Joanna Childe estaba en la sala de juegos, dando una clase de elocución a la señorita Harper, la cocinera. Cuando no daba clases, la señorita Childe solía dedicarse a preparar el siguiente examen. Era frecuente que los ecos de su retórica resonaran por toda la casa. Con cada alumna ganaba seis chelines la hora, cinco si era una socia del May of Teck. Nadie estaba al tanto del acuerdo económico que tenía con la señorita Harper, pues en aquellos tiempos las encargadas de la despensa solían hacer trueques que resultaran convenientes para ambas partes. En cuanto a la clase en sí, el método de Joanna consistía en leer cada estrofa ella antes y hacer que su discípula la repitiera.
Todos los que estaban en la sala de juegos oían los sonoros énfasis del «Naufragio del Deutschland».
El ceño de su rostro ante mí, el fragor del infierno detrás, ¿dónde había un… dónde había un lugar?
El club estaba orgulloso de Joanna Childe, no solo porque recitaba poesía con la barbilla en alto, sino por la constitución tan sólida que tenía, por su aspecto tan robusto y sano. Era la encarnación poética de esas hijas de párroco robustas y sanas que no usaban ni pizca de maquillaje, que apenas salían del colegio se metían de lleno en las organizaciones benéficas que llevaba la Iglesia desde el comienzo de la guerra, que antes de eso habían sido monitoras de su clase y a las que nadie había visto derramar una sola lágrima ni imaginaba verlas llorando jamás, porque eran estoicas por naturaleza.
Lo que le pasó a Joanna fue que nada más acabar el colegio se enamoró de un sacristán. La historia no salió bien. Pero Joanna decidió que ese sería el amor de su vida.
… No es amor el amor
que se muda al hallar mudanza
o flaquea con la lejanía para alejarse.
Todas sus nociones del honor y el amor procedían de la poesía. Estaba vagamente familiarizada con las categorías y subcategorías del amor, tanto del humano como del divino, y con sus diversos atributos, pero ese conocimiento provenía más bien de las conversaciones escuchadas en la rectoría cuando recibían allí la visita de algún clérigo con mentalidad de teólogo; era un aprendizaje de rango distinto al de las creencias populares del tipo «La gente que vive en el campo es más virtuosa», y ajeno al principio de que una buena chica solo debe enamorarse una vez en la vida.
Joanna pensaba que su afecto por el sacristán no merecería el apelativo de amor, si es que llegaba a buen término el afecto similar que empezó a sentir por otro sacristán, más adecuado y aún más guapo. Si admites que puedes cambiar el objeto de un sentimiento poderoso, socavas toda la estructura del amor y del matrimonio, y con ella toda la filosofía del soneto de Shakespeare; esta era la opinión aceptada, aunque tácita, de la rectoría y de sus elevadas estancias, cargadas de fervor religioso. Joanna refrenó sus sentimientos hacia el segundo sacristán, rebajándolos gracias al tenis y al esfuerzo bélico. No había dado la menor esperanza al segundo sacristán, pero lo añoró en silencio hasta un domingo en que le vio de pie ante el púlpito, anunciando su sermón sobre el evangelio:
Por tanto, si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno.
Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala. Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno.
Era la misa de tarde. En la iglesia había muchas chicas del barrio, algunas con el uniforme del Servicio Naval Femenino. Una en concreto tenía los ojos vueltos hacia el sacristán, con sus rosadas mejillas realzadas por la luz del atardecer que entraba por las vidrieras, y el pelo suavemente ondulado sobre el gorro del ejército. A Joanna le costaba imaginar que existiera un hombre más guapo que este segundo sacristán. Acababa de tomar los hábitos y estaba a punto de alistarse en el ejército. Era una primavera llena de preparativos y enigmas, pues se iba a abrir un segundo frente contra el enemigo, en África del Norte según unos, en los Países Nórdicos, el Báltico y Francia según otros. Entretanto, Joanna escuchaba atentamente al joven del pulpito, le escuchaba de modo obsesivo. Era moreno y alto, con un rostro cincelado de mirada profunda bajo unas cejas oscuras y bien perfiladas. En su ancha boca, Joanna veía un rasgo de generosidad y humor, la clase de generosidad y de humor propios del obispo que llevaba dentro. Era muy atlético. Este sacristán, al contrario que el anterior, pronto manifestó bien a las claras sus sentimientos por Joanna. Como primogénita del párroco que era, Joanna escuchaba a aquel hombre atractivo sin cambiar de postura ni manifestar el menor interés por él. No volvía el rostro para mirarle como hacía la bonita mujer del uniforme. El ojo derecho y la mano derecha, decía él, son recursos especialmente preciados para nosotros. Lo que dice la Biblia, explicaba, es que si algo especialmente valioso para nosotros se vuelve dañino… Como sabéis, la palabra griega que aparece es, empleada frecuentemente en las Sagradas Escrituras con la connotación de escándalo, ofensa o tropiezo, como cuando san Pablo dijo… Los campesinos, que eran mayoría en la congregación, le miraban con sus grandes ojos impávidos. En ese instante Joanna decidió arrancarse el ojo derecho, cortarse la mano derecha, pues era claramente dañino para su primer amor el tropiezo que representaba aquel adorable hombre del púlpito.
«Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno», tronaba la voz del cura. «El Infierno, por supuesto, es un concepto negativo. Pongámoslo en positivo. Dándole un matiz positivo, el texto diría: “Más te vale entrar tuerto en el Reino de los Cielos que no entrar”». Todo ello esperaba llegar a publicarlo en un volumen de sermones escogidos, pues aún era inexperto en muchos sentidos, aunque luego se curtiría en cierto modo como capellán del ejército.
Joanna, por tanto, había decidido entrar tuerta en el Reino de los Cielos. Aunque lo cierto es que no parecía tuerta, ni mucho menos. Consiguió un empleo en Londres y se instaló en el club May of Teck. En su tiempo libre se dedicaba a la elocución. Al final de la guerra comenzó a estudiar y se entregó a ello por completo. El mundo de la poesía sustituyó al mundo del sacristán, y para sacarse el diploma empezó a dar clases a seis chelines la hora.
Los crueles soldados de la caballería
han matado a mi fauno, que pronto morirá.
Nadie en el club May of Teck conocía del todo bien la historia de Joanna, pero se daba por hecho que tenía una trascendencia heroica. Se la comparaba con Ingrid Bergman, y era de las pocas que no intervenían en las discusiones entre las socias y empleadas sobre asuntos como si la comida engordaba mucho o poco, incluso estando como estaba racionada por la guerra.