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La faz del desastre

Artemis Entreri miró al sacerdote de Deneir con evidente desconfianza cuando éste se puso frente a él y empezó una lenta salmodia. El clérigo ya había impuesto hechizos defensivos, previamente preparados, sobre sí mismo, Danica, Iván y Pikel, pero a Entreri se le ocurrió que Cadderly podría aprovechar la oportunidad para librarse de él. ¿Qué mejor modo para destruirlo que hacer que se enfrentara al aliento de un dragón rojo creyéndose mágicamente protegido cuando, en realidad, no lo estaba?

El asesino lanzó una mirada a Jarlaxle, el cual había rechazado la ayuda de Cadderly arguyendo que tenía sus propios métodos. El elfo oscuro le hizo un gesto de asentimiento y movió los dedos, asegurándole mentalmente que Cadderly lo había protegido con el encantamiento contra el fuego.

Al acabar, el clérigo retrocedió e inspeccionó al grupo.

—Sigo creyendo que sería mejor que fuese solo —declaró, y sus palabras provocaron muecas de enojo en los rostros de Danica y Entreri.

—Si fuera tan sencillo como levantar una barrera de fuego y arrojar la piedra para que el dragón le echara el aliento, estaría de acuerdo contigo —replicó Jarlaxle—. Pero me temo que tendrás que irritar al dragón para que te lance su fuego. Los wyrms no usan de buenas a primeras su arma más poderosa.

—Si nos ve a todos, será mucho más probable —intervino Danica.

—¡Puf! —convino con ella Pikel.

—Contingencias, mi querido Cadderly. Debemos tener en cuenta cualquier contingencia, debemos estar preparados para cualquier eventualidad y cualquier giro en los acontecimientos. Cuando se trata con un dragón viejo e inteligente, se puede esperar cualquier cosa —recordó el drow.

La conversación cesó al reparar en que Pikel daba brincos en torno a su hermano, que protestaba y daba manotazos, echándole encima algún tipo de polvos y entonando una canción sin sentido. Al acabar, el enano de barba verde esbozó una amplia sonrisa, se arrimó a su hermano de un salto y le susurró algo al oído.

—Dice que tiene un encantamiento propio que añadir a los otros —explicó Iván—. Lo ha usado conmigo y con él y se pregunta si vosotros también lo queréis.

—¿Qué tipo de encantamiento?

—Otra protección contra el fuego. Dice que los druidas pueden hacerlo.

Jarlaxle se echó a reír, no porque pusiera en duda las palabras del enano, sino porque la idea de un druida enano le parecía encantadora. El drow inclinó la cabeza hacia Pikel y aceptó su hechizo. Los demás siguieron su ejemplo.

—Debemos actuar con gran rapidez —explicó Cadderly, mientras los conducía a todos hacia el gran ventanal que se abría al fondo de una sala en el último piso de una de las altas torres de Espíritu Elevado—. Nuestro objetivo es destruir la Piedra de Cristal, nada más. No queremos luchar contra el dragón ni despertar su cólera y —añadió, mirando significativamente a Entreri y a Jarlaxle—, sobre todo, no queremos robar nada al poderoso Hephaestus.

»Recordad; los hechizos de protección que lleváis es posible que amortigüen una descarga de fuego de Hephaestus, o quizá dos, pero no mucho más.

—Una bastará —replicó Entreri.

—Eso ya sería demasiado —masculló Jarlaxle.

—¿Sabéis todos qué hacer y dónde colocaros cuando entremos en la guarida del dragón? —preguntó Danica, haciendo caso omiso de las quejas del drow.

Cadderly interpretó el silencio como una afirmación, por lo que empezó a tejer un hechizo que los transportara en un abrir y cerrar de ojos de la catedral hasta las cavernas, situadas a muchos kilómetros al sudeste, donde moraba el poderoso Hephaestus. El clérigo no los depositó en la puerta principal, sino que hizo que se internaran en la estructura situada bajo el complejo de la caverna, flotando, hasta llegar a la gran antecámara de la guarida del dragón.

Al cesar el sortilegio y depositar sus formas materiales en la cueva, todos pudieron oír los sonoros suspiros del wyrm dormido, que tomaba aire con fuerza y volvía a expulsarlo mezclado con humo.

Jarlaxle se llevó un dedo a los labios fruncidos y fue avanzando despacio, tan silenciosamente como le era posible. El drow desapareció tras un afloramiento de rocas y, cuando volvió a aparecer, casi de inmediato, se apoyaba en las paredes para mantener el equilibrio. Entonces miró a los otros e hizo un sombrío gesto de asentimiento, aunque por la expresión de su rostro, normalmente tan seguro de sí mismo, era evidente que había visto a la bestia.

Cadderly y Entreri se pusieron en cabeza, seguidos por Danica y Jarlaxle y los hermanos Rebolludo atrás. Tras el afloramiento rocoso se abría un corto y sinuoso túnel que daba a una enorme caverna con el suelo plagado de grietas y surcos.

Pero los intrusos apenas repararon en las características físicas de la cueva, pues ante ellos apareció la mole del perverso Hephaestus. Sus escamas rojas y doradas relucían por el calor interior de la bestia. Incluso aovillado, el dragón era realmente inmenso. Solamente su tamaño ya constituía una burla que les inspiraba el deseo de postrarse de rodillas y reverenciarlo.

Ésa era una de las trampas de los dragones; esa imponente aura de poder en estado puro y esa sensación de indefensión que sentían todos los que contemplaban su horrible esplendor.

Pero ellos no eran guerreros novatos tratando de alcanzar la celebridad por la vía más rápida, sino avezados veteranos, todos y cada uno de ellos. Todos, con la única excepción de Artemis Entreri, ya se habían enfrentado antes a un dragón. Pero, a pesar de su inexperiencia en tales lides, nada en el mundo —ni siquiera un archidemonio ni un príncipe de la oscuridad— podría acobardar a Artemis Entreri.

Tan pronto como el grupo penetró en la cueva, el wyrm abrió de repente un ojo muy semejante al de un gato, con un iris verde y una pupila hendida que rápidamente se ensanchó para adaptarse a la tenue luz. Hephaestus no los perdía de vista.

—¿Creíais que me sorprenderíais dormido? —inquirió el dragón en voz baja, aunque a los intrusos les sonó atronadora.

Cadderly gritó a sus compañeros una palabra clave y chasqueó los dedos, encendiendo una luz mágica que iluminó toda la cueva.

Hephaestus alzó su enorme testa con cuernos, y sus pupilas volvieron a convertirse en meras rendijas. El leviatán se puso en pie y giró para encararse directamente al impertinente clérigo.

Entreri, situado a un lado, sacó la Piedra de Cristal de la bolsa, listo para arrojarla ante la bestia justo antes de que Hephaestus lanzara su ardiente aliento. Jarlaxle también estaba preparado para hacer su parte, que consistía en conjurar con la ayuda de la magia innata de los drows un globo de oscuridad que envolviera a la reliquia mientras las llamas la consumían.

—¡Ladrones! —bramó el dragón. La cueva tembló con la voz de Hephaestus, y el suelo se estremeció, lo que recordó vívidamente a Cadderly que la caverna era muy inestable—. Habéis venido a robar el tesoro de Hephaestus. Traéis encantamientos y objetos mágicos que creéis poderosos, pero ¿estáis realmente preparados? ¿Puede un simple mortal estar preparado para enfrentarse al terrible esplendor de Hephaestus?

Cadderly hizo oídos sordos a estas palabras y se sumió en la canción de Deneir, buscando un hechizo potente, tal vez algún tipo de poderoso caos mágico, como el que había usado contra Fyrentennimar, un truco con el que engañarlo y acabar de una vez. Con Fyrentennimar había usado hechizos para reverter la edad y lo había debilitado con potentes sortilegios, pero en este caso no podía usarlos, pues necesitaba el aliento del dragón en toda su potencia para destruir a Crenshinibon. No obstante, poseía otros recursos mágicos, y la canción de Deneir resonaba triunfante en su cabeza. Pero, junto con esa canción, el clérigo oía la llamada de la piedra, notas discordantes en la melodía de la diosa y, sin duda, una distracción.

—Algo va mal —susurró Jarlaxle a Entreri—. El dragón nos estaba esperando y se anticipa a nuestros movimientos. Es muy raro que solamente nos ataque verbalmente.

Entreri echó un rápido vistazo al elfo oscuro y luego a Hephaestus, el cual balanceaba su enorme testa adelante y atrás, una y otra vez. Entonces bajó la vista hacia la Piedra de Cristal, preguntándose si habría sido ella quien los había traicionado.

Crenshinibon dirigía sus súplicas al dragón para que detuviera a Cadderly, pero no había sido ella quien había avisado al dragón de los intrusos. No, ese honor recaía en un elfo oscuro, un hechicero sacerdote oculto en un túnel cercano junto con un puñado de compañeros drows. Justo antes de que Cadderly y los demás se materializaran en la guarida del dragón, Rai’gy había lanzado un mágico susurro a Hephaestus advirtiéndole que unos intrusos pretendían robarle y que usarían la magia para volver contra él su propio aliento.

Ahora Rai’gy esperaba la aparición de la Piedra de Cristal, momento que él y sus compañeros, entre los que se contaba Kimmuriel, aprovecharían para atacar y marcharse con la preciada piedra en su poder.

—¡Sí, somos ladrones y tendremos tu tesoro! —gritó Jarlaxle en un idioma que nadie, excepto Hephaestus, comprendió. Era la lengua de los dragones rojos, una lengua que los grandes wyrms creían que nadie salvo ellos conocía. Jarlaxle, usando un silbato que le colgaba de una cadena al cuello, la hablaba con la entonación perfecta. Hephaestus inclinó bruscamente la cabeza hacia él y lo miró con ojos desorbitados.

Entreri se echó a un lado dando una voltereta y volvió a ponerse de pie inmediatamente.

—¿Qué le has dicho? —quiso saber el asesino.

Cree que soy un dragón rojo como él, contestó Jarlaxle, moviendo los dedos a un ritmo muy acelerado.

Sobrevino un largo momento de absoluto silencio; la calma total antes de la tormenta. Pero, entonces, todo pareció ponerse de pronto en movimiento, comenzando por Cadderly, que saltó hacia adelante con el brazo extendido y un dedo apuntando acusador al leviatán.

—¡Hephaestus! —bramó el clérigo en el momento justo del hechizo—. ¡Abrásame si puedes!

Fue más que un desafío, más que un reto, más que una amenaza. Era una coacción mágica que le era impuesta a través de un poderoso hechizo. Aunque algo le advertía que no lo hiciera, Hephaestus inspiró profundamente, con tanta fuerza que a Cadderly le cayeron sobre el rostro los rizos castaños.

Entreri se lanzó hacia adelante al tiempo que sacaba a Crenshinibon y la tiraba al suelo delante del clérigo. Mientras Hephaestus inclinaba hacia atrás la cabeza, listo para descargar su aliento, Jarlaxle conjuró un globo de oscuridad.

¡No!, gritó Crenshinibon en la cabeza de Entreri, tan fuerte y con tanta rabia que el asesino tuvo que taparse los oídos y se tambaleó hacia un lado, totalmente abrumado.

La llamada de la reliquia se interrumpió de repente.

Hephaestus adelantó la cabeza, y de su boca surgió una rugiente lengua de fuego que se burlaba del globo de oscuridad de Jarlaxle así como de Cadderly y todos sus hechizos.

Justo cuando el globo de oscuridad se abatía sobre la Piedra de Cristal, Rai’gy la recuperó lanzando súbitamente un potente encantamiento de telequinesia. Crenshinibon pasó volando velozmente ante Hephaestus, el cual pareció no darse cuenta, y recorrió el pasadizo hasta donde aguardaba el mago sacerdote con la mano extendida.

Rai’gy entornó sus relucientes ojos rojos para posarlos en Kimmuriel, pues se suponía que debía ser el psionicista quien recuperara el objeto, pero no lo había hecho.

No he sido suficientemente rápido, dijo Kimmuriel a su compañero en el idioma gestual drow.

Pero ni Rai’gy ni Crenshinibon lo creyeron, pues los poderes mentales eran más rápidos que cualquier otro tipo de magia. Sin dejar de fulminar a su amigo con la mirada, Rai’gy empezó a tejer un nuevo sortilegio dirigido a la cámara principal.

En medio de esa ardiente vorágine que no tenía visos de cesar, Cadderly rezaba a Deneir con ambos brazos extendidos pidiéndole ayuda.

Danica, Iván y Pikel lo miraban fijamente, también rezando, pero Jarlaxle estaba más preocupado por el globo de oscuridad, y Entreri miraba al drow.

—¡Ya no oigo la llamada de Crenshinibon! —gritó Entreri, con la esperanza de hacerse escuchar por encima del rugiente bramido.

Pero Jarlaxle negó con la cabeza.

—La destrucción de Crenshinibon debería haber consumido el globo de oscuridad —gritó a su vez. El elfo oscuro presentía que algo iba terriblemente mal.

Cuando las llamas se apagaron, vieron a un furioso Hephaestus que seguía mirando fijamente al ileso sacerdote de Deneir. El dragón entrecerró amenazadoramente los ojos hasta que no fueron más que dos rendijas.

Jarlaxle disipó el globo de oscuridad. En la piedra fundida y borboteante no quedaba ni rastro de Crenshinibon.

—¡Lo hemos logrado! —exclamó Iván.

—¡A casa! —suplicó Pikel.

—No —insistió Jarlaxle.

Antes de poder explicarse, un débil zumbido llenó la cueva. Era un sonido que el elfo oscuro conocía y que no auguraba nada bueno en un momento tan peligroso.

—¡Un encantamiento de disipación! —avisó el drow—. ¡Nuestros hechizos peligran!

Sin esos hechizos de protección, se encontrarían encerrados dentro de una caverna con un viejo y enorme dragón rojo hecho un basilisco.

—¿Qué vamos a hacer? —gruñó Iván, golpeándose la palma de la mano abierta con el mango del hacha.

—¡Pipí! —respondió Pikel.

—¿Pipí? —repitió el perplejo enano de barba amarilla, mirando fijamente a su hermano con gesto agrio.

—¡Pipí! —insistió Pikel y para dar más fuerza a su argumento, agarró a Iván por el cuello de la camisa y corrió hacia un lado arrastrándolo, hasta el borde de una grieta. El enano druida saltó adentro, llevándose a Iván con él.

Las gigantescas alas de Hephaestus batieron el aire, alzando la parte delantera de su colosal cuerpo a medio camino del techo, aunque mantenía las garras de las patas traseras clavadas en el suelo, grabando profundos surcos en la piedra.

—¡Corred todos! ¡Vamos! —gritó Cadderly, totalmente de acuerdo con la elección de Pikel.

Danica corrió hacia adelante, al igual que Jarlaxle, e hizo una voltereta que completó quedando de cuclillas ante Hephaestus. Sin pensárselo dos veces, el gran wyrm bajó la cabeza con la intención de atraparla en sus enormes fauces. Pero la mujer logró apartarse a un lado y volvió a ponerse en cuclillas, provocando a la bestia.

Cadderly era incapaz de mirarlo y tenía que recordarse que debía confiar en ella. Danica estaba ganando unos segundos preciosos para que él lanzara otro ataque mágico contra Hephaestus o conjurara un hechizo de defensa. Nuevamente el clérigo se sumergió en la canción de Deneir y, mientras seleccionaba el hechizo más adecuado entre los muchos posibles, empezó a percibir las notas con mayor claridad.

Entonces oyó un grito, un grito de Danica, y al alzar la vista vio cómo Hephaestus lanzaba contra ella su abrasador aliento, que descargó contra el suelo y salpicó creando un abanico invertido de fuegos.

También Cadderly gritó y buscó desesperadamente en la canción de Deneir el primer encantamiento que pudiera encontrar para detener esa horrible escena, el primer hechizo que pudiera recordar para pararlo.

Lo que produjo fue un temblor de tierra que creó una violenta convulsión y un ruido sordo, como las olas en un estanque, que onduló y elevó el suelo. Inmediatamente Jarlaxle atrajo la atención del dragón lanzándole una lluvia de afiladas dagas.

También Entreri reaccionó y él mismo fue el primer sorprendido cuando, en lugar de retroceder, empezó a avanzar hacia Hephaestus, que acababa de soltar su aliento.

Pero donde poco antes se encontraba el dragón, ahora sólo quedaba piedra que burbujeaba.

Cadderly llamó a Danica desesperadamente, pero su voz se apagó cuando el suelo se hundió a sus pies.

—Vámonos de aquí ahora mismo, antes de que el wyrm se dé cuenta de que hay más de seis intrusos en su guarida —dijo Kimmuriel.

Él y los demás drows ya se habían alejado un poco por el túnel de la cámara principal. Marcharse era lo más prudente, por lo que Berg’inyon Baenre y los otros cinco soldados drows asintieron con entusiasmo, pero, por alguna razón, el severo Rai’gy no estaba de acuerdo.

—No —replicó con firmeza—. Ninguno de ellos debe salir con vida de aquí.

—Lo más probable es que el dragón los mate a todos —dijo Berg’inyon, pero Rai’gy sacudió la cabeza, dando a entender que él quería tener la seguridad.

El mago y la Piedra de Cristal ya habían establecido una profunda relación, y Crenshinibon exigía que Cadderly y su grupo, esos infieles que sabían cómo destruirla, fuesen aniquilados. Su muerte no debía abandonarse a la suerte. Además, ¿no creía Rai’gy que un dragón rojo sería un magnífico aliado de Bregan D’aerthe?

—¡Encontradlos y matadlos a todos! —ordenó Rai’gy.

Berg’inyon consideró esas palabras, dividió a sus soldados en dos grupos y, poniéndose al frente de uno, corrió en una dirección mientras el otro grupo tomaba otra. Kimmuriel se quedó mirando fijamente a Rai’gy con expresión hosca. Finalmente también él desapareció, como si el suelo se lo hubiese tragado.

Rai’gy se quedó solo con su nuevo y muy querido aliado.

En un hueco en la pared del túnel, un poco más allá de donde se encontraba Rai’gy, la forma casi incorpórea de Yharaskrik se deslizó a través de la piedra para materializarse. El illita sostenía en una mano la linterna capaz de vencer a Crenshinibon.