Hace tiempo, en 1945, toda la buena gente era pobre, salvo contadas excepciones. Las calles de las ciudades eran una sucesión de edificios en mal estado o sin arreglo posible, zonas bombardeadas llenas de escombros, casas como enormes dientes con las caries agujereadas por el torno de un dentista que hubiera dejado la cavidad abierta. Varios de los edificios reventados por las bombas parecían castillos en ruinas hasta que, vistos de cerca, resultaban tener habitaciones normales, unas encima de las otras, con las paredes empapeladas, expuestas como en un escenario de teatro, con una pared suprimida; en algunos casos una cadena de retrete colgaba perdida en el aire desde el techo de un cuarto o quinto piso; casi todas las escaleras habían sobrevivido, como objetos de una nueva forma de arte, subiendo hacia un destino impreciso que obligaba a forzar la imaginación. Toda la buena gente era pobre; o, en todo caso, eso parecía, pues los mejores de entre los ricos eran pobres de espíritu.
No tenía absolutamente ningún sentido deprimirse por la situación, ya que habría sido como deprimirse por la existencia del Gran Cañón del Colorado o de algún otro fenómeno natural al que fuera imposible acceder. La gente seguía haciendo comentarios sobre lo mucho que le deprimían el mal tiempo y las noticias, o la curiosidad de que el Albert Memorial se hubiera mantenido, desde el primer momento, incólume a las bombas.
El club May of Teck estaba, transversalmente, justo delante del Memorial, en una fila de casas que apenas se mantenían en pie; en las calles y los jardines del barrio habían caído varias bombas, dejando los edificios resquebrajados por fuera y endebles por dentro, pero temporalmente habitables. En las ventanas reventadas habían puesto unos vidrios que traqueteaban al abrirlas o cerrarlas. A las ventanas del vestíbulo y el cuarto de baño les acababan de quitar la pintura bituminosa que se usaba para camuflarlas. Las ventanas tenían su importancia durante ese último año de decisiones cruciales; por ellas se sabía al instante si una casa estaba ocupada o no; y en los últimos tiempos habían adquirido un gran predicamento, pues constituían la peligrosa frontera entre la vida doméstica y la guerra que afectaba a las calles de la ciudad. Al sonar las sirenas, todos decían: «Cuidado con las ventanas. No os acerquéis. Los fragmentos de cristal son peligrosos».
Las ventanas del club May of Teck se habían roto tres veces desde 1940, aunque el edificio se había librado de las bombas. Las habitaciones de arriba daban a las onduladas copas de los árboles de los jardines de Kensington, y para ver el Albert Memorial bastaba con estirar el cuello y girar la cabeza ligeramente. Desde los dormitorios superiores se veía a la gente que pasaba por la acera frente al parque, personas diminutas, en pulcras parejas o por separado, con carritos minúsculos en los que asomaba la cabeza de alfiler de un niño rodeado de provisiones, con bolsas de la compra del tamaño de un punto. Todos salían de casa con una bolsa, por si tenían la suerte de pasar por una tienda que acabara de recibir algo que no fueran los escasos víveres del racionamiento.
Desde los dormitorios de abajo la gente que pasaba por la calle parecía tener un tamaño casi normal, y los senderos del parque se distinguían bien. Toda la buena gente era pobre, pero había pocas personas tan decentes, en cuanto a decencia propiamente dicha, como las chicas de Kensington que por la mañana se asomaban a la ventana para ver qué tiempo hacía o que atisbaban por la tarde el verdor del parque como pensando en los meses venideros, en el amor y sus vericuetos. Sus ojos brillaban con un entusiasmo que, pareciendo rozar la genialidad, era simple juventud. La primera norma del estatuto, redactado hacía tiempo y con la ingenuidad característica de la época eduardiana, aún se les podía aplicar a las chicas de Kensington sin apenas cambio alguno:
El club May of Teck existe para proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios, con una edad inferior a los treinta años, que se vean obligadas a residir lejos de sus familias por tener que desempeñar un trabajo en Londres.
Como ellas mismas sabían en mayor o menor grado, por aquel entonces había pocas personas más encantadoras, ingeniosas, conmovedoramente bellas y, en ciertos casos, salvajes, que las señoritas de escasos medios.
—Tengo que contarte una cosa —dijo Jane Wright, la mujer columnista.
Por el auricular del teléfono le llegó la voz de Dorothy Markham, dueña de la célebre agencia de modelos del mismo nombre.
—Querida, ¿dónde te habías metido? —le preguntó con el entusiasmo superlativo que tenía ya desde sus tiempos de debutante.
—Tengo que contarte una cosa. ¿Te acuerdas de Nicholas Farringdon? El chico aquel que se dejaba caer por el May of Teck justo después de la guerra, que era anarquista y una especie de poeta. Ese tan alto que…
—¿El que pasó la noche en la azotea con Selina?
—Sí, Nicholas Farringdon.
—Ah, algo me acuerdo. ¿Ha vuelto a aparecer?
—No, le acaban de martirizar.
—¿Le acaban de qué?
—Martirizar. En Haití. Le han asesinado. ¿Te acuerdas de que se hizo Hermano de…?
—Pero si precisamente vengo de Tahití. Es un sitio maravilloso donde todo el mundo es maravilloso. ¿Y tú cómo te has enterado?
—La noticia viene de Haití, no de Tahití. Acaba de llegar un boletín de Reuters. Estoy segura de que es el mismo Nicholas Farringdon porque dicen que era un misionero que antes fue poeta. Casi me da algo. Le traté mucho, ¿sabes?, en los viejos tiempos. Supongo que procurarán que no se sepa, lo de los viejos tiempos, si quieren convertirlo en la historia de un mártir.
—¿Cómo murió? ¿Es todo muy truculento?
—Uy, yo qué sé. Solo viene un párrafo.
—Tendrás que usar tus contactos para sacarles más datos. Yo estoy hecha polvo. Tengo un montón de cosas que contarte.
El Consejo de Dirección quiere expresar su sorpresa ante la queja de las socias en cuanto al papel pintado elegido para el salón. El Comité desea señalar que la cuota de las socias cubre el hospedaje, pero no incluye los gastos de mantenimiento. El Comité lamenta que el espíritu de las fundadoras del May of Teck se haya deteriorado tanto como para que se produzca semejante protesta. El Comité ruega a las socias que se remitan a los términos en que se fundó el club.
Joanna Childe era hija de un párroco rural. Tenía una inteligencia considerable y sentimientos tan profundos como sombríos. Mientras se preparaba para ser maestra de elocución asistía a clases de teatro y tenía incluso alumnas propias. Como ventaja en su profesión contaba con su buena voz y con un amor por la poesía comparable al amor de un gato por los pájaros; la poesía declamatoria, en concreto, le provocaba un apasionado entusiasmo; se lanzaba sobre el material, recreándose en él con su mente febril, y, una vez aprendido de memoria, lo recitaba con un deleite voraz. Solía dar rienda suelta a su pasión al dar sus clases de elocución en el club, donde se la tenía en alta estima por ello. Cuando llamaban los novios de las socias, la vibrante voz de Joanna declamando en su habitación o en la sala de juegos donde le gustaba ensayar, en opinión de todas, aportaba cierta elegancia y personalidad al centro. Sus gustos en poesía se acabaron imponiendo en el club. Le gustaban especialmente ciertos pasajes de la Biblia del Rey Jacobo, además del Libro de Oraciones, Shakespeare y Gerard Manley Hopkins, y acababa de descubrir a Dylan Thomas. La poesía de Eliot y Auden no le impresionaba, salvo este verso del segundo:
Posa tu cabeza soñolienta, mi amor,
indulgente, en mi brazo infiel.
Joanna Childe era grandona, con un pelo claro y brillante, los ojos azules y las mejillas sonrosadas. Estaba con varias socias más del club cuando leyó la notificación firmada por lady Julia Markham, presidenta del comité, colgado en el tablón de anuncios de fieltro verde, y no pudo por menos de murmurar:
—Arrogante es el necio, una y otra vez, pues sabe que su tiempo escasea.
Pocas de las presentes sabían que el verso alude al diablo, de modo que les hizo reír. No era, sin embargo, la intención de Joanna, que casi nunca citaba nada por su pertinencia ni con intención conversacional.
Joanna, que ya era mayor de edad, votaría a partir de entonces por la opción conservadora en las elecciones, cosa que en el club May of Teck se asociaba en aquellos tiempos con un estilo de vida apetecible, algo que ninguna de las socias podía recordar por experiencia propia, dada su corta edad. En principio todas daban su visto bueno al contenido del comunicado del comité. Por eso a Joanna le asustó la divertida reacción ante su cita, la cordial carcajada con que aceptaron que aquellos tiempos se habían acabado, si las socias de turno no podían alzar la voz contra el papel de la pared del salón. Principios aparte, era obvio que el puñetero comunicado tenía gracia. Lady Julia debía de estar bastante desesperada.
«Arrogante es el necio, una y otra vez, pues sabe que su tiempo escasea». La pequeña Judy Redwood, una joven morena que trabajaba de mecanógrafa en el Ministerio de Trabajo, dijo:
—Me parece a mí que, como socias, podemos opinar sobre las cuestiones administrativas. Tengo que preguntárselo a Geoffrey.
Era el hombre con quien Judy estaba prometida. Ahora se encontraba en el ejército, pero había terminado Derecho antes de alistarse. La hermana de este, Anne Baberton, que estaba delante del cartel junto con el resto de las socias, dijo:
—Geoffrey es la última persona a quien yo pediría consejo.
Al decir eso, Anne Baberton quería dejar claro que ella conocía a Geoffrey mejor que Judy; lo dijo con voz de cariñoso desdén; lo dijo porque era el típico comentario propio de una hermana bien educada, pues de hecho estaba orgullosa de él; y junto a todo ello había un matiz de irritación en sus palabras —«Geoffrey es la última persona a quien yo pediría consejo»—, pues sabía que la intervención de las socias en el asunto del papel pintado no tenía ningún sentido.
Anne tiró una colilla sobre las baldosas rosas y grises del enorme vestíbulo Victoriano y la pisó desdeñosamente. Su gesto fue detectado por una mujer delgada de mediana edad, una de las pocas socias mayores que quedaban, si bien no era de las más antiguas.
—No está permitido apagar colillas en el suelo —dijo.
Sus palabras no hicieron mella en las mujeres del grupo, que las oyeron como oían el reloj de pared que había a sus espaldas. Pero Anne preguntó:
—¿Ni siquiera se permite escupir en el suelo?
—Por supuesto que no —dijo la solterona.
—Ah, pues yo pensaba que sí se podía —dijo Anne.
El club lo abrió la reina María antes de casarse con el rey Jorge V, cuando aún era la princesa May of Teck. Una tarde, entre el compromiso y la boda, consiguieron que la princesa fuese a Londres a inaugurar oficialmente el club May of Teck, sufragado por varias fuentes de noble procedencia.
Ninguna de las señoras originales permanecía ya en el club. Pero a tres de las socias que entraron después se les había permitido quedarse pasado el límite estipulado de treinta años, y ahora estaban en la cincuentena, habiendo vivido en el club May of Teck desde antes de la Primera Guerra Mundial cuando, según contaban, había que ponerse de tiros largos para bajar a cenar.
Nadie sabía por qué a estas tres mujeres no les habían rogado que se marcharan al cumplir los treinta. Y ni el director ni los miembros del comité sabían por qué se habían quedado. Ahora ya era tarde para echarlas si querían seguir manteniendo las formas. Incluso era tarde para sacarles el tema de su prolongada estancia. Los sucesivos comités anteriores a 1939 decidieron que las socias mayores ejercerían, con toda probabilidad, una buena influencia sobre las jóvenes.
Durante la guerra el asunto quedó olvidado, ya que el club estaba medio vacío; en cualquier caso, las cuotas de las socias eran necesarias, pues los bombardeos estaban haciendo tantos estragos y llevándose por delante tantas vidas que era razonable preguntarse si tanto las tres solteronas como el propio club lograrían mantenerse en pie. En 1945 ya habían visto llegar y marcharse a muchas chicas, aunque solían caer bien a las llegadas en la última tanda, que las obsequiaban con insultos si se entrometían y con confesiones íntimas si optaban por mantener las distancias. Las confidencias casi nunca eran del todo ciertas, especialmente si venían de las jóvenes que ocupaban el piso superior. A las tres solteronas llevaban años llamándolas por los motes de Collie (la señorita Coleman), Greggie (la señorita MacGregor) y Jarvie (la señorita Jarman). Fue Greggie quien, estando ante el tablón de anuncios, le dijo a Anne:
—No está permitido apagar colillas en el suelo.
—¿Ni siquiera se permite escupir en el suelo?
—Por supuesto que no.
—Ah, pues yo pensaba que sí se podía.
Con un suspiro indulgente, Greggie se abrió paso entre las socias más jóvenes. Salió al enorme porche y se quedó ante la puerta abierta, mirando el anochecer como una tendera en espera de clientela. Greggie siempre se portaba como si el club fuese suyo.
El gong estaba a punto de sonar. Anne dio un puntapié a su colilla, enviándola hacia una esquina oscura.
—Anne, ahí viene tu novio —le avisó Greggie, volviendo la cabeza desde el porche.
—Puntual, por una vez en la vida —dijo Anne, con el mismo aire desdeñoso que había usado al referirse a su hermano Geoffrey: «Es la última persona a quien yo pediría consejo». Con su desenfadado bamboleo de caderas, avanzó hacia la puerta.
Un hombretón de piel sonrosada entró sonriente, vestido de uniforme inglés. Anne le miró como si fuese la última persona del mundo a quien pediría consejo.
—Buenas noches —le dijo el recién llegado a Greggie, como cualquier hombre educado saludaría a una señora de su edad.
Al ver a Anne hizo un vago sonido nasal que, adecuadamente articulado, bien podría haber sido un hola. En cuanto a ella, no profirió el menor gesto de reconocimiento. Sin embargo, estaban a punto de comprometerse en matrimonio.
—¿Quieres entrar a ver el papel pintado del salón? —le dijo Anne entonces.
—No, vámonos pitando.
Anne fue a recoger su abrigo de la barandilla donde lo había dejado tirado.
—Adiós, Greggie —dijo.
—Buenas noches —dijo el soldado mientras Anne le tomaba del brazo.
—Que os divirtáis —dijo Greggie.
Sonó el gong de la cena y a continuación se oyó un barullo de pies apartándose del tablón de anuncios y correteando por los pisos de arriba.
Una noche de verano de la semana anterior, el club entero, las cuarenta y pico socias, acompañadas del joven de turno caído por allí, salieron como veloces aves migratorias al oscuro frescor del parque, y atravesaron sus praderas como cuervos volando hacia el palacio de Buckingham, para expresar con el resto de los londinenses su alegría por la victoria en la guerra contra Alemania. De dos en dos y de tres en tres, se abrazaban unas a otras temerosas de que las pisotearan. Al separarse se agarraban o bien se dejaban agarrar por la persona más cercana. Unidas a la gran oleada, surcaron la hierba y cantaron hasta que, con intervalos de media hora, una luz inundaba el diminuto balcón del lejano palacio sobre el que aparecían cuatro pequeños dígitos lineales: el rey, la reina y las dos princesas. Los miembros de la familia real alzaban el brazo derecho, y agitaban la mano como llevados por una suave brisa; eran tres velas encendidas vestidas de uniforme y otra vela engalanada con las pieles de la reina, que iba de civil en tiempos de guerra. El gigantesco murmullo orgánico de la multitud, en nada semejante a la voz de un ser animado, sino más bien como una catarata o una alteración geológica, se propagaba por los parques y el Malí. Solo los hombres de las ambulancias Saint John, firmes ante sus camiones, conservaban su identidad. Los miembros de la familia real alzaron el brazo una vez más, hicieron un amago de marcharse, remolonearon y volvieron a saludar, desapareciendo definitivamente. Brazos desconocidos rodeaban cuerpos desconocidos. Muchos amoríos, algunos duraderos, surgieron esa noche; y numerosos bebés de la variedad experimental, deliciosos en su tono de piel y estructura racial, vinieron al mundo al cumplirse su correspondiente ciclo de nueve meses. Las campanas repicaban. Greggie comentó que aquello era un acontecimiento a medio camino entre una boda y un funeral, pero a escala mundial.
Al día siguiente todos empezaron a plantearse el lugar que ocuparían a partir de entonces en el nuevo orden del mundo.
A muchos les entraban ganas, y algunos incluso cedían al impulso, de insultar a los demás para demostrar algo o bien para ponerse a prueba.
El Gobierno tuvo que recordarles a las gentes que seguían en guerra. Oficialmente era algo innegable, pero, salvo para quienes tenían parientes en las cárceles de Extremo Oriente, o para los que se habían quedado inmovilizados en Birmania, la guerra empezaba a considerarse un asunto lejano.
Varias tipógrafas del club May of Teck procuraron buscarse empleos más seguros, es decir, en empresas privadas que no estuvieran relacionadas con la guerra, como los ministerios temporales donde muchas de ellas habían trabajado.
Sus hermanos y amigos soldados, que aún tardarían en licenciarse, ya hablaban de proyectos interesantes para cuando llegase la paz, tales como comprar un camión y montar una empresa de transportes.
—Tengo que contarte una cosa —dijo Jane.
—Espera un segundo, que voy a cerrar la puerta. Los niños están haciendo mucho ruido —dijo Anne, que, en cuanto volvió al teléfono, dijo—: Ya estoy, cuéntame.
—¿Te acuerdas de Nicholas Farringdon?
—El nombre me suena de algo.
—Acuérdate, uno al que traje yo al May of Teck en 1945, que venía mucho a cenar. Ese que acabó liado con Selina.
—Ah, Nicholas. ¿El que se subió al tejado? Anda que no ha pasado tiempo ni nada. ¿Le has visto?
—Lo que he visto es un boletín que acaba de mandar Reuters. Le han asesinado en una revuelta en Haití.
—¿En serio? ¡Qué espanto! ¿Y qué hacía allí?
—Pues se había metido a misionero o algo así.
—¡No me digas!
—Sí. Una tragedia tremenda. Yo le conocía mucho.
—Horroroso. Menudos recuerdos te traerá. ¿Se lo has contado a Selina?
—La verdad es que aún no he logrado dar con ella.
Ya sabes cómo está últimamente. No se pone al teléfono y hay que pasar por miles de secretarias, o lo que sean, sin que sirva de nada.
—De esto puedes sacar una buena historia para el periódico, Jane —dijo Anne.
—Ya lo sé. Estoy pendiente de conseguir más datos. Es evidente que ha pasado mucho tiempo desde que le conocí, pero sería una historia interesante.
Dos hombres —poetas en virtud de que escribir poesía era lo único consistente que habían hecho en su vida—, adorados por dos de las chicas del May of Teck, y de momento por nadie más, estaban sentados con sus pantalones de pana en un café de Bayswater, en compañía de sus admiradoras y oyentes, hablando del futuro que les esperaba, mientras hojeaban las galeradas de la novela de un amigo. Sobre la mesa, entre ambos, había un ejemplar de Peace News.
—¿Qué será de nosotros ahora, sin los bárbaros? —dijo uno de los hombres al otro—. Esa gente era una especie de solución para todo.
Y el otro sonrió, medio aburrido, pero consciente de que en la gran metrópolis y sus provincias adjuntas eran muy pocos los que conocían la procedencia de esas líneas. El otro hombre que sonreía era Nicholas Farringdon, no conocido todavía, ni con probabilidad alguna de serlo.
—¿Quién ha escrito eso? —dijo Jane Wright, una chica gorda que trabajaba en una editorial, considerada lista en el May of Teck, pero sin satisfacer del todo los requisitos sociales del club.
Ninguno de los dos hombres le respondió.
—¿Quién ha escrito eso? —dijo Jane otra vez.
El poeta más cercano a ella la miró a través de los gruesos cristales de sus gafas, y le dijo:
—Un poeta alejandrino.
—¿Es nuevo?
—No, pero en este país sí que resulta bastante nuevo.
—¿Cómo se llama?
El hombre no contestó. Los dos habían vuelto a su charla. El tema era el declive y caída del movimiento anarquista en su isla natal, centrándose concretamente en los personajes afectados. Esa noche ya estaban hartos de educar a las chicas.