La ventana de color frutilla

En el sueño, cerraba la puerta de la calle con vidrios de color frutilla y vidrios de color limón y vidrios como nubes blancas y vidrios como el agua clara de un río campesino. Dos docenas de cristales enmarcaban el cristal grande de vino frutal, de gelatina y de escarcha. Recordó a su padre que lo alzaba en brazos, cuando era niño. «¡Mira!» Y del otro lado del cristal el mundo era esmeraldas, musgo y menta de estío. «¡Mira»! El cristal lila trasformaba en uvas moradas a todos los transeúntes. Y por último el cristal frutilla bañaba perpetuamente la ciudad en una calidez rosácea, tapizaba el mundo con el color de la aurora, y parecía que el césped había sido importado de un bazar de alfombras persas. La ventana frutilla, más que ninguna, quitaba la palidez a la gente, entibiaba la lluvia fría, incendiaba las nieves ásperas y móviles del mes de febrero.

—¡Sí, sí! ¡Allí…!

Despertó.

Antes de salir totalmente del sueño oyó hablar a sus hijos, y ahora, tendido en la oscuridad, escuchaba el triste ruido de aquella charla, como el viento que arrastra los blancos fondos del mar a las colinas azules, y entonces recordó.

—Estamos en Marte.

Su mujer gritó en sueños:

—¿Qué?

Él no tenía conciencia de haber hablado: siguió tendido en la cama, tan inmóvil como le era posible. Pero ahora, como en una rara y confusa realidad, vio que su mujer se levantaba y recorría la habitación como un fantasma, alzando el rostro pálido, mirando fijamente a través de las ventanas pequeñas y altas las estrellas luminosas y desconocidas.

—Carrie —murmuró.

Ella no lo oyó.

—Carrie —murmuró él otra vez—. Tengo algo que decirte… mañana… mañana por la mañana…

Pero Carrie estaba de pie, absorta, al resplandor azul de las estrellas, y no lo miró.

Si por lo menos hubiese siempre sol, pensó él, si no hubiese noche. Porque durante el día clavaba maderas construyendo el pueblo, los chicos iban a la escuela, y Carrie tenía que limpiar, cultivar el jardín y la granja, cocinar. Pero cuando el sol desaparecía y las manos se les vaciaban de flores, martillos, clavos y textos de aritmética, los recuerdos, como pájaros nocturnos, los asediaban otra vez en las sombras.

Carrie se movió: un leve giro de la cabeza.

—Bob —dijo al fin—. Quiero volver a casa.

—¡Carrie!

—Éste no es mi hogar —dijo la mujer.

Bob vio que Carrie tenía los ojos húmedos y cuajados de lágrimas.

—Carrie, ten un poco de paciencia.

—Ya no me queda ninguna.

Como una sonámbula, abrió los cajones de la cómoda y sacó una pila de pañuelos, camisas, ropa interior, y los puso encima de la cómoda, sin verlos, tocándolos con los dedos, levantándolos y dejándolos caer. La rutina era ahora muy familiar. Hablaba, sacaba las cosas y se quedaba quieta un momento, y las guardaba otra vez, y volvía con el rostro seco, al lecho y a los sueños. Bob temía que una noche vaciara todos los cajones y buscase las viejas maletas, amontonadas ahora contra la pared.

—Bob… —La voz de Carrie no era amarga, sino suave, indefinida, incolora como la luz lunar que entraba en el cuarto—. Tantas noches, durante seis meses, he hablado así. Me siento avergonzada. Tú trabajas tanto construyendo las casas de la ciudad. Un hombre que trabaja de ese modo no tendría que escuchar las quejas de una esposa. Pero no puedo hacer otra cosa que decirlo. Lo que más extraño… no sé, son tonterías. La hamaca del porche. La mecedora, las noches de verano. La gente que pasa caminando o en auto, de noche, allá en Ohio. Nuestro negro piano vertical, desafinado. La cristalería sueca. Los muebles de la sala… Oh, sí, parecían una manada de elefantes, lo sé, y todos viejos. Y los caireles de cristal que se entrechocan cuando sopla el viento. Y las charlas con los vecinos, allá en el porche, en las noches de julio. Todas esas cosas tontas, pequeñas… no son importantes. Pero son las cosas que me vienen a la cabeza a las tres de la mañana. Perdóname, Bob.

—No, no hay nada que perdonar —dijo Bob—. Marte es un lugar remoto. Tiene un olor extraño, un aspecto extraño, y deja una impresión extraña. Yo también pienso por la noche. Venimos de una ciudad hermosa.

—Era verde —dijo la mujer—. En primavera y en verano. Y amarilla y roja en el otoño. Y la nuestra era una casa bonita; era vieja, sí, ochenta o noventa años, o algo así. Hablaba de noche, murmuraba, y yo la oía. Todas las maderas secas, los balaustres, el porche de adelante, los umbrales. Los tocabas, y te hablaban. Cada cuarto en un tono diferente. Y cuando al fin hablaba toda la casa, era como tener alrededor a una familia, allí, en la oscuridad, ayudándote a dormir. Ninguna casa de ahora podría ser como aquella otra. Para que una casa se ablande del todo es necesario que vivan muchos en ella, que pase por ella mucha gente. Ésta de ahora, esta cabaña, no sabe que yo estoy aquí, no le importa que yo viva o muera. Suena a lata, y la lata es fría. No tiene poros para que entren los años. No tiene un sótano para que guardes las cosas del año próximo y del otro. No tiene una bohardilla para que guardes las cosas del año pasado y de todos los otros años antes que tú nacieras. Si al menos tuviésemos aquí algo pequeño, pero familiar, Bob, entonces podríamos aceptar lo extraño. Pero cuando todas las cosas son extrañas, entonces se necesita una eternidad para familiarizarse con ellas.

Bob asintió en la oscuridad.

—No hay en lo que dices nada que yo no haya pensado.

Carrie miraba a la luz de la luna las maletas arrumbadas contra la pared y tendió la mano.

—¡Carrie!

—¿Qué?

Bob sacó las piernas fuera de la cama.

—Carrie, he hecho un condenado disparate, una locura. Todos estos meses te oí soñar en voz alta, asustada, y a los niños por la noche, y el viento, y Marte allí afuera, los abismos del mar y todo y… —Se detuvo y tragó saliva—. Tienes que comprender qué hice y por qué lo hice. Todo el dinero que guardábamos en el banco hasta hace un mes, todo el dinero que economizamos durante diez años, Carrie, lo gasté.

—¡Bob!

—Lo tiré a la calle, Carrie, te lo juro, lo tiré por nada. Iba a ser una sorpresa. Pero ahora, esta noche, aquí estás tú, y ahí están esas malditas maletas en el suelo, y…

—Bob —dijo Carrie volviéndose—. ¿Quieres decir que hemos pasado por todo esto, en Marte, ahorrando dinero todas las semanas, para que tú lo quemes en unas pocas horas?

—No sé —dijo Bob—. Estoy completamente loco. Mira, no falta mucho para que amanezca. Nos levantaremos temprano y te llevaré a ver lo que hice. No quiero decírtelo, quiero que lo veas. Y si no anda, entonces, bueno, siempre están esas maletas y el cohete a la Tierra cuatro veces por semana.

Carrie no se movió.

—Bob, Bob —murmuró.

—No digas nada más.

—Bob, Bob…

Carrie meneó lentamente la cabeza, incrédula. Bob se dio vuelta y se tendió en la cama y Carrie se sentó del otro lado, y por un rato no se acostó, y se quedó mirando la cómoda donde estaban los pañuelos y las joyas y la ropa apilada. Afuera un viento del color de la luna movió el polvo dormido y roció el aire.

Al fin Carrie se acostó, pero no dijo nada más; se sentía como un peso frío sobre la cama, contemplando el largo túnel de la noche, esperando a que amaneciera en el otro extremo.

Se levantaron a las primeras luces y se movieron por la cabaña sin hacer ruido. Era una pantomima, prolongada casi hasta la hora en que alguien podía gritarle al silencio, cuando la madre y el padre y los niños se lavaban y vestían y tomaban un rápido desayuno de tostadas y jugos de fruta y café. Sin que nadie mirara de frente a nadie todos vieron a los otros en las superficies espejeantes de la tostadora, de la vajilla, de los cubiertos, donde los rostros se descomponían en formas y parecían terriblemente extraños a aquella hora temprana. Entonces, al fin, abrieron la puerta de la cabaña y dejaron entrar el aire que soplaba sobre los mares marcianos, fríos, azules y blancos, donde las olas de arena se disolvían y cambiaban como formas fantasmales, y salieron bajo un cielo frío, fijo y duro, y marcharon hacia una ciudad que no parecía más que el lejano escenario de una película cinematográfica, en un estudio inmenso y desierto.

—¿A qué parte de la ciudad vamos? —preguntó Carrie.

—Al hangar del cohete —dijo Bob—. Pero antes que lleguemos tengo mucho que decirte.

Los niños aminoraron la marcha y caminaron detrás de los padres, escuchando. El padre miraba fijamente hacia adelante, y ni una sola vez, durante todo el tiempo que habló, miró a su mujer o a sus hijos.

—Creo en Marte —empezó a decir serenamente—. Pienso que un día será nuestro. Levantaremos casas. Afincaremos aquí. No escaparemos con el rabo entre las piernas. Se me ocurrió un día hace un año, justamente después de nuestra llegada. ¿Por qué vinimos?, me pregunté. Porque sí, dije, porque sí. Lo mismo le ocurre al salmón todos los años. El salmón no sabe por qué va adonde va, pero va, de todos modos. Remonta ríos que no recuerda, torrentes, cataratas, y al fin llega a un sitio donde se reproduce y muere, y todo vuelve a comenzar. Llamémoslo memoria racial, instinto, o no le pongamos ningún nombre, pero es así. Y aquí estamos nosotros.

Caminaron en la mañana silenciosa y el cielo inmenso los miraba, y las extrañas arenas azules, o blancas como el vapor, se movían a los pies de los terrestres en el camino nuevo.

—De modo que aquí estamos. ¿Y de Marte adónde iremos? ¿A Júpiter, Neptuno, Plutón, o más allá? Perfecto. Y más allá aún. ¿Por qué? Algún día el sol estallará como un horno defectuoso. Bum, allá va la Tierra. Pero quizá Marte no sufra ningún daño, y si Marte desaparece, quizá quede Plutón, y si Plutón desaparece, entonces, ¿dónde estaremos nosotros, es decir, los hijos de nuestros hijos?

Miró fijamente el inmóvil casco del cielo color ciruela.

—Bueno, estaremos en algún mundo numerado, tal vez: ¡Planeta 6 del sistema astral 97; planeta 2 del sistema 99! ¡Tan lejos de aquí que parecerá una pesadilla! Nos habremos ido, entendéis, nos habremos ido para siempre y estaremos a salvo. Y pensé entonces, ah, ah. Por ese motivo vinimos a Marte, por ese motivo los hombres lanzaron cohetes al espacio.

—Bob…

—Déjame terminar; no para hacer dinero, no. No para ver nuevos panoramas, no. Ésas son las mentiras que cuentan los hombres, las razones imaginarías que se dan a sí mismos. Hacerse ricos, famosos, dicen. Divertirse, volar, dicen. Pero todo el tiempo, interiormente, algo, otra cosa, late lo mismo que en el salmón o en la ballena; lo mismo, por Dios, que en el microbio más diminuto que se nos ocurra. Y ese relojito que late en todos los seres vivos, ¿sabéis qué dice? Dice: «véte, propágate, avanza, sigue nadando. Corre a tantos mundos y funda tantas ciudades que nada pueda destruir al hombre». ¿Ves, Carrie? No somos nosotros los que hemos venido a Marte, es la raza, o toda la raza humana, según como nos vaya en la vida. Y esto es algo tan enorme que me dan ganas de reír, me hiela de espanto.

Bob sentía que los niños marchaban firmemente detrás, y que Carrie iba a su lado, y hubiera querido verle la cara, pero no la miró.

—Recuerdo ahora que papá y yo recorríamos así los campos, cuando yo era niño, arrojando semillas a mano, pues se nos había roto la sembradora y no teníamos dinero para hacerla arreglar. Hubo que hacerlo, de algún modo, para las cosechas siguientes. Dios santo, Carrie, Dios santo, ¿recuerdas esos artículos de los suplementos dominicales? ¡LA TIERRA SE CONGELARÁ DENTRO DE UN MILLÓN DE AÑOS! Yo me enloquecía, de muchacho, leyendo esos artículos. Mi madre me preguntaba por qué. Me desespero por toda esa pobre gente del porvenir, decía yo. No te atormentes por ellos, replicaba mamá. Pero Carrie, ésta es la cuestión, precisamente. Nos preocupamos por ellos. Si no, no estaríamos aquí. Lo que importa es que el Hombre permanezca. El Hombre, así, con una H mayúscula. Soy parcial, por supuesto, ya que pertenezco también a la especie. Pero no hay otro modo de alcanzar esa inmortalidad de la que tanto habla el hombre. Hay que propagarse, diseminarse por el universo. Entonces tendremos en alguna parte una cosecha segura, a prueba de fracasos. No importa si en la Tierra hay hambre. La próxima cosecha de trigo estará en Venus o en el sitio adonde haya llegado el hombre en los próximos mil años. Es una idea que me enloquece, Carrie, que me enloquece de veras. Cuando lo pensé me sentí tan entusiasmado que quise correr y decírselo a la gente, a ti, a los niños. Pero, diantre, sabía que no era necesario. Sabía que un día o una noche vosotros mismos oiríais ese tictac interior, y que entenderíais entonces, y que nadie tendría que decir absolutamente nada. Son palabras grandes, Carrie, lo sé, y pensamientos grandes para un hombre que apenas mide un metro setenta, pero no digo más que la verdad.

Avanzaban por las desiertas calles del pueblo, escuchando el eco de sus propios pasos.

—¿Y esta mañana? —dijo Carrie.

—Ya llego a esta mañana. Una parte de mí también quiere volver a casa. Pero la otra parte me dice que si regresamos, todo se habrá perdido. Entonces pensé: ¿qué nos molesta más? Algunas cosas que tuvimos una vez. Algunas cosas de los niños, tuyas, mías. Y pensé que si para comenzar algo nuevo se necesita algo viejo, por Dios, usaré lo viejo. Los libros de historia cuentan que mil años atrás ponían carbones en un cuerno de vaca y soplaban durante el día, y así llevaban el fuego en procesiones de un sitio a otro. Y luego encendían el fuego a la noche con las chispas que quedaban de la mañana. Siempre una nueva antorcha, pero también algo de la antigua. De modo que lo pesé y lo medí cuidadosamente. ¿Acaso lo Viejo vale todo nuestro dinero?, me pregunté. No, sólo las cosas que hacemos con lo Viejo tienen valor. Bueno, ¿entonces lo Nuevo vale todo nuestro dinero?, me pregunté. ¿Estarías dispuesto a invertir para un día de la próxima semana? ¡Sí!, dije. Y si puedo luchar contra eso que nos ata a la Tierra, empaparé mi dinero en kerosene y encenderé un fósforo.

Carrie y los dos niños estaban inmóviles, detenidos en la calle, mirando a Bob como si fuese una tormenta que soplaba encima y alrededor casi levantándolos del suelo, una tormenta que no amainaba.

—El cohete llegó esta mañana —dijo Bob, al fin, serenamente—. Trajo nuestra carga. Vamos a verla.

Subieron lentamente los tres escalones y entraron en el hangar y caminaron por el piso sonoro hacia el cuarto de la carga. Las puertas se deslizaban ahora a los costados, abriéndose al día.

—Háblanos otra vez del salmón —dijo a Bob uno de los niños.

A mediados de esa calurosa mañana regresaron de la ciudad en un camión alquilado lleno de cajones, paquetes y envoltorios, largos, altos, cortos, chatos, todos numerados y con unos claros letreros que decían Robert Prentiss, Nueva Toledo, Marte.

Detuvieron el camión junto a la cabaña y los niños saltaron al suelo y ayudaron a la madre a bajar. Bob se quedó sentado un rato detrás del volante, y luego, lentamente, echó a caminar de un lado a otro mirando la parte posterior del camión, los paquetes y cajones.

Hacia mediodía todas las cajas, excepto una, estaban abiertas, y las cosas habían sido puestas en el fondo del mar, donde esperaba la familia.

—Carrie…

Bob la llevó hasta los antiguos escalones del viejo porche que ahora estaban desembalados al borde del pueblo.

—Escúchalos, Carrie.

Los peldaños crujieron y susurraron bajo los pies de Carrie.

—¿Qué te dicen, cuéntame, qué dicen?

Carrie se quedó de pie sobre los viejos escalones de madera, absorta, sin saber qué decir.

Bob movió una mano.

—Porche delantero aquí, sala allí, comedor, cocina, tres dormitorios. En parte los haremos aquí, en parte los traeremos. Claro, por ahora sólo tenemos el porche y algunos muebles de la sala, y la vieja cama.

—¡Todo ese dinero, Bob!

Bob la miró, sonriente.

—Tú no estás loca ahora, mírame. No estás loca. Lo iremos trayendo todo, el año próximo, en cinco años. La cristalería, esa alfombra armenia que nos regaló tu madre en 1961. ¡Deja que el sol estalle en pedazos!

Miraron los otros cajones, numerados y rotulados: Hamaca del porche del frente, mecedora del porche delantero, cristales colgantes chinos…

—Yo mismo los soplaré para que tintineen.

Pusieron la puerta con sus pequeños paneles de vidrios de colores, en lo alto de la escalera, y Carrie miró a través de la ventana de color frutilla.

—¿Qué ves?

Pero sabía lo que Carrie veía, pues también él miraba por el vidrio de color. Y allí estaba Marte, con el cielo frío entibiado y los mares muertos, ahora de color encendido. Las montañas eran montículos de helado de frutilla, y las arenas parecían carbones ardientes zarandeados por el viento. La ventana frutilla, la ventana frutilla soplaba tenues colores rosados sobre el paisaje, e iluminaba los ojos y la mente con la luz de un amanecer interminable. Allí encorvado, mirando, Bob se oyó decir:

—Así será la ciudad dentro de un año. Esto será una calle sombreada, tú tendrás tu porche y amigos. Ya no los necesitarás tanto entonces. Primero estas cosas pequeñas y familiares, y luego verás que Marte crece, y que se trasforma, y llegarás a conocerlo como si lo hubieses conocido toda la vida.

Bajó corriendo las escaleras hasta el último cajón, cerrado aún, y cubierto con una lona. Agujereó la lona con el cortaplumas.

—¡Adivina!

—¿Mi cocina? ¿Mi horno?

—No, no, nada de eso. —Bob sonrió muy dulcemente—. Cántame una canción —dijo.

—Bob, estás mal de la cabeza.

—Cántame una canción que valga todo el dinero que teníamos en el banco y que ahora no tenemos, pero que a nadie le importa un comino —dijo él.

—No sé ninguna más que Genevieve, dulce Genevieve.

—Cántala —dijo Bob.

Pero Carrie no podía abrir la boca y ponerse a cantar, así como así. Bob vio que movía los labios, pero no salió ningún sonido.

Bob desgarró un poco más la tela y metió la mano en el cajón y palpó en silencio un momento, y él mismo empezó a cantar la canción, hasta que movió la mano una última vez y entonces un solo y límpido acorde de piano vibró en el aire de la mañana.

Ajá —dijo—. Cantemos juntos. ¡Todos! Éste es el tono.