—¿Tienes un chelín para el contador de la calefacción? —dijo Jane.
La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social. Vestimenta elegante, limpieza inmaculada y modales perfectos contribuyen a lograr la seguridad en una misma.
—¿Me cambias un chelín por dos monedas de seis peniques?
—No tengo nada suelto. Pero Anne tiene una llave que sirve para abrir los contadores.
—Anne, ¿estás en tu cuarto? ¿Qué tal si me dejas esa llave?
—Si todas empezamos a usarla, nos van a pescar.
—Solo esta vez. Es para mis labores intelectuales.
Ora duerme el pétalo carmesí, ora el blanco.
Selina estaba sentada, aún desvestida, al borde de la cama de Nicholas. Le estaba mirando de reojo con las pestañas entornadas, su modo de dominar una situación que la podría haber puesto en una posición de inferioridad.
—¿Cómo soportas vivir en este sitio? —le dijo.
—Es solo hasta que encuentre un piso —contestó él.
Nicholas, a decir verdad, estaba bastante contento en su habitación de alquiler. Con la temeraria ambición de un visionario, había transformado su pasión por Selina en un deseo de que ella también reconociera y aprovechara los fundamentos de la pobreza en su propia vida. La amaba tanto como amaba su país natal. Hubiera querido transformar a Selina en una sociedad ideal personificada en su osamenta, y que sus bellos huesos obedecieran a su cabeza y su mente como hombres y mujeres inteligentes, dotados del mismo encanto y belleza que el resto de su cuerpo. Las ambiciones de Selina eran relativamente modestas, pero en ese momento solo ambicionaba un paquete de horquillas que desde hacía semanas eran imposibles de conseguir en las mercerías.
No era el primer caso de un hombre que se llevaba a una chica a la cama con la intención de convertirla espiritualmente, pero él, con toda su desesperación, creía estar viviendo algo excepcional y, sobre todo en la cama, se afanaba por avivar la conciencia social de Selina. Al terminar se dejaba caer sobre la almohada con un lánguido suspiro, exhausto aunque imbuido de un cierto orgullo, pero al levantarse descubría con redoblada exasperación que la chica permanecía impermeable a su concepto de la perfección. En cuanto a Selina, seguía sentada sobre la cama, lanzándole miradas con los párpados entornados. No era la primera vez que una mujer se sentaba desnuda en la cama de Nicholas, pero la novedad estaba en el desapego con que Selina mostraba su impresionante belleza. Le resultaba inconcebible que ella no quisiera compartir con él su noción de los hermosos atributos de la renuncia y la pobreza, con un cuerpo como el suyo, amueblado de un modo tan austero y económico.
—No sé cómo soportas vivir en este sitio —dijo ella—. Es como una celda. ¿Cocinas en ese chisme? —le preguntó, señalando al hornillo de gas.
—Sí, claro —dijo él, cayendo repentinamente en la cuenta de que en su historia con Selina solo había amor por su parte—. ¿Quieres unos huevos con beicon?
—Sí —dijo ella, empezando a vestirse.
Con renovadas esperanzas, Nicholas sacó sus raciones de comida. Pero Selina estaba acostumbrada a tratar con hombres que compraban cosas de estraperlo.
—A partir del 22 de este mes nos van a dar setenta y cinco gramos de té, sesenta gramos una semana y noventa la siguiente —dijo Nicholas.
—¿Cuánto nos dan ahora?
—Sesenta gramos por semana —dijo él—. Mantequilla, sesenta; margarina, ciento veinte.
A Selina todo eso le hacía gracia. Soltó una larga carcajada.
—Qué cosas tan graciosas me cuentas —le dijo.
—¡Vaya por Dios! —dijo él.
—¿Te has gastado ya todos tus vales de ropa?
—No, me quedan treinta y cuatro —dijo, dando la vuelta al beicon en la sartén—. ¿Quieres que te dé alguno? —dijo en un momento de inspiración.
—Ay, sí, por favor.
Después de regalarle veinte de sus vales, desayunó algo de beicon con ella y la acompañó a casa en un taxi.
—Ya he arreglado el asunto de la azotea —le dijo camino del club.
—Pues ahora a ver si arreglas el tiempo —contestó ella.
—Si llueve, siempre podemos ir al cine.
Gracias a los arreglos de Nicholas, ahora iba a poder salir a la azotea por el último piso del hotel contiguo al club, donde estaba instalado el servicio de inteligencia estadounidense en el que Nicholas había trabajado durante la guerra, aunque en otra oficina de la ciudad. El coronel Dobell, que diez días antes se habría opuesto al asunto, ahora lo apoyaba resueltamente. Como Gareth, su esposa, se iba a reunir con él en Londres, estaba deseando poner a Selina en otro contexto, como él decía.
Al norte de California había un largo sendero que acababa en una casa donde no solo vivía la señora de G. Felix Dobell, sino que era el lugar donde celebraban sus reuniones los Guardianes de la Ética. Ahora la señora Dobell se iba a trasladar a Londres, pues decía que su sexto sentido le indicaba que Felix la necesitaba a su lado.
Ora duerme el pétalo carmesí, ora el blanco.
Nicholas tenía unos enormes deseos de hacer el amor con Selina en el tejado, precisamente en el tejado. Con ese fin lo organizó todo a la perfección, como un veterano incendiario.
La azotea del club, accesible solo por el ventanuco del último piso, estaba unida a la azotea del hotel contiguo mediante una pequeña tubería de desagüe. El hotel estaba requisado por el servicio de inteligencia estadounidense, que había convertido sus habitaciones en despachos. Como tantos otros edificios requisados en Londres, el lugar estuvo abarrotado de gente mientras duró la guerra en Europa, pero ahora se había quedado prácticamente vacío. Solo se usaba el piso superior, donde unos misteriosos hombres uniformados trabajaban noche y día, protegidos noche y día por dos soldados americanos, y atendidos noche y día por unos porteros encargados de manejar el ascensor. Sin el pase correspondiente no se podía entrar en el edificio. Pero Nicholas obtuvo el susodicho pase con la mayor facilidad, de igual modo que le bastaron unas palabras y una mirada para obtener el permiso ambivalente del coronel Dobell, cuya esposa ya estaba en camino, logrando así acceder a un gran despacho abuhardillado usado como sala de mecanografía. Le asignaron una mesa en esa habitación, que era justo la que tenía una trampilla que comunicaba con el tejado.
Las semanas iban pasando, y como el club May of Teck simbolizaba la juventud entreverada en el universo de la guerra, allí las semanas lograban armonizar los veloces acontecimientos y las contrariedades, las vertiginosas formaciones de amistades íntimas, y toda una serie de amores perdidos y descubiertos, que en los venideros tiempos de paz tardarían años en ocurrir, evolucionar y apagarse. Las chicas del May of Teck sabían, ante todo, cómo aprovechar el tiempo. A Nicholas, que ya no era ningún jovencito, le impresionaban sobremanera los vaivenes sentimentales que se vivían allí, semana tras semana.
—Me había parecido entender que ella estaba enamorada de él —decía, atónito.
—Es que lo estaba.
—Pero ¿no es el chico ese que acaba de morir hace una semana? Me dijiste que murió de disentería en Birmania.
—Sí, ya. Pero el lunes conoció a un tipo de la Marina y ahora está locamente enamorada de él.
—Es imposible que se haya enamorado —decía Ni— cholas.
—Bueno, según ella tienen mucho en común.
—¿Mucho en común? Si estamos a miércoles.
Cual quien solo va
y aprisa ha de andar.
Pues ya se volvió
en una ocasión.
Viendo la bestia atroz
que sabe le va en pos.
—Qué maravilla, me encanta cómo recita Joanna esa poesía.
—Pobre Joanna…
—¿Por qué dices pobre Joanna?
—Bueno, porque nunca sale por ahí, ni queda con ningún hombre.
—Es tremendamente atractiva.
—Muchísimo. ¿Por qué no toma alguien cartas en el asunto de Joanna?
—Mira, Nicholas —dijo Jane—. Hay algo que deberías saber sobre Huy Trovis-Mew como editorial, y sobre el propio George como editor.
Estaban sentados en la oficina de Throvis-Mew, en lo alto de la Red Lion Square. George había salido a la calle.
—Es un ladrón —dijo Nicholas.
—Bueno, eso es exagerar un poco —dijo ella.
—Es un ladrón con sus sutilezas.
—Pero tampoco es eso exactamente. Lo de George es algo más psicológico. Considera que tiene que estar por encima del autor.
—Ya lo sé —dijo Nicholas.
—Quiere bajarte la moral, ¿entiendes? Y luego te ofrece un contrato asqueroso para que lo firmes. Lo que hace es buscar el punto débil del autor. Siempre critica precisamente la parte que más le gusta al autor. Le…
—Eso ya lo sé —dijo Nicholas.
—Si te lo cuento es porque me caes bien —dijo Jane—. La verdad es que soy yo la encargada de buscar el punto flaco de cada autor y contárselo a George. Pero me caes bien y todo esto te lo cuento porque…
—Gracias a George y a ti estoy un paso más cerca de descifrar la enigmática sonrisa de la esfinge. Y te diré una cosa más.
Tras los mugrientos cristales de la ventana se veía el cielo oscurecido descargando lluvia sobre el bombardeado pavimento de Red Lion Square. Jane había mirado la plaza con una pose afectada antes de hacer su revelación a Nicholas. Ahora, al fijarse en la dimensión del destrozo casi le dolían los ojos, y de pronto le pareció que su vida entera estaba sumida en la misma miseria que estaba contemplando. Una vez más, la vida la desilusionaba.
—Ya que estamos, yo también soy un ladrón —dijo Nicholas—. ¿Se puede saber por qué lloras?
—Lloro por la pena que me doy —dijo Jane—. Me voy a buscar otro trabajo.
—¿Antes me puedes escribir una carta?
—¿Qué tipo de carta?
—Una falsificada. Dirigida a mí de parte de Charles Morgan. Querido señor Farringdon, cuando recibí su manuscrito estuve a punto de dárselo a mi secretaria para que se lo devolviera con una cordial disculpa. Por suerte, antes de descartarlo, me puse a hojearlo precisamente por la parte…
—¿Qué parte? —dijo Jane.
—Eso te lo dejo a ti. Antes de escribir la carta lo que tienes que hacer es elegir un trozo conciso y admirable. Será difícil, lo admito, ya que todos son igual de admirables. Pero elige el que más te guste. Charles Morgan dirá en la carta que leyó ese trozo y luego el libro entero, ávidamente, de principio a fin. Tiene que decir que es la obra de un genio. Me manda la carta para felicitarme por ser un genio, ¿comprendes? Entonces yo le enseño la carta a George.
De pronto la vida de Jane reverdeció. Recordó que solo tenía veintitrés años y sonrió.
—Entonces yo le enseño la carta a George —dijo Nicholas—. Y le cuento que se meta el contrato por donde le quepa…
En ese instante apareció George. Les miró a los dos con gesto de estar muy ocupado. Simultáneamente se quitó el sombrero, miró el reloj y le dijo a Jane:
—¿Qué hay de nuevo?
—Han detenido a Ribbentrop.
George suspiró.
—Nada nuevo —dijo Jane—. Ninguna llamada hoy. No hay correo, no ha venido nadie, ni ha llamado nadie. Pero no te preocupes.
George entró en su despacho y salió casi inmediatamente.
—¿Has recibido mi carta? —le dijo a Nicholas.
—No —dijo Nicholas—. ¿Qué carta?
—Te la mandé, veamos, antes de ayer, me parece. Te decía que…
—Ah, esa carta —dijo Nicholas—. Sí, creo que la recibí.
George desapareció en su despacho.
Nicholas le dijo a Jane, en un vozarrón bien audible, que ahora que había parado la lluvia se iba a dar una vuelta por el parque y que era maravilloso poder pasarse el día imaginando cosas maravillosas.
«Le saluda atentamente, su admirador, Charles Morgan», escribió Jane. Luego abrió la puerta de su habitación y gritó:
—Bajad un poco la radio. Tengo que acabar esta labor intelectual antes de cenar.
En el club, en general, todas estaban muy orgullosas del trabajo de Jane y del contacto tan estrecho que tenía con el mundo de los libros. Todas las radios de la planta bajaron el volumen.
Leyó el primer borrador y se dispuso a repetirlo cuidadosamente, escribiendo una carta de aspecto auténtico con una letra pequeña pero madura, como la que podría usar el propio Charles Morgan. No tenía ni idea de cómo era la letra de Charles Morgan, pero tampoco tenía por qué averiguarlo, dado que George tampoco lo sabía y no se le iba a permitir conservar el documento. Lo que sí tenía era una dirección en Holland Park, que Nicholas le había proporcionado. La copió en la parte superior de la hoja, esperando que resultara verosímil, y se animó al pensar que no levantaría sospechas ya que en tiempos de guerra había mucha gente decente que no encargaba que imprimieran el membrete en su papel de cartas, por ser un bien superfluo dada la situación nacional.
Cuando sonó la campana de la cena ya había acabado la carta. Dobló la hoja con meticulosa pulcritud, imaginándose un retrato a carboncillo del rostro de Charles Morgan. Según sus cálculos, podía pedirle a Nicholas al menos cincuenta libras por la carta autógrafa que acababa de escribir. George se quedaría tremendamente desconcertado al leerla. La pobre Tilly, la esposa de George, le había contado a Jane que cuando George se sentía acosado por un autor, hablaba del tema a todas horas.
Después de cenar, Nicholas se pasaría por el club, ya que había convencido a Joanna de dar, como algo especial, un recital del «Naufragio del Deutschland». Nicholas lo iba a inmortalizar con una grabadora que le habían prestado en la sala de prensa de una oficina gubernamental.
Jane se unió al gentío que bajaba a cenar. La única rezagada de su planta era Selina, que estaba acabando de recitar las frases de esa noche:
Vestimenta elegante, limpieza inmaculada y modales perfectos contribuyen a lograr la seguridad en una misma.
El coche de la directora se detuvo ante el club justo cuando las chicas llegaban al piso de abajo. La directora conducía su coche como habría conducido a un marido en caso de haberlo tenido. Entró, gris, en su despacho, y poco después se les unió en el comedor dando golpes con el tenedor en la jarra de agua para pedir silencio, como hacía siempre que quería decir algo. Les anunció que una invitada estadounidense, la señora de G. Felix Dobell, impartiría una charla en el club el viernes por la tarde sobre el tema de «La misión de la mujer occidental». La señora Dobell era una socia destacada del gremio de los Guardianes de la Ética, y acababa de llegar al país para reunirse con su marido, que trabajaba en el servicio de inteligencia de Estados Unidos en Londres.
Al acabar de cenar, a Jane le entró la vaga impresión de haber traicionado a la editorial Throvis-Mew y al propio George, que era, al fin y al cabo, quien le pagaba el sueldo por su conspiración empresarial conjunta. Le tenía cariño al viejo George, a cuyas amables cualidades dedicó unos minutos de reflexión. Sin la menor intención de abandonar su conspiración, esta vez con Nicholas, miró la carta que había escrito y se planteó sus posibilidades. Decidió llamar a Tilly, la esposa de George, y mantener con ella una inocua charla.
Al oírla, Tilly se quedó encantada. Era una pelirroja diminuta de inteligencia despierta y escasa formación a quien su marido, experimentado en el manejo de sus esposas, mantenía totalmente apartada del mundo de los libros. A Tilly, consciente del triste aislamiento a que la sometía su marido, le encantaba mantenerse en contacto, a través de Jane, con el negocio de la edición. Le entusiasmaba, por ejemplo, que Jane le dijera: «En fin, Tilly, para un autor escribir es su raison d’être». George toleraba esta amistad para afianzar su relación laboral con Jane. Se fiaba mucho de Jane, que le entendía como nadie lo había hecho antes.
Jane se solía aburrir con Tilly, quien, sin haber sido lo que se dice una cabaretera, siempre aprovechaba la oportunidad para aportar al mundo de los libros su espíritu de bailarina de cancán, cosa que ponía nerviosa a Jane, recién enterada de la trascendencia de la literatura en general. En su opinión, Tilly no solo se tomaba con demasiada frivolidad todo lo relativo a la edición y la escritura, sino que encima no era consciente de ello. Pero su traicionero corazón estaba súbitamente embargado de afecto por Tilly, a quien llamó para invitarla a cenar el viernes siguiente. Jane ya tenía pensado que, si aquello acababa resultando un aburrimiento absoluto, siempre podrían aprovechar el tiempo para ir a la charla de la señora de G. Felix Dobell. El club tenía bastante interés en ver a la señora Dobell, por lo mucho que habían visto a su marido en compañía de Selina, su amante, al parecer.
—El viernes tenemos una charla de una señora estadounidense de la Liga de las Mujeres Occidentales, pero no vamos a ir porque será un rollo —dijo Jane, contradiciendo su resolución en su efusiva pretensión de sacrificarse para contentar a la esposa de George, pues todo era poco después de la traición y sabiendo que estaba a punto de mentir al propio George.
—Me encanta el May of Teck —dijo Tilly—. Es como volver al colegio.
Siempre decía eso, y era desquiciante.
Nicholas llegó temprano con su grabadora, y se metió con Joanna en la sala de juegos hasta que las chicas acabaron de cenar. Mirándola, le pareció una espléndida mujer nórdica, la última descendiente de una larga saga.
—¿Llevas mucho viviendo aquí? —dijo Nicholas con voz soñolienta, admirando en silencio sus grandes huesos.
El sueño se debía a que había pasado casi toda la noche con Selina en la azotea.
—Como un año —dijo ella—. Supongo que me moriré aquí —añadió con el típico desdén de las socias por el club.
—Te acabarás casando —dijo él.
—No, no… —protestó ella en tono suave, como si estuviera regañando a un niño empeñado en echar mermelada en un estofado.
Una aguda carcajada colectiva llegó del piso de arriba. Mirando al techo se dieron cuenta de que las chicas del dormitorio estaban intercambiando sus típicas anécdotas sobre novios pilotos, que precisaban un público desternillado de pura ebriedad, o simplemente por su extrema juventud.
En ese instante apareció Greggie, que se acercó a ellos con los ojos alzados hacia las risotadas del techo.
—Cuanto antes se casen las de ese dormitorio y se vayan del club, mejor —les dijo—. En todos los años que llevo aquí no había visto un grupo tan dado al barullo. No daría ni un penique por la inteligencia de esas chicas.
Entró Collie, que se sentó junto a Nicholas.
—Decía que ojalá las chicas esas del dormitorio se casen pronto y se larguen —le contó Greggie para ponerla al tanto.
Collie, a decir verdad, pensaba lo mismo, aunque siempre procuraba llevarle la contraria a Greggie, por principio, y más aún si había gente delante, porque la contradicción animaba la conversación.
—¿Y para qué van a casarse? Que disfruten de la juventud mientras puedan.
—Tienen que casarse para disfrutar como es debido —dijo Nicholas, añadiendo—: Por motivos sexuales…
Joanna se puso roja, pero Nicholas siguió hablando como si nada:
—Sexo a raudales. El primer mes todas las noches, el mes siguiente un día sí y uno no, luego tres días por semana hasta acabar el año. A partir de entonces, un día a la semana.
Al principio nadie le respondió, de modo que Nicholas siguió preparando la grabadora y toqueteando los botones.
—Si pretendes escandalizarnos, jovencito, has de saber que somos inmunes al escándalo —dijo Greggie.
La anciana remachó sus palabras con una mirada entusiasta a las cuatro paredes de la sala de juegos, que, como lugar público que era, tenía poca experiencia en ese tipo de conversaciones.
—Pues yo no soy inmune —dijo Joanna, mirando a Nicholas con gesto compungido.
En cuanto a Collie, no parecía saber qué actitud adoptar. Abrió el gancho metálico de su bolso y lo volvió a cerrar, tamborileando con los dedos en los abultados laterales de cuero descolorido.
—No quiere escandalizarnos —dijo finalmente—. Se trata de una opinión muy realista. Cuando una persona avanza espiritualmente, cuando está ya casi en estado de gracia, es capaz de entenderlo todo, desde el realismo hasta el sexo, o lo que sea.
En respuesta, Nicholas le dedicó una mirada cariñosa.
Animada por el éxito que le había reportado su franqueza, Collie soltó algo a medio camino entre una tosecilla y una risita. Imbuida de su nueva modernidad, añadió emocionada:
—Si no lo has tenido, no lo podrás echar de menos, por supuesto.
Greggie esbozó una mueca de perplejidad, como si no entendiera lo que Collie acababa de decir. Tras treinta años de hostil amistad con ella, sabía perfectamente que Collie tenía por costumbre saltarse etapas en la secuencia de su lógica, lo que la llevaba a decir cosas aparentemente inconexas, sobre todo si hablaba de un tema desconocido o si tenía un hombre delante.
—Pero ¿qué dices? —exclamó Greggie—. ¿Qué es lo que no podrás echar de menos si no lo has tenido?
—El sexo, obviamente… —dijo Collie, alzando la voz más de lo normal por el esfuerzo que estaba haciendo—. Estamos hablando de sexo y matrimonio.
Yo opino que sobre el matrimonio se pueden decir muchas cosas, por supuesto, pero si no lo has tenido, no lo podrás echar de menos.
Joanna miraba a las dos exaltadas mujeres con un apacible gesto de compasión. A Nicholas esa mansedumbre le pareció un indicio de fortaleza ante la falta de restricción que suscitaba la rivalidad en las dos damas.
—¿Y eso qué quiere decir, Collie? —preguntó Greggie—. No tienes ninguna razón. Sí que se echa de menos el sexo. El cuerpo tiene vida propia. Tú y yo sí que echamos de menos lo que no hemos tenido. Es una cuestión puramente biológica. Pregúntaselo a Sigmund Freud. Está todo en nuestros sueños. El roce de una piel cálida por la noche, la ausencia de…
—Un minuto —dijo Nicholas, alzando la mano para pedir silencio con la excusa de que estaba ajustando su grabadora vacía.
Era evidente que las dos señoras, si se disparaban, eran capaces de cualquier cosa.
—Abran la puerta, por favor.
La voz de la directora se oyó desde el pasillo, acompañada del tintineo de la bandeja del café. Nicholas se levantó de un salto, dispuesto a ayudarla, pero ella se le adelantó y entró en la habitación haciendo equilibrios, pero con el aire de una eficaz doncella.
—A mí esa visión beatífica tuya no me parece una compensación suficiente para lo que nos estamos perdiendo —dijo Greggie a modo de conclusión, aprovechando para lanzar una andanada a la religiosidad de Collie.
Mientras servían el café, con las demás chicas entró Jane, que venía de hablar con Tilly por teléfono y que, aliviada en parte de su culpa, le entregó a Nicholas la falsa carta de Charles Morgan. Mientras él la leía, alguien le dio una taza de café y, sin querer, la derramó sobre la carta.
—¡Ay, ya la has destrozado! —dijo Jane—. Ahora la voy a tener que repetir.
—Así parece mucho más auténtica —dijo Nicholas—. Es evidente que si Charles Morgan me manda una carta diciéndome que soy un genio, me dedicaré a leerla una y otra vez, lo más probable es que acabe un poco sucia. Dime, ¿estás segura de que George se va a quedar impresionado al ver el nombre de Morgan?
—Mucho —contestó Jane.
—¿Me estás diciendo que estás muy segura, o que a George le va a impresionar mucho?
—Las dos cosas.
—Pues si yo fuera George, me pasaría lo contrario.
Iba a comenzar el recital del «Naufragio del Deutschland». Joanna ya estaba en pie con el libro en la mano.
—No quiero oír ni un suspiro —dijo la directora—. Parece ser que el aparato este del señor Farringdon es capaz de detectar hasta la caída de un alfiler.
Una de las chicas del dormitorio, que se estaba cosiendo una media, hizo como que se le caía la aguja al suelo y se agachó a recogerla. Otra chica del dormitorio, que lo había visto todo, resopló al contenerse la risa. Por lo demás, la sala estaba en silencio, salvo el zumbido casi imperceptible de la grabadora, que aguardaba las palabras de Joanna.
¡Oh, maestro mío!
Dios que me da el aliento y el pan
vereda del mundo, vaivén del mar.
Señor de la vida y la muerte,
huesos y venas me das, con piel me arropas,
para casi abatirme al final…