Tom, hundido en las olas hasta las rodillas, con una madera traída por las aguas en la mano, escuchó atentamente.
La casa estaba en silencio, allá arriba en el camino de la costa, en las últimas horas de la tarde. Todo se había apagado: el ruido de los trastos que ella había revuelto en los armarios, el de las cerraduras que habían chasqueado en las valijas, el de los floreros que ella había tirado al suelo, y el del estruendoso portazo final.
Chico, de pie en la arena pálida, sacudió la mano hasta que una cosecha de monedas perdidas floreció en el cedazo de alambre. Luego de un momento, sin echar una ojeada a Tom, dijo:
—Déjala ir.
Así era todos los años. Durante una semana, o un mes, la casa derramaba música por las ventanas, había nuevas macetas de geranios en la baranda del porche, y pintura nueva en los escalones y en las puertas. Del alambre de la ropa desaparecían los pantalones de arlequín y aparecían vestidos estrechos y túnicas mexicanas hechas a mano, blancas como las olas que rompían detrás de la casa. Adentro, las pinturas de las paredes no imitaban ya a Matisse sino a un seudo Renacimiento italiano. A veces, alzando los ojos Tom veía a una mujer que se secaba el pelo al viento, como una brillante bandera amarilla. A veces la bandera era roja o negra. A veces la mujer era baja, a veces alta, recortada contra el cielo. Pero nunca había más que una mujer por vez. Y, al fin, llegaba un día como este…
Tom dejó la madera en la pila donde Chico cernía el billón de pisadas, esas pisadas de una gente que había dejado muy atrás sus vacaciones.
—Chico. ¿Qué hacemos aquí?
—Viviendo la vida verdadera, muchacho.
—No lo siento así, Chico.
—Haz un esfuerzo, muchacho.
Tom vio la casa un mes atrás, con macetas que florecían en polvo, paredes con rectángulos desnudos, y sólo la alfombra de la arena en los pisos. Los cuartos resonaban como caracoles al viento. Y toda la noche, todas las noches, cada uno acostado en su cuarto, él y Chico oían una marea que se alejaba y alejaba en la costa larga, sin dejar huellas.
Tom asintió, con un movimiento de cabeza imperceptible. Una vez al año él mismo traía una hermosa muchacha a la casa, pensando que ella sí estaba bien, y que pronto se casarían. Pero estas mujeres siempre se escabullían silenciosamente antes del alba, sintiendo que las habían confundido con alguna otra, sintiéndose incapaces de desempeñar su papel. Las amigas de Chico se iban como aspiradoras de polvo, con tironeos, rugidos, embestidas terribles, volviendo del revés todas las redes, despojando a todas las ostras de sus perlas, arrebatando sus propios bolsos como perritas falderas que Chico había mimado, mientras les abría las bocas para contarles los dientes.
—Ya van cuatro mujeres este año.
—Muy bien, árbitro. —Chico sonrió con una mueca—. Muéstreme el camino de las duchas.
—Chico… —Tom se mordió el labio inferior, y luego continuó—: He estado pensando. ¿Por qué no nos separamos?
Chico se quedó mirándolo a Tom, sin contestar.
—Quiero decir —explicó Tom rápidamente— que quizá tuviéramos más suerte solos.
—Bueno, maldita sea —dijo Chico, lentamente, sosteniendo el colador entre sus grandes puños, ante él—. Oye, muchacho, ¿olvidas la realidad? Tú y yo estaremos aquí cuando llegue el año 2000. Un par de viejos y tontos pajarracos que se secan los huesos al sol. Ya nada nos puede pasar, nunca, Tom. Es demasiado tarde. Métetelo en la cabeza y cierra la boca.
Tom tragó saliva y miró serenamente al otro hombre.
—He estado pensando en irme… en irme la semana próxima.
—¡Cállate, cállate, y a trabajar!
Chico hizo caer la arena en una airada llovizna que le dio una cosecha de cuarenta y tres centavos. Se quedó mirando ciegamente las monedas que brillaban en los alambres como un juego de pinball en llamas.
Tom no se movió, reteniendo el aliento.
Parecía que los dos hombres estuviesen esperando algo. Y algo llegó.
—¡Eh… eh… oh, eh!
Una voz llamaba, muy lejos en la costa.
Los dos hombres se volvieron lentamente.
Un niño corría por la costa, a doscientos metros, gritando, haciendo ademanes. Había algo en la voz del niño, y Tom sintió de pronto un escalofrío. Se cruzó de brazos, apretándolos contra el pecho, y esperó.
—¡Eh!
El niño se detuvo, jadeando, señalando hacia atrás.
—¡Una mujer, una mujer rara, en la roca del norte!
—¡Una mujer! —Las palabras estallaron en la boca de Chico que empezó a reírse—. Oh, no, no.
—¿Qué es eso de una mujer «rara»? —preguntó Tom.
—No sé —dijo el niño, con los ojos muy abiertos—. ¡Vengan a ver! ¡Terriblemente rara!
—¿Ahogada, quieres decir?
—¡Quizás! Salió del agua, y está tendida en la playa ahora, tienen que verla… rara… —La voz del niño murió arrastrándose. Miró otra vez hacia el norte—. Tiene una cola de pescado.
Chico se rió.
—No antes de la cena, gracias.
—¡Por favor! —gritó el niño dando saltos ahora—. ¡No es mentira! ¡Oh, vengan rápido!
Echó a correr, notó que no lo seguían, y miró hacia atrás, desalentado.
Tom sintió que se le movían los labios.
—Esa criatura no hubiera corrido tanto para hacer sólo una broma, ¿no es cierto, Chico?
—Hay gente que ha corrido más por menos.
Tom echó a caminar.
—Muy bien, hijo.
—¡Gracias, señor, oh gracias!
El niño corrió. Veinte metros más allá, Tom volvió la cabeza. Detrás, Chico miraba de soslayo, se encogía de hombros, se sacudía cansadamente las manos, y se ponía a caminar.
Fueron hacia el norte por la playa crepuscular, dos hombres de piel curtida, arrugada como cuero de lagarto alrededor de los ojos de agua clara, opacos, y que parecían más jóvenes de lo que eran pues con el pelo cortado al rape no se les veían las canas. Soplaba el viento, y el océano subía y bajaba con prolongadas sacudidas.
—¿Y qué pasaría —dijo Tom— si llegásemos a las rocas y descubriésemos que es cierto? ¿Y si el océano hubiese traído algo?
Pero antes que Chico pudiese contestar, Tom ya pensaba en otra cosa, recorriendo con la mente la playa sembrada de cangrejos, almejas, algas y pedruscos. Habían hallado muchas veces las cosas que viven en el mar, y ahora los nombres volvían con la respiración de las olas. Argonautas, habían dicho, abadejos, anguilas, tencas, elefantes marinos, habían dicho, lenguados, y esturiones y ballenas blancas y orcas y leones de mar… siempre uno pensaba cómo serían aquellas criaturas que tenían esos nombres resonantes. Quizá uno nunca las veía salir de los seguros límites de los prados marítimos, pero allí estaban, y sus nombres, con miles de otros, despertaban imágenes. Y uno miraba y deseaba ser un albatros capaz de volar quince mil kilómetros y volver algún año con todas las dimensiones del océano en la cabeza.
—¡Oh, rápido! —El niño se había vuelto para mirar la cara a Tom—. ¡Puede irse!
—Tranquilo, muchacho —dijo Chico.
Llegaron a las rocas del norte. Había otro niño allí, que miraba hacia abajo. Quizá Tom vio algo de reojo, algo que lo hizo titubear y volver la cabeza y clavar los ojos en la cara del niño que miraba allí, de pie. El niño estaba pálido, y parecía como si no respirase. De cuando en cuando se acordaba de tomar aliento, y parpadeaba para ver mejor, pero cuanto más miraba aquello en la arena más se le nublaban los ojos, y menos veía y entendía. El mar le cubrió los zapatos de tenis y el niño no se movió ni se dio cuenta.
Tom apartó los ojos del niño y miró la arena.
Y la cara de Tom, en seguida, fue la cara del niño. Las manos se le retorcieron a los costados del cuerpo, del mismo modo, y se quedó así, mirando boquiabierto, y con ojos claros que parecían todavía más blancos de tanto mirar.
El sol poniente estaba a diez minutos del horizonte.
—Vino una ola grande y se fue —dijo el primer niño—, y ahí estaba ella.
Miraron a la mujer.
Los cabellos, muy largos, se extendían sobre la playa como cuerdas de un arpa inmensa. El agua subía, y los hilos flotaban y bajaban, y eran cada vez un abanico distinto y una figura distinta. El cabello debía de tener un metro y medio o más de largo y ahora estaba extendido sobre la arena dura y húmeda, y era del color de la cal.
El rostro…
Los dos hombres se inclinaron, maravillados.
El rostro de la mujer era una escultura de arena blanca, con unas pocas gotas de agua brillante, como una llovizna de verano sobre una rosa amarilla. Era el rostro de la luna, pálida a la luz del día, e increíble en el cielo azul. Era un mármol lechoso, levemente violáceo en las sienes. Los párpados cerrados tenían un débil color de acuarela, como si los ojos miraran a través del frágil tejido y vieran a los hombres que estaban allí mirándola y mirándola. La boca era una pálida rosa marina cerrada sobre sí misma. Y el cuello era delgado y blanco, y los pechos eran pequeños y blancos, cubiertos, descubiertos, cubiertos, descubiertos por el movimiento del agua, el agua que subía y se retiraba, subía y se retiraba. Y las puntas de los pechos eran rosadas, y el cuerpo era de un blanco sorprendente, casi como una luz, un rayo blanco verdoso en la arena. Y cuando el agua la envolvía, la piel resplandecía como la superficie de una perla.
La parte inferior del cuerpo era arriba de color blanco, y luego de color azul muy pálido, y el color azul pálido se trasformaba en verde pálido, y el verde pálido en verde esmeralda, y luego en el color verde del musgo, y en centellas y en oro verde que se curvaba como una fuente, un movimiento de luz y sombras que terminaba en un abanico de encaje, una forma de espuma y joyas sobre la arena. Las dos mitades de la criatura estaban unidas de tal modo que no se veía dónde la mujer perlada, la mujer blanca de agua trasparente y de cielo claro, se confundía con la mitad anfibia, la corriente oceánica que había subido a la costa y se movía apuntando a su hogar verdadero. La mujer era el mar, el mar era la mujer. No había falla o costura, ni arruga ni puntada; la ilusión, si podía llamarse ilusión, era perfecta, y la sangre de una parte corría y se confundía con las aguas de hielo de la otra.
—Yo quería ir a pedir auxilio. —El primer niño hablaba como si no quisiese elevar la voz—. Pero Skip dijo que estaba muerta. ¿Está muerta?
—Nunca estuvo viva —dijo Chico—. Sí —continuó mientras todos lo miraban—, es algo de un estudio de cine. Goma líquida sobre un esqueleto de acero. Un muñeco, un maniquí.
—¡Oh, no, es real!
—Encontraremos un rótulo en alguna parte —dijo Chico—. Veamos.
—¡No! —gritó el primer niño.
—Diablos.
Chico tocó el cuerpo para darlo vuelta, y se detuvo. Se quedó arrodillado, con una cara que cambiaba.
—¿Qué pasa? —preguntó Tom.
Chico apartó la mano y se la miró.
—Estaba equivocado —dijo con una voz apagada.
Tom tomó la muñeca de la mujer.
—Se siente un pulso.
—Es tu propio corazón.
—No sé… quién… quizá…
La mujer estaba allí, y la parte superior del cuerpo era perlas de luna y marea amarilla, y la parte inferior era un movimiento de antiguas monedas verdinegras que se volvía sobre sí mismo con el viento y con el agua.
—¡Es un truco! —gritó Chico, de pronto.
—No. ¡No! —Casi al mismo tiempo, Tom se echó a reír—. ¡No es un truco! Dios mío, ¿qué siento? Nunca sentí nada parecido desde que era pequeño.
Caminaron lentamente alrededor de la mujer. Una ola vino y tocó la mano blanca y los dedos se movieron suavemente. Era el ademán de alguien que llamaba a otra ola, para que juntas alzaran los dedos y luego la muñeca y luego el brazo y luego la cabeza y al fin el cuerpo, y se lo llevaran todo de vuelta al mar.
—Tom. —La boca de Chico se abrió y se cerró. ¿Por qué no traes el camión?
Tom no se movió.
—¿Me oyes? —dijo Chico.
—Sí, pero…
—¿Pero qué? Podemos vender esto en alguna parte, no sé dónde… la universidad, el acuario de la playa de la Foca o… bueno, diablos, ¿cómo no vamos a encontrar dónde? —Chico sacudió el brazo de Tom—. Lleva el camión al muelle. Compra ciento cincuenta kilos de hielo picado. Cuando sacas algo del agua necesitas hielo, ¿no es cierto?
—Nunca lo pensé.
—¡Piénsalo! ¡Muévete!
—No sé, Chico.
—¿Qué quieres decir? ¿Ella es real, no es cierto? —Se volvió hacia los niños—. Todos dicen que es real, ¿no? Bueno, entonces, ¿qué esperamos?
—Chico —dijo Tom—. Mejor que vayas tú a buscar el hielo.
—¡Alguien tiene que quedarse y cuidar de que no se la lleve la marea!
—Chico —dijo Tom—, no sé cómo explicártelo. No quiero traer ese hielo.
—Iré yo, entonces. Oigan, muchachos. Levanten aquí un muro de arena para que no entren las olas. Les daré cinco dólares a cada uno. ¡Vamos, aprisa!
El sol tocaba el horizonte ahora, y las caras de los niños eran bronces rosados, y los ojos eran como bronces que miraban a Chico.
—¡Dios mío! —dijo Chico—. ¡Esto es mejor que encontrar ámbar gris!
Corrió hacia la cima de la duna más próxima, gritó: ¡a trabajar! y desapareció.
Tom y los dos niños se quedaron solos con la mujer solitaria de las rocas, y el sol comenzó a hundirse en el horizonte. La arena y la mujer eran oro y rosa.
—Sólo una línea —susurró el segundo niño. Se pasó el borde de la uña por debajo de la barbilla, suavemente, señalando a la mujer con un movimiento de cabeza. Tom se inclinó otra vez y vio la débil línea a cada lado de la barbilla firme y blanca de la mujer, la línea breve y casi imperceptible donde estaban o habían estado las branquias, cerradas ahora, invisibles.
Tom miró de nuevo la cara de la mujer y los largos cabellos extendidos como una lira en la playa.
—Es hermosa —dijo.
Los niños asintieron sin saber por qué.
Detrás de ellos, una gaviota remontó vuelo de pronto desde las dunas. Los niños se sobresaltaron y miraron.
Tom sintió que temblaba. Vio que los niños temblaban también. Se oyó la bocina de un coche. Los ojos de los niños y de Tom parpadearon, asustados. Los tres miraron el camino.
Una ola envolvió el cuerpo, enmarcándolo en agua clara.
Tom le dijo a los niños que se apartasen, con un movimiento de cabeza.
La ola movió el cuerpo un centímetro y luego dos centímetros hacia el mar.
La ola próxima vino y movió el cuerpo dos centímetros y seis centímetros hacia el mar.
—Pero… —dijo el primer niño.
Tom meneó la cabeza.
La tercera ola alzó el cuerpo y lo llevó cincuenta centímetros hacia el mar. La próxima ola arrastró el cuerpo otros treinta centímetros, y las tres siguientes dos metros más.
El primer niño gritó y corrió detrás del cuerpo.
Tom alargó la mano y tomó al niño por el brazo. El niño parecía impotente y asustado y triste.
Durante un rato no hubo más olas. Tom miró a la mujer, pensando, es verdadera, es real, es mía… pero… está muerta. O se morirá si se queda aquí.
No podemos dejarla ir —dijo el primer niño—. No podemos, ¡no podemos!
El otro niño se puso entre la mujer y el mar.
—¿Qué haremos con ella si la guardarnos? —preguntó mirando a Tom.
El primer niño trató de pensar.
—Podemos… podemos… —Calló y sacudió la cabeza—. Oh, Dios.
El segundo niño se hizo a un lado y dejó abierto el camino entre la mujer y el mar.
La próxima ola fue grande. Vino y se fue, y la arena quedó desierta. La blancura había desaparecido, y también los diamantes negros y las cuerdas del arpa.
Tom y los niños se quedaron de pie a orillas del mar, mirando, hasta que oyeron el camión que venía entre las dunas.
El sol ya se había puesto.
Tom y los niños oyeron unas pisadas que bajaban por las dunas y a alguien que gritaba.
Regresaron en silencio por la playa cada vez más oscura, en el camión de grandes neumáticos. Los dos niños iban en la caja del camión, sentados sobre los sacos de hielo picado. Al cabo de un rato Chico se puso a jurar entre dientes, escupiendo por la ventanilla.
—Ciento cincuenta kilos de hielo. ¡Ciento cincuenta kilos de hielo! ¡Y estoy empapado hasta los huesos, empapado! Ni siquiera te moviste cuando yo salté y me zambullí para buscarla. ¡Idiota, idiota! ¡No has cambiado! Como todas las otras veces, como siempre, no hiciste nada, nada, sólo te quedaste ahí, te quedaste ahí, sin hacer nada, nada, ¡sólo mirando!
—¿Y tú qué hiciste, eh, qué hiciste? —dijo Tom con una voz cansada, mirando hacia adelante—. Lo mismo que siempre, sin ninguna diferencia. Te hubieras visto.
Dejaron a los niños en una casa de la playa. El más pequeño habló con una voz que se confundió con el ruido del viento.
—Dios, nadie nos creerá nunca, nunca.
Los dos hombres siguieron adelante y al fin se detuvieron, y bajaron del camión.
Chico esperó dos o tres minutos a que se le aflojaran los puños y al fin lanzó un gruñido.
—Diablos, quizá sea mejor así. —Tomó aliento—. Acaba de ocurrírseme. Es gracioso. Pasarán veinte, treinta años y en medio de la noche sonará el teléfono. Será uno de esos niños, ya hombre, que llama desde larga distancia, de un bar cualquiera. En medio de la noche, llamarán para hacer una pregunta: ¿Es cierto, no? ¿Ocurrió, no es así? En 1958, nos ocurrió realmente a nosotros. Y nosotros nos sentaremos al borde de la cama, en medio de la noche, diciendo: Seguro, muchacho, seguro, ocurrió realmente, nos ocurrió a nosotros, en 1958. Y ellos dirán: Gracias; y nosotros diremos: No es nada, llamen cuando quieran. Y todos diremos buenas noches. Y quizá no vuelvan a llamar por un par de años.
Los dos hombres se sentaron en los escalones del porche, en la oscuridad.
—¿Tom?
—¿Qué?
Chico esperó un rato.
—No te irás.
No era una pregunta sino una tranquila afirmación.
Tom pensó un momento, con el cigarrillo apagado entre los dedos. Y comprendió que ahora ya no se iría nunca. Pues supo que al día siguiente y al otro y al otro caminaría playa abajo y nadaría en el encaje verde y los fuegos blancos y las cavernas oscuras bajo las olas. El día siguiente y el otro y el otro.
—Sí, Chico, no me iré.
Los espejos de plata avanzaron en una línea ondulada a lo largo de la costa desde mil kilómetros al norte hasta mil kilómetros al sur. Los espejos no reflejaron ninguna casa, ningún árbol, ningún camino, ni siquiera un hombre. Los espejos reflejaron sólo la luna serena, quebrándose en seguida en un billón de trozos de cristal que iluminaron la costa. Luego el mar se oscureció otra vez, preparando otra línea de espejos para alcanzar y sorprender a los dos hombres que estaban allí sentados desde hacía mucho tiempo, sin parpadear una sola vez, esperando.