El hombre cruzó bamboleándose las puertas abiertas de par en par de la taberna de Heber Finn, como golpeado por el rayo. Trastabilló, con sangre en la cara, la chaqueta, los pantalones desgarrados y gimió largamente, petrificando a todos los parroquianos de la taberna. Durante un momento, sólo se oyó la espuma suave que burbujeaba en los vasos mientras los parroquianos se volvían: unos pálidos, otros sonrosados, otros venosos y de un rojo encendido. Un parpadeo corrió por la fila.
El desconocido se balanceó, con los ojos muy abiertos, los labios temblorosos. Los bebedores apretaron los puños. ¡Sí!, gritaron, silenciosamente. Adelante, hombre, ¿qué ha pasado?
El desconocido se inclinó apoyándose en el aire.
—Un choque —murmuró—. Un choque en el camino. De pronto, se le doblaron las rodillas, y se desplomó.
—¡Un choque!
Una decena de hombres se precipitó sobre el cuerpo.
—¡Kelly! —Heber Finn saltó por encima del bar—. ¡Ve al camino! ¡Ocúpate de la víctima! ¡Pronto! ¡Joe, corre a buscar al doctor!
—Un momento —dijo una voz tranquila.
En la salita privada del fondo de la taberna, el cubículo donde hubiera podido meditar un filósofo, parpadeaba un hombre moreno, mirando a los parroquianos.
—¡Doctor! —gritó Heber Finn—. ¡Usted!
El médico y los hombres se confundieron en la noche.
El hombre caído torció la boca.
—Un choque…
—Cuidado, muchachos.
Heber Finn y otros dos alzaron suavemente a la víctima y la pusieron sobre el mostrador. Estaba tan hermosa como la muerte, sobre la madera finamente tallada y en el espejo biselado que la trasformaba en dos víctimas por el precio de una.
Afuera, en los escalones, la muchedumbre hizo un alto, sacudida como si un océano hubiese sumido Irlanda en la oscuridad. Una neblina de crestas y rompientes de cien metros apagó la luna y las estrellas. Parpadeando, maldiciendo, los hombres saltaron y desaparecieron en los abismos.
Atrás, bajo el iluminado dintel, se detuvo un hombre joven. No era de cara bastante roja ni bastante pálida ni de espíritu bastante oscuro ni bastante claro para ser irlandés, de modo que debía de ser norteamericano. Lo era, y esto explicaba que no quisiese interferir en lo que parecía un rito de aldea. Desde que llegara a Irlanda no había podido desprenderse de la impresión de estar viviendo en todo momento en el escenario del Abbey Theatre. Y ahora, como ignoraba su papel, no podía hacer otra cosa que mirar a los hombres que corrían en la noche.
—Pero —protestó débilmente— no oí ningún automóvil en el camino.
—¿No oyó, eh? —dijo un viejo casi orgullosamente.
La artritis lo obligaba a quedarse en el peldaño superior, y allí se balanceaba, vociferándole a la marea blanca donde se habían zambullido sus amigos.
—Busquen en la encrucijada, muchachos. Ahí es donde ocurren más a menudo.
Los pasos se apresuraron, distantes y cercanos.
—¡La encrucijada!
—Ni tampoco —dijo el norteamericano— oí ningún choque.
El viejo resopló.
—Ah, nosotros no hacemos mucha conmoción, ni mucho ruido. Pero choques, sí que los verá si se para allí afuera. Camine, ahora, no corra. Es una noche de todos los demonios. Si se descuida, puede chocar con Kelly, que es capaz de correr hasta exprimirse los pulmones. O atropellar a Feeney, demasiado borracho para encontrar el camino, y no hablemos de los obstáculos en el camino. ¿Tiene una antorcha, una linterna? No verá nada, pero úsela. Vaya ahora, ¿me oye?
El norteamericano marchó a tientas hasta el automóvil, encontró la linterna, y se hundió en la noche más allá de la taberna de Heber Finn. Se dejó guiar por el pesado ruido de los pasos y las voces confusas y lejanas. A unos cien metros de distancia, en la eternidad, encontró a los hombres que murmuraban y gruñían.
—¡Cuidado ahora!
—¡Ah, maldita oscuridad!
—¡Quietos, no lo muevan!
El norteamericano fue lanzado a un lado por una humeante masa humana que salió repentinamente de la niebla, trasportando en vilo un bulto contrahecho. Vio, allá arriba, un rostro lívido y sanguinolento, y luego alguien le golpeó la linterna.
Instintivamente, el catafalco flotó hacia la luz color whisky de Heber Finn, ese puerto seguro y familiar.
Detrás venían unas formas vagas y un estremecedor zumbido de insectos.
—¿Qué es eso? —gritó el norteamericano.
—Nosotros, con los vehículos —dijo una voz ronca—. Tenemos el choque, como quien dice.
La linterna se detuvo en ellos. El norteamericano se quedó boquiabierto. Un momento después, la batería falló.
Pero no antes de haber visto a dos muchachos de la aldea que trotaban fácil, ligeramente, sosteniendo bajo los brazos dos antiguas bicicletas negras sin luces delanteras ni traseras.
—¿Qué…? —dijo el norteamericano.
Pero los muchachos se alejaron al trote, llevándose el accidente. La neblina se cerró detrás. El norteamericano quedó abandonado en el camino desierto, con la linterna muerta en la mano.
Cuando abrió la puerta de la taberna, ambos «cadáveres», como ya los llamaban, estaban tendidos sobre el bar.
—Pusimos los cadáveres en el bar —le dijo el viejo, volviéndose.
Y allí estaban los parroquianos en fila, no para beber, sino bloqueando el camino, de modo que el doctor tenía que abrirse paso a empujones para ir de una a otra de esas reliquias de los caminos oscuros.
—Uno es Pat Nolan —murmuró el viejo—. Sin trabajo por el momento. El otro es el señor Peevey de Meynooth, comerciante en golosinas y cigarrillos principalmente. —Alzó la voz—. ¿Están muertos, Doc?
—Cállese, ¿quiere? —El doctor parecía un escultor que trataba de concluir dos estatuas de mármol de tamaño natural al mismo tiempo—. Vamos, pongamos a una víctima en el suelo.
—El suelo es una tumba —dijo Heber Finn—. Allí sí que se morirá. Mejor lo dejamos arriba donde pueda recibir el calor de la charla.
—Pero —dijo el norteamericano en voz baja, confundido— nunca en mi vida oí hablar de un accidente semejante. ¿Está seguro de que no hubo ningún automóvil? ¿Sólo dos hombres en bicicleta?
—¿Sólo? —El viejo gritaba—. Santo Dios, señor. Un hombre, sudando la gota gorda, puede subir a sesenta kilómetros por hora. Cuesta abajo, una bicicleta llega a noventa o noventa y cinco. Y ahí vienen estos dos, sin luces delanteras ni traseras…
—¿No hay una ley en contra?
—¡Al demonio con las intromisiones del gobierno! Y ahí vienen, sin luces, volando a casa, de un pueblo a otro. Pedaleando como si los persiguiera el mismísimo Pecado. En distintas direcciones, pero del mismo lado del camino. «Vaya siempre de contramano, es más seguro», dicen. Mire ahora a estos muchachos, bien destrozados por todos esos embustes oficiales. ¿Por qué? ¿No lo ve usted? ¡Uno lo recordó, y el otro no! Sería mejor que los funcionarios se callaran la boca. Pues aquí están los dos, moribundos…
El norteamericano miró, sorprendido.
—¿Moribundos?
—Bueno, señor, piénselo. ¿Qué hay entre dos hombres sanos de cuerpo que se lanzan endemoniadamente por el camino de Kilcock a Meynooth? Niebla. Nada más que niebla. Sólo la niebla para impedir que les choquen las cabezas. Bueno, cuando dos chocan así en un cruce, es como un choque en una cancha de bolos, diez palos que vuelan. Bang. Y ahí van los amigos, volando a tres metros de altura, con las cabezas juntas, como dos queridos amigos que se encuentran, agitando el aire, con las bicicletas agarradas como gatos. Entonces caen y se quedan allí, sintiendo que se acerca el Ángel Oscuro.
—Pero supongo que estos hombres no…
—Ah, ¿no? Bueno, sólo el año pasado en todo el Estado Libre, ¡no hubo una noche en que un alma no se encontrase con otra en un choque fatal!
—¿Quiere decir entonces que más de trescientos ciclistas irlandeses mueren todos los años, chocando unos con otros?
—Por Dios que es verdad, y es una pena.
—Yo nunca salgo en bicicleta de noche. —Heber Finn echó una mirada a los cuerpos—. Camino.
—Y aun así las malditas bicicletas lo atropellan a uno —dijo el viejo—. En bicicleta o a pie, algún idiota anda siempre jadeando por el camino del infierno, en otra dirección. Y lo más probable es que lo atropellen y no que lo saluden. Oh, los buenos amigos que he visto estropeados, o con un saldo de jaquecas interminables para el resto de la vida. —El viejo cerró los párpados temblorosos—. Uno pensaría casi, ¿no le parece?, que los seres humanos no están hechos para manejar tan delicados instrumentos de poder.
—Trescientos muertos por año.
El norteamericano parecía perplejo.
—Y eso sin contar los peatones, atropellados por millares cada quincena. Arrojan las bicicletas al pantano, maldiciendo, y reciben pensiones. Salvan así cuerpos que son ya casi cadáveres.
—¿Vamos a seguir aquí, hablando? —El norteamericano señaló a las víctimas, con un ademán de impotencia—. ¿No hay un hospital?
—En una noche sin luna —siguió diciendo Heber Finn— lo mejor es cruzar por el campo ¡y malditos sean los caminos! Así llegué a los cincuenta.
Los hombres se movieron, inquietos.
El doctor, advirtiendo que había callado demasiado tiempo, y que el auditorio se dispersaba, se enderezó bruscamente.
—¡Bueno! —exclamó.
La taberna guardó silencio.
—Este hombre… —El doctor señaló—. Magulladuras, laceraciones, y atroces dolores de espalda durante dos semanas. En cuanto al otro muchacho, sin embargo…
Aquí el doctor se dedicó a mirar un buen rato, frunciendo el ceño, a la víctima más pálida, y que parecía pintada, encerada y lista para el ritual postrero.
—Conmoción.
—¡Conmoción!
El viento callado se levantó y se perdió en el silencio.
—Se salvará si lo llevamos en seguida a la clínica de Meynooth. ¿Quién tiene un automóvil?
Todos se volvieron como una sola cabeza. El norteamericano sintió que el movimiento lo arrastraba desde fuera del rito hasta su núcleo más íntimo y profundo. Se sonrojó, recordando el frente de la taberna de Heber Finn, donde había en aquel momento diecisiete bicicletas y un automóvil. Rápidamente, asintió.
—¡Aquí, muchachos! ¡Un voluntario! Pronto, ahora, lleven al muchacho, suavemente, al coche de nuestro buen amigo.
Los hombres estaban a punto de levantar el cuerpo, pero cuando el norteamericano tosió se quedaron inmóviles. Lo vieron tender la mano en círculo hacia todos ellos y llevarse el pulgar a la boca, empinando el codo. Todos ahogaron un grito, sorprendidos. La invitación no había concluido y ya la cerveza se derramaba en el estaño.
—¡Para el camino!
Ahora, hasta la víctima más afortunada, resucitada de improviso, con una cara como de queso, descubrió que le habían puesto un vaso en la mano, entre murmullos.
—Eh, muchacho, a ver… cuéntanos…
Luego el cuerpo desapareció del bar, llevándose consigo el posible velorio, y allí sólo quedaron el norteamericano, el médico, el resucitado y dos preocupados amigos. Afuera se podía oír a la multitud que instalaba a la víctima grave en el coche del voluntario.
El doctor dijo:
—Termine su vaso, señor…
—McGuire —dijo el norteamericano.
—¡Por todos los santos, si es irlandés!
No, pensó el norteamericano, remoto, mirando aturdidamente alrededor. El ciclista restablecido esperaba sentado a que volviese la gente; había manchas de sangre en el piso; las dos bicicletas estaban apoyadas cerca de la puerta como objetos de utilería; la noche oscura aguardaba afuera con su neblina improbable; las voces se balanceaban dulcemente, en equilibrio, cada una en su propia garganta y en su propio ambiente. No, pensó el norteamericano llamado McGuire, soy casi irlandés, pero, por cierto, no del todo…
—Doctor —se oyó decir mientras dejaba el dinero en el estaño—, ¿hay también catástrofes, choques entre gente que anda en autos?
—¡No en nuestro pueblo! —El doctor bufó señalando el este con un movimiento de cabeza—. Pero si le gustan esas cosas. ¡Dublín es el sitio aconsejable!
El doctor tomó del brazo a McGuire como si fuese a confesarle un secreto que podía cambiarle la vida, y juntos cruzaron la taberna. Así, timoneado, McGuire sintió la cerveza en su interior como un peso oscilante que debía acomodar a un lado y a otro, mientras el doctor le susurraba en el oído.
—Mire, McGuire, admítalo, usted ha manejado muy poco en Irlanda, ¿verdad? Bueno, escuche. Cuando vaya a Meynooth, con la niebla y todo, es mejor que corra. Arme un escándalo. ¿Por qué? Asuste a los ciclistas, a las vacas del camino, a ambos lados. Si guía despacio, ¡tendrá que pasar por encima y eliminar docenas y docenas antes que sepan qué les sucedió! Y otra cosa: cuando se acerque un automóvil, baje las luces. Cuando se crucen, apáguelas, es más seguro. Esas luces endemoniadas han enceguecido muchos ojos y han demolido a muchos inocentes. ¿Está claro? Dos cosas: más velocidad, y menos luces, cuando hay coche a la vista.
En la puerta, el norteamericano asintió. Oyó detrás a la única víctima, cómodamente instalada, removiendo la cerveza con la lengua, pensando, preparándose, comenzando:
—Bueno, yo voy camino a casa, alegre como unas pascuas, y me lanzo cuesta abajo cuando…
Afuera en el automóvil, la otra víctima gemía calladamente en el asiento trasero. El doctor ofreció un consejo último.
—Use siempre una gorra, muchacho. Si quiere pasear de noche por los caminos, claro. Una gorra lo salvará de jaquecas. Una gorra lo salvará de jaquecas atroces si se encuentra con Kelly o Moran o una víctima cualquiera, viniendo en dirección opuesta, alegres, y de cabeza dura. Esos hombres son peligrosos aun a pie. Sí, en Irlanda hay reglas, aun para peatones, y usar gorra de noche es lo primero.
El norteamericano se dejó caer en el asiento, sacó una gorra de tweed pardo que había comprado ese mismo día en Dublín y se la puso. Miró la niebla oscura que hervía en la noche. Miró la desierta carretera que lo aguardaba, silenciosa, silenciosa, silenciosa, pero de algún modo, no tan silenciosa. Pues, a cientos de largos y raros kilómetros, hacia uno y otro lado de Irlanda, había miles de encrucijadas neblinosas donde mil fantasmas de gorras de tweed y guantes grises pedaleaban en el aire, cantando, gritando, y oliendo a cerveza Guiness.
McGuire pestañeó. Los fantasmas se esfumaron. El camino se abría desierto, oscuro, expectante.
Tomando aliento, cerrando los ojos, el norteamericano llamado McGuire encendió el motor del coche y apretó el acelerador.