Capítulo segundo
BRUJERÍA CIENTÍFICA
El joven francés hizo caso omiso de los fragmentos de cristal y avanzó rápidamente hacia Farris.
—¿Qué sabe usted de los hunati? —preguntó en tono áspero.
Asombrado, Farris advirtió que las manos del hombre temblaban.
—No sé nada, salvo lo que vi en la jungla. Topamos con un hombre inmóvil bajo la luz de la luna que parecía muerto, pero no lo estaba. Simplemente, parecía increíblemente ralentizado. Piang me dijo que estaba hunati.
Un destello cruzó la mirada de Berreau.
—¡Sabía que se iba a convocar el Rito! —exclamó—. Y los otros han llegado…
Se palpó. Era como si la falta de costumbre de tener extraños cerca le hubiera hecho olvidar por un instante la presencia de Farris.
Lys bajó su rubia cabeza y apartó la mirada de Farris.
—¿Qué decía usted? —preguntó el norteamericano.
Sin embargo, Berreau se había puesto en tensión y volvía a escoger sus palabras.
—Las tribus laosianas tienen unas creencias muy extrañas, M’sieur Farris. Un poco difíciles de comprender.
He tenido ocasión de ver algunas brujerías muy raras en mis viajes por Asia, pero eso es increíble.
—Es ciencia, no brujería —corrigió Berreau—. Ciencia primitiva, nacida hace mucho tiempo y transmitida por tradición oral. El hombre que vio en la jungla estaba bajo la influencia de un producto químico que no se encuentra en nuestra farmacopea, pero que no es menos potente.
—¿Quiere usted decir que esas tribus tienen un fármaco que ralentiza los procesos vitales hasta reducirlos a esa increíble lentitud? —preguntó Farris con aire escéptico—. ¿Algo que nuestra ciencia moderna desconoce?
—¿Tan extraño le parece? Recuerde, M’sieur Farris, que hace un siglo, una vieja campesina inglesa curaba las enfermedades cardíacas con una flor, el digital, hasta que un médico estudió su remedio y descubrió la digitalina.
—Pero ¿por qué iba a querer vivir tan despacio incluso un laosiano de estas tribus? —inquirió Farris.
—Porque ellos creen que pueden comunicarse con algo mucho más grande que ellos mismos —respondió Berreau.
—M’sieur Farris —interrumpió Lys—, debe de estar muy cansado. La cama ya está preparada.
Farris vio el temor nervioso de su rostro y comprendió que la muchacha quería poner fin a la conversación.
Antes de abandonarse al sueño estuvo pensando en Berreau. Había algo extraño en aquel tipo. Le había parecido demasiado entusiasmado con el asunto aquel de los hunati. Sin embargo, aquella increíble e inexplicable ralentización del ritmo vital del ser humano era lo bastante extraño para trastornar a cualquiera. ¿Qué dioses podían ser tan extraños que el hombre tuviera que vivir cien veces más lento de lo normal para comunicarse con ellos?
A la mañana siguiente, desayunó con Lys en la amplia galería.
La muchacha le dijo que su hermano ya había salido.
—Después le llevará al poblado del valle para buscar a sus trabajadores —le informó.
Farris advirtió en su rostro la leve sombra de la infelicidad. Lys miraba en silencio hacia el gran océano verde de la jungla que se extendía más allá de la meseta en cuya ladera se encontraban.
—¿No le gusta la selva? —preguntó Farris.
—La odio —dijo ella—. Una se asfixia aquí.
Farris le preguntó por qué no se iba, y ella se encogió de hombros.
—Lo haré pronto. Es inútil quedarse. André no regresará conmigo. Ha estado aquí cinco años —continuó—, demasiado tiempo.
Cuando vi que no regresaba a Francia, vine para llevármelo, pero no quiere irse. Ahora tiene vínculos aquí.
Volvió a quedar en silencio. Farris se abstuvo, discretamente, de preguntarle a qué vínculos se refería. Quizás hubiera alguna mujer annamesa detrás, aunque Berreau no parecía de aquel tipo de hombres.
El día empezó su tarea de convertirse en pegajosamente tropical, y transcurrieron las horas cálidas y tranquilas de la mañana.
Farris, tumbado en una silla y descansando a gusto, aguardó a que volviera Berreau.
Pero éste no regresó y cuando la tarde empezó a difuminarse, Lys se puso más y más nerviosa.
Una hora antes del atardecer, salió a la galería vestida con unos pantalones y chaqueta.
—Voy al poblado; volveré pronto —dijo a Farris.
La muchacha mentía muy mal. Farris se puso en pie.
—Vas a por tu hermano. ¿Dónde está?
En el rostro de Lys se reflejaron la inquietud y la duda. Finalmente, permaneció en silencio.
—Créeme, quiero ser un amigo —dijo Farris con suavidad—. Tu hermano está mezclado en algo aquí, ¿verdad?
Ella asintió, con el rostro blanco como la cera.
—Por eso no ha querido volver a Francia conmigo. No puede decidirse. Es como un horrible vicio que le tuviera fascinado.
—¿De qué se trata?
—No puedo decirlo —replicó ella con un gesto de la cabeza—. Espera aquí, por favor.
Farris la vio partir y advirtió que se encaminaba ladera arriba, en lugar de descender. Iba hacia la parte alta de la meseta cubierta por la jungla.
Llegó a su altura con rápidas zancadas.
—No puedes subir sola a la jungla, para buscarle a ciegas.
—No le busco a ciegas. Creo saber dónde está —susurró Lys—. Pero tú no debes ir allí. A los nativos no les gustaría.
Farris comprendió al instante.
—¿Es esa arboleda de la meseta, donde encontramos a los hunati?
El silencio de la muchacha fue elocuente.
—Vuelve al bungalow —dijo él—; yo le encontraré.
Lys no estaba dispuesta a hacerlo. Farris se encogió de hombros y empezó a avanzar.
—Entonces, iremos juntos.
Ella titubeó, pero al fin continuó. Subieron la ladera de la meseta y cruzaron la jungla.
El sol poniente enviaba dardos y flechas de oro fundido por las rendijas del enorme dosel de follaje bajo el que avanzaban. El denso verde de la selva exhalaba cálidos y olorosos efluvios. Hasta los pájaros y monos estaban silenciosos a aquella hora sofocante.
—¿Está metido tu hermano en esos extraños ritos de los hunati? —preguntó Farris.
Lys alzó la vista como para lanzar una inmediata negativa, pero volvió a bajar los ojos.
—En cierto modo, así es. Su pasión por la botánica le llevó a interesarse por ello, y ahora está metido hasta el cuello.
Farris estaba sorprendido y confuso.
—¿Cómo puede el interés por la botánica llevar a un hombre a ese loco ritual a base de drogas o lo que sea?
La muchacha no respondió a eso. Avanzó en silencio hasta que alcanzaron la parte alta de la meseta. Una vez allí, se volvió para susurrar:
—Ahora debemos guardar silencio. No nos conviene que nos vean aquí.
La arboleda que cubría la meseta estaba dividida por las barras horizontales de la roja luz del crepúsculo. Los grandes árboles de algodón y los ficus eran pilares que sostenían una inmensa nave catedralicia de un verde cada vez más oscuro.
Un poco más adelante se alzaban los banianos enormes, como monstruos que ya había visto a la ida a la luz de la luna. Aquellos árboles empequeñecían cuanto había a su alrededor, como enormes torres infinitamente longevas e infinitamente majestuosas.
Farris vio de repente a un nativo laosiano, una pequeña figura obscura, a diez metros de distancia delante de él. Había otros dos, a cierta distancia y todos estaban allí totalmente quietos, mirando en otras direcciones.
Reconoció en ellos a los hunati. Hombres en aquel extraño estado de vida ralentizada, retardada hasta extremos increíbles en sus procesos vitales. Farris notó un escalofrío y murmuró por encima del hombro:
—Será mejor que regreses al bungalow y esperes.
—No —susurró ella—. Ahí está André.
Farris se volvió, sobresaltado. Entonces, también él vio a Berreau.
Su cabeza rubia descubierta, su rostro enjuto y blanco, como una máscara, congelado en una postura bajo una gigantesca higuera a unos treinta metros a la derecha.
¡Hunati!
Aunque Farris lo había pensado, no por ello se sentía menos sorprendido. Tampoco era que considerara a los nativos como seres inferiores. Lo más extraño para él era que, apenas unas horas antes, había estado hablando con un Berreau absolutamente normal. ¡Y ahora, le encontraba así!
Berreau permanecía de pie en una posición ridícula que recordaba las «estatuas vivientes» de la antigüedad. Un pie ligeramente levantado, el cuerpo algo inclinado hacia delante y los brazos un poco alzados.
Al igual que los nativos ralentizados de delante, Berreau estaba vuelto hacia el rincón más alejado de la arboleda, donde se alzaban los gigantescos banianos. Farris le tocó el brazo.
—Berreau, tiene que despertar de esa pesadilla.
—No sirve de nada hablarle —susurró la muchacha—. No te escucha.
No, no escuchaba. Estaba viviendo a un ritmo tan lento que ningún sonido tenía sentido para él. Su rostro era una máscara rígida, con los labios ligeramente entreabiertos para respirar y la mirada fija al frente. Lenta, muy lentamente, los párpados se cerraron y cubrieron aquellos ojos de mirada fija, antes de volver a abrirse en un parpadeo infinitamente ralentizado.
El movimiento, el pulso, la respiración… todo cien veces más lento de lo normal. Estaba vivo, pero no en forma humana. En absoluto en forma humana…
Lys estaba tan anonadada como Farris. Más tarde, éste se dio cuenta de que, hasta aquel instante, no debía haber visto nunca a su hermano en aquel estado.
—Tenemos que llevarle al bungalow, como sea —murmuró la muchacha—. ¡No puedo dejarle otra vez aquí fuera días y días!
Farris agradeció el pequeño problema práctico que le permitió apartar sus pensamientos de aquel horror inmóvil, congelado, aunque sólo fuera por un instante.
—Podemos improvisar una camilla con nuestras chaquetas —dijo—. Cortaré un par de palos.
Los dos bambúes, pasados por las mangas de ambas chaquetas, resultaron una parihuela de fortuna que dejaron en el suelo.
Farris alzó a Berreau. El cuerpo de éste estaba rígido, con los músculos tensos en un esfuerzo no menos potente porque fuera infinitamente lento.
Depositó al francés en la camilla y miró a la muchacha.
—¿Me ayudas a llevarlo? ¿O vas por un nativo?
Ella movió la cabeza en actitud negativa.
—Los nativos no deben enterarse de esto. André no pesa mucho.
Era cierto. Pesaba muy poco, como si estuviera consumido por la fiebre, aunque el horrorizado Farris sabía que no era la fiebre lo que le afectaba.
¿Por qué saldría a la jungla un joven botánico civilizado y empezaría a tomar una asquerosa droga primitiva que le ralentizaba a uno hasta dejarle en un estado de helado estupor? No tenía sentido.
Lys condujo su parte de la carga viviente bajo la mortecina luz de la luna en completo silencio. No dijo nada, ni siquiera cuando, de trecho en trecho, depositaron el cuerpo del muchacho en el suelo para tomarse un descanso.
Una vez llegaron al bungalow y lo depositaron en la cama, la muchacha se derrumbó en una silla y ocultó el rostro entre sus manos.
Farris le habló dándole unos ánimos que él mismo no tenía.
—No te preocupes. Ahora le cuidaremos. Pronto le sacaremos de esto.
Ella movió la cabeza con gesto de negativa.
—¡No! ¡No intentes despertarle! Tiene que hacerlo por sí mismo, y le llevará muchos días.
«De ningún modo», pensó Farris. Él tenía que buscar la madera de teca, y necesitaba que Berreau le ayudara a contratar la mano de obra.
Entonces, el abatimiento de la pequeña figura de la muchacha le emocionó. Se acercó y suavemente le golpeó en el hombro.
—Está bien, te ayudaré a cuidar de él. Veremos de meterle un poco de sentido común para hacerle regresar a Francia y ahora veamos qué hay de cena.
Lys encendió una lámpara y salió. Farris escuchó que llamaba a los sirvientes.
Miró a Berreau y volvió a sentirse mal. El francés yacía en la cama con la mirada fija en el techo. Estaba vivo, respiraba…, y sin embargo su retardado ritmo vital le distanciaba de Farris tanto como pudiera hacerlo la muerte.
No. No del todo. Lenta, tan lentamente que apenas alcanzaba a detectar el movimiento, los ojos de Berreau se volvían hacia la figura de Farris.
Lys entró de nuevo en la sala. Seguía en silencio, pero Farris empezaba a conocerla mejor y, por su expresión, supo que estaba asombrada.
¡Los criados se han ido! ¡Ahra, y las muchachas…, y también tu guía! Deben de habernos visto traer a André.
Farris la comprendió.
¿Entonces nos han dejado porque hemos traído de vuelta a un hombre que está hunati?
—Todos los nativos temen ese rito —asintió ella—. Se dice que sólo algunos se dedican a ello, pero todos le tienen un temor reverencial.
Farris dedicó un instante a maldecir en voz baja al desaparecido annamés que le había llevado hasta allí.
—Piang se ha largado como un conejo asustado a las primeras de cambio. Un buen comienzo para el trabajo que tengo que hacer aquí.
—Quizás habría sido mejor que te fueras con él —murmuró Lys, titubeante. A continuación, añadió en clara contradicción con lo anterior—: No, no puedo tomarme la situación con heroísmo. ¡Quédate conmigo, por favor!
—Por supuesto —asintió él—. No puedo regresar río abajo e informar que no he cumplido mi encargo por culpa de…
Farris se detuvo, pues la muchacha no le escuchaba. La mirada de Lys estaba fija en un punto más allá de donde él se encontraba.
Precisamente, en la cama donde habían depositado a Berreau. Farris se volvió en redondo. Mientras ellos conversaban, Berreau se había estado moviendo, en un intento por levantarse. Tardó minutos en levantar el cuerpo, con una lentitud dolorosa e interminable.
Casi imperceptiblemente, su pie derecho empezó a levantarse del suelo. Estaba empezando a andar, sólo que a una velocidad cien veces más lenta de lo habitual.
Berreau pretendía encaminarse hacia la puerta. Lys lo contemplaba con unos ojos llenos de ansiedad y lástima.
—Intenta regresar a la arboleda —dijo—, y seguirá intentándolo mientras siga estando hunati.
Farris levantó a Berreau del suelo sin ningún problema y lo devolvió a la cama. Sintió en la frente un sudor frío.
¿Qué había en aquella meseta que atraía a los adoradores, sumergidos en un extraño trance de vida ralentizada?