Los ratones

—Son muy raros —dije—. La pareja.

—¿Qué quieres decir? —preguntó mi mujer.

—Nunca un ruido. Escucha.

Nuestra casa estaba rodeada de otras casas, a las que habían añadido otra media casa. Cuando mi mujer y yo la compramos alquilamos las habitaciones aledañas, junto al vestíbulo. Ahora pegábamos la oreja a la pared y escuchábamos los latidos de nuestros propios corazones.

—Sé que están ahí —murmuré—. Pero en estos tres años nunca oí caer una sartén, ni pronunciar una palabra, ni el ruido de una llave de luz. Dios santo, ¿qué harán ahí adentro?

—No lo había pensado nunca —dijo mi mujer.

—Sólo una luz encendida, esa lamparita azul de veinticinco vatios que ilumina el saloncito. Si pasas y espías por la puerta lo ves a él, sentado en el sillón, mudo, con las manos en el regazo. Y a ella, sentada en otro sillón, mirándolo, sin decir nada. No se mueven.

—Al principio, piensas que no están en casa —dijo mi mujer—. La sala está tan oscura. Pero si miras un tiempo, y los ojos se te acostumbran a la oscuridad, puedes verlos ahí, sentados.

—Un día —dije yo— entraré de pronto, encenderé las luces y gritaré. Dios santo, si yo no puedo soportar ese silencio, ¿cómo pueden soportarlo ellos mismos? No serán mudos.

—Cuando él paga el alquiler, dice «hola».

—¿Y qué más?

—«¡Adiós!»

Yo sacudí la cabeza.

—Cuando nos cruzamos en la alameda sonríe y escapa.

Mi mujer y yo nos disponíamos a pasar la velada leyendo, escuchando radio, conversando.

—¿Tienen un aparato de radio?

—Ni radio, ni televisión, ni teléfono. Ni un libro, ni una revista, ni un diario en toda la casa.

—¡Ridículo!

—No te excites.

—Ya lo sé, pero nadie puede pasarse tres años sentado en la oscuridad sin hablar, sin escuchar radio, sin leer, sin ni siquiera comer, ¿no te parece? Nunca olí una chuleta ni un huevo frito. Maldición, ¡creo que ni siquiera oí que se fueran a la cama!

—Lo hacen para intrigarnos, querido.

—¡Lo consiguen!

Salí a dar una vuelta a la manzana. Era una hermosa noche de verano. Cuando volví eché una mirada indolente a la puerta. El oscuro silencio seguía allí, y las pesadas formas, sentadas, y el difuso resplandor azul. Me quedé largo rato, hasta que terminé el cigarrillo. Sólo cuando me di vuelta para irme lo vi en el pasillo, mirándome, con su cara blanda y redonda. No se movió. Se quedó allí, de pie, observándome.

—Buenas noches —dije.

Silencio. Después de un momento, el hombre se volvió y entró en el cuarto oscuro.

A la mañana siguiente, el pequeño mexicano salió de la casa a las siete, solo, recorriendo de prisa la alameda, silencioso como siempre. Ella lo siguió a las ocho, caminando con paso cauteloso, toda abultada bajo el abrigo oscuro, con un sombrero negro que se balanceaba sobre la cabeza rizada. Así, remotos y silenciosos, habían salido a trabajar desde hacia tres años.

—¿Dónde trabajan? —pregunté a la hora del desayuno.

—Él es fogonero aquí, en la acería U.S. Ella cose para una tienda.

—Son trabajos pesados.

Escribí algunas páginas de mi novela, leí, descansé, escribí un poco más. A las cinco de la tarde vi a la mexicanita que volvía a casa, abría la puerta, entraba de prisa, enganchaba la persiana, y cerraba herméticamente la puerta.

Él llegó a las seis en punto, a la carrera. Una vez en el porche, sin embargo, se volvió infinitamente paciente. En silencio, raspando apenas la persiana con la mano, como un ratón gordo que araña la pared, aguardó. Al fin, ella le abrió la puerta. No vi que movieran los labios.

Ni un sonido a la hora de la comida. Ningún ruido de ollas. Ningún tintineo de vajilla. Nada.

La lamparita azul seguía encendida.

Mi mujer dijo entonces:

—Hace lo mismo cuando viene a pagar el alquiler. Raspa tan despacio que no lo oigo. Me asomo a la ventana, y ahí está. Sabe Dios cuánto habrá esperado, así, de pie, rozando apenas la puerta.

Dos días después, en una hermosa noche de julio, yo estaba trabajando en el jardín. El hombrecito mexicano salió al porche, y me dijo:

—¡Usted está loco!

Luego miró a mi mujer.

—¡Usted también está loca!

Movió en silencio la mano regordeta.

—Ustedes no me gustan. Demasiado ruido. No me gustan. Están locos.

Y el mexicano se metió otra vez en la casa.

Agosto, setiembre, octubre, noviembre. Los «ratones», como los llamábamos ahora, estaban siempre ahí, en el nido oscuro, callados. Una vez mi mujer le dio al marido, junto con el recibo del alquiler, unas revistas viejas. El hombre las aceptó cortésmente, con una sonrisa y una reverencia, pero sin decir una palabra. Una hora más tarde mi mujer vio que echaba las revistas en el incinerador del patio y encendía un fósforo.

Al día siguiente pagó el alquiler de tres meses por adelantado, pensando sin duda que de ese modo sólo tendría que vernos de cerca cada doce semanas. Cuando yo lo encontraba en la calle, el hombre cruzaba rápidamente para saludar a algún amigo imaginario. La mujer me evitaba también, y pasaba a mi lado sonriendo tontamente, confusa, meneando la cabeza. Nunca la vi a menos de veinte metros de distancia. Si tenían que reparar una cañería, no nos decían nada, y traían un plomero que trabajaba, parecía, con una linterna.

—Maldito sea —me dijo el plomero cuando lo encontré en la alameda—. ¡Qué casa de locos! No hay lámparas eléctricas. Cuando les pregunté dónde estaban, ¡me sonrieron!

A la noche yo me quedaba pensando en los ratoncitos. ¿De dónde eran? De México, claro. ¿De qué parte? Del campo, de una pequeña aldea, cerca de algún río. No de una ciudad o de un pueblo. Pero sí de un sitio donde había estrellas y las luces y oscuridades naturales: las apariciones y desapariciones de la luna y el sol. Y aquí estaban ahora, lejos, muy lejos de aquellas tierras, en una ciudad imposible, él sudando como un demonio todo el día entre los altos hornos de la fundición; ella inclinada sobre escurridizas agujas en un taller de costura. Y luego volvían a casa, a esta manzana, cruzando una ciudad estrepitosa, evitando los tranvías ruidosos y los bares que cacareaban como papagayos. Entre un millón de alaridos corrían a la salita, a la luz azul, a los sillones cómodos, y al silencio. Yo lo pensaba a menudo. De noche, tarde, yo tenía la impresión de que si sacaba la mano, en la oscuridad del dormitorio, podía sentir el adobe y oír el canto de un grillo y el río que corría bajo la luna, y a alguien que cantaba suavemente acompañado por una guitarra tímida.

Una noche de diciembre, tarde, la casa vecina se incendió. Las llamas rugían contra el cielo, los ladrillos se desmoronaban, las chispas llovían sobre el tejado de los ratones sigilosos.

Golpeé la puerta.

—¡Fuego! —grité—. ¡Fuego!

Los ratones, sentados en la habitación iluminada de azul, no se movieron.

Golpeé otra vez, violentamente.

—¡Fuego! ¿Me oyen?

Llegaron los bomberos. Echaron agua a la casa. Cayeron más ladrillos. Cuatro de ellos abrieron boquetes en la casita. Me trepé al tejado, apagué los fuegos, y salté abajo, con la cara y las manos lastimadas. La puerta se abrió al fin. El pequeño mexicano silencioso y su mujer estaban en el pasillo, impávidos e inconmovibles.

—Déjenme entrar —grité—. Hay un boquete en el techo de la casa. Quizá hay brasas en el dormitorio.

Empujé la puerta, los aparté y pasé.

—¡No! —gruñó el hombrecito.

La mujercita giraba en círculos como un juguete roto.

—¡Ah!

Yo estaba ya en el interior, con mi linterna. El hombrecito me tomó los brazos. Le olí el aliento.

Y luego mi linterna recorrió las habitaciones. La luz brilló sobre un centenar de botellas de vino en el vestíbulo, doscientas botellas en los armarios de la cocina, seis docenas en los anaqueles de la sala, más en los muebles y armarios del dormitorio. No sé qué me impresionó más: si el agujero en el cieloraso del dormitorio o el interminable resplandor de tantas botellas. Perdí la cuenta. Era como una invasión de escarabajos enormes, brillantes, muertos, abandonados, atacados por una peste antigua.

En el dormitorio, sentí que el hombrecito y su mujer me miraban desde el umbral. Oí que respiraban jadeando y sentí sus miradas. Aparté la linterna de las botellas relucientes y enfoqué, cautelosamente, y durante todo el tiempo que estuve allí, el boquete del cielo raso amarillo.

La mujercita se echó a llorar, débilmente. Nadie se movió.

A la mañana siguiente partieron.

Antes que nos diésemos cuenta, ya estaban en la alameda, a las seis de la mañana, trasportando el equipaje bastante liviano como para estar totalmente vacío. Traté de detenerlos, les hablé. Eran viejos amigos, les dije. Nada había cambiado, les dije. No tenían nada que ver con el incendio, les dije, ni con el tejado. Eran espectadores inocentes, insistí. Yo mismo repararía el tejado, ¡gratis!

Pero no me miraron. Miraban la casa y el otro extremo de la alameda, mientras yo hablaba. Entonces, cuando callé al fin, movieron la cabeza, asintiendo, mirando los árboles, como diciendo que era hora de partir, y echaron a caminar, y luego corrieron, para alejarse de mí, me pareció, hacia la calle donde había tranvías y ómnibus y automóviles y muchas avenidas ruidosas que se cerraban como un laberinto. Corrieron orgullosamente, las cabezas altas, sin mirar hacia atrás.

Los encontré una vez por casualidad. En Navidad, al anochecer, vi que el hombrecito corría ante mí, en silencio, por la calle oscura. Decidí seguirlo. Al fin, a cinco cuadras de nuestro viejo barrio, arañó silenciosamente la puerta de una casita blanca. Vi que la puerta se abría, se cerraba, y cuando cayó la noche y yo pasé frente a la casa, vi una lucecita que ardía como una brasa azul. Me pareció ver también, aunque lo imaginé probablemente, dos siluetas; el hombrecito en su sillón, la mujer a su lado. Los dos sentados en la oscuridad, y una o dos botellas en el piso detrás de las sillas, y ningún ruido, ni un solo ruido entre ellos. Sólo el silencio.

No subí ni llamé. Me paseé por la avenida, escuchando las voces de los cafés. Compré un periódico, una revista, un libro barato. Luego fui a casa donde estaban encendidas todas las luces y había comida caliente en la mesa.