24

Caos

Gracias a su extraordinaria destreza, Danica eludió las llamas por los pelos, aunque se libró por tan poco que sentía arder el lado izquierdo del rostro. La mujer sabía que ahora ninguna magia podía ayudarla; sólo las miles de horas de duro entrenamiento, esos largos años que había pasado perfeccionando su estilo de lucha y, sobre todo, practicando la forma de esquivar ataques. Danica no tenía ninguna intención de combatir contra el gran wyrm, de lanzar un agresivo ataque a una bestia a la que dudaba que pudiera herir, y mucho menos matar. Todas sus habilidades, su energía y su concentración las utilizaría para defenderse. También su postura, acuclillada pero en equilibrio, le permitiría desplazarse en cualquier dirección, tanto lateralmente como atrás o adelante.

Hephaestus trató de cerrar sus fauces sobre la mujer, pero los colmillos de la bestia sólo mordieron el aire con un tremendo chasquido, pues Danica se había lanzado hacia un lado. Siguió un tremendo zarpazo que, sin duda, habría cortado a la mujer monje en pedazos, pero ésta se frenó en plena voltereta y retrocedió hasta colocarse de nuevo en cuclillas.

El dragón lanzó de nuevo su aliento, otra descarga de fuego que se hizo eterna.

Danica tuvo que echarse a un lado y rodar varias veces sobre sí misma para apagar las llamas que habían prendido en la ropa, a su espalda. Presintió que Hephaestus había reparado en su huida y supuso que seguramente alteraría la dirección en la que lanzaba su aliento, por lo que dobló a toda prisa una recortada esquina en la pared de roca y se lanzó de plancha al suelo detrás de la roca protectora.

Entonces reparó en las otras dos figuras. Artemis Entreri corría hacia ella pero, poco antes de llegar a su posición, saltó dentro de una ancha grieta que había abierto el terremoto provocado por Cadderly. Jarlaxle, el extraño elfo oscuro, se escabulló detrás del dragón y, para asombro de la mujer, lanzó un hechizo en dirección al leviatán. Un repentino relámpago llamó la atención de Hephaestus y dio a Danica un momento de respiro que ésta aprovechó.

La mujer salió disparada y pegó un brinco justo cuando el dragón daba media vuelta y trataba de aplastarla con un golpe de su inmensa cola. Pero Danica desapareció en la misma grieta en la que se había introducido Entreri.

Tan pronto como se metió en la abertura, Danica supo que estaba en apuros, aunque suponía que cualquier cosa sería mejor que lo que le esperaba en la guarida del dragón. El descenso era sinuoso, flanqueado por paredes de roca cortante y muchas veces con cantos irregulares. Nuevamente Danica tuvo que recurrir a su entrenamiento y agitó frenéticamente manos y piernas para amortiguar los golpes y frenar la caída. Al cabo de un par de minutos, la grieta daba a una cámara, y Danica se encontró sin ningún asidero en los últimos seis metros de caída. Sin embargo, logró coordinar sus movimientos y aterrizar de pie, aunque con las piernas ligeramente torcidas, que la impulsaron a ejecutar un salto mortal lateral. La mujer fue dando tumbos, absorbiendo con las volteretas el ímpetu de la caída.

Casi al instante se puso en pie. Ante ella, recostado en una pared, sin más heridas que algunas magulladuras, la esperaba Artemis Entreri. El asesino la miraba fijamente y sostenía una antorcha encendida en una mano, que se apresuró a arrojar cuando Danica lo vio.

—Creí que el fuego de Hephaestus te había consumido —la saludó Entreri, alejándose de la pared y desenvainando espada y daga. La daga relucía con una intensa luz blanca.

—Uno no siempre obtiene lo que desea —repuso fríamente la mujer.

—Me has odiado desde el mismo instante en que me viste —afirmó el asesino, y se rió entre dientes para demostrarle que no le importaba en lo más mínimo.

—Te odiaba mucho antes, Artemis Entreri —replicó Danica, avanzando un paso y estudiando las armas del asesino.

—No sabemos qué enemigos podemos encontrar aquí abajo —dijo Entreri, aunque al mirar la faz de la mujer convertida en una máscara de odio, supo que nada de lo que dijera serviría, que solamente podría apagar su cólera rindiéndose ante ella. Artemis Entreri no deseaba luchar con ella, no deseaba enzarzarse en un combate inútil justo entonces, pero tampoco pensaba rehuirlo.

—Lo sé —fue la respuesta de Danica, que continuaba avanzando.

Los dos sabían que el enfrentamiento era inevitable y, pese al hecho de que ambos habían perdido a sus respectivos compañeros, que tenían a un dragón furioso a apenas quince metros por encima de sus cabezas y que la caverna estaba a punto de desplomarse, Danica sentía la necesidad imperiosa de batirse con el asesino.

A pesar de lo que dictaba la lógica y el sentido común, Artemis Entreri incluso se alegró de ello.

Tan pronto como Hephaestus inició un giro increíblemente rápido, Jarlaxle se preguntó si habría sido sensato lanzar un rayo para distraerlo. Pero el drow había reaccionado como lo habría hecho cualquiera, llamando la atención de la bestia para permitir la huida de Entreri y Danica.

De hecho, después de la impresión inicial que le causó ver a un enfurecido dragón rojo que se volvía contra él, el mercenario no estaba especialmente preocupado. A pesar del potente hechizo de disipación que saturaba la cueva —demasiado poderoso para poder ser obra de un dragón, como bien sabía Jarlaxle— el drow confiaba en salir bien librado gracias a sus muchos trucos.

Hephaestus trató de agarrar entre sus tremendas mandíbulas al drow, que se mantenía totalmente inmóvil y parecía un blanco fácil. Pero la capa mágica del mercenario hizo que el dragón fallara, y Hephaestus bramó con todas sus fuerzas cuando su cabeza se estrelló contra una pared sólida.

Como era de esperar, el gran wyrm arrojó su abrasador aliento, pero mientras preparaba la gran exhalación, Jarlaxle movió un anillo para abrir una puerta dimensional que lo transportó hasta detrás de la bestia. Entonces tuvo la oportunidad de escabullirse, pero quería mantener a Hephaestus a raya un poco más. El drow sacó una de las múltiples varitas mágicas que llevaba encima y lanzó un fluido verdoso sobre la punta de la cola que Hephaestus agitaba.

—¡Ya eres mío! —proclamó Jarlaxle en voz alta cuando, por fin, el aliento del dragón cesó.

Hephaestus volvió a dar media vuelta aunque, por mucho que lo intentó, no logró levantar la cola, que estaba pegada al suelo mediante una sustancia viscosa de efecto temporal pero increíblemente potente.

Jarlaxle arrojó otro pegote con la varita; éste dirigido a la cara de Hephaestus.

Fue entonces cuando el drow recordó por qué no había querido nunca volver a enfrentarse con una bestia de ese tamaño, pues el dragón se puso frenético y soltaba gruñidos por la boca que no podía abrir, haciendo vibrar todas las rocas de la caverna. Tanto se debatió, que la cola arrancó piedras del suelo.

Tras inclinar levemente su extravagante sombrero, el elfo oscuro recurrió nuevamente al anillo mágico para abrir un portal dimensional, gastando uno de los últimos hechizos de ese tipo que le quedaban, y volvió a desaparecer detrás del wyrm, en un punto de la pared algo alejado de donde había abierto la primera puerta dimensional. Allí había otra salida de la cámara, que Jarlaxle intuía que lo llevaría hasta donde se encontraban unos viejos amigos suyos.

Unos amigos que, probablemente, tenían la Piedra de Cristal, pues estaba convencido de que no había sido destruida por la primera descarga de fuego de Hephaestus. La habían robado mágicamente antes de que el poderoso encantamiento de disipación de magia llenara la caverna.

Lo último que Jarlaxle deseaba era que Rai’gy y Kimmuriel se hicieran con la piedra y que volvieran a buscarlo.

Por suerte para él, un instante más tarde ya se encontraba fuera de la guarida del dragón, que seguía bramando y sacudiendo violentamente el cuerpo. Jarlaxle se llevó una mano a su maravilloso sombrero y cuando la retiró, llevaba una pieza de tela negra en forma de pequeño murciélago. Susurró unas palabras mágicas y la arrojó al aire. El trozo de tela se transformó en una criatura viva que respiraba y que fue a posarse sobre el hombro de su creador, al que servía. El drow le susurró unas instrucciones al oído y lo lanzó de nuevo al aire. Luego, miró cómo su pequeño explorador se internaba en la oscuridad del túnel.

—Debemos reclutar a Hephaestus —susurró Rai’gy a la Piedra de Cristal, mientras pensaba en todo lo que podía ganar ese día. Lógicamente, el drow era consciente de que debería hallarse ya lejos de esa cueva pues, ¿acaso Kimmuriel y los demás podrían realmente vencer a Jarlaxle y a sus poderosos compañeros que habían invadido la guarida del dragón?

El mago sonrió. Esa posibilidad no le inquietaba, ya que a nada temía teniendo a Crenshinibon a su lado. Pronto, muy pronto, se habría aliado con un gran wyrm. Rai’gy dio media vuelta y echó a andar por el ancho túnel hacia la cámara principal, hacia la guarida de Hephaestus.

Entonces percibió un movimiento a un lado, en un hueco de la pared, y Crenshinibon chilló una advertencia en su mente.

Yharaskrik apareció a menos de diez pasos de distancia, agitando amenazadoramente los tentáculos que le rodeaban la boca.

—Sin duda eres el amigo de Kimmuriel, el que traicionó a Soulez —dijo el drow.

No hay traición si antes no hubo alianza, respondió telepáticamente el illita. Así pues, no hubo tal traición.

—Si querías venir con nosotros, ¿por qué lo has hecho con tanto sigilo?

He venido a por ti, no contigo, repuso Yharaskrik, siempre seguro de sí mismo.

Rai’gy comprendió perfectamente lo que ocurría, pues la Piedra de Cristal le susurraba en su cabeza el odio que le inspiraba el illita.

—Drows e illitas se han aliado muchas veces en el pasado —comento Rai’gy—, y casi nunca hemos tenido motivos para luchar entre nosotros. ¿Cambiará eso ahora?

El mago no trataba de persuadir al desollador mental por miedo, ni mucho menos. De hecho, consideraba la posibilidad de ganarse a alguien tan poderoso como Yharaskrik como aliado.

Pero el grito que resonaba en su mente, la total animadversión que Crenshinibon sentía hacia el desollador mental lo hacía menos probable.

Y aún resultó más disparatado cuando, un momento más tarde, Yharaskrik encendió la linterna mágica y dirigió el resplandor hacia la Piedra de Cristal. En la mente del drow, las protestas se fueron apagando lentamente.

Devuelve la piedra donde estaba, ante el dragón, ordenó Yharaskrik telepáticamente, usando sus poderes mentales para hacerse obedecer. Involuntariamente, Rai’gy avanzó un paso hacia la cámara principal.

Pero el astuto elfo oscuro había sobrevivido durante más de un siglo en el territorio hostil que era su patria y tenía experiencia en todo tipo de batallas. Así pues, resistió el impulso que sentía de cumplir esa orden y plantó con firmeza ambos pies en el suelo, tras lo cual se volvió para mirar a la criatura con cabeza de pulpo, entrecerrando amenazadoramente sus relucientes ojos rojos.

—Apaga esa linterna y quizá te perdonemos la vida —dijo el mago.

¡Crenshinibon debe ser destruida!, gritó Yharaskrik en su mente. Es un objeto de destrucción para todos, incluso para ella misma. Todavía no había acabado de hablar, cuando el illita alzó más la linterna y avanzó un paso. Sus tentáculos culebreaban hambrientos en dirección a Rai’gy, aunque el drow se hallaba aún demasiado lejos para ningún tipo de ataque físico. Una fracción de segundo después, el elfo oscuro comprobó que no estaba suficientemente cerca para intentar un ataque psionicista, por lo que empezó a tejer su propio hechizo.

El drow recibió una apabullante descarga de energía, que lo sumió en la confusión. La energía lo penetraba, tratando de introducirse en su mente. Rai’gy sintió que caía hacia atrás y contempló indefenso cómo su línea de visión ascendía por la pared hasta el alto techo.

Rai’gy llamó a Crenshinibon, pero la Piedra de Cristal estaba demasiado lejos, perdida en el remolino del mágico resplandor de la linterna. El mago se imaginó entonces cómo los horribles tentáculos del desollador mental hurgaban bajo su piel, tratando de llegar a su cerebro.

El mago se calmó y luchó desesperadamente hasta recuperar el equilibrio. Al mirar atrás, vio a Yharaskrik cerca, muy cerca, y sus tentáculos casi lo tocaban.

Estuvo a punto de defenderse lanzando rápidamente otro hechizo, pero se dio cuenta de que debía actuar con mayor sutileza, que debía hacer creer al desollador mental que estaba vencido. Como bien sabían los drows, el secreto para combatir a los illitas era aprovecharse de su arrogancia. Yharaskrik, como todos los de su raza, no podría creer que un elfo oscuro, un ser inferior, hubiera resistido su descarga de energía mental.

Rai’gy tejió un sencillo hechizo con sutiles movimientos, mientras se fingía impotente.

¡La piedra debe ser destruida!, gritó Yharaskrik en su cabeza. Los tentáculos se movieron hacia el rostro de Rai’gy, mientras con la mano trataba de coger la Piedra de Cristal.

Rai’gy liberó el hechizo. No sobrevino una devastadora y estruendosa explosión, ni un rayo de energía, ni una lengua de fuego. Simplemente de una mano del drow surgió una ráfaga de viento, tan intenso y repentino que lanzó los horribles tentáculos de Yharaskrik contra su propia cara, le levantó la túnica hacia atrás y lo obligó a retroceder un paso. La linterna se apagó.

Yharaskrik bajó la mirada dispuesto a encender de nuevo la linterna con su energía mental, tras lo cual alzó los ojos y pensó que acaso sería mejor descargar sobre Rai’gy otra ráfaga de abrumadora energía, para evitar que lanzara otro hechizo.

Pero antes de que el illita tomara una decisión, Crenshinibon lo invadió con una oleada de abrumadoras emociones: consternación, desesperanza y, paradójicamente, esperanza, con sutiles promesas de que todo podría arreglarse para mayor gloria de todos.

Casi inmediatamente Yharaskrik levantó sus defensas mentales, amortiguando así la insistente voz de la piedra.

Rai’gy le lanzó una descarga de energía que le dio de pleno en el pecho, lo levantó del suelo y lo lanzó contra éste. El desollador mental cayó de espaldas cuan largo era.

—¡Idiota! —gruñó Rai’gy—. ¿Crees que necesito a Crenshinibon para destruir a un maldito illita?

Cuando Yharaskrik volvió a mirar al mago drow, pensando en atacarlo, se encontró observando el extremo de una pequeña varita negra. De todos modos, el illita lanzó su descarga de energía, obligando a Rai’gy a retroceder tambaleándose, pero el drow ya había activado el poder de la varita. Era similar a la que había utilizado Jarlaxle para pegar al suelo la cola de Hephaestus e impedirle temporalmente que abriera la boca.

A Rai’gy le costó lo suyo resistir el potente estallido de energía del illita pero, cuando se levantó, lanzó una risotada al ver el espectáculo que ofrecía Yharaskrik: despatarrado en el suelo y sin poder moverse debido a una viscosa sustancia verde.

Crenshinibon intentó de nuevo dominar mentalmente al illita y romper su resolución. Rai’gy se aproximó al indefenso Yharaskrik y miró fijamente el bulboso ojo de la criatura de un modo que le indicó claramente que su fin estaba cerca.

Al parecer, no llevaba ninguna arma, pero Entreri sabía perfectamente de qué era capaz esa experta luchadora y ni se le ocurrió exigirle que se rindiera. En el pasado se había enfrentado ya a algunos monjes guerreros, por lo que sabía que estaban llenos de sorpresas. El asesino veía perfectamente cómo los bien afinados músculos de las piernas de la mujer temblaban ansiosos. Danica se moría de ganas de luchar con él.

—¿Por qué me odias tanto? —le preguntó Entreri con una irónica sonrisa, deteniéndose a apenas tres pasos de la mujer—. ¿O es que me tienes miedo y no quieres demostrarlo? Porque deberías tenerme miedo, ¿sabes?

Danica lo fulminó con la mirada. Ciertamente odiaba a ese hombre por todo lo que Drizzt Do’Urden, y en especial Cattibrie, le habían contado de él. Todo lo referente a ese asesino hería su sensibilidad. Para Danica, hallar a Artemis Entreri en compañía de elfos oscuros era un motivo de condena para los drows.

—Tal vez sería mejor resolver nuestras diferencias lejos, muy lejos de este lugar —sugirió Entreri—. Aunque, por lo que se ve, a ti la lucha te parece inevitable, ¿me equivoco?

—La respuesta lógica a ambas cuestiones es sí —replicó Danica. Todavía no había acabado de hablar cuando se lanzó súbitamente hacia adelante, se deslizó por el suelo bajo la espada extendida de Entreri y lo hizo caer—. Pero ninguno de nosotros es esclavo de la lógica, ¿verdad, repugnante asesino?

Entreri no opuso resistencia. De hecho, incluso ayudó a la mujer trastabillando hacia atrás, rodando sobre sí mismo y elevando los pies en el aire sobre la pierna que Danica balanceaba. Entonces invirtió el impulso, plantó la punta de los pies en el suelo y se lanzó hacia adelante en un súbito y devastador movimiento.

Danica, tendida boca abajo, se retorció para colocar los pies de modo que interceptaran la carga de Entreri. Entonces dio una voltereta hacia atrás y, con una coordinación perfecta, puso un pie en el muslo del asesino mientras éste caía sobre ella, con la intención de hundirle la espada en el abdomen. Con una precisión fruto de la desesperación, la monje guerrera rodó sobre la espalda hasta quedar apoyada sobre los hombros. Todos los músculos del tronco y las piernas trabajaron con total coordinación para empujar lejos a Entreri y su horrible espada.

El asesino se irguió, voló por encima de Danica y hasta el último momento no escondió la cabeza para dar una voltereta hacia adelante. Se puso en pie e inmediatamente dio media vuelta para encararse con la mujer, que ya estaba de pie y arremetía contra él. Danica se frenó de golpe al verse de nuevo frente a la letal espada y la peligrosa daga.

Entreri sentía una descarga de adrenalina en todo el cuerpo, la excitación de un auténtico desafío. Luchar allí y entonces era una locura, pero se estaba divirtiendo.

Y Danica también.

—Muy bien. Mataos el uno al otro y así nos ahorraréis el trabajo —dijo una melodiosa voz procedente de un lado. Berg’inyon Baenre entró en la pequeña área acompañado por un par de soldados drows. Cada uno de ellos empuñaba dos espadas mágicas que relucían.

Tosiendo y sangrando por una docena de arañazos, Cadderly se puso penosamente en pie en la rampa rocosa y avanzó a trompicones por un pequeño pasadizo. Tras rebuscar en una bolsa, sacó su tubo de luz, un objeto cilíndrico que emitía un haz de luz regulable por un extremo gracias a un encantamiento permanente. Tenía que hallar a Danica. Tenía que volver a verla. Aún temblaba al recordar la última imagen que tenía de ella recibiendo el abrasador aliento del dragón.

El clérigo no quería ni imaginarse cómo sería su vida sin Danica. ¿Qué iba a decirle a los niños? Todo en la vida de Cadderly Bonaduce giraba alrededor de esa maravillosa y capaz mujer.

Mientras avanzaba a trompicones por el polvoriento pasadizo, Cadderly se repetía una y otra vez que Danica era una experta guerrera. Solamente se detuvo para curarse un tajo muy profundo que tenía en un hombro con un simple hechizo de curación. El sacerdote se dobló por la cintura, tosió y expulsó un poco de tierra que se le había introducido en la garganta.

Entonces sacudió la cabeza y murmuró de nuevo que tenía que encontrarla. Así pues, se irguió y dirigió la luz al frente, que se reflejó en la piel negra de un drow.

El chorro de luz hirió los sensibles ojos de Kimmuriel Oblodra, aunque no lo cogió por sorpresa.

El inteligente Cadderly ligó cabos enseguida. Sabía mucho de Jarlaxle por las conversaciones mantenidas con el drow y el asesino humano, y aún había deducido mucho más por la información que había obtenido de los moradores de los planos inferiores. Ciertamente le sorprendió toparse con otro elfo oscuro —¿quién no se hubiera sorprendido?— pero no se sintió abrumado.

El elfo oscuro y Cadderly se quedaron a diez pasos de distancia, mirándose fijamente, midiéndose mutuamente. Kimmuriel lanzó contra el clérigo una descarga de energía psiónica suficiente para aplastar la voluntad de un hombre normal.

Cadderly no podía atacar del mismo modo que Kimmuriel, pero sí que podía defenderse de ese ataque y, lo más importante, se dio cuenta de cómo trataba de doblegarlo el drow.

Entonces pensó en la Piedra de Cristal, en todo lo que sabía de ella, sus peculiaridades y sus poderes.

El psionicista hizo un gesto con la mano para romper la conexión mental y desenvainó una reluciente espada. Acto seguido activó uno de sus poderes para ayudarlo en el combate físico.

Cadderly no hizo ningún preparativo similar, sino que se quedó mirando fijamente a Kimmuriel con una sonrisa cómplice en el rostro. El único hechizo que lanzó fue de traducción.

El elfo oscuro le lanzó una mirada de curiosidad, invitándolo a explicarse.

—Tú deseas tanto como yo ver a Crenshinibon destruida —dijo el clérigo. Gracias a la magia, sus palabras eran traducidas a medida que las pronunciaba—. Tú eres un psionicista, la pesadilla de la Piedra de Cristal, su más odiado enemigo.

Kimmuriel guardó silencio unos instantes mientras clavaba con dureza su ojo físico y mental en el humano.

—¿Qué sabes, estúpido humano? —preguntó.

—Sé que la Piedra de Cristal no permitirá que sigas con vida. Y tú también lo sabes.

—¿Crees que voy a ayudar a un humano contra Rai’gy? —inquirió Kimmuriel, incrédulo.

Cadderly no sabía quién era ese tal Rai’gy, pero por la pregunta de Kimmuriel dedujo que debía de tratarse de un elfo oscuro poderoso e importante.

—Pues vete y salva tu vida —sugirió Cadderly demostrando tal calma y confianza en sí mismo que Kimmuriel entornó los ojos y lo estudió aún con mayor atención.

Nuevamente se produjo una intrusión mental en la cabeza del clérigo. Esta vez, Cadderly se lo permitió parcialmente y guió el perspicaz ojo mental del drow hacia la canción de Deneir, para que viera el verdadero poder de ese armonioso flujo, así como su muerte si persistía en la batalla.

La conexión mental se interrumpió, y Kimmuriel se irguió en toda su estatura, mirando fijamente al humano.

—Normalmente no soy tan generoso, elfo oscuro, pero ahora mismo tengo problemas más graves —dijo Cadderly—. Tú detestas a Crenshinibon y deseas verla destruida tal vez con más anhelo que yo. Si no es destruida, si permitimos que ese compañero tuyo, ese Rai’gy que has mencionado, se la quede, puedes darte por muerto. Así pues, te pido que me ayudes a destruir la Piedra de Cristal. Después, si tú y los demás drows queréis regresar a la Antípoda Oscura, yo no me interpondré.

Kimmuriel mantuvo su pose impasible durante unos segundos, tras lo cual sonrió y sacudió la cabeza.

—Ya te darás cuenta de que Rai’gy es un adversario formidable, especialmente ahora que tiene a Crenshinibon —dijo el drow.

Antes de que Cadderly pudiera replicar, Kimmuriel agitó una mano y su cuerpo se desdibujó. Esa forma transparente dio media vuelta y simplemente atravesó la pared de roca.

Cadderly esperó un poco, tras lo cual soltó un profundo suspiro de alivio. Había improvisado y se había marcado faroles. Los hechizos que había preparado eran para luchar contra dragones, no contra elfos oscuros, y ése en particular era verdaderamente poderoso; lo había notado vívidamente en sus intrusiones mentales.

Ahora ya tenía un nombre, Rai’gy, y había confirmado lo que se temía: que Hephaestus no había destruido la Piedra de Cristal con su aliento. Al igual que Jarlaxle, Cadderly sabía lo suficiente de la poderosa reliquia para comprender que, si el aliento del dragón la hubiera destruido, todos los que se hallaban en la zona lo hubieran sabido sin lugar a dudas. El clérigo suponía dónde se encontraba la reliquia y cómo había llegado hasta allí. La presencia de elfos oscuros en la zona, que se sumaba al problema de un dragón rojo muy enfadado, no auguraba nada bueno para sus tres amigos desaparecidos.

Cadderly se puso en marcha y avanzó tan aprisa como pudo, al mismo tiempo que se sumergía de nuevo en la canción de Deneir y rogaba para que la diosa lo condujera al lado de Danica.

—Parece que mi destino es proteger a quienes más desprecio —susurró Entreri a Danica, haciéndole señas con la mano para que se apartara a un lado.

Los elfos oscuros se desplegaron. Uno fue hacia Danica, mientras que Berg’inyon y otro soldado se dirigían hacia el asesino. Berg’inyon empujó a su compañero a un lado.

—Mata a la mujer, y rápido —le ordenó en el idioma drow—. El hombre déjamelo a mí.

Entreri lanzó una fugaz mirada a Danica y alzó dos dedos, señalando a los dos que iban a atacarla y después señalándola a ella. Danica asintió levemente. En ese instante se comunicaron muchas cosas. Ella trataría de mantener ocupados a los dos soldados drows, aunque ambos sabían que Entreri tendría que acabar con el tercero rápidamente.

—Muchas veces me he preguntado qué habría pasado si me hubiera batido con Drizzt Do’Urden —dijo Berg’inyon al asesino—. Pero, como eso es imposible, me conformaré contigo, de quien dicen que eres tan bueno como él.

Entreri inclinó la cabeza.

—Me alegra saber que puedo serte de ayuda, cobarde hijo de la casa Baenre —replicó.

Mientras alzaba la cabeza, sabía que Berg’inyon no vacilaría en atacarlo por esas palabras. No obstante, lo hizo con tal ferocidad que a punto estuvo de vencerlo antes de que el duelo llegase a comenzar. El asesino saltó hacia atrás y se apoyó sobre los talones tratando de eludir las dos espadas que el drow blandía hacia abajo, otra vez abajo, luego arriba y después hacia su abdomen. Entreri dio un salto hacia atrás, luego otro y otro más antes de conseguir golpear las espadas de Berg’inyon con la suya propia en la cuarta estocada doble, con la esperanza de desviar las armas drows hacia abajo. Ahora no se enfrentaba con un campesino, ni con un orco, ni con un hombre rata, sino con un avezado y veterano guerrero drow. Berg’inyon presionó hacia arriba con la espada izquierda el acero de Entreri, pero dejó caer la derecha en un rápido círculo y volvió a alzarla con ímpetu.

En el último segundo, la daga enjoyada la detuvo y la desvió a un lado. Entreri giró la otra mano, y la punta de su espada se dirigió a Berg’inyon. Sin embargo, en lugar de completar la estocada, continuó el giro, bajando la espada, rodeando por debajo el arma del elfo oscuro y, finalmente, tratando de clavársela.

Rápidamente, Berg’inyon cruzó la espada de la mano izquierda delante de su cuerpo y abajo, destrabó la derecha de la daga y la llevó por encima de la izquierda, obligando a la Garra de Charon a descender. En el mismo movimiento fluido, el avezado guerrero drow giró hacia arriba la espada de la diestra, la cruzó por encima de la siniestra y la dirigió hacia la cabeza del asesino. Era un movimiento brillante, con el que Berg’inyon sabía que pondría fin a la vida de Artemis Entreri.

A Danica no le iban mejor las cosas. Su batalla era una mezcla de caos absoluto y vertiginoso movimiento violento. La mujer se agachaba, se levantaba de un salto y corría de un lado a otro, esquivando una estocada tras otra. Los dos drows no eran ni de lejos tan buenos como su jefe pero cualquier guerrero drow, por débil que fuera, en la superficie sería considerado un hábil luchador. Además, se conocían muy bien y complementaban los respectivos movimientos con letal precisión, impidiendo que Danica pudiera contraatacar. Cada vez que uno de ellos arremetía contra Danica, dándole esperanzas de rodar sobre sí misma para eludir una doble estocada o deslizarse bajo las espadas gemelas y golpear una rodilla, el otro drow la obligaba con sus dos relucientes aceros a permanecer en la zona de ataque potencial.

Con esas largas espadas y la precisión de sus movimientos la estaban llevando al borde del agotamiento. Tenía que reaccionar, incluso de manera excesiva, ante cada estocada y cada tajo. Tenía que apartarse de un salto de las armas con las que los drows trataban de alcanzarla simplemente girando de manera imperceptible una muñeca.

Danica miró a Entreri y al otro elfo oscuro, cuyas armas interpretaban una salvaje canción. Parecía que el drow llevaba las de ganar, por lo que la mujer supo que tenía que hacer un intento desesperado.

La monje guerrera se lanzó súbitamente hacia adelante, giró bruscamente a la izquierda y corrió hacia un lado, aunque se hallaba sólo a tres pasos de la pared. Creyéndola atrapada, el drow más cercano a ella se apresuró a seguirla y hundió una de sus espadas en… la nada.

Danica trepó por la pared, se dio media vuelta y se lanzó en un salto mortal hacia atrás, tras el cual aterrizó al lado del drow. Al posarse se lanzó al suelo y giró vertiginosamente sobre sí misma, extendiendo un pie con el que golpeó al drow en las piernas.

Hubiera sido suyo, de no ser por su compañero, que hundió una de sus espadas en la cadera de la mujer. Danica chilló y retrocedió dificultosamente, tratando en vano de patear a los drows.

Un manto de oscuridad cayó sobre ella. Danica pegó la espalda a la pared. Estaba atrapada.

El casi incorpóreo Kimmuriel seguía de cerca al clérigo, que corría a toda prisa.

—¿Buscas una salida? —inquirió el psionicista con una voz que sonaba increíblemente débil.

—Busco a mis amigos.

—Probablemente ya estarán fuera —comentó Kimmuriel, y Cadderly redujo considerablemente el paso.

Ciertamente, tanto Danica como los enanos habrían buscado una salida fuera de las montañas y, como bien sabía por sus exploraciones mágicas del lugar, existían muchas salidas fácilmente accesibles desde los túneles inferiores. Allí abajo docenas de pasadizos se entrecruzaban, pero bastaba con detenerse un momento y alzar un dedo humedecido para percibir las corrientes de aire. Sin duda, Iván y Pikel no habrían tenido ningún problema en hallar la salida de ese laberinto subterráneo, pero ¿y Danica?

—Alguien se acerca —advirtió Kimmuriel. Cadderly miró hacia atrás y vio cómo el drow se pegaba a la pared y se mantenía perfectamente inmóvil, con lo que se hizo casi invisible.

El clérigo sabía que el elfo oscuro no lo ayudaría en ninguna lucha y que, si quien se aproximaba era drow, Kimmuriel se pondría de parte de sus compañeros de raza en contra del humano.

Pero apenas tuvo tiempo de preocuparse, pues enseguida se dio cuenta de que no eran los pasos de ninguna sigilosa criatura.

—¡Estúpido druida! —bramó una voz muy familiar—. ¿Cómo se te ocurre hacerme caer en un agujero lleno de rocas?

—¡Uy! ¡Uy! —exclamó Pikel, cuando ambos doblaron un recodo del túnel y quedaron justo dentro del haz de luz de Cadderly.

Inmediatamente, Iván chilló y quiso lanzarse a la carga, pero Pikel lo agarró y tiró de él hacia atrás, susurrándole algo al oído.

—Eh, tienes razón —admitió el enano de barba amarilla—. Los malditos drows no necesitan luz.

—¿Dónde está Danica? —preguntó el clérigo, acercándose a ellos.

El alivio que ambos enanos pudieran sentir al verlo, se desvaneció ante esa pregunta.

—¡Ayudadme a encontrarla! —gritó Cadderly a los enanos y a Kimmuriel.

Pero, seguramente, Kimmuriel Oblodra temía que el clérigo y sus amigos no fueran compañeros de viaje seguros, por lo que se había esfumado.

Su sonrisa, más bien una mueca perversa, se ensanchó al alzar una de sus espadas por encima de la otra, pues sabía que a Entreri ya no le quedaba nada con que intentar pararlas. Berg’inyon Baenre descargó el golpe de gracia.

¡Pero el asesino ya no estaba!

A Berg’inyon la cabeza empezó a darle vueltas. ¿Dónde se había metido el humano? ¿Cómo era posible que sus armas siguieran allí con las paradas anteriores? Sabía que Entreri no podía haber ido muy lejos y, sin embargo, allí no estaba.

El ángulo de la súbita desconexión entre las armas le dio la respuesta, el drow comprendió que, en el mismo momento en que él había ejecutado el giro, Entreri también se había avanzado, pero por abajo, usando la propia espada de Berg’inyon para taparle la visión.

Mientras notaba cómo la daga enjoyada se le hundía en la espalda, directa al corazón, el elfo oscuro felicitó en silencio al astuto humano, del que se rumoreaba que era tan bueno como Drizzt Do’Urden.

—Deberías haber mantenido a tus lacayos junto a ti —susurró Entreri al oído del drow, tras lo cual dejó caer al moribundo Berg’inyon al suelo—. De este modo, habrían muerto a tu lado.

El asesino retiró la daga y giró sobre sus talones para ver cómo Danica recibía varias estocadas, trataba de alejarse y, entonces, el manto de oscuridad caía sobre ella.

Entreri se estremeció cuando los dos elfos oscuros —que estaban demasiado lejos para que él pudiera hacer nada— se abrían en direcciones opuestas, flanqueando a la mujer y se internaban en esa oscuridad con las espadas prestas.

Una fracción de segundo antes de que la oscuridad cayera, el elfo oscuro situado de frente y a la derecha de Danica empezó a ejecutar una voltereta hacia ella, describiendo un círculo para impulsarse. Ésa era la única pista con la que contaba la mujer.

Danica supuso que el otro se movía a su izquierda, aunque ambos se le debían de acercar en ángulo cerrado para impedir que huyera pasando entre ellos. Así pues, no podía huir ni por la izquierda, ni por la derecha, ni hacia adelante, y detrás tenía una sólida pared de roca.

Podía percibir sus movimientos, no de manera precisa pero sí lo suficiente para darse cuenta de que se disponían a rematarla.

Sólo le quedaba una opción. Una sola.

Danica saltó hacia arriba, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, y tal era su desesperación que la monje guerrera apenas sintió el dolor de la cadera.

No pudo ver la doble estocada baja del drow de la derecha, ni tampoco la doble estocada alta del de la izquierda, pero sí notó cómo las armas hendían el aire por debajo de su cuerpo. Nuevamente saltó con la piernas recogidas, y las descargó a ambos lados súbitamente.

Hizo diana en ambos lados, propinando una tremenda patada en la frente a uno de sus adversarios y otra en la garganta del drow de la izquierda. Danica extendió las piernas al máximo e hizo volar por los aires a ambos drows. Tras aterrizar en perfecto equilibrio, corrió tres pasos hacia adelante, se impulsó y emergió del manto de oscuridad con una voltereta. Al ponerse de pie y echar un vistazo alrededor, vio que el drow que ahora tenía a la izquierda, el mismo al que había propinado una patada en la frente, seguía tambaleándose hacia atrás, hasta quedar al alcance de Artemis Entreri.

El drow sufrió una repentina y violenta convulsión cuando la delgada espada de Entreri le atravesó el pecho de parte a parte. El asesino le dejó clavado el acero un momento, para que la Garra de Charon descargara su demoníaco poder, y la faz del elfo oscuro empezó a humear y luego a arder hasta que se consumió, dejándole el cráneo pelado.

Danica apartó los ojos para posarlos en el manto de oscuridad, aguardando a que el segundo elfo saliera de él. Una pierna le sangraba abundantemente, y la mujer notaba cómo perdía fuerza por momentos.

Un instante después, ya se sentía demasiado mareada para oír el gorgoteo final del drow que expiraba dentro del globo de oscuridad, estrangulado, pero oír ese tranquilizador sonido, tampoco la habría animado.

Danica ya no era capaz de mantenerse en pie ni seguir consciente. Artemis Entreri, su enemigo, seguía muy vivo y estaba muy, muy cerca.

Yharaskrik no podía más. El ataque combinado de la magia de Rai’gy y la continua intrusión mental de la Piedra de Cristal lo habían debilitado. En esos momentos, el illita ya ni siquiera era capaz de concentrar sus energías mentales para fundirse con la roca y escapar de la sustancia viscosa que lo inmovilizaba.

—¡Ríndete! —gritó el mago sacerdote—. No puedes escapar de nosotros. ¡Júranos fidelidad y serás recompensado! ¡Pero, cuidado, Crenshinibon sabrá si mientes! —El drow hablaba ajeno a la vaga figura que se lanzaba como una flecha a su espalda para coger algo.

Mientras el elfo oscuro hablaba, Crenshinibon amplificaba sus palabras en lo más profundo de la mente de Yharaskrik. La idea de convertirse en el esclavo del objeto del que los desolladores mentales más abominaban repugnaba al illita, pero también odiaba la posibilidad de ser destruido. No había alternativa. Yharaskrik no podía vencer, ni tampoco escapar. Crenshinibon se encargaría de derretir su mente mientras Rai’gy haría estallar su cuerpo en mil pedazos.

Me rindo, comunicó telepáticamente el desollador mental a sus dos atacantes.

Rai’gy mitigó su magia y conferenció con Crenshinibon. La piedra le informó que Yharaskrik era sincero.

—Bien hecho —dijo el drow al illita—. Tu muerte hubiera sido un desperdicio. Ahora me servirás como vínculo de unión con tu pueblo y reforzarás mi ejército.

—Mi pueblo odia a Crenshinibon y no escucharán sus llamadas —dijo Yharaskrik débilmente.

—Pero tú no piensas igual. —El drow lanzó un rápido hechizo que disolvió la sustancia pegajosa que rodeaba al desollador mental—. Ahora la aprecias en lo que vale.

—Mejor eso que morir —admitió Yharaskrik, poniéndose en pie.

—Bueno, bueno, pero si es el traidor de mi lugarteniente —dijo una voz procedente de un lado. Rai’gy y Yharaskrik se volvieron al punto y vieron a Jarlaxle agazapado en un hueco de la pared, a media altura del suelo.

Rai’gy lanzó un gruñido y mentalmente instó a Crenshinibon para que aplastara a su antiguo amo. Pero mientras lanzaba la silenciosa llamada, Jarlaxle alzó en el aire la linterna mágica, cuyo resplandor bañó a la reliquia, anulando sus poderes.

Rai’gy volvió a gruñir.

—¡Necesitarás algo más que eso para derrotar a Crenshinibon! —bramó, al mismo tiempo que extendía un brazo hacia Yharaskrik—. ¿Conoces ya a mi nuevo amigo?

—Desde luego, y admito que es formidable. —El drow se alzó un poco el ala del sombrero en signo de deferencia hacia el poderoso illita—. ¿Y tú, conoces ya al mío? —inquirió Jarlaxle, dirigiendo la mirada hacia el ancho túnel.

Rai’gy tragó saliva. Sabía qué se le venía encima sin necesidad de darse media vuelta. Entonces empezó a mover los brazos como un loco, tratando de alzar algún tipo de defensa mágica.

Usando las habilidades innatas de su raza, el mercenario lanzó un manto de oscuridad sobre el hechicero y el desollador mental, sólo una milésima de segundo antes de que Hephaestus descargara sobre ellos una terrible lengua de fuego, inmolándolos en una terrible y devastadora explosión.

Jarlaxle echó el cuerpo hacia atrás y se protegió los ojos del resplandor del fuego y de esa línea naranja rojiza que desaparecía en la oscuridad.

De pronto, se oyó un chisporroteo y la oscuridad se esfumó. El túnel recuperó su negrura original, solamente rota por el resplandor del mismo dragón. La intensidad de esa luz se multiplicó por cien o por mil veces, convirtiéndose en un brillante fulgor, como si el sol hubiera caído sobre ellos.

Jarlaxle se dio cuenta de que se trataba de Crenshinibon. El aliento del dragón había hecho su trabajo, liberando la energía atrapada en la piedra. Un instante antes de que el resplandor lo deslumbrara por completo, Jarlaxle vislumbró una expresión de sorpresa en la faz del gran wyrm, el cuerpo quemado de su antiguo lugarteniente y una extraña imagen de Yharaskrik, pues el illita había empezado a fundirse en la piedra cuando recibió el aliento de Hephaestus. Pero de nada le había servido, pues el hálito del dragón había llevado la roca a ebullición.

Muy pronto el resplandor fue demasiado brillante para los ojos del drow.

—Buen disparo, hum, aliento, mejor dicho —felicitó a Hephaestus.

Jarlaxle dio media vuelta, se deslizó por una grieta en la pared del hueco y echó a correr sin perder un segundo. El dragón descargó sobre él su terrible aliento, que fundió la roca de la oquedad, persiguió a Jarlaxle por el túnel y le chamuscó el fondillo de los pantalones.

El elfo oscuro corrió y corrió en la aún brillante luz. El poder liberado por Crenshinibon llenaba hasta la más pequeña grieta en la piedra. Al poco rato, Jarlaxle se dio cuenta de que se hallaba cerca del muro exterior, por lo que utilizó el disco mágico para abrir un agujero, por el que reptó hacia la penumbra del exterior.

También esa zona se iluminó inmediatamente como si el sol acabara de salir. La luz manaba por el agujero mágico del drow. Con un giro de la muñeca, éste recuperó el mágico objeto y cerró el portal, de modo que la penumbra retornó, aunque multitud de haces de luz escapaban de la montaña por otros puntos.

—¡Danica! —gritó frenéticamente Cadderly a espaldas del drow—. ¿Dónde está Danica?

Jarlaxle dio media vuelta y vio al clérigo acompañado de los dos torpes enanos —la pareja de hermanos más rara que el drow hubiese visto en su vida— que corrían hacia él.

—Se metió en la grieta tras Artemis Entreri, un aliado lleno de recursos —contestó Jarlaxle en tono consolador.

—¡Bum! —exclamó Pikel Rebolludo.

—¿Qué es esa luz? —preguntó Iván.

Jarlaxle se volvió hacia la montaña y se encogió de hombros.

—Parece que tu método para destruir la Piedra de Cristal ha funcionado, después de todo —dijo a Cadderly.

El drow lanzó una sonrisa al clérigo, pero éste no se la devolvió. Cadderly tenía la vista fija en la montaña, con horror, preguntándose dónde estaría y qué le habría sucedido a su amada esposa.