempo.

Cameron expulsó el humo.

—No es ningún castillo en el aire, Jack. Es cosa fina. El sentido del tiempo del cerebro está desarrollado hasta un punto en que posee habilidad para asumir el dominio completo del tiempo. Puede trasladarse a través del tiempo. Es más, puede mover el tractor de tiempo a través del tiempo: con todos nosotros dentro del tractor. No es hipnosis, porque en estado hipnótico sólo puedes imaginarte que estás aquí o allá o que haces esto o aquello cuando no es así.

»El cerebro puede trasladarse adelante y atrás en el tiempo y puede movernos adelante y atrás en el tiempo. Desarrolla una especie de fuerza. No es electricidad. Pascal pensó al principio que se trataba de eso. Pero no lo es, aunque está relacionado con la electricidad. Para denominarlo de la mejor manera podemos llamarlo fuerza de tiempo. Eso lo describe bastante bien. Desarrolla esta fuerza en cantidad suficiente para manipular el mecanismo de control que conduce el movimiento del cerebro a través del tiempo.

Alzó las manos desvaídamente.

—Eso es cuanto puedo decirte. El resto consiste en matemáticas que serían puro griego para ti, y mecánica que, para entenderla, tendrías que pasarte ocho años en la universidad.

Miró a Cabot.

—Tendrás que creerme, Jack: ese maldito cacharro funcionará.

Cabot sonrió.

—Es suficiente para mí, Hugh —dijo.

Una sombra entorpeció la luz solar que se derramaba sobre el suelo. Los tres miraron hacia la puerta.

El Dr. Thomas Pascal estaba allí; un hombre de pelo cano y rostro casi infantil por su simplicidad. Era uno de los nigromantes científicos de 1940.

—¿Todo listo para empezar? —preguntó.

Cameron asintió.

—Todo parece correcto, doctor —dijo—. He comprobado cada cable, cada rueda dentada, cada contacto. Todo está en perfecto orden.

—Muy bien, pues —gruñó Yancey—. ¿A qué estamos esperando? Estoy preparado para coleccionar colmillos.

—Tendrá cuantos quiera —le dijo Pascal—. Le dije que lo había escogido para un terreno de caza virgen. Un lugar donde jamás se haya disparado un tiro de fusil. Y eso es lo que voy a hacer.

Cameron rió.

—Doctor —preguntó—, ¿cómo se le ocurrió la idea de vender aquellos dos perros de caza? Un viaje de caza atrás en el tiempo. Cosa única.

—Necesitaba dinero para acabar el tractor —dijo Pascal—, de modo que busqué a alguno que pudiera estar interesado, pero interesado de manera que mi invento no fuera usado para fines básicos. Entonces oí hablar del señor Cabot y del señor Yancey. Cargados de dinero. Famosos cazadores. ¿Qué más tentador para ellos que una cacería en el pasado? Pero no fueron fáciles de convencer. Sólo me hicieron caso cuando hice que usted revisara la máquina de arriba a abajo.

Cabot sacudió la cabeza tozudamente.

—Doctor, todavía tiene que mostrarme esos territorios en el Riss-Wurm del período interglacial. Se encuentran a cincuenta mil años o más en el pasado. Un largo trecho para recorrerlo.

—Esta noche cenará filete de mamut —le dijo Pascal.

—Si quiere que la promesa se cumpla —dijo Cameron—, haríamos bien en ponernos ya en marcha. Todos nuestros suministros están almacenados, la maquinaria ha sido comprobada. Estamos listos.

—Muy bien —asintió Pascal—. ¿Quiere alguien cerrar la puerta y asegurarse de que las portillas están cerradas?

Yancey se dirigió al portal, comprobó el estado de la puerta y la cerró con llave. Por un momento permaneció inmóvil, mirando más allá de las colinas verdes. Allí, sólo a unas millas de distancia, quedaba el poblado de Aylesford. Y más allá se extendía el valle del Támesis. Un condado sumergido en la leyenda y la historia. En pocos minutos retrocederían a través, y hasta más allá, de los días en que florecieron aquella leyenda y aquella historia. Dos cazadores americanos en la expedición más demente que el mundo contemplara alguna vez.

Yancey cerró la puerta.

—Me pregunto cuánto plomo costará cargarse un colmilludo —murmuró.

Al regresar al interior del gran tractor, vio que el cerebro de tiempo estaba brillando verdosamente. El doctor Pascal, frente a él, parecía un gnomo contrahecho que trabajara ante un horno ardiente.

—Puerta cerrada y sellada —informó Yancey.

—Portillas perfectas —dijo Cabot.

—De acuerdo —replicó Pascal.

La maquinaria ronroneó suavemente sin producir más allá de un susurro.

No había nada que indicara que hubieran abandonado el presente y se estuvieran adentrando en el pasado, pero cuando Yancey miró a través de una portilla dejó escapar una exclamación.

Nada existía más allá de la portilla. Sólo un chato, vacío y gris plano de la nada, con repentinas y mínimas sombras que aparecían y se desvanecían.

Pascal contuvo la respiración en tanto el tractor sufría sacudidas y vaivenes. El gris más allá de la portilla devino menos denso. Los objetos comenzaron a convertirse en apreciables.

—Vamos demasiado rápidos —explicó Pascal—. El terreno parece estar emergiendo. Tenemos que ir más despacio. Podemos tropezar con cualquier cosa. La mayor parte de los objetos son impotentes para detenernos, pero no tenemos por qué correr riesgos.

—Claro que el terreno está emergiendo —dijo Cameron—. Quizá no exista ya ningún Canal de la Mancha. En el período Riss-Wurm las Islas Británicas formaban un bloque con el continente. El Támesis fluía a través de la cuenca del Mar del Norte hasta dar en ese mismo mar.

El gris allende las portillas se debilitaba cada vez más. El tractor daba tumbos como un bote a merced de las olas. A continuación, el tono gris se convirtió en blanco, un chisporroteante blanco que cegó a Yancey. El tractor se desplazaba presurosamente hacia delante, semejante al movimiento de ascenso de una ola que después se desplomara, aunque más lentamente.

—Acabamos de atravesar el glaciar Wurm —anunció Pascal—. Estamos ya en el Riss-Wurm.

—Redúcelo un poco —le alertó Cameron—. Este último tumbo ha repercutido en un tubo de la radio del campo magnético. Podemos arreglarlo, pero podemos necesitar esa radio. No tenemos por qué dejar que se rompa del todo.

Más allá de la portilla podía ahora Yancey descifrar los objetos. Un árbol se hizo distinguible, de silueta definida, y más allá de él vio Yancey un sólido paisaje bañado por un sol que nacía.

Oyó la voz de Pascal.

—Setenta mil años, aproximadamente —dijo éste—. Deberíamos estar ya donde queremos.

Pero Yancey estaba absorto contemplando el escenario de fuera. El tractor permanecía sobre la cúspide de una loma. Más abajo se desplegaba un panorama de belleza salvaje.

Pasando las colinas se avistaba un ancho valle, verde y con lozana hierba, mientras en la lejanía un torrente reflejaba la luz solar de la temprana aurora y relucía como una cinta de plata. Y tanto sobre las colinas como en el valle que se abría abajo podían verse puntos negros arracimados en manadas, algunos tan cercanos que incluso podía diferenciarlos como animales individuales. Los demás eran meras manchas negras.

Yancey silbó inaudiblemente.

Se apartó de la portilla.

—Jack —comenzó sin aliento—, hay miles de manadas ahí…

Pero Cabot, según vio, había abierto ya la puerta.

Los cuatro permanecían agrupados en la entrada, contemplando el exterior. Pascal sonreía.

—Ya ven —les recordó—: les dije la verdad.

Cabot tragó aire ruidosamente.

—Y tanto —admitió—. Dudo que África, en sus comienzos, fuera mejor que esto.

—Una simultaneidad de fauna —dijo Pascal—. La vieja Edad de Piedra emergiendo con la moderna. Una especie que declina y otra que apunta. La más diversa y abundante caza que jamás existió sobre la faz de la tierra, ni antes ni después. El oso primitivo, la antigua hiena, el mamut y el rinoceronte lanudo viviendo conjuntamente con vastas manadas de bueyes salvajes, renos, alces irlandeses y otros animales más recientes.

—¡Cuánta caza! —exclamó Yancey.

Cabot asintió. Se apartó de la puerta y puso los pies en tierra.

—Vayamos a estirar las piernas —sugirió.

—No podemos ahora —dijo Cameron—. Tenemos que revisar la maquinaria. Quiero estar seguro de que todo marcha bien.

Yancey saltó al suelo.

—Haríais bien en coger los rifles —advirtió Cameron. Cabot rió.

—Tenemos revólveres —dijo—. No iremos muy lejos.

Los dos cazadores caminaron lentamente, con gesto de admiración, alejándose del tractor. El terreno que pisaban era blanco y abundaba en espesa hierba. Más allá, los matorrales sombreaban la falda de las colinas que conducían sus vertientes hasta el lecho del río. Sobre algunas de las colinas podían verse inmensas y grotescas formaciones rocosas. Y por todas partes había caza.

Yancey se detuvo y se llevó unos gemelos a los ojos. Durante varios minutos estuvo mirando el paisaje, estudiándolo. Cuando los apartó, se desciñó la correa con que los sujetaba a su cuello. Se los tendió a Cabot.

—Echa una ojeada, Jack —invitó.

—Uno no acaba de creérselo hasta que lo ve por sus propios ojos. Hay una manada de mamuts allá, junto al río. Aquella mancha oscura que hay a esta parte de la arboleda. Y hay otra manada bastante buena río arriba. Me llevaré unos cuantos rinocerontes lanudos. Y bisontes, algo que se parezca al búfalo americano.

—Bos priscus —dijo Cabot—. Estas últimas semanas, estuve leyendo un poco sobre los animales de la Edad de Piedra. Es la forma primitiva del bisonte. Quizá lleguemos a conseguir unos cuantos ejemplares de Bos latifrons. Grandes bestias con un cuerpo de una amplitud de diez pies. Aunque quizás estén extinguidos. Son los abuelitos de los bichos que ves allá.

—¿Qué es ese gran grupo que hay al otro lado del río? —preguntó Yancey.

Cabot miró con los anteojos en la dirección que señalaba el dedo de Yancey.

—Alces irlandeses —dijo.

Un rugido imprevisto hizo que los dos hombres dieran media vuelta. Lo que vieron los dejó petrificados por un momento.

A una distancia menor de cien pies, al borde de un soto, podía verse un oso inmenso. Una bestia enorme, de unos seis pies hasta los hombros. Era de color castaño oscuro y estaba furioso. Se balanceó, y abrió y cerró las fauces. De su pecho brotaba un bramido que parecía un temblor de tierra.

—Por el amor de Dios —susurró Cabot—, ¡no te precipites! Tranquilos hasta el tractor. ¡Ese bicho está a punto de cargar!

La mano de Yancey se deslizó hasta la culata de la pistola. Por el rabillo del ojo alcanzó Cabot a ver el movimiento.

—Yancey, condenado loco —susurró con premura—, aparta la mano de ahí. Un impacto del cuarenta y cinco sólo le haría cosquillas.

Lentamente, ambos hombres se fueron alejando del oso, hacia la forma grisácea del tractor de tiempo, sin apartar la mirada de la bestia monstruosa que permanecía oscilando ante ellos. La ira del oso parecía ir en aumento. Su pecho subía y bajaba ahora de forma precipitada, rugiendo sin cesar, como un tren que atravesara un puente. Rugía y el rugido era un sonido de desnuda furia que hacía estremecerse el espinazo de Cabot.

En tensión, siguieron caminando lentamente hacia atrás. El tacón de Yancey tropezó con una raíz y se tambaleó, pero se enderezó rápidamente. El oso gruñó como un trueno y sacudió la cabeza. La espuma de sus babeantes fauces manchó los enormes hombros oscuros.

Entonces el oso cargó. Sin aparente movimiento preliminar, se lanzó a toda carrera, con la vertiginosa velocidad de una avalancha.

—¡Corre! —aulló Cabot, pero su grito fue apagado por el estampido de una detonación. El oso cayó hacia delante, dio con cabeza y hombros en el suelo y su cuerpo dio una vuelta de campana.

Cabot, corriendo hacia el tractor de tiempo, vio a Cameron y a Pascal apostados en la puerta con pesadas escopetas contra elefantes en los hombros.

—¡Eh! —gritó Cabot—, ¡haga otro disparo como ése!

En tres saltos estuvo junto a la puerta del tractor.

Pascal le tendió la escopeta.

—Jamás había disparado en mi vida —dijo a Cabot.

Cabot se volvió con la escopeta entre las manos.

El oso estaba ahora en pie, balanceándose pesadamente de un lado a otro. Sus pequeños ojos de cerdo brillaron funestamente y una espuma roja inundó sus quijadas y hombros.

Deliberadamente, Cabot alzó el cañón de la escopeta, centró el punto de mira entre los ojos y apretó el disparador. El oso lo encajó y cayó en redondo.

Yancey se secó la frente con el dorso de la mano.

—Jamás estuve tan a punto de que me cepillaran —confesó.

—Un oso de las cavernas —dijo Pascal—. Se trata de una de las formas de vida más inmensas que aquí pueden encontrarse.

Cameron descendió del tractor.

—Ya habréis visto que aquí no existen esos asustadizos animales a los que estáis acostumbrados —dijo Cameron—. Éstos no temen al hombre. Creen que el hombre no es peligroso, si es que han visto alguna vez a un hombre. Los ejemplares de Neandertal que viven en algún lugar de este territorio no casan muy bien con esa clase de bestias.

Yancey se secó nuevamente la frente.

—Es el sitio más jodido que he visto nunca —declaró—. Jack y yo nos hemos alejado apenas para echar un vistazo. No habíamos caminado ni cinco minutos cuando el oso estaba ya encima.

Cameron rió a carcajadas.

—Cogedlo para desayunar —dijo.

Yancey hizo una mueca, pero no contestó.

Repentinamente, Cabot se inclinó hacia delante, apuntando con el dedo un matorral de altas hierbas más allá del oso muerto.

—¡Allí hay algo! —cuchicheó excitado.

Una forma leonada salió corriendo de entre los hierbajos, cayendo sobre el cuerpo del oso pardo. Con macizas fauces y poderosos dientes se colocó tras el pelaje del gran hombro. Luego, avistando a los hombres, retrocedió, su faz envuelta en un amasijo sanguinolento.

El 45 de Yancey brotó de su funda y tronó casi en el momento de enderezarse. Una explosión siguió a la otra, envuelta la pistola en un retumbar de truenos que estalló contra los oídos de los cuatro hombres.

Todavía gruñendo, la bestia leonina se sacudió ante los impactos de los pesados proyectiles. Luego se distendió y cayó mientras la pistola de Yancey martillaba huecamente sobre un cartucho vacío.

Pero no estaba muerta. Gruñendo y escupiendo, consiguió ponerse sobre sus patas, comenzó a caminar con tambaleo agonizante, mostrando con una mueca asesina sus colmillos de un pie de largo, afilados como una navaja de afeitar.

Cabot empuñó su revólver mientras Yancey ponía nuevos cartuchos en el cilindro del suyo. Cameron se echó el rifle de cazar elefantes al hombro. Bramó el rifle y el felino rodó por tierra.

Cabot volvió a introducir su pistola en la funda.

—Dientes de sable —dijo Pascal fríamente.

—Y plomo que ha costado —comentó Yancey, respirando agitadamente.

Cameron apoyó el rifle en el brazo y contempló los dos animales.

—Cazar —dijo—. Mierda, esto no es cazar. Esto es la última carnicería del general Custer, una continua batalla por la supervivencia.

—Aquellos bichos de allá seguro que están sedientos de sangre —añadió Yancey.

—Y —continuó— no nos temen.

Cameron sopló el humo que brotaba del cañón del rifle.

—Me pregunto a qué sabrá el filete de oso de caverna.

Yancey miró a la inmensa bestia.

—Probablemente estará más correoso que la mierda —dijo.