¿Así que quieres conocer los cómos y los porqués de los irlandeses? ¿Qué los lleva por esos caminos últimos? Bueno, escucha entonces. Porque aunque sólo conocí a un irlandés en toda mi vida, lo conocí, sin pausa, durante ciento cuarenta y cuatro noches consecutivas. Acércate; quizá veas en él a toda esa raza que sale de las lluvias para perderse en las nieblas. Espera, ¡aquí vienen! Mira, ¡allá van!
Este irlandés se llamaba Nick.
Durante el otoño de 1953 escribí las primeras páginas de un guión cinematográfico, en Dublín, y todas las noches un coche de alquiler me llevaba a sesenta kilómetros de distancia del río Liffey hasta la casa de campo georgiana, inmensa y gris, donde mi productor-director salía a cazar con sus lebreles. Allí, durante el largo otoño, el invierno y las primeras noches de la primavera, discutimos mis ocho páginas de guión diario. Y luego, a medianoche, listo para volver al mar de Irlanda y al Royal Hibernian Hotel, despertaba a la operadora de la aldea de Kilcock y le pedía que llamara al lugar más cálido, aunque desprovisto de calefacción, de toda la ciudad.
—¿La taberna de Heber Finn? —gritaba yo, en seguida—. ¿Está Nick ahí? ¿Podría llamarlo, por favor?
Yo veía entonces, con los ojos de la mente, a los muchachos del lugar, alineados, espiando por encima de la barricada ese espejo manchado, tan parecido a un lago de invierno, y a ellos mismos ahogados y hundidos bajo el hielo maravilloso. En medio de toda esa baraúnda de secretos sigilosos, en una conmoción de bambalinas, se alzaba Nick, mi conductor aldeano, abundoso en silencio. Yo oía cantar a Heber Finn. Oía a Nick que se acercaba al teléfono y respondía:
—¡Míreme, iba hacia la puerta!
Me había enterado antes de que «iba hacia la puerta» no era un proceso aniquilador de nervios que pudiera herir la dignidad o destruir la delicada filigrana de cualquier discusión, tejida con grandiosa e irrespirable belleza en la taberna de Heber Finn. Era más bien una liberación gradual, una inclinación de la masa, de modo que la gravedad de uno fuese trasladada diplomáticamente a ese sector vacío de la taberna donde estaba la puerta, evitada por todos. Entretanto, había que ajustar, unir y clasificar una docena de tramas de conversación, para que a la mañana siguiente, con gritos roncos de reconocimiento, se descubrieran las pautas, y la lanzadera empezara a trabajar sin pausa alguna para respirar o para pensar.
Contando el tiempo, me imaginaba que la parte larga del viaje de Nick a medianoche —la longitud de la taberna de Heber Finn— llevaba una media hora. La parte corta —desde lo de Finn hasta la casa donde yo esperaba— llevaría sólo cinco minutos.
Esto ocurrió la noche antes de la primera noche de cuaresma. Llamé. Esperé.
Y por último, descendiendo por el bosque nocturno, se arrastró el Chevrolet 1931, color musgo arriba, como el propio Nick. Coche y conductor entraron en el jardín jadeando, suspirando, rechinando suavemente, dulcemente, fácilmente, y yo bajé los escalones bajo un cielo sin luna, pero brillante y estrellado.
Espié por la ventanilla la quieta oscuridad; el tablero del automóvil había estado muerto todos esos años.
—¿Nick…?
—El mismo —murmuró secretamente—. ¿No es una hermosa noche de verano?
La temperatura era de veinte grados. Pero Nick nunca había estado más cerca de Roma que en la línea costera del Tipperary; de modo que el clima era relativo.
—Una hermosa noche de verano.
Trepé al asiento delantero y di a la chirriante puerta un golpe absolutamente contundente, eliminador de herrumbre.
—Nick, ¿qué tal le ha ido?
—¡Ah! —Dejó que el automóvil se abriera paso por el camino del bosque—. Tengo salud. ¿No basta y sobra ahora que empieza la cuaresma?
—La cuaresma —murmuré—. ¿A qué renunciará para la cuaresma, Nick?
—He estado pensándolo. —Nick chupó súbitamente su cigarrillo; la máscara rosada y arrugada del rostro parpadeó apartándose del humo—. ¿Y por qué no estas cosas terribles que ve en mi boca? Caras como emplomaduras de oro, y venenos que congestionan los pulmones, eso son. Póngalo todo junto, súmelo, y tiene usted una buena pérdida a fin de año. De modo que no encontrará estas sucias criaturas en mi boca durante toda la cuaresma, y quizá tampoco después.
—Bravo —dije yo, que no soy fumador.
—Bravo, me digo a mí mismo —jadeó Nick, con un ojo lagrimeando por el humo.
—Buena suerte —dije.
—La necesitaré —murmuró Nick— para romper con los hábitos del pecado.
Y avanzamos firmemente, con cuidadosas oscilaciones de peso, a lo largo y en torno de una enmarañada concavidad y a través de una niebla y entramos en Dublín a cincuenta kilómetros por hora.
Ten paciencia conmigo si es que insisto: Nick era el conductor más cauteloso de todo el mundo de Dios, incluso de cualquier país sano, pequeño, tranquilo, productor de leche y manteca que nombres.
Nick, principalmente, se eleva inocente y beatífico por encima de esos automovilistas que encienden el pequeño conmutador llamado paranoia cada vez que se adhieren a sus asientos en Los Ángeles, México o París. Y también por encima de esos hombres ciegos que, abandonando tazones de estaño y bastones, aunque usando siempre sus anteojos oscuros de Hollywood, se ríen como dementes en la Vía Veneto, lanzando por las ventanillas de los coches de carrera el asbesto de los frenos, como serpentinas de carnaval. Considera las ruinas romanas; son seguramente los despojos dispersos y abandonados por esas nutrias motociclistas que pasan vociferando todas las noches bajo la ventana del hotel, por las oscuras alamedas, cristianos condenados al pozo de los leones del Coliseo.
Nick, ahora. Mírale las manos hábiles que acarician el volante en un movimiento circular, suave y silencioso como constelaciones invernales, una nieve que cae del cielo. Escucha esa voz que respira brumas, todo calma nocturna, mientras seduce al camino, y el pie benévolo que acaricia el acelerador susurrante, nunca un kilómetro menos de cincuenta, nunca cuatro por encima. Nick, Nick y su embarcación firme, atemperando un lago de dulce calma donde dormita el Tiempo. Mira, compara, y átate a ese hombre con hierbas del estío, regálalo con plata, estréchale cálidamente la mano al fin del viaje.
—Buenas noches, Nick —decía yo al llegar al hotel—. Hasta mañana.
—Si Dios quiere —murmuraba Nick.
Y se alejaba suavemente.
Dejemos pasar veintitrés horas de sueño, desayuno, almuerzo, comida, el gorro de dormir de la noche. Dejemos que las horas de escribir trasformando guiones malos en guiones buenos se desvanezcan en niebla de pantanos y lluvias, y aquí estoy otra vez, en otra medianoche, saliendo de la mansión georgiana, que arroja por la puerta una cálida hoguera de color mientras desciendo los escalones y palpo la neblina como un ciego, buscando el automóvil que me aguarda allí; oigo el henchido corazón asmático que jadea en el aire oscuro, y a Nick que tose su tos «el oro por onzas no es más precioso».
—¡Ah, aquí está usted, señor! —dijo Nick.
Y yo trepé al sociable asiento delantero y golpeé la portezuela.
—Nick —dije, sonriendo.
Y entonces ocurrió lo imposible. El coche salió disparado como de la boca ardiente de un cañón, rugió, brincó, se detuvo entre sacudidas, y se lanzó al camino, rebotando como una piedra, entre matorrales aplastados y sombras retorcidas. Yo me agarré las rodillas cuando mi cabeza chocó cuatro veces contra la capota del coche.
—¡Nick! —vociferé, casi—. ¡Nick!
Visiones de Los Ángeles, de México, de París, me asaltaban la mente. Observé con franca consternación el velocímetro. Ochenta, noventa, cien kilómetros; en un torbellino de arena saltamos al camino principal, nos bamboleamos sobre un puente, y nos deslizamos por la medianoche de las calles de Kilcock. A no menos de cien kilómetros, tan pronto dentro como fuera del pueblo, sentí que todo el pasto de Irlanda bajaba sus espigas cuando, con un grito, arremetimos una cuesta.
¡Nick!, pensé, y me volví, y allí estaba Nick, sentado, y sólo una cosa era la misma. En los labios le ardía un cigarrillo, haciéndole guiñar primero un ojo, después el otro.
Pero el resto de Nick, detrás del cigarrillo, había cambiado como si el Adversario en persona lo hubiese apretado y moldeado y horneado con mano tenebrosa. Allí estaba Nick, volteando el volante, a uno y otro lado; pasábamos furiosamente por debajo de andamios, cruzábamos túneles, y en las encrucijadas atropellábamos señales, que giraban como veletas en un remolino de viento.
La cara de Nick había perdido toda prudencia; la mirada no era ni dulce ni filosófica; la boca ni tolerante ni serena. Era una cara lavada y cruda, una papa escaldada, pelada; una cara como un faro deslumbrador que rastreaba con una mirada firme, insensata y enceguecedora, hacia adelante, mientras las manos rápidas reptaban y mordían y mordían la rueda para inclinarnos en las curvas y hacernos saltar de acantilado en acantilado, en medio de la noche.
No es Nick, pensé, es su hermano. O le ha ocurrido algo terrible, una pena o un golpe destructor, una desgracia o una enfermedad de familia, sí, esa es la respuesta.
Y entonces Nick habló, y la voz también le había cambiado. La blanda niebla de los pantanos, la turba húmeda, el fuego tibio dentro y fuera de la lluvia fría, el césped suave, se habían esfumado, habían desaparecido. La voz vibró; un clarín, una trompeta, puro hierro y estaño.
—¡Bueno, cómo le ha ido! —gritó Nick—. ¡Cómo le va! —aulló.
Y el automóvil, sí, también sufría esa violencia. Se resistía al cambio, sí, pues era un viejo y traqueteado artefacto que había dejado atrás los años buenos, y que ahora sólo quería pasearse, como un mendigo harapiento hacia el cielo y el mar, cuidándose los pulmones y los huesos. Pero Nick no lo tenía en cuenta, y manejaba la ruina como si se precipitase tronando al infierno, para calentarse allí las manos frías en alguna hoguera especial. Nick se inclinaba, y el auto se inclinaba dejando atrás unos gases lívidos como fuegos de artificio. El esqueleto de Nick, mi esqueleto, el esqueleto del auto, todos al mismo tiempo, nos sacudíamos, nos estremecíamos, y naufragábamos.
Un simple acto impidió que mi cordura fuese arrancada de raíz. Mis ojos, que buscaban la causa de esa fuga endemoniada, recorrieron al hombre —ardía allí como una sábana de vapor incendiado que venía de los Abismos— y descubrieron la clave.
—Nick —susurré—, es la primera noche de cuaresma.
—¿Y qué? —dijo Nick, sorprendido.
—Bueno —dije—, recuerdo su promesa. ¿Qué significa ese cigarrillo?
Durante un momento Nick no entendió.
Luego bajó los ojos, vio el humo danzante, y se encogió de hombros.
—Ah —dijo—, abandoné lo otro.
Y súbitamente todo se aclaró.
Las otras ciento cuarenta noches, a la puerta de la antigua casa georgiana, yo había aceptado de mi empleador una fuerte dosis de scotch o de bourbon, o de cualquier otra bebida semejante «contra el frío». Entonces, echando trigo de estío o cebada o avena o lo que fuese por la boca ardiente y chamuscada, yo había entrado en un automóvil donde estaba sentado un hombre que en esas largas noches, esperando que lo llamaran por teléfono, había vivido en la taberna de Heber Finn.
—¡Imbécil, pensé, cómo puedes haberte olvidado!
Y allí en Heber Finn’s, durante las largas horas de charla enlazada, que era como plantar y cosechar un jardín entre hombres ocupados, que contribuían con una semilla o una flor, y empuñaban las herramientas, las lenguas, y alzaban las copas coronadas de espuma, y acariciaban las queridas botellas, allí Nick había cultivado interiormente su propia ternura.
Y esa ternura se había destilado en una lluvia lenta que le empapaba las brasas de los nervios, y le apagaba en todos los miembros los fuegos de la soledad. Esas mismas lluvias le lavaban el rostro revelando las huellas de la marca de la prudencia, las líneas de Platón y de Esquilo. La ternura de la cosecha le coloreaba las mejillas, le atemperaba la mirada, le apaciguaba la voz con una neblina, y se le extendía por el pecho sosegándole los latidos del corazón en un delicado paso de danza. Le llovía fuera de los brazos para aflojarle la tensa mordedura de las manos en el volante tembloroso, y para sentarlo con gracia y comodidad en el asiento de crin de caballo cada vez que cruzábamos las nieblas que nos separaban de Dublín.
Yo llevaba la malta de mi propia lengua, y los vapores ardientes en la nariz, y no había descubierto en Nick el olor espirituoso.
—¡Ah! —repitió Nick—. Sí, abandoné lo otro.
La última pieza del rompecabezas cayó en su sitio.
Esta noche, primera noche de cuaresma.
Esta noche, por primera vez en todas las noches que habíamos viajado juntos, Nick estaba sobrio.
Todas aquellas ciento cuarenta noches, Nick no había sido un conductor cuidadoso sólo para que no me pasara nada, no, sino a causa del dulce peso de la ternura que lo inclinaba ya hacia este lado, ya hacia este otro, cada vez que tomábamos una curva cerrada y peligrosa.
Oh, ¿quién conoce en verdad a los irlandeses, digo yo y qué mitad es ellos? ¿Nick? ¿Quién es Nick? ¿Y qué es Nick? ¿Quién es el verdadero Nick, el que todos conocen?
¡No quiero ni pensarlo!
Para mí sólo hay un Nick. Aquél que modeló la propia Irlanda con clima y agua, siembras, cosechas, afrechos y maltas, licores, cazuelas, tabernas del color de los granos de estío que giran y danzan al compás en el viento, entre el trigo y la cebada, por la noche. Puedes oír ese susurro agradable, en el bosque, en el pantano, cuando pasas por allí. Ése es Nick hasta los dientes, los ojos y el corazón, hasta las manos cuidadosas. Si me preguntas por qué los irlandeses son como son, te señalaré el camino y te diré cómo se llega a la taberna de Heber Finn.
La primera noche de cuaresma, y antes que cuentes hasta nueve, llegamos a Dublín. Salgo del automóvil que jadea junto a la acera y me inclino para poner el dinero en la mano de Nick. Serio, suplicante, cordial, con toda la insistencia amistosa del mundo, miro el rostro salvaje y extraño, parecido a una antorcha, de ese hombre excelente.
—Nick —dije.
—¡Señor! —gritó Nick.
—Hágame un favor.
—¡Lo que usted quiera!
—Tome este dinero extra, y cómprese la botella más grande de musgo irlandés que pueda encontrar. Y antes de ir a buscarme mañana a la noche, Nick, bébasela, bébasela toda. ¿Lo hará, Nick? ¿Me lo promete, me lo jura?
Nick reflexionó, y el solo pensamiento bastó para humedecerle el ardor ruinoso del rostro.
—Me hace las cosas terriblemente difíciles —dijo.
Yo le cerré los dedos sobre el dinero. Al fin, Nick se lo puso en el bolsillo y miró en silencio hacia adelante.
—Buenas noches, Nick —dije—. Hasta mañana.
—Si Dios quiere —dijo Nick.