El pensamiento creció tres días y tres noches. Durante el día lo llevaba en la cabeza como un durazno todavía verde. De noche le permitía tomar carne y sustancia, suspendido en el aire callado, coloreado por la luna del campo y las estrellas del campo; y le daba vueltas y vueltas en el silencio que precede al alba. En la cuarta mañana el hombre extendió una mano invisible, tomó el durazno, y se lo comió.
Se levantó rápidamente, quemó las cartas viejas, metió unas pocas en una diminuta valija, y se puso el traje de medianoche y una corbata color pluma brillante de cuervo, como si estuviese de luto. Sintió que su mujer, en la puerta, detrás, lo observaba con los ojos de un crítico que puede saltar al escenario, en cualquier momento, e interrumpir la función. Pasó junto a ella, rozándola.
—Perdón —murmuró.
—¡Perdón! —gritó la mujer—. ¿Y eso es todo lo que me dices? Escabulléndote, preparando un viaje.
—Yo no lo preparé; ocurrió —dijo el hombre—. Hace tres días tuve la premonición. Supe que iba a morir.
—No digas tonterías —dijo la mujer—. Me pones nerviosa.
Los ojos del hombre reflejaban débilmente el horizonte.
—Siento que la sangre me corre más despacio. Me escucho los huesos y es como si estuviese en una bohardilla escuchando como crujen la vigas y se deposita el polvo.
—Tienes apenas setenta y cinco años —dijo la mujer—. Estás de pie sobre tus piernas, ves, oyes, comes y duermes bien, ¿no es verdad? ¿Qué charla es ésta?
—La lengua natural de la existencia, hablándome —dijo el viejo—. La civilización nos ha apartado de nuestra propia naturaleza. Piensa en los paganos de las islas…
—¡No se me antoja!
—Los paganos de las islas sienten cuando van a morir. Se despiden entonces de los amigos y abandonan los bienes terrenales…
—¿Y las mujeres, no tienen voz ni voto?
—Dejan a sus mujeres algunos bienes terrenales.
—No faltaba más.
—Y otros a sus amigos…
—¡Eso lo veremos!
—Y otros a sus amigos. Luego, al atardecer, se van remando en sus canoas, y nunca regresan.
La mujer lo miró de arriba abajo como si el viejo fuese una pila de leña seca lista para el hacha.
—¡Deserción! —dijo.
—No, no, Mildred; muerte, pura y simplemente. Tiempo de Partir, así lo llaman.
—¿Y nadie tomó nunca otra canoa y siguió a esos imbéciles, para saber a dónde iban?
—Por supuesto que no —dijo el viejo, ligeramente irritado—. Eso lo echaría todo a perder.
—¿Quieres decir que tenían mujeres y amigas bonitas en otra isla?
—No, no, pero el hombre necesita soledad, serenidad, cuando la savia empieza a enfriársele.
—Si pudieses probarme que esos tontos murieron realmente, me callaría. —La mujer guiñó un ojo—. ¿Encontraron alguna vez los huesos en esas islas?
—Sólo sé que zarpan, simplemente, al atardecer, como animales que presienten el Gran Momento. Si hay algo más, no lo sé ni me importa.
—Bueno, yo lo sé y me importa —dijo la anciana—. Estuviste leyendo más artículos en National Geographic acerca del Osario de Elefantes.
—¡Cementerio, no osario! —gritó el viejo.
—Cementerio, osario. Creí que había quemado las revistas, ¿tienes ejemplares escondidos?
—Escucha, Mildred —dijo el viejo severamente, tomando la maleta—. Mi mente señala el norte; nada de cuanto digas podrá volverme hacia el sur. Estoy en comunión con los manantiales secretos e infinitos del alma primitiva.
—¡Estás en comunión con lo último que lees en esa revistita de trotadores de pantanos! —La vieja apuntó con un dedo—. ¿Crees que no tengo memoria?
Los hombros del viejo cedieron.
—No pasemos lista otra vez, por favor.
—¿Qué me dices del episodio del mamut velludo? —preguntó la mujer—. Cuando descubrieron el elefante helado en la tundra rusa, hace treinta años. Qué idea tuvieron, tú y Sam Hartz, ese viejo loco: correr a Siberia y acaparar el mercado mundial de carne envasada de mamut. Te oigo aún «Imagina los precios que pagarán los miembros de la National Geographic Society. ¡Recibir en la casa de uno la carne tierna del mamut velludo siberiano, de diez mil años de edad, extinguido hace diez mil años!» Aún llevo encima las cicatrices.
—Las veo claramente —dijo el viejo.
—¿Y cuando fuiste a buscar la tribu perdida de los osseos, o lo que fuese, en algún sitio de Wisconsin? Te ibas al pueblo los sábados por la noche y te emborrachabas, y al fin te caíste en la cantera y te rompiste la pierna y pasaste allí tres noches.
—Tu memoria —dijo el viejo— es perfecta.
—Y ahora me hablas de nativos paganos y del Tiempo de Partir. Te diré qué tiempo es: ¡es Tiempo de Quedarse en Casa! Es tiempo en que la fruta no cae del árbol a la mano. Hay que ir a buscarla caminando a la frutería. ¿Y por qué hay que ir caminando? Alguien en esta casa, no lo nombraré, desarmó el automóvil, como si fuese un reloj, hace algunos años y lo desparramó en el jardín. Otros diez años y sólo quedará un montoncito de herrumbre. ¡Mira por la ventanal Es tiempo de rastrillar y quemar las hojas. Tiempo de podar y de serruchar la leña. Tiempo de limpiar las estufas y poner las persianas. Tiempo de reparar las tejas. Tiempo de todo eso y si crees que vas a evitarlo, piénsalo mejor:
El viejo se llevó la mano al pecho.
—Me duele que no confíes en mi propia sensibilidad natural ante el Destino inminente.
—A mí me duele que National Geographic caiga en manos de viejos locos. Lo lees y en seguida caes en esos sueños que tengo que barrer. A los editores de la Geographic y de la Popular Mechanics habría que traerlos a la bohardilla, el garaje y el sótano para que vieran ahí esos botes, helicópteros y máquinas volantes de alas de murciélago, todo sin terminar. No sólo para que los vieran, sino también para que se los llevaran a sus casas.
—Habla, habla —dijo el viejo—. Aquí estoy, como una piedra blanca que se hunde en la Marea del Olvido. Por Dios, mujer, ¿no puedo alejarme para morir en paz?
—Ya te llegará el Olvido cuando te encuentren caído en la leñera, frío como el mármol.
—¡Pilatos! —bufó el viejo—. El reconocimiento de la propia finitud no es sólo vanidad.
—Tú la mascas como si fuese tabaco.
—¡Basta! —dijo el viejo—. Mis bienes terrenales están apilados en el porche del fondo. Dáselos al Ejército de Salvación.
—¿Las Geographic también?
—¡Sí, maldición, las Geographic también! Y ahora, apártate.
—Si vas a morir no necesitarás esa valija —dijo ella.
—¡Quita esas manos, mujer! Quizá demore algunas horas. ¿Por qué privarme de los últimos consuelos del mundo? Ésta tendría que ser una tierna escena de despedida. Mira en cambio, recriminaciones, sarcasmos, dudas sembradas a todos los vientos.
—Muy bien —dijo la vieja—. Vete al bosque; y pasa ahí una noche de frío.
—No tengo por qué ir al bosque.
—¿Y a qué otro lugar puede ir a morir un hombre en Illinois?
—Bueno —dijo el viejo, y se detuvo—. Bueno, están también los anchos caminos.
—Donde te aplastarán, claro; me había olvidado.
—¡No, no! —El viejo cerró los ojos y los abrió—. Los desiertos caminos laterales que no van a ninguna parte, que van a todas partes, por los bosques nocturnos, los desiertos, hacia lagos distantes…
—Me imagino que no alquilarás una canoa y te iras remando. ¿Recuerdas aquella vez que zozobraste y por poco te ahogas en el Muelle de los Bomberos?
—¿Quién habló de canoas?
—¡Tú! Los isleños, los paganos que parten en canoas hacia la inmensidad de lo desconocido.
—Eso es en los Mares del Sur. Aquí el hombre tiene que buscar a pie sus fuentes naturales, su fin natural. Podría caminar por la costa del lago Michigan, las dunas, el viento, las grandes rompientes.
—Willie, Willie —dijo la vieja dulcemente, sacudiendo la cabeza—. Oh, Willie, ¿qué haré sin ti?
El viejo bajó la voz.
—Déjame seguir mi idea —dijo.
—Sí —dijo la vieja serenamente—. Sí.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Vamos, vamos —dijo el viejo.
—Oh, Willie… —La vieja lo miró largamente—. ¿Crees de veras, de todo corazón, que no vivirás?
El viejo se vio reflejado, diminuto pero perfecto, en los ojos de la mujer, y apartó la mirada, turbado.
—Durante toda la noche pensé en la marea universal que trae y se lleva al hombre. Ahora es de mañana y te digo adiós.
—¿Adiós?
Parecía que la vieja no hubiese oído nunca esa palabra.
La voz del viejo vaciló.
—Claro que si insistes, Mildred, me quedaré.
—¡No! —La mujer se dominó y se sonó la nariz—: ¡Tú sientes lo que sientes y yo no puedo impedírtelo!
—¿Estás segura?
—El que está seguro eres tú, Willie —dijo ella—. Vete ahora. Llévate el abrigo: Las noches son frías.
—Pero…
La mujer corrió, le trajo el abrigo, le dio un beso en la mejilla y retrocedió rápidamente antes que pudiese alcanzarla.
El viejo se quedó allí, buscando palabras, mirando de soslayo el sillón junto al fuego. La mujer abrió la puerta de la calle.
—¿Llevas comida?
—No la necesito… —El viejo hizo una pausa—. Llevo un sándwich de jamón cocido en la valija. Uno, nada más. Pienso que no…
El viejo salió por la puerta y bajó las escaleras y tomó el sendero del bosque. De pronto se dio vuelta como para decir algo, pero cambió de idea, agitó la mano y se alejó.
—Bueno, Will —gritó la mujer—. No exageres. No camines demasiado la primera hora. Si te cansas, siéntate. Si tienes hambre, come. Y…
Pero aquí tuvo que interrumpirse y volverse y sacar el pañuelo.
Un momento después miró el sendero, y parecía que nadie hubiese pasado por allí en los últimos diez mil años. Tan desierto estaba que tuvo que entrar y cerrar la puerta.
Noche, las nueve, las nueve y cuarto, las estrellas brillantes, la luna redonda, las luces rosadas de las ventanas, las cometas de fuego en las chimeneas que suspiran calor. Bajo las chimeneas, ruido de marmitas y sartenes, cubiertos, fuego en el hogar, como un enorme gato de color anaranjado. En la cocina, el horno de hierro llameante, ollas que hierven, burbujean, fríen. Vapores y humos en el aire. De vez en cuando, la anciana se volvía y escuchaba con los ojos y la boca, el mundo fuera de la casa, fuera del fuego y la comida.
Las nueve y media, allá lejos un ruido sólido, entrecortado.
La anciana se enderezó y dejó la cuchara.
Afuera, otra vez, los golpes secos, sólidos a la luz de la luna. El ruido continuó durante tres o cuatro minutos, y la vieja se movió apenas, apretando los labios o los puños con cada nuevo golpe. Luego, la mujer se lanzó al fogón, a la mesa; revolviendo, vertiendo, levantando, llevando, ordenando.
En seguida se oyeron otros ruidos en la oscuridad, más allá de las ventanas. Un rumor de pasos lentos en él sendero, zapatos pesados en el porche.
La vieja se acercó a la puerta y esperó el llamado.
No se oyó nada.
La Vieja esperó un minuto.
Afuera en el porche un bulto se sacudía y se movía de un lado a otro, tímidamente.
Al fin la vieja suspiró y le gritó a la puerta.
—Will, ¿eres tú quien respira ahí?
Ninguna respuesta. Un silencio tímido en el porche.
La mujer abrió bruscamente la puerta.
El viejo estaba allí, con un increíble haz de leña en los brazos. La voz llegó desde detrás de la leña:
—Vi humo en la chimenea; pensé que quizá necesitarías leña.
La vieja se hizo a un lado. El viejo entró y puso la leña cuidadosamente junto al hogar, sin mirar a la mujer.
La vieja fue al porche y recogió la valija y entró; cerró la puerta.
Vio que él se había sentado a la mesa.
Revolvió la sopa que hervía en la cocina.
—¿El asado está en el horno? —preguntó el viejo lentamente.
La mujer abrió la puerta del horno. El vapor flotó en el cuarto envolviendo al viejo. El viejo cerró los ojos.
—¿Qué es ese otro olor?, —preguntó un momento después—. ¿El olor a quemado?
—La mujer esperó un momento, de espaldas, y dijo:
—National Geographics.
El viejo asintió lentamente, sin decir nada.
Luego la comida apareció sobre la mesa, caliente y trémula. Luego de un momento de silencio la vieja se sentó y miró a su marido, sacudió la cabeza, miró otra vez, y sacudió de nuevo la cabeza.
—¿Quieres pedir tú la bendición? —dijo.
—Tú —dijo el viejo.
Sentados en la habitación cálida junto al fuego brillante, inclinaron las cabezas y cerraron los ojos. La mujer sonrió y comenzó:
—Gracias, Señor…