El paquete llegó en el último correo de la tarde. El señor Andrew Lemon lo sacudió, oyó el susurro de una tarántula peluda, y adivinó qué había adentro.
Tardó un tiempo en armarse de coraje, deshacer el envoltorio con dedos temblorosos, y retirar la tapa de la caja blanca de cartón.
El objeto peludo descansaba sobre un níveo lecho de tela, impersonal como los resortes de crin de caballo que rellenan un viejo sofá. El señor Lemon rió entre dientes.
—Los indios que vinieron y pasaron, dejaron detrás este resto de una matanza como un signo, una advertencia. Bueno. Adelante.
Se puso la reluciente peluca negra sobre el cráneo desnudo. Tironeó de una punta como alguien que se toca la gorra para saludar a los transeúntes.
La peluca se adaptaba de un modo perfecto, cubriendo el orificio redondo como una moneda que le desfiguraba la parte superior de la frente. El señor Lemon contempló al desconocido en el espejo y gritó, deleitado:
—Eh, tú, ¿quién eres? Tu rostro me es familiar, pero, diantre, si pasara a tu lado en la calle seguiría de largo sin volver a mirarte. ¿Por qué? Porque ha desaparecido. El maldito agujero está tapado, nadie sospecharía que alguna vez estuvo allí. Feliz Año Nuevo, hombre, eso es, ¡Feliz Año Nuevo!
Dio una y otra vuelta por la casa, sonriendo, deseando hacer algo, pero sin decidirse a abrir la puerta y sorprender al mundo. Caminó frente al espejo, echando miradas de soslayo a alguien que pasaba por allí y meneando la cabeza. Luego se sentó en la mecedora y se meció, sonriendo, y trató de mirar un par de ejemplares del Semanario del Oeste Salvaje y después la Revista de Cinelandia. Pero no podía evitar que la mano derecha le subiera a la cara, trémula, y palpase el borde de ese rizado junco nuevo por encima de las orejas.
—¡Permíteme que te invite con un trago, muchacho!
Abrió un armarito blanco, manchado por las moscas, y bebió tres sorbos de una botella. Lagrimeando, iba a cortarse un trozo de tabaco y de pronto se detuvo y escuchó.
Afuera, en el pasillo oscuro, se oyó el sonido de un ratón campesino que avanzaba suavemente, levemente, por la alfombra deshilachada.
—¡La señorita Fremwell! —le dijo al espejo.
En seguida, la peluca dejó la cabeza y se metió otra vez en la caja de cartón como un animal asustado. El señor Lemon puso rápidamente la tapa, sudando frío. Escuchó estremeciéndose el ruido que hacía la mujer, como una brisa de verano.
Se acercó en puntas de pie a una puerta clausurada e inclinó la cabeza desnuda, y ahora furiosamente roja. Oyó que la señorita Fremwell abría la puerta del cuarto de ella y la cerraba otra vez y se movía delicadamente con débiles tintineos de porcelana y de platería, girando como una calesita mientras preparaba la comida. El señor Lemon se apartó de la puerta aherrojada, cerrada con pasador y llave, y asegurada con clavos de acero de diez centímetros. Recordó las noches en que se había estremecido en la cama, creyendo oír a la señorita Fremwell que arrancaba silenciosamente los clavos, sacaba los cerrojos y levantaba el pasador… Y como siempre, había tardado mucho en dormirse.
La señorita Fremwell se afanaría aún en la habitación durante cerca de una hora. Caería la noche. Las estrellas saldrían y brillarían en el cielo y él iría entonces a golpearle la puerta y a preguntarle si quería sentarse con él en el porche o dar un paseo por el parque. Entonces, para que la señorita Fremwell pudiese saber algo de ese tercer ojo ciego, de mirada fija, que él tenía en la cabeza, hubiera tenido que tocarlo como en un movimiento de Braille. Pero los deditos blancos nunca se habían movido a menos de mil kilómetros de aquella cicatriz que no era para ella más que, bueno, una picadura de viruela a la luz del plenilunio. Los pies del señor Lemon rozaron un ejemplar de Maravillosas Historias Científicas. Resopló. Si ella pensaba una vez en esa cabeza estropeada —escribía canciones y poemas, de vez en cuando, ¿no?— imaginaría quizá que un tiempo atrás había caído un meteoro y lo había golpeado y se había desvanecido allí, donde no había arbustos ni árboles, donde todo era blanco, encima de los ojos. Resopló de nuevo y sacudió la cabeza. Quizá, quizá. Pero, de cualquier modo, él iría a verla sólo cuando se pusiera el sol.
Esperó otra hora, escupiendo de vez en cuando por la ventana a la calurosa noche de verano.
—Ocho y media. Ya está.
Abrió la puerta del vestíbulo y se detuvo un momento a mirar la hermosa peluca nueva escondida en la caja. No, todavía no se atrevía a ponérsela.
Avanzó por el vestíbulo hacia la puerta de la señorita Naomi Fremwell, una puerta de construcción tan frágil que parecía latir junto con el corazoncito del otro lado.
—Señorita Fremwell —murmuró.
El señor Lemon ahuecó las manazas deseando tener ahí a la señorita Fremwell, como una avecilla blanca. Pero en seguida, al enjugarse la súbita traspiración de la frente, encontró otra vez el pozo, y sólo en un último y breve momento se salvó de caer, gritando. Extendió la mano para cubrir ese vacío. Luego de mantener la mano fuertemente apretada contra el agujero, un rato, tuvo miedo de levantarla.
Algo había cambiado. No caería allí, pero temía ahora que algo terrible, algo secreto, algo íntimo pudiese salir de allí a borbotones y ahogarlo.
Pasó la mano libre por la puerta, perturbando poco más que unas partículas de polvo.
—¿Señorita Fremwell?
Miró, por debajo de la puerta, si había demasiadas luces encendidas que pudieran golpearlo cuando ella abriese. La avalancha de esa luz podía bastar para sacarle la mano de la cara, descubriéndole la herida profunda. ¿Y ella no le espiaría la vida por ahí, como por el agujero de una cerradura?
Bajo la puerta, la luz era pálida.
El señor Lemon cerró el puño y golpeó suavemente, tres veces, la puerta de la señorita Fremwell.
La puerta se abrió retrocediendo lentamente.
Más tarde, en el porche, acomodando y reacomodando las piernas insensibles, traspirando, el señor Lemon pensaba cómo podría preguntarle a la señorita Fremwell si quería casarse con él. Cuando la luna brilló en lo alto, el agujero parecía la sombra de una hoja sobre la frente. Si se mantenía de perfil, el cráter no se vería; estaba oculto, del otro lado del mundo. Sin embargo, de ese modo, le parecía que sólo disponía de la mitad de las palabras y se sentía sólo la mitad de un hombre.
—Señorita Fremwell —logró decir al fin.
Ella lo miró como si no alcanzase a verlo del todo.
—¿Sí?
—Señorita Naomi, no creo que usted me haya mirado de veras, últimamente.
Ella aguardaba. El señor Lemon prosiguió:
—Yo la he mirado a usted. Bueno, sería mejor que se lo dijese directamente y me lo sacara de encima. Hemos venido a sentarnos en este porche durante muchos meses. Quiero decir que nos conocemos desde hace tiempo. Claro que usted es por lo menos quince años menor que yo, ¿pero a quién le haríamos daño si nos comprometiésemos, eh?
La señorita Fremwell era muy cortés.
—Muchas gracias, señor Lemon —dijo apresuradamente—. Pero yo…
—Oh, ya sé —dijo el señor Lemon, abriéndose paso con las palabras—. ¡Ya sé! ¡Es mi cabeza, es siempre esta maldita cosa que tengo en la cabeza!
La señorita Fremwell miró al señor Lemon, de perfil en la luz incierta.
—Oh, no, señor Lemon, yo no diría eso, no creo que sea eso de ninguna manera. Me ha intrigado un poco, sin duda, pero no creo que pueda ser un inconveniente, en ningún sentido. Una amiga mía, una amiga muy querida, se casó, recuerdo, con un hombre que tenía una pierna de palo. Me dijo que al cabo de cierto tiempo ni siquiera recordaba que la tenía.
—Es siempre este maldito agujero —gimió amargamente el señor Lemon. Sacó el tabaco del bolsillo y lo miró como si fuera a morderlo, decidió que no, y lo guardó otra vez. Cerró los puños y se los miró sombríamente, como si fuesen dos peñascos—. Bueno, se lo voy a contar, señorita Naomi. Le contaré cómo ocurrió.
—No tiene por qué hacerlo si no quiere.
—Estuve casado tiempo atrás, señorita Naomi. Sí, estuve casado, maldición. Y un día mi mujer tomó un martillo y me golpeó directamente en la cabeza.
La señorita Fremwell jadeó, como si ella misma hubiera recibido el golpe.
El señor Lemon alzó un puño cerrado al aire caliente.
—Sí, señorita, me dio directamente un martillazo, así fue. Y le diré, el mundo estalló en mí. Se me vino todo encima. Fue como si la casa se hubiese desmoronado de pronto. Ese pequeño martillo me enterró, me enterró. ¿Y el dolor? ¡Indescriptible!
La señorita Fremwell se recogió en sí misma. Cerró los ojos y pensó, mordiéndose los labios. Luego dijo: —¡Oh, pobre señor Lemon!
—¡Tan tranquilamente! —dijo el señor Lemon, perplejo—. Estaba de pie junto a la cama, y yo estaba acostado, y era un martes por la tarde a eso de las dos y ella dijo: «¡Andrew, despierta!» y yo abrí los ojos y la miré y entonces ella me dio el martillazo. ¡Oh, Señor!
—Pero ¿por qué? —preguntó la señorita Fremwell.
—Sin ninguna razón, sin ninguna razón. Oh, ¡qué mujer infame!
—Pero ¿por qué lo hizo? —dijo la señorita Naomi Fremwell.
—Ya se lo dije: sin ninguna razón.
—¿Estaba loca?
—Me imagino que sí. Oh, claro que estaba loca.
—¿Llevó usted el asunto a la justicia?
—Bueno, no, no. Al fin y al cabo, ella no sabía lo que hacía.
—¿Y usted se desmayó?
El señor Lemon hizo una pausa, y entonces el recuerdo se le presentó nítidamente.
—No, recuerdo que me puse de pie. Me quedé de pie y le dije: «¿Qué hiciste?» y me tambaleé hacia ella. Había un espejo. Me vi el agujero en la cabeza, hondo, y la sangre que salía. Yo parecía un indio. Y mi mujer allí, como si tal cosa. Y por último gritó tres veces y arrojó el martillo al suelo y escapó por la puerta.
—¿Y usted entonces se desmayó?
—No, no me desmayé. Salí a la calle de algún modo y le murmuré a alguien que necesitaba un médico. Subí a un ómnibus, piénselo, a un ómnibus. ¡Y pagué mi boleto! Y pedí que me dejasen en la casa de un médico, en el centro de la ciudad. Todo el inundo gritaba, se lo aseguro. Me sentí un poco débil, entonces, y recuerdo que después de eso el doctor me trabajó en la cabeza, y me limpió como un dedal nuevo, como una boca de tonel…
El señor Lemon se llevó la mano a la frente, y los dedos se cernieron sobre el agujero como una lengua delicada se cierne sobre la zona vacía donde en otro tiempo creció un diente hermoso.
—Un buen trabajo. El doctor no me sacaba los ojos de encima, como si yo fuera a caerme muerto en cualquier momento.
—¿Cuánto tiempo estuvo en el hospital?
—Dos días. Después me levanté y salí, sin sentirme mejor ni peor. Mi mujer, descubrí, había recogido sus bártulos y había puesto pies en polvorosa.
—¡Oh, Dios santo, Dios santo! —dijo la señorita Fremwell recobrando el aliento—. El corazón me late como una batidora. Puedo oírlo y sentirlo, y verlo todo, señor Lemon. ¿Por qué, por qué, oh, por qué lo hizo?
—Ya se lo dije, sin ninguna razón. Le dio por ahí, y nada más.
—Pero habrán discutido…
La sangre se agolpó en las mejillas del señor Lemon. Sentía que el agujero de la cabeza le resplandecía como un cráter en erupción.
—No discutimos. Yo estaba recostado, pacíficamente. Me gusta recostarme, sacarme los zapatos, con la camisa desprendida, por las tardes.
—¿No había… otra mujer?
—No, nunca, ninguna.
—¿No bebía?
—Un poquito, de cuando en cuando.
—¿Jugaba?
—¡No, no, no!
—Pero un agujero en la cabeza así porque sí, señor Lemon. Dios, Dios santo. ¡Y por nada!
—Ustedes las mujeres son todas iguales. En seguida se imaginan lo peor. Le digo que no hubo ninguna razón. Era aficionada a los martillos, nada más.
—¿Qué dijo antes de golpearlo?
—Sólo «Despiértate, Andrew».
—No, antes de eso.
—Nada. Nada, durante media hora, o una hora, por lo menos. Oh, me pidió que fuese a comprar no sé qué, pero le dije que hacía mucho calor. Yo quería descansar, no me sentía del todo bien. Ella no se daba cuenta de cómo me sentía. Se enfureció, seguramente, y no pensó en otra cosa durante una hora, y luego tomó el martillo y vino y perdió los estribos. Quizá la trastornó el calor, también.
La señorita Fremwell se reclinó pensativa, a la sombra del porche, y alzó las cejas.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?
—Un año. Recuerdo que nos casamos en julio, cuando yo caí enfermo.
—¿Enfermo?
—No era un hombre sano. Trabajaba en un garaje. Entonces empecé a tener esos dolores de espalda que no me permitían trabajar, y tenía que recostarme por las tardes. Ellie, bueno, ella trabajaba en el First National Bank.
—Ya veo —dijo la señorita Fremwell.
—¿Qué?
—Nada.
—Soy un hombre sencillo. No hablo mucho. Soy sencillo y tranquilo. No gasto dinero, soy económico. Hasta Ellie lo reconocía. No discuto. Bueno, a veces Ellie me hablaba y me hablaba, como si arrojase una pelota contra una pared, pero yo no contestaba. Me quedaba callado. Lo tomaba con calma. ¿Para qué sirve remover constantemente las cosas, hablar y hablar siempre, no le parece?
La señorita Fremwell miró la frente del señor Lemon a la luz de la luna. Se le movieron los labios, pero el señor Lemon no pudo oír lo que ella decía.
De pronto la señorita Fremwell se enderezó y aspiró profundamente, y parpadeando, sorprendida, miró el mundo más allá del porche. Los ruidos del tránsito llegaban ahora hasta el porche, como recién sintonizados; durante largo rato habían sido tan débiles. La señorita Fremwell aspiró y espiró profundamente.
—Como usted dice, señor Lemon, discutiendo no se llega a ninguna parte.
—¡Claro! —dijo el señor Lemon—. Soy un hombre tranquilo, le digo…
Pero la señorita Fremwell tenía los ojos cerrados, y una expresión rara en la boca. El señor Lemon se dio cuenta y la miró con atención.
Un viento nocturno movía el vestido de verano de la señorita Fremwell y las mangas de la camisa del señor Lemon.
—Es tarde —dijo la señorita Fremwell.
—¡Apenas las nueve!
—Tengo que levantarme temprano mañana.
—Pero todavía no me contestó, señorita Fremwell.
—¿No le contesté? —La señorita Fremwell parpadeó—. Oh, oh.
Se levantó de la mecedora. Buscó a tientas en la oscuridad el picaporte de la puerta de alambre.
—Bueno, señor Lemon, déjeme que lo piense.
—Oh, eso es justo —dijo el señor Lemon—. ¿Para qué discutir, no es cierto?
La puerta se cerró. El señor Lemon oyó que ella avanzaba por el pasillo oscuro y caluroso. Jadeó, palpándose el tercer ojo, el ojo que no veía.
Sentía ahora una desdicha sorda en el interior del pecho, como una enfermedad nacida de un exceso de charla. Y entonces pensó en la caja blanca, cerrada y nueva, que lo esperaba en el cuarto, y se animó. Abrió la puerta de alambre, y avanzó por el pasillo silencioso. Entró en el cuarto, y resbaló tropezando con un ejemplar de Historias Románticas de la Vida Real. Encendió nerviosamente la luz, sonriendo, abrió torpemente la caja y sacó la peluca. Se detuvo frente al espejo brillante y siguiendo las instrucciones trabajó con las cintas, y rizó la peluca por aquí, y la pegó por allá y la acomodó de nuevo y la peinó cuidadosamente. Salió del cuarto y fue por el pasillo hasta la puerta de la señorita Fremwell.
—¿Señorita Naomi? —llamó, sonriendo.
La luz se apagó debajo de la puerta.
El señor Lemon se quedó mirando la cerradura oscura, incrédulo.
—Oh, ¿señorita Naomi? —repitió, rápidamente.
Nada ocurrió en el cuarto. Al cabo de un momento, el señor Lemon probó el picaporte. El picaporte se resistió. Oyó que la señorita Fremwell suspiraba, y decía algo. Luego unos pies ligeros se acercaron a la puerta. La luz se encendió.
—¿Sí? —dijo la señorita Fremwell detrás de la puerta.
—Mire, señorita Naomi —suplicó el señor Lemon—. Abra la puerta. Mire.
El cerrojo se descorrió. La señorita Fremwell abrió la puerta, unos pocos centímetros. Un ojo miró fijamente al señor Lemon.
—Mire —anunció el señor Lemon con orgullo, y se ajustó la peluca cubriendo decididamente el cráter profundo.
Se imaginó mirándose en el espejo del escritorio y se sintió complacido.
—Mire, señorita Fremwell, mire esto.
La señorita Fremwell abrió un poco más la puerta y miró. En seguida la cerró rápidamente y echó el cerrojo. Desde el otro lado del panel la señorita Fremwell habló Con una voz opaca.
—Todavía veo el agujero, señor Lemon —dijo.