Entre la prudencia y el deseo
Gord Abrix ahogó un grito cuando la pequeña esfera de fuego le pasó rozando, atravesó la puerta mágica y se perdió en la taberna. Apenas había traspasado el umbral cuando Kimmuriel cerró la puerta. No era la primera vez que Gord Abrix veía bolas de fuego conjuradas por hechiceros y podía imaginarse la devastación que habría causado en la taberna. Sabía que, probablemente, acababa de perder a casi veinte de sus leales soldados.
Se puso en pie, tambaleante, y miró a su alrededor buscando a los tres elfos oscuros, como siempre sin saber muy bien qué esperar de ellos.
—Tú y tus soldados habéis estado espléndidos —lo alabó Rai’gy.
—Los has matado —osó decir Gord Abrix, aunque controlando el tono de su voz para que no pareciera una acusación.
—Ha sido un sacrificio necesario. No creerías en serio que tenían alguna oportunidad de vencer a Artemis Entreri y a Jarlaxle, ¿verdad? —replicó el hechicero.
—¿Entonces, por qué los enviasteis? —empezó a preguntar el frustrado jefe de los hombres rata; pero apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando una vocecita interior le recordó con quién estaba tratando. Gord Abrix y sus esbirros habían sido enviados para distraer a Entreri y a Jarlaxle mientras Rai’gy y Kimmuriel preparaban el golpe de gracia.
Kimmuriel abrió la puerta dimensional, por la que vieron la taberna devastada y los cuerpos carbonizados diseminados por el suelo. Nada se movía. Los labios del drow esbozaron una perversa sonrisa mientras estudiaba la truculenta escena. Gord Abrix sintió un escalofrío que le recorría la espalda al darse cuenta de que se había librado por los pelos.
Berg’inyon Baenre atravesó la puerta, se internó en lo poco que quedaba de la taberna, de la que no quedaban ni siquiera las paredes, y regresó un momento después.
—Un par de hombres rata aún siguen vivos, pero no por mucho tiempo —informó a sus compañeros.
—¿Y qué hay de nuestros amigos? —inquirió Rai’gy.
—No he visto ni a Jarlaxle ni a Entreri. Podrían estar enterrados bajo los escombros o estar tan quemados que será difícil reconocerlos.
Tras un momento de reflexión Rai’gy indicó por señas a Berg’inyon y a Gord que regresaran a la taberna y los buscaran.
—¿Y mis soldados? —preguntó el hombre rata.
—Traedlos, si es que pueden salvarse —contestó Rai’gy—. Lloth me concederá el poder para curarlos… si se lo pido.
Gord Abrix se encaminó hacia la puerta dimensional, pero la curiosidad lo impulsó a detenerse y a lanzar una mirada al oscuro y peligroso hechicero sacerdote, sin saber cómo tomarse sus palabras.
—¿Crees que Entreri y Jarlaxle siguen ahí todavía? —preguntó Kimmuriel a Rai’gy en la lengua drow, a fin de que el hombre rata no comprendiera.
—Os digo que ahí no están —respondió con seguridad Berg’inyon desde la puerta, aunque aún no había tenido tiempo de registrar los escombros—. Se necesita algo más que una pequeña distracción y el simple hechizo de un mago para acabar con esos dos.
Rai’gy entrecerró los ojos ante tamaña afrenta a sus artes mágicas aunque, en el fondo, coincidía con el guerrero. Albergaba la esperanza de cazar a sus presas de manera limpia, pero en su corazón sabía que Jarlaxle no era una presa nada fácil.
—Haced un registro rápido —ordenó Kimmuriel.
Hacia la taberna corrieron Berg’inyon y Gord, que husmearon bajo las humeantes ruinas.
—No están ahí —dijo Rai’gy al psionicista un momento después.
—¿Estás de acuerdo con Berg’inyon?
—Oigo la llamada de la Piedra de Cristal, y no procede de la taberna —explicó Rai’gy con un resoplido, pues la prisionera Crenshinibon volvía a llamarlo con insistencia.
—¿Pues de dónde viene?
Pero Rai’gy sacudió la cabeza, frustrado. No lo sabía. Oía las súplicas de la piedra, prisionera del obcecado Entreri, pero no podía determinar de dónde procedían.
—Haz que vuelvan Berg’inyon y Gord —pidió el hechicero. Kimmuriel atravesó la puerta y regresó al cabo de un momento con el guerrero drow, el hombre rata y un par de secuaces de éste, que seguían vivos a pesar de las horribles quemaduras que tenían en el cuerpo.
—Ayúdalos —le suplicó Gord Abrix, arrastrando a sus abrasados amigos delante del hechicero—. Éste es Poweeno, uno de mis más leales consejeros y amigos.
Rai’gy cerró los ojos y empezó a salmodiar. Inmediatamente volvió a abrirlos otra vez y extendió ambas manos hacia el postrado Poweeno, que se retorcía. El drow acabó el hechizo agitando los dedos y pronunciando otra retahíla de palabras arcanas. De la yema de sus dedos se desprendió una brillante chispa, y el cuerpo del desgraciado hombre rata dio una sacudida. La criatura lanzaba alaridos y se retorcía en espasmos, presa de un dolor insoportable, mientras que de sus terribles heridas empezaba a rezumar sangre humeante y otros fluidos.
Poco después Poweeno se quedó inmóvil, muerto.
—¿Qué… qué has hecho? —preguntó Gord a Rai’gy. El hechicero ya tejía otro encantamiento.
En vista de que el drow no respondía, Gord hizo ademán de acercársele, o al menos lo intentó, porque descubrió que tenía los pies pegados al suelo como con un pegamento muy potente. La mirada del hombre rata fue a posarse en Kimmuriel y, por la expresión de satisfacción que se pintaba en la cara del psionicista, supo que era él quien le impedía moverse.
—Me has fallado —dijo Rai’gy, abriendo los ojos y extendiendo una mano hacia el otro hombre rata herido.
—Pero si acabas de decir que habíamos estado espléndidos —protestó Gord Abrix.
—Eso fue antes de saber que Jarlaxle y Artemis Entreri lograron escapar —explicó Rai’gy.
El hechicero acabó el encantamiento y descargó un rayo de energía tremendamente potente hacia el segundo herido. La criatura se dio la vuelta de manera grotesca, tras lo cual se encogió en posición fetal, a un paso de seguir a su compañero a la tumba.
Gord Abrix lanzó un alarido y desenvainó la espada, pero Berg’inyon intervino y se la arrebató de un golpe de su magnífico acero. El guerrero miró a sus dos compañeros drows y, tras la señal de asentimiento de Rai’gy, degolló al hombre rata. Gord cayó con los pies pegados todavía al suelo, clavando en Rai’gy una mirada suplicante.
—No acepto el fracaso —declaró el hechicero fríamente.
—El rey Elbereth ha mandado aviso a todos nuestros exploradores —aseguró la elfa Shayleigh a Iván y Pikel.
Cadderly los había enviado en calidad de emisarios al bosque Shilmista, situado al oeste de las montañas Copo de Nieve, confiando en que ningún viajero escaparía a la atención de la vasta red de exploradores del rey Elbereth.
Pikel emitió un sonido que a Iván le pareció más de inquietud que de esperanza, aunque Shayleigh acababa de darles garantía de lo que habían ido a buscar. ¿O no?
Iván Rebolludo estudió atentamente a la doncella elfa. Con sus ojos color violeta y su espesa melena rubia que le llegaba por debajo de los hombros, no cabía duda de que era bella, incluso para un enano cuyos gustos se decantaban por féminas más bajas, más rellenitas y más barbudas. Se percibía algo especial en la postura y la actitud de la elfa, así como en el sutil tono de su melodiosa voz.
—No debéis matarlos, ¿está claro? —espetó Iván sin andarse por las ramas.
Shayleigh apenas se movió.
—Por lo que dices, son muy peligrosos: un asesino y un drow —replicó la elfa.
Iván notó que el ominoso tono en la voz de la elfa Shayleigh se hacía más intenso al pronunciar la palabra drow, como si la raza de su oscuro primo la ofendiera más que la profesión de su compañero humano.
—Cadderly tiene que hablar con ellos —gruñó Iván.
—¿Acaso no sabe cómo hablar con los muertos?
—Oh, oh —dijo Pikel Rebolludo. El enano saltó de pronto a un lado, internándose en la maleza, de la que volvió a salir enseguida con una mano detrás de la espalda—. Drizzit —recordó a la elfa, mostrando lo que escondía detrás: una delicada y bella flor que acababa de coger para ella.
Aunque lo intentó, Shayleigh no pudo mantener su actitud severa ante ese arranque sentimental. La elfa sonrió, cogió la flor silvestre y se la acercó a la nariz para oler su agradable fragancia.
—Muchas veces, entre las malas hierbas crece una flor —dijo, interpretando correctamente el gesto de Pikel—. Del mismo modo que puede surgir un druida en un clan enano. Pero eso no significa que haya más.
—Esperanza —dijo Pikel.
Shayleigh se rió quedamente, sin saber qué replicar.
—Cadderly dice que debes tener el corazón en el lugar correcto o la Piedra de Cristal lo encontrará y te lo robará —la advirtió Iván—. Esperanza es lo que te hace falta, elfa.
El enano no necesitaba más garantías que la sincera sonrisa de Shayleigh.
—El hermano Chaunticleer ha trazado un plan espléndido para mantener a los niños ocupados —dijo Danica a Cadderly—. Estará listo para partir tan pronto como la piedra llegue.
La expresión de Cadderly no era precisamente de confianza.
—No creerás que pienso dejar que vayas solo a visitar a un viejo dragón, ¿verdad? —inquirió Danica, sintiéndose herida. Cadderly lanzó un suspiro—. Ya nos topamos con uno y no habríamos tenido ningún problema si no hubiéramos atravesado las montañas montados en su lomo —le recordó la mujer.
—Esta vez es posible que sea más difícil —explicó Cadderly—. Necesitaré mucha energía para controlar a la Piedra de Cristal al mismo tiempo que me ocupo del dragón. Aún peor, pues estoy seguro de que la piedra le hablará al dragón. ¿Quién mejor que un poderoso dragón rojo para controlar un instrumento de caos y destrucción?
—¿Es tu magia lo suficientemente poderosa?
—Me temo que no —admitió el sacerdote.
—Razón de más para que Iván, Pikel y yo te acompañemos.
—Sin la ayuda de Deneir, ¿de veras crees que tenemos alguna oportunidad de vencer a un wyrm como ése? —inquirió el clérigo sinceramente.
—Si Deneir no está contigo, nos necesitarás para sacarte de allí lo antes posible —repuso la mujer con una amplia sonrisa—. ¿Acaso los amigos no están para eso?
Cadderly iba a responder algo, pero no había mucho que pudiera decir contra esa expresión de determinación y de algo más —de serenidad— grabada en el hermoso semblante de Danica. La mujer estaba del todo decidida a acompañarlo, y Cadderly sabía que el único modo de impedírselo sería marchándose mágicamente y en secreto. Naturalmente, Iván y Pikel se empeñarían en ir también, aunque se estremecía al imaginarse al aspirante a druida, Pikel, enfrentándose a un dragón rojo. No tenía intención de hacer ningún daño al dragón, sino solamente robarle un poco de su abrasador aliento, que les lanzara una única bola de fuego. Pero era posible que Pikel, el cual había consagrado su vida a la natura, no se conformara con dejar en paz a un dragón, que era quizá la mayor perversión de la naturaleza que existía.
Danica obligó a Cadderly a levantar la cabeza alzándole el mentón para que la mirara fijamente a los ojos. Ahora estaban muy cerca.
—Lo haremos juntos y conseguiremos lo que queremos —afirmó y lo besó en los labios con suavidad—. Hemos pasado por cosas peores, amor mío.
Cadderly no trató de negar esas palabras, ni su presencia, ni su determinación en acompañarlo en ese importante y azaroso viaje. El clérigo la acercó más a sí y la cubrió de besos.
—No podemos estar en todo —intentó explicar Sharlotta Vespers a Kimmuriel y Rai’gy. A los dos drows no les había hecho ni pizca de gracia enterarse que espías enviados por los grandes caudillos de Memnon se habían infiltrado en Dallabad.
Los elfos oscuros intercambiaron miradas de preocupación. Sharlotta había asegurado una y otra vez que se habían cazado y eliminado a todos los espías, pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si un espía había logrado escapar e informaba a los caudillos de Memnon acerca del cambio acaecido en Dallabad? ¿Y si otros espías habían descubierto cuál era el poder que manejaba la casa Basadoni?
—Es posible que pronto den fruto todos los peligros que sembró Jarlaxle —dijo Kimmuriel a su compañero en la lengua drow.
Aunque Sharlotta entendió las palabras a la perfección, no captó la sutileza de ese dicho drow que se refería a la venganza contra una casa drow por crímenes cometidos contra otra casa. Las palabras de Kimmuriel eran una severa advertencia, un recordatorio de que, por mucho que ahora trataran de remediarlo, se encontraban en una posición vulnerable por culpa de la influencia de Crenshinibon sobre Jarlaxle.
Rai’gy asintió y se frotó el mentón, susurrando algo en voz tan baja que los otros no lo oyeron. De repente, avanzó un paso hasta colocarse justo delante de la mujer, alzó ambas manos con los pulgares unidos, pronunció otra palabra y en sus manos estalló una lengua de fuego que envolvió la cabeza de la mujer. Ésta trató de apagar las llamas dando manotazos mientras chillaba, corría por toda la habitación y, finalmente, se arrojaba al suelo y rodaba sobre sí misma.
—Asegúrate de eliminar a todos los que saben demasiado —dijo Rai’gy fríamente cuando Sharlotta expiró en el suelo, a sus pies.
Kimmuriel hizo un gesto de asentimiento. Su expresión era grave, aunque en las comisuras de la boca se adivinaba una ansiosa sonrisa.
—Voy a abrir de nuevo la puerta de regreso a Menzoberranzan —explicó el hechicero—. No me gusta la superficie, y los dos sabemos que las posibles ganancias no compensan los riesgos que amenazan a Bregan D’aerthe. Ya no lamento que Jarlaxle se comportara como un loco y sobrepasara los límites de lo que racionalmente es prudente.
—Sí, en el fondo ha sido una suerte —convino con él Kimmuriel—. Ahora podremos regresar a las cavernas, donde pertenecemos. —El elfo oscuro echó un vistazo a Sharlotta, cuya cabeza quemada seguía humeando, y sonrió de nuevo. Se inclinó para despedirse de su compañero y amigo de espíritu, y salió de la habitación, ansioso por ocuparse de los demás.
Rai’gy también se marchó, aunque por otra puerta, una que lo condujo a la escalera que llevaba al sótano de la casa Basadoni, donde podría relajarse en la intimidad de sus seguros aposentos. Las palabras que había dirigido a Kimmuriel resonaban en su mente.
Eran palabras dictadas por la lógica; palabras necesarias para sobrevivir en un lugar que se había vuelto demasiado peligroso.
No obstante, en su cabeza aún oía una llamada, una voz que le suplicaba ayuda y le prometía una grandeza más allá de lo que el hechicero podía imaginar.
Sentado en una cómoda silla en sus aposentos privados, el hechicero se recordó una y otra vez que lo más conveniente para Bregan D’aerthe era retirarse a la Antípoda Oscura, que el riesgo de permanecer en la superficie, aunque fuese con el objetivo de encontrar la poderosa reliquia, era excesivo comparado con los potenciales beneficios.
Poco después, el exhausto elfo oscuro cayó en una especie de ensueño, lo más parecido al sueño verdadero que podía conocer un drow.
Y durante ese «sueño», la llamada de Crenshinibon le llegó de nuevo. Era una llamada de socorro, pidiéndole que la rescatara y prometiéndole a cambio la victoria.
La intensidad de esa predecible llamada fue aumentada cien veces, con promesas aún más grandes de gloria y poder y con imágenes no de espléndidas torres cristalinas en el desierto de Calimshan, sino de una torre de puro ópalo situada en el corazón de Menzoberranzan, una estructura negra que brillaba con calor y energía interiores.
Toda la prudencia de Rai’gy no pudo contra esa imagen, contra el desfile de las madres matronas —entre ellas la tan odiada Triel Baenre— que acudían a la torre para rendirle homenaje.
Los ojos del elfo oscuro se abrieron de golpe. El mago pensó un momento e inmediatamente se levantó de la silla de un brinco, para localizar a Kimmuriel y cambiar las órdenes. Sí, abriría la puerta de regreso a Menzoberranzan y, sí, la mayor parte de Bregan D’aerthe regresaría.
Pero ellos dos aún tenían un asunto pendiente en la superficie. Kimmuriel y él mismo se quedarían allí junto con una fuerza de ataque hasta que la Piedra de Cristal estuviera en manos de alguien digno de ella: de un hechicero sacerdote drow que la llevaría a sus máximas cotas de poder, y a él con ella.
En su oscura cámara situada bajo el oasis Dallabad, Yharaskrik se felicitó en silencio por la idea que había tenido de intensificar las promesas de la Piedra de Cristal para tentar a Rai’gy. Kimmuriel lo había informado del cambio en los planes de Bregan D’aerthe y, aunque había fingido aceptarlo, el illita no pensaba permitir que Crenshinibon quedara libre, al menos no todavía. Concentrándose al máximo y controlando su mente, Yharaskrik había podido captar las sutiles notas de la suave llamada de la reliquia, aunque todavía no había podido determinar de dónde procedían exactamente.
Yharaskrik aún necesitaba por un tiempo la ayuda de Bregan D’aerthe para encontrar la Piedra de Cristal, aunque después, él y Rai’gy estarían en bandos enfrentados en la inevitable batalla por el control de Crenshinibon.
Que así fuera. Seguramente, Kimmuriel Oblodra, con el que compartía ciertos poderes mentales y comprendía la naturaleza de la piedra y sus puntos flacos, se pondría de su lado.