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La luz al final del túnel

Hephaestus era un dragón inteligente y astuto, lo que le permitía dominar un gran número de poderosos encantamientos, hablar las lenguas de una docena de razas y derrotar a la multitud de enemigos que se había enfrentado a él. A lo largo de sus siglos de existencia, el dragón había ido adquiriendo sabiduría, como suelen hacer los dragones, por lo que la voz de la experiencia le decía que no debería estar mirando fijamente la refulgente energía liberada por la Piedra de Cristal.

Pero el leviatán no podía apartar la vista de ese resplandor, del poder más intenso, brillante y en estado más puro que hubiese visto nunca.

El wyrm contempló, maravillado, cómo la sombra de un esqueleto brotaba de la relumbrante piedra, y luego otra y otra más, hasta que los siete espectros de lichs consumidos mucho tiempo atrás bailaron alrededor de la Piedra de Cristal, tal como lo habían hecho el aciago día en que fuera creada.

Entonces, uno a uno, se disiparon en la nada.

El dragón seguía mirando, incrédulo, y compartió honestamente, con toda claridad como si estuvieran empáticamente unidos, las emociones que emanaban de la siguiente forma que fluyó fuera de la piedra; la sombra de un hombre encorvado y roto por la tristeza. El alma robada del sultán muerto mucho tiempo atrás se sentó en el suelo y contempló la piedra con mirada nostálgica. Lo rodeaba un aura de tal desolación que incluso Hephaestus el Despiadado sintió un estremecimiento en su corazón, frío como el hielo.

Este último espectro también acabó por disiparse en la nada y, finalmente, la luz de la Piedra de Cristal empezó a perder intensidad.

Sólo entonces se dio cuenta Hephaestus de la gravedad del error que había cometido; sólo entonces se dio cuenta el viejo dragón rojo de que se había quedado ciego, de que el poder liberado era de tal pureza que le había quemado los ojos.

El dragón lanzó un terrible bramido, el mayor grito de furia y rabia que el siempre enfurecido Hephaestus hubiera emitido en toda su vida. Ese grito dejaba traslucir además cierto temor y lamento, pues, de pronto, fue consciente de que no osaría abandonar su guarida en pos de los intrusos que habían llevado hasta él ese condenado objeto, que no podía aventurarse al mundo exterior, donde necesitaría sus ojos y todos sus agudos sentidos si quería sobrevivir.

Su olfato le dijo que, al menos, había destruido al drow y al illita que estaban en el pasadizo momentos antes. Hephaestus se dio cuenta de que ése sería, probablemente, su único consuelo ese día, por lo que decidió retirarse a la gran cámara mágicamente oculta detrás de su guarida, una cámara con una única entrada en la que el dragón guardaba un tesoro de oro, piedras preciosas, joyas y fruslerías variadas.

Allí, el ultrajado y vencido wyrm se echó a dormir acurrucado, deseando descansar en paz entre sus riquezas ocultas y esperando que, con el paso de los años, sus ojos quemados sanarían. Durante ese tiempo soñaría con que abrasaba a los intrusos y trataría de hallar el modo de solucionar el problema de su ceguera, por si el sueño no surtía el efecto curativo deseado.

Cadderly a punto estuvo de saltar de alegría al ver la forma que salía corriendo de los túneles, pero al reconocer a Artemis Entreri y reparar en que la mujer que el asesino transportaba sobre un hombro apenas se movía y estaba cubierta de sangre, el corazón le dio un vuelco.

—¿Qué le has hecho? —bramó Iván, disponiéndose a lanzarse contra el humano, pero se encontró con que se movía muy lentamente, como en un sueño. Al mirar, vio que su hermano Pikel también se movía con una lentitud antinatural.

—Calmaos, calmaos —les dijo Jarlaxle—. Las heridas de Danica no las ha provocado Artemis Entreri.

—¿Y tú cómo lo sabes? —le espetó Iván.

—Porque, si no, la hubiera abandonado en la oscuridad —contestó el drow. La simple lógica de ese razonamiento tranquilizó un tanto a los imprevisibles hermanos.

Pero Cadderly corrió hacia ellos y, como se encontraba fuera de los parámetros del hechizo de Jarlaxle cuando éste lo lanzó, no lo afectó. El clérigo fue derecho hacia Entreri, el cual, al verlo se detuvo e inclinó un hombro hacia abajo, dejando a Danica en posición erguida o, mejor dicho, apoyada en él.

—Arma drow —dijo el asesino tan pronto como Cadderly estuvo lo suficientemente cerca para ver la herida y el torpe intento que había hecho Entreri para restañar la sangre.

Sin perder ni un segundo, el sacerdote se sumergió en la canción de Deneir, de la que extrajo todas las energías curativas que pudo encontrar. Para su alivio, descubrió que las heridas recibidas por su amada no eran tan críticas como parecían y que se repondría con bastante rapidez.

Al acabar, los hermanos Rebolludo y Jarlaxle se habían unido a ellos. Cadderly alzó los ojos hacia los enanos, sonrió, asintió y dirigió al asesino una mirada de perplejidad.

—Ella me salvó en los túneles, y no me gusta estar en deuda con nadie —explicó Entreri agriamente y se marchó sin mirar atrás.

Cadderly y sus compañeros, Danica entre ellos, alcanzaron a Entreri y a Jarlaxle algo más tarde ese mismo día, después de que, para alivio general, se hiciera evidente que Hephaestus no pensaba darles caza.

—Regresaremos a Espíritu Elevado con el mismo encantamiento que nos trajo aquí —anunció el clérigo—. Sería muy descortés por mi parte que no os ofreciera volver con nosotros.

Jarlaxle lo miró con curiosidad.

—Sin trucos —aseguró Cadderly al receloso drow—. No pretendo juzgaros, pues desde que llegasteis vuestras acciones han sido honorables, pero os aviso que no pienso tolerar ningún…

—¿Por qué tendríamos que regresar contigo? —lo atajó Artemis Entreri—. ¿Qué tenemos que ganar en tu catedral de hipocresía?

Cadderly iba a responder; tenía mucho que decir. Quería gritarle, coaccionarlo, convertirlo, cualquier cosa para derribar ese muro de rechazo. Pero decidió no decir nada, pues se dio cuenta de que, ciertamente, esos dos nada obtendrían en Espíritu Elevado.

Si desearan purificar sus almas y reformarse sería muy distinto. El comportamiento de Entreri hacia Danica sugería que había una pequeña posibilidad de que eso ocurriera en el futuro. Siguiendo un súbito impulso, el clérigo se sumergió en la canción de Deneir y tejió un hechizo menor que le permitiría ver, en líneas generales, el futuro del humano y el drow.

Le bastó un rápido vistazo para confirmar que Espíritu Elevado, Carradoon, el bosque Shilmista y toda esa región de las montañas Copo de Nieve saldrían ganando si ese par partía en dirección contraria.

—Adiós, entonces —se despidió, levantándose apenas el sombrero—. Al menos, has tenido la oportunidad de realizar un acto noble en tu desdichada existencia, Artemis Entreri. —Dicho esto, el clérigo se alejó, seguido por Iván y Pikel.

Danica se aproximó a Entreri sin dejar de mirarlo.

—Te agradezco lo que hiciste cuando perdí el sentido —admitió—, pero espero que algún día podamos acabar lo que empezamos en los túneles, debajo de la guarida de Hephaestus.

¿Qué sentido tendría?, quiso decir el asesino, pero cambió de idea antes de que la primera palabra saliera de sus labios. Entreri se limitó a encogerse de hombros, sonreír y dejar que la mujer se marchara sin más.

—¿Un nuevo rival para Entreri? ¿Tal vez la sustituta de Drizzt? —comentó Jarlaxle una vez que se quedaron solos.

—Lo dudo —replicó Entreri.

—¿No es digna de ello?

El asesino sólo se encogió de hombros. Ni siquiera valía la pena tratar de decidir si lo era o no.

Una carcajada del elfo oscuro lo arrancó de sus reflexiones.

—Estás madurando —comentó Jarlaxle.

—Te lo advierto: no pienso tolerar ningún juicio tuyo sobre mí.

Jarlaxle rió con más ganas.

—Así pues, ¿tienes previsto que sigamos juntos? —preguntó el drow.

Entreri lo miró con una dureza que acabó con el regocijo de elfo oscuro, mientras consideraba una pregunta para la que no tenía una respuesta inmediata.

—Excelente —dijo Jarlaxle en tono desenfadado, tomando el silencio como un sí—. Pero te lo advierto: si te cruzas en mi camino, tendré que matarte.

—Te será muy difícil desde la tumba.

Jarlaxle soltó de nuevo una carcajada y explicó:

—Cuando era joven, un amigo mío, maestro de armas cuya mayor frustración era que me tenía por mejor luchador que él (aunque, de hecho, la única vez que lo vencí fue más por suerte que por otra cosa), me comentó que, por fin, había encontrado a alguien que sería al menos tan bueno como yo o quizá mejor. Era apenas un niño, pero prometía convertirse en el mejor guerrero de todos los tiempos.

»Ese maestro de armas se llamaba Zaknafein. Es posible que hayas oído hablar de él.

Entreri negó con la cabeza.

—El joven guerrero al que se refería no era otro que Drizzt Do’Urden —añadió Jarlaxle con una amplia sonrisa.

Entreri trató por todos los medios de no demostrar ninguna emoción, aunque no pudo evitar dejar traslucir la sorpresa que sentía, y el perspicaz Jarlaxle lo notó.

—¿Y se cumplió esa profecía de Zaknafein? —preguntó el asesino.

—Si así fuera, ¿representaría una revelación para Artemis Entreri? —replicó Jarlaxle secamente—. ¿Tendría alguna importancia para ti descubrir la fuerza relativa de Drizzt y Jarlaxle? ¿Cree Artemis Entreri que puede medirse con Drizzt Do’Urden? Y, lo más importante, ¿cree realmente Artemis Entreri que venció a Drizzt?

El asesino miró largamente a Jarlaxle con dureza, pero su gesto se fue suavizando.

—¿Qué más da? —dijo al fin. Era la respuesta que Jarlaxle más deseaba escuchar de labios de su nuevo compañero, con quien esperaba compartir muchas aventuras.

—Aún no hemos acabado —dijo Jarlaxle, cambiando bruscamente de tema—. Muy cerca hay un grupo, temeroso y enfadado, cuyo cabecilla ha decidido que no pueden marcharse todavía dejando las cosas como están.

Sin hacer preguntas, Entreri siguió al elfo oscuro bordeando los afloramientos de roca de la montaña. Al ver al grupo al que se refería Jarlaxle —cuatro elfos oscuros guiados por un peligroso psionicista—, el asesino se rezagó un poco e inmediatamente se llevó ambas manos a la empuñadura de sus mortíferas armas. A pocos pasos de distancia, Jarlaxle y Kimmuriel empezaron a hablar en idioma drow, pero Entreri comprendió casi todo lo que decían.

—¿Vamos a pelear entre nosotros? —preguntó Kimmuriel Oblodra.

—Rai’gy está muerto y la Piedra de Cristal ha sido destruida. ¿Para qué luchar? —replicó Jarlaxle.

Entreri se fijó en que Kimmuriel no se inmutaba ante esas sorprendentes palabras.

—Ah, pero supongo que ya has probado la dulzura del poder, ¿verdad? —inquirió Jarlaxle, riéndose entre dientes—. Al parecer, ahora eres tú el jefe de Bregan D’aerthe y no piensas compartir ese poder con nadie. No tienes ninguna intención de ceder la posición que has ganado, ¿me equivoco?

Kimmuriel empezó a sacudir la cabeza, y para Entreri fue evidente que iba a tratar de hacer las paces con Jarlaxle, pero el extravagante drow se adelantó, diciendo con aire dramático:

—Como quieras. No deseo enzarzarme en ninguna otra lucha, Kimmuriel, y comprendo y acepto que con mis acciones en estos últimos tiempos me he ganado muchos enemigos dentro de Bregan D’aerthe, demasiados para que recupere mi posición de jefe.

—¿Te rindes? —preguntó Kimmuriel receloso poniéndose en guardia al igual que los cuatro soldados que le guardaban las espaldas.

—Claro que no —se rió Jarlaxle—. Y te lo advierto: si te empeñas en luchar contra mí o incluso tratas de descubrir mi paradero, te desafiaré para arrebatarte la posición que has ganado justamente.

Entreri escuchaba con atención, sacudiendo la cabeza, seguro de que lo estaba entendiendo mal.

Kimmuriel quiso responder, pero solamente pudo balbucir unas palabras y lanzar un hondo suspiro.

—Cuida de Bregan D’aerthe. Un día volveré y exigiré que compartas conmigo el poder. Espero hallar una banda de mercenarios tan fuerte como la que ahora te entrego voluntariamente. Servidle con honor —añadió, dirigiéndose a los soldados.

—Cualquier reunión entre nosotros no podrá tener lugar en Calimport ni en ningún lugar de esta maldita superficie —le aseguró Kimmuriel—. Regreso a casa, Jarlaxle, a las cavernas que son donde realmente pertenecemos.

Jarlaxle asintió, al igual que los soldados.

—¿Y tú? —quiso saber el psionicista.

El antiguo jefe mercenario se encogió de hombros y sonrió.

—No sé dónde quiero estar, porque aún no lo conozco todo.

Nuevamente Kimmuriel se quedó mirando fijamente a su antiguo jefe con curiosidad. Al fin, se limitó a hacer un gesto de asentimiento y, con un chasquido de los dedos y un pensamiento, abrió un portal dimensional por el que él y los soldados desaparecieron.

—¿Por qué? —preguntó Entreri, colocándose junto a ese inesperado compañero.

—¿Que por qué?

—Podrías haber regresado con ellos —se explicó el asesino—, aunque, desde luego, yo me habría quedado aquí. Pero has preferido no volver y renunciar a tu banda. ¿Por qué razón has renunciado a eso para quedarte en la superficie, conmigo?

Jarlaxle se quedó pensativo unos momentos. Luego, parafraseando al mismo Entreri, respondió lanzando una risotada:

—Tal vez odio a los drows más de lo que odio a los humanos.

Artemis Entreri se quedó tan estupefacto que una suave brisa se lo podría haber llevado volando. Ni siquiera quería saber cómo había sabido Jarlaxle decir tal cosa.