19

Porque nunca tuvo que hacerlo

Entreri arrugó el entrecejo al apartar la mirada de la cercana aldea para posarla en su compañero drow, ataviado con un ridículo sombrero adornado con plumas. Bastaría ese sombrero de ala ancha y la enorme pluma de dyatrima —que siempre volvía a crecer después de que Jarlaxle la usara para llamar a un pájaro gigante de verdad—, para despertar sospechas y, probablemente, el desdén de los campesinos de la aldea. Eso, sin tener en cuenta que bajo ese sombrero había un elfo oscuro.

—Creo que deberías considerar la posibilidad de disfrazarte —dijo Entreri secamente, mientras sacudía la cabeza deseoso de conservar una máscara mágica muy útil que permitía transformar el aspecto de quien la portaba. En una ocasión, Drizzt Do’Urden se había servido de ella para viajar del norte a Calimport haciéndose pasar por un elfo de la superficie.

—Ya he pensado en esa posibilidad —repuso el drow y, para alivio de Entreri, se quitó el extravagante sombrero. Era un comienzo prometedor.

Pero el alivio de Entreri fue sólo temporal, pues Jarlaxle se limitó a sacudirlo y encasquetárselo de nuevo.

—Tú también llevas uno —protestó el drow al advertir la expresión ceñuda de Entreri, señalando el sombrero negro de ala estrecha del asesino. Era conocido como bolero, por el nombre del hechicero drow que lo había inventado y que lo había imbuido de propiedades mágicas.

—¡No es sólo el sombrero! —exclamó Entreri, frustrado, frotándose el rostro con una mano—. Vamos a tratar con simples campesinos que, muy probablemente, no sienten ninguna simpatía hacia los elfos oscuros.

—Hacia la mayoría de los elfos oscuros —lo corrigió Jarlaxle, y sin añadir palabra, continuó cabalgando hacia la aldea, como si Entreri no le hubiese dicho nada de nada.

—¡Eh! ¿Qué me dices del disfraz? —le gritó el asesino.

—Una idea genial —repuso Jarlaxle, y siguió cabalgando.

Entreri espoleó a su montura con los talones para ponerla a medio galope y así poder atrapar al escurridizo elfo oscuro.

—Quería decir que deberías ponerte uno —dijo Entreri sin andarse por las ramas.

—Ya voy disfrazado. Es increíble que justamente tú, Artemis Entreri, no me reconozcas. ¡Soy Drizzt Do’Urden, tu más odiado rival!

—¿Qué? —El asesino no daba crédito a sus oídos.

—Drizzt Do’Urden es el disfraz perfecto para mí —se explicó Jarlaxle con toda tranquilidad—. Drizzt va de ciudad a ciudad sin esconderse, sin ocultar ni negar su herencia, ni siquiera allí donde no es aún demasiado conocido.

—¿Va, has dicho? —inquirió Entreri, al que no se le había escapado el uso del presente de su compañero.

—Quería decir que iba —se corrigió rápidamente Jarlaxle, pues Artemis Entreri creía que Drizzt Do’Urden había muerto.

Entreri le clavó una dura mirada al elfo.

—Bueno, ¿era o no era así? Justamente el valor que mostraba al no tratar de esconderse evitaba que los lugareños se organizaran contra él para matarlo. Era absolutamente evidente que no tenía nada que ocultar. Así pues, yo usaré la misma técnica e incluso el mismo nombre. A partir de ahora soy Drizzt Do’Urden, el héroe del valle del Viento Helado, amigo del rey de Mithril Hall, Bruenor Battlehammer. Alguien de quien esos simples campesinos no tienen nada que temer, más bien podría serles de utilidad en caso de peligro.

—Naturalmente, hasta que uno de ellos se cruce en tu camino, en cuyo caso arrasarás toda la aldea.

—Siempre cabe la posibilidad —admitió el drow, pero no aflojó el paso. Ahora se encontraban lo suficientemente cerca de la aldea para que sus habitantes los divisaran o al menos vieran a quienes pretendían ser.

No había guardias, por lo que humano y drow siguieron adelante sin que los detuvieran. Los cascos de sus monturas chacoloteaban sobre los adoquines. Fueron a detenerse frente a un edificio de dos plantas del que colgaba un letrero de madera en el que había pintada una espumeante jarra de aguamiel y que anunciaba en letras antiguas y medio borradas por las inclemencias del tiempo:

Antina del

de M ese Briar

—Antina —leyó Jarlaxle, rascándose la cabeza, tras lo cual soltó un profundo y dramático suspiro—. El tabernero debe de ser un tipo que se pasa el día deshecho en lágrimas.

—No pone llantina, sino cantina —replicó Entreri. El humano miró a Jarlaxle, resopló y desmontó de un brinco.

—¿Qué más da, llantina o cantina? —repuso el drow, que pasó la pierna derecha por encima del caballo, hizo una voltereta hacia atrás y aterrizó graciosamente sobre sus pies después de ejecutar un salto mortal—. Tal vez sea un poco ambas cosas —añadió con una confiada sonrisa de oreja a oreja.

Entreri volvió a fulminarlo con la mirada y se limitó a sacudir la cabeza, mientras pensaba que quizá debería haberlo dejado atrás junto con Rai’gy y Kimmuriel.

Dentro del local había una docena de parroquianos, diez hombres y dos mujeres, además del tabernero, un hombre viejo y entrecano con una expresión agria permanentemente grabada en su cara regordeta entre profundas arrugas y cicatrices de acné. Los trece pares de ojos se fijaron en los dos recién llegados e, inevitablemente, todos los presentes hicieron gestos de asentimiento o simplemente apartaron la mirada, observando con perplejidad al dúo, en especial al elfo oscuro. Muchos se llevaron la mano a la empuñadura de la espada. Un hombre incluso se levantó de un salto de su silla, que apartó bruscamente tirándola por el suelo.

Entreri y Jarlaxle se limitaron a saludar levantándose el sombrero y se aproximaron a la barra sin hacer movimientos bruscos y con una expresión perfectamente amistosa.

—¿Qué queréis? —les gruñó el tabernero—. ¿Quiénes sois y qué os trae por aquí?

—Somos viajeros cansados del viaje, que buscan un pequeño descanso —contestó Entreri.

—¡Pues aquí no vais a encontrarlo! ¡Poneos otra vez esos sombreros y sacad el culo de aquí! —les gritó el hombre.

Entreri miró a Jarlaxle y vio que el elfo oscuro se mantenía imperturbable.

—Creo que nos quedaremos un rato —dijo el drow—. Comprendo tus recelos, mi estimado… Ese Briar —añadió, recordando el nombre escrito en el letrero.

—¿Cómo que «ese»? —repitió el tabernero, confuso.

—Ese Briar. Es lo que pone en el letrero de fuera —contestó Jarlaxle, haciéndose el inocente.

Los ojos amarillos del anciano se iluminaron al comprender la fuente de la confusión.

—Maese Briar. La «a» se ha caído. Es maese Briar.

—Mil perdones, maese Briar —dijo el encantador Jarlaxle con una inclinación de cabeza. Entonces lanzó un profundo suspiro y guiñó un ojo a Entreri. Como ya esperaba, el asesino mostraba una expresión enfurruñada—. Hemos venido a tu llantina, o cantina, para descansar y beber algo. No queremos problemas y tampoco los causaremos, te lo aseguro. ¿No has oído hablar de mí? Soy Drizzt Do’Urden del valle del Viento Helado, quien ayudó al rey enano Bruenor Battlehammer a recuperar el trono de Mithril Hall.

—Nunca he oído hablar de un tipo llamado Drizzt Dudden —replicó Briar—. ¡Ahora salid fuera de mi local antes de que yo y mis amigos os echemos a patadas! —Su tono de voz se fue elevando a medida que hablaba, y varios de los presentes se levantaron, con las armas listas.

Jarlaxle echó un vistazo alrededor, sonriente, como si se lo estuviera pasando en grande. Entreri también se divertía, pero no se molestó en mirar a su alrededor, sino que se recostó en el taburete que ocupaba, mirando a su amigo y tratando de imaginarse cómo se las arreglaría para salir de ese lío. Desde luego, esa panda de pobres campesinos no preocupaba en absoluto al avezado asesino, especialmente teniendo a su lado al peligroso Jarlaxle. Si tenían que arrasar la aldea, pues la arrasarían.

Así pues, Entreri ni siquiera trató de captar la siempre presente llamada silenciosa de la cautiva Piedra de Cristal. ¡Si la reliquia pretendía que unos campesinos simples e insensatos se la arrebataran, que lo intentara!

—¿No habéis oído lo que acabo de decir? Gracias a mí un rey enano recuperó su reino. Escúchame bien, Ese Briar; si tú y tus amigos tratáis de echarme a la fuerza, esta temporada vuestros parientes plantarán algo más que trigo —amenazó Jarlaxle.

No fue tanto lo que dijo sino cómo lo dijo; con absoluta tranquilidad y confianza, convencido de que ese grupo nada podría contra él. Los hombres que se aproximaban se detuvieron e intercambiaron miradas, buscando a un cabecilla entre ellos.

—Os aseguro que no quiero problemas —prosiguió Jarlaxle con serenidad—. He dedicado mi vida a luchar contra los prejuicios que existen contra los de mi raza, aunque en muchos casos reconozco que tienen fundamento. No soy sólo un viajero cansado, sino un guerrero dispuesto a poner mi espada al servicio de los hombres sencillos. Si los goblins atacaran vuestra hermosa aldea, estad seguros de que lucharía a vuestro lado hasta expulsarlos o hasta dar mi vida en el intento. —La voz del drow fue elevándose hasta alcanzar un tono de dramatismo—. Si un dragón se abatiera sobre vuestra villa, desafiaría su ardiente aliento, desenvainaría mis armas y saltaría a los parapetos…

—Creo que ya lo han entendido —lo interrumpió Entreri, cogiéndolo por el brazo y arrastrándolo hasta su asiento.

—Ni siquiera llevas armas, drow —resopló el tabernero Briar.

—Un millar de hombres dijeron eso antes que tú, y todos están muertos —declaró Entreri muy serio. Jarlaxle se lo agradeció alzándose ligeramente el sombrero—. Pero ya basta de bromas —añadió, saltando del taburete al suelo y retirando la capa para dejar ver sus dos fabulosas armas: la daga enjoyada y la espléndida Garra de Charon con su característica empuñadura hecha de hueso—. Si vais a atacarnos, hacedlo ya. Así nos quedará tiempo antes de que anochezca para acabar con todos vosotros y hallar otro lugar donde nos ofrezcan comida, bebida y una cama caliente. En caso contrario, volved a vuestras mesas, os lo suplico, y dejadnos en paz, de lo contrario olvidaré la insensata ilusión de mi amigo de convertirse en el héroe local.

Nuevamente los parroquianos intercambiaron nerviosas miradas y algunos rezongaron por lo bajo.

—Maese Briar, espero tu señal —dijo Entreri—. Elige bien o tendrás que hallar el modo de mezclar sangre con tu aguamiel, pues correrán litros y litros por tu taberna.

Con un ademán Briar indicó a los parroquianos que regresaran a sus mesas, tras lo cual resopló y gruñó con fuerza.

—¡Espléndido! —exclamó Jarlaxle, dándose una palmada en la pierna—. Mi reputación está a salvo de las impetuosas acciones de mi amigo. Ahora, si fueses tan amable de servirme una de tus buenas y delicadas bebidas, maese Briar… —pidió el drow al mismo tiempo que sacaba una bolsa repleta de monedas.

—En mi taberna no pienso servir a ningún maldito drow —insistió Briar, cruzando sus delgados pero musculosos brazos sobre el pecho.

—En ese caso, me serviré yo mismo —replicó Jarlaxle sin dudarlo, alzando educadamente el ala de su extravagante sombrero—. Por supuesto, no debes esperar propina.

Briar lo fulminó con la mirada.

En vez de amedrentarse, Jarlaxle clavó la mirada en el amplio surtido de botellas colocadas en estantes detrás de la barra. El elfo oscuro se dio unos golpecitos en el labio con un delicado dedo, examinando los colores y la escritura de las pocas que aún conservaban la etiqueta.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó a Entreri.

—Mientras se pueda beber, cualquier cosa —replicó el asesino.

Jarlaxle señaló con el dedo una botella, pronunció una sencilla orden mágica y, al retirar el dedo, la botella voló del estante hasta su mano. Bastó con señalar dos veces más y pronunciar sendas órdenes para que dos vasos aparecieran sobre la barra.

Jarlaxle fue a coger la botella, pero Briar, tan perplejo como enfadado, extendió bruscamente una mano para agarrar al drow del brazo.

No llegó ni a acercarse.

Más rápidamente que lo que Briar podría llegar a imaginar, Entreri inmovilizó el brazo del tabernero sobre la barra y lo retuvo con firmeza. Con gran agilidad, empuñó la daga con la otra mano y la clavó profundamente en el estante de madera situado justo al lado de los dedos de Briar. El rubicundo tabernero palideció.

—Si no cambias de actitud, poco quedará en pie de tu local —le advirtió Entreri con la voz más fría y amenazadora que Briar hubiese oído en toda su vida—. Con suerte, lo suficiente para construirte un ataúd de madera.

—Lo dudo —apuntó Jarlaxle.

El drow se hallaba a sus anchas y apenas prestaba atención, como si ya hubiera esperado que Entreri interviniera. Tras escanciar la bebida, se acomodó en el taburete, olió el licor y empezó a beberlo a sorbos.

Entreri soltó al tabernero, echó una mirada en torno para asegurarse de que nadie se movía y volvió a guardarse la daga en el cinturón.

—Mi estimado maese Briar, te repito una vez más que no tenemos nada contra ti ni buscamos problemas —aseguró el elfo oscuro—. Hemos recorrido un largo y árido camino, y sin duda el que nos espera será igualmente duro. Por esta razón hemos entrado en tu acogedora taberna situada en esta bonita villa. ¿Por qué deseas negarnos el descanso?

—Yo más bien preguntaría: ¿por qué ese empeño en que te matemos? —intervino Entreri.

El tabernero miró alternativamente a uno y a otro, y alzó las manos dándose por vencido.

—Idos a los Nueve Infiernos los dos —gruñó, mientras daba media vuelta y se alejaba.

Entreri miró a Jarlaxle, el cual se limitó a encogerse de hombros y comentar:

—Ya he estado allí, y no merece la pena regresar. —Entonces cogió la botella y el vaso y fue a sentarse a una de las mesas libres de la pequeña taberna. Entreri lo siguió.

Naturalmente, las dos mesas contiguas a la suya pronto quedaron libres, pues los parroquianos que las ocupaban se apresuraron a coger sus vasos y demás pertenencias y alejarse del elfo oscuro.

—Esto no cambiará nunca —comentó Entreri a Jarlaxle.

—Según mis espías, no era así con Drizzt Do’Urden. Gozaba de tal reputación que incluso los humanos más estrechos de miras olvidaban el color de su piel en las tierras en las que era conocido. Y pronto ocurrirá lo mismo conmigo.

—¿Pretendes labrarte una buena reputación? —inquirió Entreri, poniéndolo en duda con una carcajada—. ¿Piensas convertirte en un héroe?

—Me forjaré una reputación, bien por mis hazañas o por dejar tras de mí una estela de aldeas quemadas. A mí me da igual.

Las palabras del elfo oscuro hicieron florecer una sonrisa en el semblante de Entreri, que empezaba a confiar en que él y su compañero iban a entenderse de fábula.

Kimmuriel y Rai’gy contemplaban en el espejo encantado cómo unos veinte hombres rata, con aspecto humano, entraban en la aldea.

—Todo está a punto —dijo Kimmuriel—. Si Gord Abrix desempeña bien su función, los aldeanos se unirán a él contra Entreri y Jarlaxle. Treinta contra dos; buena proporción.

—Lo suficiente para que Jarlaxle y Entreri se cansen un poco antes de que lleguemos nosotros —replicó Rai’gy, resoplando de desdén.

Kimmuriel miró a su amigo pero, tras reflexionar brevemente, se limitó a encogerse de hombros y sonreír. No iba a llorar la pérdida de Gord Abrix y de un puñado de piojosos hombres rata.

—Si logran entrar y tienen suerte, deberemos actuar con rapidez —comentó el psionicista—. La Piedra de Cristal está allí.

Crenshinibon no llama a Gord y a sus estúpidas ratas —replicó Rai’gy, y sus ojos negros brillaban de anhelo—. Me llama a mí. Percibe que estamos cerca y sabe que en mis manos llegará a las más altas cotas de poder.

Kimmuriel permaneció en silencio, pero estudió atentamente la faz de su amigo. Sospechaba que si el hechicero se hacía con la piedra, muy pronto tendría que enfrentarse a él y a Crenshinibon.

—¿Cuántos habitantes debe de tener este villorrio? —preguntó Jarlaxle cuando las puertas de la taberna se abrieron y entró un grupo de hombres.

Entreri se disponía a replicar al punto pero se contuvo y examinó con mayor atención a los recién llegados.

—No tantos —respondió, sacudiendo la cabeza.

Jarlaxle lo comprendió y estudió los movimientos del nuevo grupo así como las armas que llevaban en su mayoría espadas más ornamentadas que las de los demás campesinos.

Entreri volvió bruscamente la cabeza al percibir otras formas que se movían en torno a las dos pequeñas ventanas. Entonces lo supo sin lugar a dudas.

No son campesinos, dijo Jarlaxle en silencio, utilizando el complejo lenguaje de signos de los drows, aunque movía los dedos mucho más despacio de lo habitual en deferencia a los rudimentarios conocimientos de Entreri de esa forma de comunicación.

—Hombres rata —susurró a su vez el humano.

—¿Oyes cómo la piedra los llama?

—No, los huelo. —Entreri hizo una pausa para dilucidar si realmente la Piedra de Cristal llamaba o no a los hombres rata, como si se tratara de un faro que atrajera a los enemigos. Pero, en el fondo, poco importaba.

—Tienen el calzado manchado con agua de las cloacas —observó Jarlaxle.

—Son alimañas —espetó el asesino—. Vámonos de aquí —dijo en voz suficientemente alta para que los hombres rata situados más cerca lo oyeran, al tiempo que se levantaba y hacía ademán de irse.

Entreri empezó a andar hacia la puerta, consciente de que todos los ojos estaban posados en él y en su extravagante compañero, el cual se estaba levantando del asiento. El asesino dio un tercer paso y, entonces, saltó a un lado y hundió la daga en el corazón del hombre rata que tenía más cerca sin darle tiempo a desenvainar su espada.

—¡Asesinos! —chilló alguien, pero Entreri apenas lo oyó, pues ya saltaba hacia adelante con la Garra de Charon desenvainada.

Un fuerte ruido metálico resonó en el aire al interceptar brutalmente la estocada de otro hombre rata, golpeando el acero de éste con tanta fuerza que se lo arrebató de las manos. Rápidamente giró el arma y abrió un tajo en el rostro del hombre rata, que cayó hacia atrás llevándose ambas manos a los ojos heridos.

Entreri no tuvo tiempo de rematarlo, pues la taberna se había convertido en el escenario de una batalla campal. Tres hombres rata se acercaban rápidamente a él, blandiendo sus espadas. El asesino agitó la Garra de Charon para crear una cortina de ceniza, saltó a un lado y rodó bajo una mesa. Sus adversarios reaccionaron y se dispusieron a perseguirlo, pero antes de que pudieran orientarse, Entreri emergió bruscamente de debajo de la mesa llevándose ésta por delante y arrojándosela a la cara. A continuación, lanzó un cortapiés que alcanzó a dos de ellos en las rodillas; la magnífica espada cercenó limpiamente una pierna y casi hizo otro tanto con una segunda.

Más hombres rata se le echaron encima, pero una lluvia de dagas los obligó a retroceder.

Entreri blandía la espada con violencia, creando un largo y ondulante muro que tapaba la visión. Al echar un rápido vistazo hacia atrás, vio que Jarlaxle lanzaba, furioso, una daga tras otra contra sus enemigos. No obstante, un grupo de hombres rata alzaron una mesa, como había hecho Entreri, y la usaron a modo de escudo. Varias dagas se clavaron en el tablero con fuerza. Protegidos bajo el improvisado escudo, el grupo cargó contra el drow.

El asesino no logró ver cómo acababa el ataque, porque, en ese momento, lo atacaban varios enemigos, entre ellos, un par de campesinos. Alzó la espada apuntando al frente, interceptó el acero de un campesino y lo levantó por el aire. Entonces, levantó la punta de la espada —la parada de rigor destinada a apartar la espada del contrario—, pero cuando el campesino empujó, tratando de evitarlo, Entreri lo engañó elevando la empuñadura de la espada, girando hacia abajo el arma y colocando la espada del adversario en una forzada posición cruzada sobre su cuerpo. Antes de que el campesino pudiera reaccionar con un golpe de revés, Entreri estrelló su mano y la empuñadura de su espada, en forma de calavera, en la cara del hombre, dejándolo fuera de combate.

La Garra de Charon retrocedió en diagonal, interceptando con fuerza la espada de otro hombre rata y, de paso, despuntó la horca de otro campesino. El asesino no cejó en su ataque sino que presionó con ímpetu blandiendo la espada con furia y dureza contra el acero del hombre rata, obligándolo a retroceder y a hacerse a un lado, forzando aberturas.

Al mismo tiempo, imprimía a la daga enjoyada rápidos movimientos circulares por encima del mango de la horca rota, volviéndola ora a un lado ora al otro, y manteniendo siempre al inexperto campesino en una tambaleante posición avanzada y desequilibrada. Hubiese sido muy sencillo matarlo, pero Entreri tenía otras intenciones.

—No tienes ni idea de con quién os habéis aliado —gritó al campesino y, mientras hablaba, acosó al hombre rata, golpeó la espada de éste, desviándola ligeramente y, a continuación le propinó un cimbronazo en la cabeza. No quería matarlo, sino solamente despertar su ira. La espada del asesino magullaba, hostigaba y pinchaba al hombre rata, sin darle tregua.

Entreri percibió una especie de tic en la criatura y supo qué se avecinaba.

Tras obligar al hombre rata a retroceder con una puñalada repentina pero más corta de lo normal, el asesino arremetió contra el campesino, haciendo bailar su daga por encima y alrededor de la horca, forzándola hacia abajo en ángulo. A continuación avanzó un paso hacia el hombre, lo obligó a bajar aún más el mango de madera y lo colocó en un incómodo ángulo, inclinado sobre el asesino. De pronto, Entreri se apartó.

El campesino no pudo evitar trastabillar hacia adelante. El asesino lo rodeó con el brazo que empuñaba la espada y lo forzó a volverse, de modo que quedara frente al hombre rata que se agitaba y empezaba a transformarse.

Atrapado en la llave de Entreri y con una daga en la espalda, el hombre se sintió perdido y lanzó un grito ahogado. No obstante, al comprobar que la daga no se le hundía en la carne se calmó lo suficiente para darse cuenta de lo que ocurría ante sus ojos.

La horrorosa transformación del hombre rata le arrancó un chillido que rasgó el aire y atrajo las miradas de todos hacia el hombre rata, cuyo rostro se contraía y desgarraba, transformándose en la cabeza de un roedor gigante.

Entreri empujó al campesino hacia el hombre rata en plena mutación y, para su satisfacción, vio que el mango roto de la horca que el hombre seguía empuñando se clavaba en el vientre de la horrible criatura.

El asesino giró sobre sus talones, listo para enfrentarse a todos sus enemigos. Los campesinos se habían quedado paralizados y perplejos, sin saber de qué bando ponerse. Entreri sabía lo suficiente sobre criaturas de naturaleza dual para comprender que había iniciado una reacción en cadena, que los enfurecidos y excitados hombres rata, al mirar al que se estaba transformando, no podrían evitar adoptar su forma animal.

Dirigió una fugaz mirada a Jarlaxle y vio que el drow levitaba en el aire moviéndose en círculos, arrojando dagas sin tregua. Siguiendo la trayectoria de las dagas, Entreri vio a un hombre rata y luego a otro más que trastabillaban hacia atrás. Un campesino se llevó una mano a la pantorrilla, donde una daga se le había clavado profundamente.

Entreri se dio cuenta de que Jarlaxle había evitado ex profeso matar al humano, aunque hubiera podido hacerlo.

De pronto, se estremeció al ver una descarga de proyectiles dirigidos a Jarlaxle. Pero el drow se anticipó y dejó de levitar, aterrizando graciosamente en el suelo, ligero como una pluma. Con gran rapidez se sacó en un movimiento cruzado dos dagas más, éstas de fundas ocultas en el cinturón y no del brazalete mágico, para enfrentarse al tropel de adversarios que se le echaba encima. Devolvió ambos brazos a su posición normal, y giró bruscamente las muñecas mientras murmuraba algo entre dientes. Las dagas se convirtieron en dos espadas delgadas, alargadas y relucientes.

El elfo oscuro plantó los pies en el suelo con las piernas separadas, y con los brazos empezó a describir rápidos círculos arriba, abajo y a los lados, fustigando el aire con sonidos semejantes a pequeños estallidos. Jarlaxle cruzó una espada delante del pecho y luego la otra, y las hizo girar en frenéticos molinetes. Si detenerse, alzó un brazo y colocó el arma sobre su cabeza apuntando hacia adelante.

Entreri hizo una mueca. Esperaba algo más de su compañero drow. Había visto ese estilo de lucha, que era especialmente habitual entre los piratas que infestaban las costas de Calimshan, muchas veces. Se trataba de una técnica sibilina, y asimismo engañosamente sencilla, más propia de aventureros fanfarrones que de guerreros experimentados. Su éxito se basaba en que el adversario de turno se asustara y vacilara, propiciando así el ataque. Aunque era muy efectivo contra oponentes débiles, a Entreri le parecía un estilo ridículo contra contrincantes de verdadera talla. Él mismo había acabado con muchos aventureros y piratas que lo utilizaban —en una ocasión con dos cuando las espadas que hacían girar se les quedaron trabadas por accidente— y nunca había supuesto un gran reto.

Por lo visto, el grupo de hombres rata que se disponía a atacar a Jarlaxle tampoco tenía mucho respeto por esa técnica, pues rápidamente rodearon al drow, encerrándolo, y lo fueron atacando alternativamente, obligándolo a girar ora a la derecha ora a la izquierda y así sucesivamente.

Jarlaxle respondía a todas las estocadas y cargas tentativas haciendo girar ambas espadas en una armonía perfecta.

—Intentan cansarlo —susurró Entreri, mientras trataba de zafarse de su siguiente adversario para llegar hasta su compañero y ayudarlo a salir del apuro. El asesino miró fugazmente a Jarlaxle con la esperanza de llegar a tiempo, aunque honestamente se preguntaba si merecía la pena correr tal riesgo para salvar al drow que tanto lo había decepcionado.

Entonces tuvo que ahogar una exclamación de confusión y luego otra de admiración.

Jarlaxle había ejecutado una súbita voltereta hacia atrás, girando en el aire en pleno salto mortal, de modo que aterrizó de cara al hombre rata que antes tenía a la espalda. El hombre rata se apartó tambaleándose, herido dos veces por sendas estocadas más cortas de lo habitual, pues Jarlaxle pensaba ya en otras víctimas.

El drow rodó sobre sí mismo, se puso de cuclillas, y se lanzó hacia arriba con una devastadora estocada doble dirigida a otro hombre rata. La criatura dio un salto hacia atrás, con las caderas por delante, y bajó la espada en un intento desesperado.

Al instante, Entreri lanzó un grito de advertencia, convencido de que su amigo drow estaba perdido, pues un hombre rata lo atacaba por la izquierda, otro por atrás y por la derecha, sin dejar al elfo espacio de maniobra.

—Se están poniendo en evidencia —dijo Kimmuriel con una carcajada. Él, Rai’gy y Berg’inyon observaban la acción a través de una puerta dimensional abierta en lo más encarnizado de la batalla.

También Berg’inyon se divertía de lo lindo contemplando la transformación de los hombres rata. De pronto, saltó hacia adelante para agarrar a un campesino que involuntariamente había atravesado la puerta mágica. El guerrero drow lo apuñaló en un costado y volvió a lanzarlo al suelo de la taberna.

Más formas borrosas pasaron delante de la puerta, y se oyeron nuevos gritos. Kimmuriel y Berg’inyon observaban con atención mientras, detrás de ellos, Rai’gy, con los ojos cerrados, preparaba sus hechizos, un proceso que requería más tiempo del habitual debido a la llamada continua y anhelante de la Piedra de Cristal en su condición de prisionera.

Gord Abrix pasó un momento ante la puerta.

—¡Cógelo! —gritó Kimmuriel, y el ágil Berg’inyon atravesó de un salto el portal, agarró al hombre rata con una llave debilitadora y volvió a zambullirse hacia la puerta mágica, arrastrando consigo a Gord.

Mientras el elfo oscuro lo mantenía prisionero, Gord Abrix no dejaba de protestar a gritos dirigidos a Kimmuriel.

Pero el psionicista no lo escuchaba, porque su atención se centraba por completo en su compañero mago. La sincronización para cerrar la puerta debía ser perfecta.

Jarlaxle ni siquiera trató de huir, y Entreri se dio cuenta de que había previsto esos ataques, que incluso los había provocado.

Agachado y con la pierna izquierda adelantada, ambos brazos y armas totalmente extendidos delante de él, Jarlaxle se las arregló para darles media vuelta e, impulsándose de pronto en un movimiento perfectamente equilibrado, volverse a poner de pie. A continuación, lanzó una estocada hacia la izquierda con la espada que empuñaba con la siniestra. La espada de la mano derecha estaba girada, de modo que cuando Jarlaxle inclinó la muñeca hacia abajo, la punta del arma apuntaba en ángulo hacia atrás.

Los dos hombres rata que se abalanzaban sobre él se detuvieron de repente, con el pecho abierto.

Jarlaxle retiró las espadas, las hizo girar de nuevo en molinete y se volvió hacia la izquierda. Los aceros abrieron surcos de sangre por todo el cuerpo del hombre rata herido y, al completar el giro, el drow atacó repetidamente al hombre rata que tenía detrás, al que remató con un poderoso revés que le separó la cabeza del cuerpo.

Entreri ya no volvería a pensar que la técnica de ataque con doble molinete era ridícula y poco efectiva.

El drow corrió a interceptar al primer hombre rata que había herido, desvió el acero de su rival con sus dos espadas y lo hizo girar junto con ellas. Al cabo de un instante, las tres espadas describían círculos en el aire, aunque Jarlaxle solamente empuñaba dos de ellas: las suyas. La tercera flotaba en la estela creada por las otras dos.

Jarlaxle enganchó la empuñadura de la tercera espada con la hoja de una de las suyas, la inclinó en ángulo hacia un lado y la lanzó hacia el pecho de otro atacante, al que tumbó al suelo de espaldas.

De pronto, se adelantó violentamente, haciendo girar ambas espadas con impecable maestría a fin de herir al hombre rata en un brazo y a continuación inutilizarle el otro brazo con un golpe muy preciso dirigido a la clavícula. Luego sólo tuvo que rajarle la cara y el cuello.

El elfo oscuro plantó un pie sobre el pecho del estupefacto hombre rata y le propinó una patada que lo tumbó de espaldas, y luego lo pisoteó.

Finalmente, Entreri no se acercó a Jarlaxle, sino que fue el drow quien corrió hacia el humano, mientras susurraba un hechizo que convirtió una de sus espadas en daga. Rápidamente se la guardó de nuevo en su funda y, con la mano libre, agarró a Entreri por el hombro y lo empujó.

Desconcertado, el asesino miró a su compañero. Por la puerta y las ventanas entraban más hombres rata en la taberna, pero los escasos campesinos supervivientes adoptaban posiciones claramente defensivas. A pesar de que todavía quedaban más de una docena de hombres rata, Entreri estaba convencido de que, con sus respectivos talentos, él y su compañero drow los harían pedazos sin ningún problema.

Lo más asombroso del caso era que Jarlaxle corría hacia la pared más cercana. Aunque en ocasiones, cuando uno se enfrentaba a muchos enemigos a la vez resultaba efectivo defenderse las espaldas con una barrera sólida, dado el extravagante estilo de lucha de Jarlaxle —que requería mucho espacio— a Entreri le parecía ridículo.

El elfo oscuro soltó a Entreri y se llevó la mano hacia la punta de su enorme sombrero.

De algún lugar oculto, sacó un disco negro hecho de un material que Entreri no conocía y lo lanzó contra la pared. Mientras surcaba el aire, el disco se iba alargando, hasta que chocó con la pared por su lado plano, y allí se quedó pegado.

Pero ya no era un disco, sino un agujero, un agujero muy real en la pared.

Jarlaxle empujó a Entreri para que pasara por él, se escurrió justo detrás y solamente se detuvo brevemente para recuperar el agujero mágico, dejando la pared nuevamente cerrada.

—¡Corre! —gritó el elfo oscuro, e hizo lo propio con Entreri a la zaga.

Antes de que el asesino pudiera preguntarle la razón de su huida, el edificio explotó y se convirtió en una enorme bola de fuego que consumió la taberna y a los hombres rata que aún rondaban por las entradas y las salidas, así como a los caballos atados cerca, entre ellos las monturas de Entreri y de Jarlaxle.

Humano y drow cayeron al suelo, pero enseguida volvieron a ponerse en pie y corrieron como alma que lleva el diablo para alejarse de la aldea y ocultarse en las sombras de las cercanas colinas y de los bosques.

Siguieron corriendo largo rato, sin hablar, hasta que, finalmente, Jarlaxle se detuvo tras un risco en una colina y se dejó caer encima de la hierba, jadeando y resoplando.

—Qué lástima —comentó—. Me había encariñado con mi caballo.

—No vi al hechicero —dijo Entreri.

—No estaba en la habitación, al menos, no físicamente.

—¿Y cómo percibiste su presencia? —empezó a preguntar el asesino, pero se interrumpió al comprender el razonamiento lógico que había llevado a Jarlaxle a la conclusión que les había salvado la vida a los dos—. Porque Kimmuriel y Rai’gy nunca se arriesgarían a que Gord Abrix y sus compinches se hicieran con la Piedra de Cristal. Y tampoco imaginarían que esa banda de desgraciados pudiera vencerlos.

—Ya te dije que es su táctica habitual: envían por delante carnaza para entretener a sus enemigos, y Kimmuriel abre una ventana por la que Rai’gy lanza su potente magia.

Entreri volvió la vista hacia la aldea, hacia la columna de humo que se elevaba en el aire.

—Muy listo —felicitó al drow—. Nos has salvado la vida.

—A ti seguro —replicó Jarlaxle. Entreri lo miró con curiosidad y vio que el drow se frotaba la mejilla con los dedos de una mano, mostrando un anillo dorado y rojizo que no había visto antes.

—No ha sido más que una bola de fuego —dijo Jarlaxle con una amplia sonrisa.

Entreri hizo un gesto de asentimiento y le devolvió la sonrisa, mientras se preguntaba si había algo, fuera lo que fuera, para lo que Jarlaxle no estuviera preparado.