El señor William Finch estuvo tres días, mañana y tarde, en la bohardilla ventosa y oscura. Durante tres días, a fines de noviembre, estuvo allí sintiendo cómo los copos blancos del Tiempo caían del cielo infinito y acerado, unos copos blandos, silenciosos, que emplumaban el tejado y empolvaban los aleros. Allí estuvo tres días con los ojos cerrados. La bohardilla, anegada por mares de viento en los largos días sin sol, se desentumecía los huesos y se sacudía los polvos antiguos de las vigas y la urdimbre de los listones. Había suspiros y tormentos, que dolían alrededor, mientras el señor Finch aspiraba los exquisitos perfumes secos y palpaba los antiguos legados. Ah, ah.
Escuchando abajo, su mujer, Cora, no lo oía caminar, ni moverse, ni estremecerse. Se imaginaba que sólo oía cómo respiraba, aspirando y espirando lentamente, parecido a un fuelle polvoriento, allá arriba, en el altillo solitario, en lo alto de la casa sacudida por el viento.
—Ridículo —murmuró.
Cuando el señor Finch bajó deprisa a la hora del almuerzo, la tercera tarde, les sonrió a las paredes inhóspitas, a los platos resquebrajados, a la platería rayada, y hasta le sonrió a su mujer.
—¿Por qué tanto entusiasmo? —preguntó Cora.
—Buen humor, nada más. Un humor excelente —rió el señor Finch.
Parecía casi histérico de alegría. Estaba hirviendo en un gran fermento cálido que, evidentemente, le era difícil de ocultar. Cora frunció el ceño.
—¿Qué es ese olor?
—¿Olor, olor, olor?
—Zarzaparrilla —dijo Cora con aire suspicaz—. ¡Eso es!
—¡Oh, Imposible!
La histérica felicidad del señor Finch cesó bruscamente, como si su mujer la hubiese apagado. Parecía aturdido, turbado, y de pronto muy cauteloso.
—¿Adónde fuiste esta mañana? —Preguntó Cora.
—Sabes que estuve limpiando la buhardilla…
—Holgazaneando en medio de un montón de basura. No oí ningún ruido. Pensé que ni siquiera estabas en la bohardilla. ¿Qué es eso?
Cora señaló con el dedo.
—Bueno, ¿cómo fueron a parar ahí? —le preguntó el señor Finch al mundo.
Se miró de soslayo el par de broches negros de metal para ciclistas que le sujetaban los pantalones a los tobillos huesudos.
—Los encontré en la bohardilla —se contestó a sí mismo—. ¿Recuerdas Cora, cuando paseábamos en tándem por el sendero de grava, todas las mañanas, hace cuarenta años, y el mundo era nuevo y maravilloso?
—Si no terminas hoy con la bohardilla yo misma subiré y revolveré todo.
—Oh, no —exclamó el señor Finch—. La he ordenado a mi gusto.
—La mujer lo miró fríamente.
—Cora —dijo el señor Finch mientras almorzaba, más tranquilo, entusiasmándose otra vez— ¿sabes qué son las bohardillas? Son Máquinas del Tiempo y ahí dentro los viejos tontos como yo pueden retroceder cuarenta años hasta una época en la que era siempre verano y los niños asaltaban el carro del hielo. ¿Recuerdas el sabor? Tú lo guardabas en el pañuelo. Era como chupar al mismo tiempo el sabor del lino y de la nieve.
Cora se impacientaba.
No es imposible, pensó el señor Finch, entornando los ojos, tratando de verlo y de modelarlo. Piensa en una bohardilla. La atmósfera misma es ahí el Tiempo. Hay ahí otros años, capullos, crisálidas de otra época. Todos los cajones son ataúdes pequeños donde esperan miles de pasados. Oh, es un sitio oscuro, amable, donde hay mucho Tiempo, y si uno se queda de pie en el centro mismo de la bohardilla, alto y erguido, y mira a todos lados y piensa y piensa, y huele el pasado, y extiende las manos para explorar los días de antes, bueno, entonces…
El señor Finch se detuvo, advirtiendo que había hablado en voz alta. Cora comía rápidamente.
—Bueno, ¿no sería interesante poder viajar en el tiempo? —preguntó el señor Finch—. ¿Y qué sitio más lógico, más adecuado que una bohardilla como la nuestra?
—No siempre era verano antes —dijo Cora—. Te engaña la memoria. Recuerdas las cosas buenas y olvidas las malas. No siempre era verano.
—Sí, Cora, metafóricamente hablando sí.
—No.
—Lo que quiero decir es esto —susurró el señor Finch excitado, inclinándose hacia delante para ver mejor la imagen que él mismo dibujaba ahora en la pared desnuda—. Si viajaras cuidadosamente en tu uniciclo entre los años, balanceándote, extendiendo las manos muy cuidadosamente, si viajaras de un año a otro y pasaras una semana en 1909, un día en 1900, un mes o quince días en otra parte, 1905, 1898, vivirías en verano el resto de tu vida.
—¿Uniciclo?
—Bueno, sabes, una de esas bicicletas altas, cromadas, de una sola rueda, y de un solo asiento, que los equilibristas montan en los circos, haciendo juegos malabares. Equilibrio, se necesita verdadero equilibrio para no caerse y mantener volando en el aire los objetos brillantes y hermosos, cada vez más arriba; una luz, un resplandor, una chispa, una bomba de colores brillantes: rojo, amarillo, azul, verde, blanco, oro; todos los junios, julios y agostos que hubo alguna vez, todos en el aire, a tu alrededor, al mismo tiempo, rozándote apenas las manos, volando, suspendidos, y tú, sonriente, entre ellos. Equilibrio, Cora, equilibrio.
—Bla —dijo Cora—, bla, bla. —Y luego—: ¡Bla!
El señor Finch trepó a la bohardilla por la fría y larga escalera, tiritando.
Había noches de invierno en que despertaba con porcelana en los huesos, y un carillón helado le soplaba entonces en los oídos, y la escarcha le traspasaba los nervios con una luz hosca de bengalas frías que estallaban y caían en nieves llameantes sobre una tierra silenciosa en los abismos del subconsciente. Tenía frío, frío, frío, y necesitaba docenas de veranos interminables, con antorchas verdes y soles de bronce, para librarse de la vaina invernal. Era un enorme e insípido bloque de hielo quebradizo, un hombre de nieve que se metía en cama noche tras noche, rebosando de sueños de confetti, volutas de cristal, y ráfagas. Y allá afuera, el invierno eterno, la prensa plomiza del cielo que descendía y maceraba a los hombres como si fuesen uvas, y les estrujaba el color, el sentido y el ser, a todos, excepto a los niños que volaban en patines y trineos a lo largo de colinas espejeantes donde se reflejaba el pesado escudo de hierro, suspendido sobre la ciudad todos los días, todas las eternas noches.
El señor Finch levantó la puerta-trampa de la bohardilla. Pero aquí, aquí. Un polvo de verano flotó en el aire. El polvo de la bohardilla hervía lentamente en el calor de otras estaciones. El señor Finch cerró la puerta-trampa lentamente, sonriendo.
La bohardilla silenciosa parecía una nube gris antes de la tormenta. De cuando en cuando Cora Finch oía a su marido que murmuraba, murmuraba, allá arriba.
A las cinco de la tarde, cantando La isla de los sueños de oro, el señor Finch golpeó brevemente la puerta de la cocina con el ala de un sombrero de paja.
—¡Buuu!
—¿Dormiste toda la tarde? —dijo su mujer—. Te llamé cuatro veces y no respondiste.
—¿Si dormí? —El señor Finch pensó un instante y se echó a reír. Luego, rápidamente, se llevó la mano a la boca—. Bueno, sospecho que sí.
De pronto Cora lo vio.
—Dios santo —dijo—, ¿de dónde sacaste esa chaqueta?
El señor Finch llevaba una chaqueta roja, rayada como un caramelo, un cuello alto, blanco y sofocante, y pantalones color crema, y se abanicaba con el sombrero de paja, que olía como un manojo de heno fresco.
—Lo encontré en un viejo baúl.
Cora olió.
—No huele a naftalina. Parece todo nuevo.
—¡Oh, no! —respondió rápidamente el señor Finch, turbado y tieso.
—La bohardilla no es una tienda de ropas de verano —dijo Cora, mirando la chaqueta.
—¿No puede uno divertirse un poco?
—Eso hiciste siempre. —Cora cerró bruscamente la puerta del horno—. Mientras yo me quedaba en casa, tejiendo, tú, Dios lo sabe, bajabas a la tienda a servir a las damas, adentro y afuera.
El señor Finch se resistía a enfadarse.
—Cora. —Clavó los ojos en el crujiente sombrero de paja—. ¿No sería hermoso dar un paseo de domingo, como hacíamos en otro tiempo, tú con la sombrilla de seda y el vestido largo y susurrante, y sentarnos luego en las sillas de patas de hierro del mostrador de la heladería y que todo tuviese el mismo olor? ¿Por qué la heladería no huele ya como antes? Y pedir dos zarzaparrillas para nosotros, Cora, y luego ir en nuestro Ford 1910 hasta el muelle de Hannahan a comer en un palco y escuchar la banda. ¿Qué te parece?
—La comida está lista. Quítate ese uniforme horrible.
—Si pudieses pasear otra vez por aquellas avenidas de robles, como antes, cuando aún no había autos, ¿no lo harías, Cora? —insistió el señor Finch, observándola.
—Aquellas avenidas eran sucias. Cuando llegábamos a casa parecíamos africanos. Como quiera que sea —Cora tomó un azucarero y lo sacudió—, esta mañana tenía aquí cuarenta dólares. Ahora han desaparecido. No me digas que pediste estas ropas en una tienda de trajes de disfraz. Son nuevas. ¡No salieron de ningún baúl!
—Yo… —dijo el señor Finch.
Cora rezongó durante media hora, pero el señor Finch no replicó. El viento de noviembre sacudía la casa, y mientras Cora hablaba las nieves invernales cayeron otra vez en el cielo frío y acerado.
—Contéstame —gritó Cora al fin—. ¿Estás loco, gastando así nuestro dinero en ropas que no puedes usar?
—La bohardilla… —empezó a decir el señor Finch.
Cora salió de la cocina y se sentó en la sala.
La nieve caía ahora rápidamente. La noche de noviembre era oscura y fría. Cora oyó que el señor Finch subía por la escalera, lentamente, hacia la bohardilla, hacia ese polvoriento lugar de otros años, a ese lugar sombrío de trajes y refugios y Tiempo, hacia ese mundo apartado del mundo de abajo.
Cerró la puerta-trampa. Encendió la linterna, diciéndose que no necesitaba otra compañía. Sí, allí, comprimido en una flor japonesa de papel, estaba todo el tiempo. La memoria lo rozaría apenas y todo se desplegaría en el agua clara de la mente, en capullos hermosos, en brisas primaverales, de tamaño mayor que el natural. Si abría los cajones del escritorio, encontraría tías y primas y abuelas, armiñadas en polvo. Sí, aquí estaba el Tiempo. Se lo sentía respirar, un reloj atmosférico en lugar de un reloj mecánico.
Ahora la casa, abajo, era tan remota como un día del pasado. El señor Finch entornó los ojos y miró y miró a un lado y a otro de la expectante bohardilla.
Allí, en la araña de caireles, había arcos iris y mañanas y mediodías tan claros como ríos nuevos que fluían retrocediendo interminablemente en el tiempo. La linterna los iluminaba y los animaba, los arcos iris saltaban doblando y coloreando las sombras, y los colores eran como ciruelas y frutillas y uvas, como limones abiertos y como el color del cielo cuando las nubes retroceden después de la tormenta y se ve que el azul estaba allí. Y el polvo de la bohardilla era incienso que ardía incesantemente. Bastaba que uno escudriñara las llamas. Era en verdad una gran Máquina del Tiempo esta bohardilla, el señor Finch lo sabía, lo sentía, estaba seguro, y si rozaba aquí los caireles, más allá los picaportes, si tironeaba de las campanillas, de los cristales tintineantes, si removía el polvo y hacía saltar las cerraduras de los baúles y arrancaba ráfagas de voz humana a los fuelles del viejo hogar hasta que le lanzaran a los ojos el hollín de mil hogueras de antes, si tañía realmente ese instrumento, esa máquina cálida de innumerables partes, si encerraba en un inmenso abrazo todas las piezas, las palancas, los engranajes y las ruedas, entonces, entonces, ¡entonces!
Extendió las manos para orquestar, para conducir, para dibujar figuras en el aire. Tenía música en la cabeza, en la boca cerrada, y tocaba la gran máquina, el órgano tempestuosamente silencioso, bajo, tenor, soprano, barítono, alto, y por último, por último, un acorde que lo estremeció y lo obligó a cerrar los ojos.
A eso de las nueve de la noche Cora oyó que su marido la llamaba.
—¡Cora!
Cora subió al piso alto. El señor Finch asomaba la cabeza y le sonreía. Agitó el sombrero.
—Adiós, Cora.
—¿Qué quieres decir? —gritó Cora.
—Lo estuve pensando tres días y te digo adiós.
—¡Baja de ahí, imbécil!
—Ayer saqué quinientos dólares del banco. Lo pensé mucho. Y luego, cuando ocurrió… Bueno…
Tendió hacia abajo una mano ansiosa.
—Por última vez, Cora, ¿quieres venir conmigo?
—¿A la bohardilla? Alcánzame la escala, William Finch. Subiré y te echaré de ese lugar mugriento.
—Me voy al muelle de Hannahan a comer una cazuela de mariscos —dijo el señor Finch—. Y le pediré a la banda que toque Claro de luna en la bahía. Oh, Cora, ven…
Movió la mano extendida.
Cora seguía mirando el rostro amable, expectante.
—Adiós —dijo el señor Finch.
Agitó la mano, dulce, dulcemente. Luego el rostro del señor Finch desapareció, y el sombrero de paja desapareció.
—William —gritó Cora.
La bohardilla estaba oscura y silenciosa.
Chillando, Cora corrió y buscó una silla y trepó gimiendo a la musgosa oscuridad. Encendió una linterna.
—¡William! ¡William!
Los sombríos ámbitos estaban desiertos. Un viento invernal sacudía la casa.
Cora vio entonces la ventana que miraba al oeste, entreabierta…
Se acercó a tientas. Vaciló, contuvo el aliento. Luego, lentamente, la abrió. La escala colgaba fuera de la ventana y descendía hasta el tejado de un porche.
Cora se apartó bruscamente de la ventana.
Afuera resplandecía el follaje claro de los manzanos, caía la tarde de un día de estío, en el mes de julio. A lo lejos, débilmente, se oía explosiones y fuegos de artificio y risas y voces distantes. Los cohetes estallaban en el aire cálido, suavemente, rojos, blancos, azules, y se desvanecían.
Cora cerró bruscamente la ventana y se tambaleó.
—¡William!
La luz invernal de noviembre se filtraba en la bohardilla por la puerta-trampa desde el descanso. Inclinándose hacia adelante, Cora vio la nieve que susurraba contra los vidrios claros y fríos, allá abajo, en ese mundo de noviembre donde tendría que pasar los treinta años próximos.
No se acercó otra vez a la ventana. Se sentó a solas en la bohardilla oscura, oliendo el único olor que no se disipaba, que permanecía en el aire, como un suspiro de satisfacción. Cora aspiró larga, largamente.
El viejo, el familiar, el inolvidable aroma del refresco de zarzaparrilla.