Capítulo 4

Estábamos en julio de 1945, tres meses antes de las elecciones generales.

Bajo las sombrías vigas, hileras de manzanas

que sobre el corvo suelo atraen la luna temprana.

Cada manzana luce cual luna vana.

Y bajo la escalera, ay, no suena nada.

—Ojalá vuelva al «Naufragio de Deutschland» —insistió Judy.

—¿Tú crees? A mí me gusta «Manzanas a la luz de la luna» —respondió alguien.

En este momento Nicholas Farringdon se hallaba en su trigésimo tercer año de vida. Tenía fama de anarquista, pero en el club May of Teck nadie se lo acababa de creer, dado lo corriente de su aspecto. Es decir, tenía la apariencia algo disipada del bala perdida procedente de una buena familia inglesa, cosa que era, por cierto. A mediados de la década de 1930 abandonó Cambridge. Sus hermanos —dos contables y un dentista— lo describían como «un poco desastre, la verdad», algo que no sorprendía a nadie.

Para saber más de él, Jane Wright acudió a Rudi Bittesch, que le había frecuentado durante toda la década de 1930.

—No pierdas el tiempo con él —le dijo Rudi—. Es una calamidad. Le conozco bien. Es muy amigo mío.

Parecía ser que, antes de la guerra, Nicholas se debatió entre vivir en Inglaterra o en Francia, pero fue incapaz de decidirse, cosa que le sucedía también con las mujeres y los hombres, pues había vivido apasionados intervalos amatorios con miembros de ambos sexos. De igual modo, le costaba escoger entre suicidarse o acometer un plan igualmente drástico, en el que tenía que ver un tal padre D’Arcy. Según le explicó Rudi, el susodicho era un filósofo jesuita especialista en tratar de convertir a los intelectuales británicos, con exclusividad absoluta. Nicholas había sido pacifista hasta que estalló la guerra, y entonces se alistó en el ejército.

—Le vi un día en Picadilly, vestido de uniforme —dijo Rudi—. Y va y me cuenta la historia de que la guerra le ha traído la paz. Entonces deja el ejército, después de pasar por el psicoanálisis, una patraña, y se mete en el servicio de inteligencia. Los anarquistas le dan por perdido, aunque él se considera anarquista, por cierto.

En vez de predisponer a Jane contra Nicholas Farringdon, los retazos biográficos aportados por Rudi le dotaban de una aureola heroica que Jane encontraba irresistible, cosa que logró contagiar a las chicas del piso superior.

—Tiene pinta de genio —decía Nancy Riddle.

Nicholas tenía la costumbre de decir: «Cuando sea famoso…» al hablar de su futuro lejano, con la misma alegre ironía que el conductor de autobús de la línea 73 iniciaba sus peroratas sobre la Ley del Suelo: «Cuando llegue al poder…».

Jane enseñó a Rudi el manuscrito de Los cuadernos sabáticos, título inspirado en el pasaje bíblico que decía: «El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado».

—Si George piensa publicar algo así, es que se ha vuelto loco —dijo Rudi cuando le devolvió el manuscrito.

Estaban los dos sentados en la sala de juegos del club donde, esquinada junto a los ventanales abiertos al jardín, una joven tocaba escalas al piano con todo el estilo que era capaz de aportarles. El lejano tintineo recordaba a una caja de música y se entremezclaba con los demás sonidos dominicales lo bastante como para no importunar a Rudi mientras leía en voz alta, con su inglés extranjero, fragmentos del libro de Nicholas, con la clara intención de demostrarle algo a Jane. Lo hacía como ese comerciante de paños que vende su mejor género sacando unos retales de calidad inferior, animando al cliente a tocarlos y pronunciarse sobre el asunto, mientras él se encoge de hombros y aparta las telas con un gesto de desprecio. Jane, convencida de que Rudi tenía algo de razón al criticar lo que iba leyendo, estaba de hecho fascinada por la personalidad de Farringdon, que Rudi le iba esbozando con sus dispersos comentarios. Nicholas era el único intelectual pasable que había conocido en su vida.

—No es ni bueno ni malo —dijo Rudi, inclinando la cabeza a izquierda y derecha al hablar—. Es pura mediocridad. Recuerdo que esto lo escribió en 1938, en una época en que su acompañante de turno era de sexo femenino. Una mujer pecosa, anarquista y pacifista. Por cierto, escucha esto —añadió, volviendo a leer en voz alta:

X está escribiendo una historia del anarquismo. El anarquismo propiamente dicho no tiene una historia como la que X pretende desarrollar, es decir, dotada de una continuidad y un sentido. Se trata de un movimiento popular espontáneo, asociado a una época y unas circunstancias concretas. Una historia del anarquismo no sería análoga a una historia política, pues se parece más bien al latido de un corazón. Pueden hacerse descubrimientos sobre el asunto, pueden variar las condiciones y las reacciones subsiguientes, pero no hay nada nuevo en sí.

Jane estaba pensando en la novia pecosa con la que Nicholas se acostaba en aquel entonces, y por unos instantes los imaginó metiéndose en la cama con Los cuadernos sabáticos.

—¿Qué fue de su novia? —dijo Jane.

—No es que esto sea malo —dijo Rudi—. Pero no es una verdad tan grandiosa como para plantarla tan grandiosamente sobre el papel, y en un solo párrafo, por cierto. Fabrica epigramas como si le diera pereza escribir el ensayo correspondiente. Escucha esto…

—¿Qué fue de esa chica? —dijo Jane.

—La metieron en la cárcel por pacifista, creo, no lo sé —dijo él—. Si yo fuera George, no tocaría ese libro ni de lejos. Escucha esto…

Todo comunista tiene un rictus fascista;

todo fascista tiene una sonrisa comunista.

—¡Ja! —dijo Rudi.

—Pues a mí me parece una idea muy profunda —dijo Jane, puesto que era la única frase que le sonaba.

—Por eso la ha metido. Sabiendo que el maldito libro tiene que lograr hacerse con un público, el muy listo le mete unos cuantos aforismos, de esos que os gusta oír a las chicas como tú, por cierto. Esto no significa absolutamente nada. ¿Qué sentido tiene?

A Rudi se le oía más de lo que hubiera querido, dado que la chica del piano se estaba tomando un descanso.

—No nos pongamos nerviosos —dijo Jane, alzando la voz.

La pianista empezó con otra serie de tintineos fragmentados.

—Mudémonos al salón —dijo Rudi.

—No, que esta mañana está lleno de gente —dijo ella——. En el salón no hay un solo rincón tranquilo.

A Jane no le apetecía demasiado exponer a Rudi ante las socias del club.

Las escalas de piano subían y bajaban interminablemente. De la ventana de arriba salía la voz de Joanna dando una clase de elocución a la señorita Harper, la cocinera, que tenía un rato libre antes de ponerse a hacer la carne asada del almuerzo del domingo.

—Escucha esto —decía Joanna.

¡Ah, hastiado girasol

que cuentas los pasos del sol,

en pos del gualdo calor dulzón

donde el viajero al fin arribó!

—Ahora te toca a ti —decía Joanna—. La tercera línea es muy lenta. Piensa en el gualdo calor dulzón al recitarla.

¡Ah, hastiado girasol…

Las locuaces chicas de los dormitorios salían del salón y se iban desparramando por la terraza, y al hablar parecían recitar el parlamento de las aves de Chaucer. Las diminutas notas de las escalas sonaban una tras otra, obedientemente.

—Escucha esto —dijo Rudi:

Convendría recordar a la gente hasta qué punto ha caído el mundo en desgracia y cuan patético ha sido el batacazo. Tanto, que hoy está regido por políticos, pese a que el sentimiento de las gentes, tanto si es de consuelo matutino como de temor vespertino…

—¿Has visto lo que dice, eso de que el mundo ha caído en desgracia? Ahí está la explicación de que el tipo no sea anarquista, por cierto. Lo echaron cuando empezó a hablar como si fuera un hijo del Papa. Este hombre es un puro caos que dice ser anarquista. Pero los anarquistas no se dedican a hablar sobre el pecado original y demás. Solo les están permitidas las tendencias antisociales, la conducta amoral y demás. Nick Farringdon es un diversionista, por cierto.

—Una vez más —se oyó decir a Joanna.

Ah, hastiado girasol…

—Escucha esto —dijo Rudi:

No obstante, aprovechemos nuestro momento, nuestra oportunidad. No necesitamos un Gobierno. No necesitamos una Cámara de los Comunes. El Parlamento habría que disolverlo de una vez por todas. Nuestro movimiento se podría organizar empleando la monarquía como ejemplo de la dignidad inherente al libre intercambio de prioridades y favores cuando no existe el poder; las iglesias deberían estar consagradas a las necesidades espirituales del pueblo; la Cámara de los Lores usada para debates y consejos; y las universidades dedicadas a solucionar consultas. No necesitamos instituciones superiores. Los asuntos sociales corrientes se podrían encomendar a los consejos locales de cada ciudad, pueblo o municipio. Los asuntos internacionales podrían encomendarse a un grupo de representantes diversos, sin una capacitación profesional. No necesitamos políticos profesionales interesados únicamente en el poder. El tendero, el médico, el cocinero y todo el resto de la gente podrían trabajar por su país igual que lo hacen los miembros de un jurado. Podríamos estar gobernados solamente por la voluntad corporativa del alma humana. Lo que está caduco es el Poder, no las instituciones por su incompetencia, como nos hacen creer.

—Te hago una pregunta —dijo Rudi—. Es una pregunta sencilla. El hombre este defiende la monarquía, pero también la anarquía. ¿Qué es lo que quiere, en realidad? Estamos ante los dos grandes enemigos de la historia mundial. La respuesta es sencilla: este hombre es un caos.

—¿Qué edad tenía ese niño de la carretilla que sale en el libro? —dijo Jane.

—Y una vez más —se oyó la voz de Joanna en la ventana de arriba.

Dorothy Markham había salido a la soleada terraza a hablar con las chicas. Les estaba contando una historia apasionante.

—… la única vez que un hombre me dio un empellón me quedé espantada. ¡Menudo bestia!

—¿Dónde te diste al caer al suelo?

—¿Tu dónde crees?

La chica del piano dejó de tocar y dobló la partitura con la seriedad que correspondía a la ocasión.

—Me marcho —dijo Rudi, mirando el reloj—. Voy a tomar una copa con uno de mis contactos.

Poniéndose en pie, volvió a hojear por última vez las páginas escritas a máquina, y luego le dio el manuscrito a Jane, mientras decía con voz apesadumbrada:

—Nicholas es amigo mío, pero siento decirte que es un pensador que no aporta nada, la verdad. Mira, escucha esto:

Hay algo de cierto en la noción popular de que el anarquista es ese hombre asilvestrado que lleva una bomba casera en el bolsillo. Hoy en día esa bomba, fabricada en el cuarto trasero de la imaginación, se puede describir con una sola palabra: ridiculez.

—«Se puede describir» está mal dicho —dijo Jane—. Es «puede describirse», con el verbo en forma pronominal. Tendré que cambiarlo, Rudi.

Ahí se quedó el retrato del mártir adolescente que le sugirieron hacer a Jane un domingo por la mañana, entre armisticio y armisticio, cuando toda la buena gente era pobre, en 1945. Jane, que con los años daría al asunto toda una variedad de sesgos, en aquel entonces solo creía haber entrado en contacto con un ser temerario, intelectual y bohemio, encarnado en Nicholas. En su opinión, la actitud desdeñosa de Rudi le hacía perder puntos. Conociéndole lo suficiente como para no tenerle el menor respeto, se quedó atónita al saber que, en efecto, Nicholas y él habían tenido algo semejante a una amistad, que aún conservaban.

Entretanto, Nicholas logró impresionar vagamente a las señoritas de escasos medios del club, y viceversa. Aún no había pasado ninguna tórrida noche veraniega con Selina en la azotea, a la que él salía por el desván del hotel contiguo, requisado por los americanos, y ella por el ventanuco del club; y Nicholas aún no había presenciado aquella tragedia tan impresionante que le obligaría a hacer un gesto tan desacostumbrado como santiguarse. Por aquel entonces, Nicholas aún trabajaba en una de esas secciones que el Ministerio de Exteriores llevaba con una mano izquierda totalmente desconocida por la mano derecha. La sección formaba parte de la llamada «Inteligencia», y tras el desembarco de Normandía, a Nicholas se le asignaron varias misiones en Francia. Sin embargo, una vez acabada la guerra, en su sección quedaba ya poco pendiente, salvo desaparecer. Pero desmontar un Departamento era una labor ardua que conllevaba acarrear papeles y trasladar gentes de un despacho a otro; concretamente, implicaba un ajetreo considerable entre los departamentos de Inteligencia británicos y estadounidenses en Londres. Nicholas, que vivía en un lúgubre cuarto amueblado en Fulham, se aburría mortalmente.

—Tengo que contarte una cosa, Rudi —dijo Jane.

—Espera un momento, por favor —dijo él—. Estoy con un cliente.

—Luego te llamo, entonces. Ahora tengo prisa. Solo quería decirte que Nicholas Farringdon ha muerto. Acuérdate de ese libro suyo que nunca se llegó a publicar. Fue él quien te dio su manuscrito. En fin, puede que ahora tenga un valor. Y había pensado…

—¿Que Nick ha muerto? Un momento, por favor, Jane. Estoy haciendo esperar a un cliente que quiere comprar un libro. Un momento.

—Luego te llamo.

Esa noche, Nicholas fue a cenar al club.

Recordé a Chatterton, el prodigio aquel

cuyo recio espíritu murió por su altivez…

—¿Quién es esa a la que se oye recitar? —le preguntó a Jane.

—Es Joanna Childe, que da clases de elocución —dijo ella.

En el salón se percibía una actividad variopinta —la voz singular de Joanna, el encanto de aquellas muchachas de escasos medios en la sala empapelada de marrón, y Selina desmadejada en su silla, como un pañuelo sedoso— que Nicholas apreciaba en toda su generosa profusión. Tras tantos meses de tedio, aquella experiencia, que en otros tiempos le podía haber aburrido, le embriagaba de entusiasmo.

Varios días después llevó a Jane a una fiesta para que conociera a esa gente joven que tanto le gustaba: hombres poetas con pantalones de pana y mujeres poetas con el pelo por la cintura, aunque ellas lo que hacían realmente era pasar la poesía a máquina y acostarse con los poetastros, lo que venía a ser lo mismo. Primero la llevó a cenar a Bertorelli’s; luego la llevó a una lectura de poesía en un local alquilado en Fulham Road; luego la llevó a una fiesta con algunos de los que se había encontrado en la lectura. Uno de los poetas de mayor renombre se había procurado un trabajo en la agencia Associated News de Fleet Street, en honor a lo cual se había comprado unos elegantones guantes de piel que lucía muy satisfecho. En este encuentro poético se respiraba una cierta rebeldía ante el mundo. Los poetas parecían entenderse los unos a los otros gracias a un instinto oculto, a una especie de acuerdo tácito, y era evidente que la franqueza con que el poeta enguantado exhibía sus poéticos guantes solo podía darse allí, pues en ningún otro lugar entenderían su complicada relación con aquella prenda, ni en Fleet Street ni en ningún otro sitio.

Algunos de los presentes eran hombres desmovilizados que habían quedado en la reserva. Otros tenían alguna evidente particularidad que les impedía ingresar en el ejército: un espasmo facial involuntario, mala vista o cojera. Otros seguían llevando el uniforme. A Nicholas le dieron de baja al mes siguiente de lo de Dunkerque, de donde logró escapar solamente con una herida en el pulgar; su cese lo motivó una leve alteración nerviosa al mes siguiente de la batalla.

En el encuentro poético, Nicholas adoptó una actitud claramente distante, pero, aunque saludaba a sus amigos con una manifiesta frialdad, tenía la clara intención de que Jane disfrutara al máximo de la ocasión. De hecho, quería que le volviera a invitar al club May of Teck, cosa que ella descubrió conforme fue avanzando la tarde.

Los poetas leyeron sus poemas, dos por persona, y recibieron los consiguientes aplausos. Varios de ellos fracasarían con el tiempo, perdiéndose al cabo de unos años entre las brumas de los bares del Soho, convertidos en los típicos juguetes rotos del mundo literario. Algunos de ellos, pese a sus muchos talentos, se acabarían malogrando por pura flojedad y claudicarían, metiéndose a trabajar en publicidad o en alguna editorial desde la que se dedicarían a detestar a los literatos más que a ninguna otra cosa en el mundo. Otros tendrían éxito, pero convertidos en paradojas andantes, incapaces de escribir poesía de manera continua ni exclusiva.

Uno de estos jóvenes poetas, Ernest Claymore, llegaría a ser uno de esos místicos agentes de bolsa de la década de 1960, viviendo apresuradamente en la City entre semana y pasando tres fines de semana al mes en su casa de campo —un inmueble de catorce habitaciones donde le resultaba fácil ignorar a su esposa y, encerrado en su despacho, se dedicaba a escribir ensayos— y el fin de semana restante retirado en un monasterio. En aquellos tiempos, Ernest Claymore leía un libro a la semana, en la cama, antes de dormirse, y en ocasiones escribía a algún periódico comentando la crítica literaria de turno: «Muy señor mío, tal vez sea algo corto de luces. He leído su reseña de…». El propio Claymore tenía pensado publicar tres breves textos de filosofía que podía haber entendido cualquiera. Pero, en el momento que nos concierne, el verano de 1945, era un joven poeta de ojos oscuros que había acudido al recital y que acababa de leer, con ronca frescura, su segunda aportación:

Yo, en la turbulenta noche de la tórtola hendí fúlgida la senda mía

incesante desde la tumba del amor para reparar la matriz mía

viviente, esa nueva y necesaria rosa mía, pubescente…

Ernest pertenecía a la escuela de poetas cósmicos. Tras decidir que era ortodoxo en sus preferencias sexuales, merced a su conducta y aspecto, Jane dudó entre cultivar su amistad con vistas al futuro o bien conformarse con Nicholas. Al final consiguió hacer las dos cosas a la vez, puesto que Nicholas se llevó consigo al poeta moreno de la voz ronca, al agente de bolsa en ciernes, a la subsiguiente fiesta, donde Jane logró hacerle un encargo antes de que Nicholas la abordara en un aparte para seguir indagando sobre los misterios del club May of Teck.

—Es una residencia de chicas —dijo—. Y no hay mucho más que decir.

La cerveza se la dieron en tarros de mermelada, una impostura verdaderamente extraordinaria, ya que en aquel momento los tarros de mermelada escaseaban más que los vasos y las jarras. La fiesta era en Hampstead, en una casa donde había una cantidad agobiante de gente. Los anfitriones, según Nicholas, eran unos intelectuales comunistas. Al poco de llegar la hizo subir a la planta de arriba y se metieron los dos en un dormitorio donde se sentaron en el borde de una cama deshecha y se quedaron mirando —él con el hastío de un filósofo, ella con el entusiasmo de una bohemia neòfita— los maderos desnudos del suelo. Los dueños de la casa, según Nicholas, tenían que ser a la fuerza unos intelectuales comunistas, a juzgar por la cantidad de medicamentos para la dispepsia que había en el armario del cuarto de baño. Ya se los señalaría de lejos, le dijo al bajar las escaleras de vuelta a la fiesta. Los anfitriones de la velada, según parecía, no tenían la menor intención de conocer a sus invitados.

—Cuéntame cosas de Selina —dijo Nicholas.

Jane llevaba el pelo oscuro recogido sobre la coronilla. Tenía una cara más bien ancha. Su gran baza era la juventud, y tal vez esa bisoñez intelectual de la que no era ni remotamente consciente. Habiendo olvidado de momento que su labor era reducir al mínimo las expectativas literarias de Nicholas, Jane fingió con toda su perfidia que el escritor era el genio que decía ser, cosa que ella misma se encargaría de rubricar a los pocos días en una carta que falsificó en nombre de Charles Morgan. En cuanto al propio Nicholas, había decidido ser decente con Jane y hacer cualquier cosa para complacerla salvo acostarse con ella, con vistas a sus dos proyectos pendientes: la publicación del libro y la infiltración en el club May of Teck en general para llegar hasta Selina en particular.

—Cuéntame cosas de Selina —repitió Nicholas por enésima vez.

Lo que Jane no había sabido ver, ni entonces ni en ningún momento posterior, fue que Nicholas se había forjado una imagen poética del club May of Teck desde el primer momento en que lo vio, imagen que le atormentaría a partir de entonces, tanto como él la atormentaba a ella pidiéndole información sobre sus inquilinas. Jane no sospechaba en absoluto lo mucho que se aburría Nicholas, ni sabía de su insatisfacción social.

Tampoco veía el club May of Teck como un microcosmos representativo de una sociedad ideal, ni mucho menos. La hermosa serenidad de una heroica pobreza era una noción que no se le pasaba por la imaginación a una chica sana cuya vida en un cuarto con calefacción por horas era tan solo un arreglo provisional a la espera de que surgieran mejores oportunidades.

La dama del dulcémele.

Supe que era ella,

la abisinia doncella

La voz entraba en el salón merced a la brisa de la noche. Al oírla, Nicholas dijo:

—Cuéntame cosas de la profesora de elocución.

—Ah, Joanna —dijo ella—. Te la tengo que presentar.

—Cuéntame lo de que os prestáis la ropa unas a otras.

Ante la insistencia de Nicholas, Jane caviló sobre lo que podía pedir a cambio de esa información que tanto parecía interesarle. En el piso de abajo, la fiesta continuaba sin ellos. Ni el tosco suelo de madera ni las paredes cubiertas de lamparones mejorarían con la luz de la mañana, pensó Jane.

—Tendríamos que hablar de tu libro en algún momento —le dijo—. George y yo queríamos plantearte una serie de dudas.

Dejándose caer sobre la cama deshecha, Nicholas cayó en la cuenta de que le convenía pergeñar una estrategia defensiva frente a George. Al fin y al cabo, tenía vacío el tarro de la mermelada.

—Cuéntame cosas de Selina —dijo—. Además de ser la secretaria de un sarasa, ¿qué hace?

Lo que Jane quería era saber cómo estaba de borracha, pero no se atrevía a ponerse de pie, que era la prueba infalible.

—Vente a comer el domingo —le dijo a Nicholas.

Llevar a un invitado a comer al club el domingo suponía un desembolso de dos chelines y seis peniques. Era posible que Nicholas la llevara a más fiestas como aquella, con el círculo íntimo de los poetas, aunque lo más seguro era que quisiera salir con Selina, y probablemente se querría acostar con ella, pero como Selina ya se había acostado con dos hombres, Jane no veía impedimentos a que hubiera un tercero. Le daba pena pensar, pues lo pensaba, que el verdadero interés de Nicholas por el club May of Teck, y el motivo de que estuvieran los dos sentados en esa lúgubre habitación, era que él quisiera acostarse con Selina.

—¿Qué partes dirías tú que son las más importantes? —le preguntó.

—¿Qué partes de qué?

—De tu libro —dijo ella—. De Los cuadernos sabáticos. George anda buscando un genio. Me temo que tendrás que ser tú…

—Es importante todo, el libro entero —dijo Nicho— las.

Inmediatamente se le ocurrió la idea de falsificar una carta firmada por algún personaje medio famoso, diciendo que su libro parecía la obra de un genio. De ningún modo lo pensaba, ni mucho menos, porque Nicholas no perdería el tiempo pensando en un atributo tan poco concreto como el de la genialidad. Sin embargo, sabía reconocer una palabra útil cuando la tenía delante y al oír lo que insinuaba Jane con su pregunta, trazó rápidamente un plan.

—Cuéntame eso tan delicioso que recita Selina sobre la compostura —le dijo.

—La compostura es el equilibrio perfecto, una ecuanimidad del cuerpo y la mente, una serenidad perfecta en cualquier entorno social. Vestimenta elegante, limpieza inmaculada… Ay, por Dios —dijo—. Estoy harta de intentar sacar las migajas de carne del pastel usando el tenedor para separarlas de los trozos de patata. No sabes lo que es intentar comer bien teniendo que evitar siempre las grasas y los hidratos de carbono.

Nicholas le dio un beso cariñoso. En ese momento le pareció vislumbrar la ternura que había en Jane, pues no hay nada tan revelador como un estallido de miseria acumulada por parte de una criatura de naturaleza flemática.

—Y todo para alimentarme el cerebro —dijo Jane.

Para consolarla, Nicholas le dijo que intentaría conseguirle un par de medias de nailon, sacándoselas al americano con el que trabajaba. Le miró las piernas, desnudas y cubiertas de pelo oscuro. Sin dudarlo, arrancó de su cartilla seis vales para ropa y se los dio a Jane. También se ofreció a darle el huevo de la semana siguiente.

—El huevo te hará falta para el cerebro —le dijo ella.

—Siempre desayuno en la cantina americana —dijo él—. Allí nos dan huevos y zumo de naranja.

Ella le dijo que aceptaba su ofrecimiento. En aquellos momentos, al inicio de la etapa más dura del racionamiento, el cupo era de un huevo semanal pues también había que aprovisionar a los países liberados. Él tenía un hornillo en su habitación alquilada, donde se preparaba algo de cenar cuando estaba en casa y se acordaba de que tenía que comer.

—Te doy todo mi té —dijo él—. Yo solo tomo café y lo consigo por los americanos.

Ella le dijo que le vendría bien el té. El cupo era de sesenta gramos una semana y noventa gramos la semana siguiente, alternativamente. Pero el té era valioso para intercambiarlo por otras cosas. Jane pensó que en esta ocasión no iba a tener más remedio que ponerse de parte del autor y procurar engatusar a George. Nicholas era un artista verdadero, dotado de una sensibilidad tremenda. George, en cambio, era un simple editor. Iba a tener que poner al día a Nicholas en cuanto a las técnicas empresariales de George, que consistían sobre todo en descubrir las flaquezas de los autores.

—Vamos abajo —dijo Nicholas.

Entonces se abrió la puerta y apareció Rudi Bittesch, que se les quedó mirando durante unos instantes. Rudi jamás estaba borracho.

—¡Rudi! —dijo Jane con inusitado entusiasmo.

Estaba encantada de conocer a alguien que no le hubiera presentado Nicholas. Así demostraba que ella también pertenecía a ese entorno.

—Vaya, vaya —dijo Rudi—. ¿Qué tal te va últimamente, Nick, por cierto?

Nicholas contestó que vivía de prestar sus servicios a los americanos.

Rudi soltó una carcajada hueca, como si fuera el tío cínico de la familia, y dijo que él también podía haber trabajado para los americanos si hubiera querido venderse.

—¿Venderte? —dijo Nicholas.

—Vender mi integridad para trabajar solamente por la paz —dijo Rudi—. Por cierto, bajaos conmigo a la fiesta y dejemos el asunto.

Cuando bajaban por la escalera le dijo a Nicholas:

—Así que te van a publicar en Throvis-Mew. Me he enterado por Jane.

—Es un libro medio anarquista —dijo ella rápidamente, por si Rudi admitía haberlo leído.

—Por cierto, ¿sigues creyendo en eso de la anarquía? —le dijo Rudi a Nicholas.

—En lo que no sigo creyendo es en los anarquistas —dijo Nicholas—. Al menos no en todos, por cierto.

—¿Cómo ha muerto, por cierto? —dijo Rudi.

—Un asesinato político, según parece —dijo Jane.

—¿En Haití? ¿Cómo ha sido?

—Solo sé lo que han dado en las noticias. Según Reuters ha sido una revuelta popular. Associated News tiene información más reciente… Pero estaba acordándome del manuscrito ese, Los cuadernos sabáticos.

—Aún lo tengo. Si se hace famoso por haber muerto, lo busco. ¿Cómo ha muerto…?

—No te oigo. Hay interferencias. Te digo que no te oigo, Rudi…

—Te pregunto que cómo ha muerto ¿De qué manera?

—El libro va a valer mucho ahora, Rudi.

—Lo buscaré. Hay interferencias, por cierto. ¿Me oyes? ¿Cómo ha muerto…?

—… una cabaña…

—No te oigo…

—… en un valle…

—Habla más alto.

—… en un palmeral… el desierto… ese día había mercado y habían salido todos menos él…

—Lo buscaré. Puede que Los cuadernos sabáticos sí que tenga su público. ¿No le habrán sometido a uno de esos martirios rituales, por cierto?

—Se estaba entrometiendo en las supersticiones locales, según parece —dijo Jane—. En Haití se están cargando a muchos curas católicos.

—No oigo nada. Esta noche te llamo, Jane. Luego nos vemos.