18

Dignos adversarios

Fue Entreri —declaró Sharlotta Vespers con una maliciosa mueca tras examinar el cadáver del orco que llevaba un par de días tendido en la ladera de la montaña—. La precisión de los cortes y… mirad, aquí se ve la marca de una daga y aquí la de una espada.

—Muchos guerreros luchan con espada y puñal —objetó Gord Abrix, que en esos momentos había adoptado su forma humana. Mientras hablaba, extendió ambas manos para mostrar la espada y la daga que le colgaban del cinto.

—Pero pocos lo hacen con tal maestría —repuso Sharlotta.

—Fijaos en esos otros —dijo Berg’inyon Baenre en su deficiente dominio de la lengua común. El drow abarcó con un movimiento del brazo los numerosos orcos muertos que yacían alrededor de una gran peña—. Son muchos y todos murieron por herida de daga. Sólo conozco un guerrero capaz de hacerlo.

—¡Estás contando heridas, no dagas! —protestó Gord Abrix.

—En este caso son lo mismo. Mira las heridas; son pinchazos limpios, sin desgarros; eso indica que no fueron apuñalados sino que les lanzaron las dagas. No creo probable que alguien arrojara unas cuantas dagas contra un enemigo, descendiera de la roca para recuperarlas y luego se las lanzara a otro.

—¿Y qué se ha hecho de las dagas, eh, drow? —El jefe de los hombres rata no estaba convencido del todo.

—Jarlaxle usa dagas mágicas que desaparecen —respondió Berg’inyon fríamente—. Posee un número casi ilimitado de ellas. Esto es obra de Jarlaxle, lo sé y os advierto que es capaz de hacerlo mucho mejor.

Sharlotta y Gord Abrix intercambiaron miradas nerviosas, aunque el hombre rata conservaba la misma expresión de duda.

—¿Todavía no has aprendido a respetar a los drows como se merecen? —inquirió Berg’inyon directamente y en tono amenazador.

Gord Abrix retrocedió unos pasos y alzó las manos vacías hacia el elfo oscuro.

Sharlotta lo estudiaba atentamente. Sabía que Gord Abrix quería pelea, incluso con el drow que tenía delante. La mujer nunca había visto a Berg’inyon Baenre en acción, pero había presenciado cómo lo hacían otros elfos oscuros que hablaban del joven Baenre con gran respeto. Incluso el drow más torpe sería capaz de hacer pedazos al arrogante Gord sin dificultad. En ese momento Sharlotta comprendió que, para sobrevivir, debía alejarse en lo posible de Gord Abrix y de sus compañeros, pues los pobladores de las cloacas no habían aprendido a respetar a sus enemigos, sino que odiaban profundamente a Artemis Entreri y les desagradaban los elfos oscuros. Gord Abrix conduciría a sus hombres rata y a cualquiera que anduviera cerca, a la total aniquilación.

Pero Sharlotta Vespers era una superviviente y no iba a dejar que a ella la afectara.

—Los cuerpos ya están fríos y la sangre seca, pero las alimañas aún no han empezado a devorarlos —observó Berg’inyon.

—No llevan muertos más de un par de días —añadió Sharlotta, mirando a Gord Abrix al igual que Berg’inyon.

El hombre rata asintió y esbozó una perversa sonrisa.

—Los encontraré —afirmó. Gord se alejó para conferenciar con sus compañeros, que no habían entrado en el campo de batalla.

—Me parece que ha cogido el camino más corto al reino de los muertos —comentó en voz baja Berg’inyon a Sharlotta cuando ambos se quedaron solos.

La mujer miró al drow con curiosidad. Estaba de acuerdo, por supuesto, pero no comprendía por qué, si pensaban así, los elfos oscuros habían asignado a Gord Abrix un papel tan crucial en esa importante persecución.

—Gord Abrix cree que los va a encontrar, pero tú no pareces muy convencido de ello —comentó la mujer.

Berg’inyon se rió quedamente ante tan absurdo comentario.

—No hay duda de que Entreri es un adversario muy peligroso —dijo.

—Más de lo que crees —repuso enseguida Sharlotta, que conocía bien las hazañas del asesino.

—No obstante, es un hecho que será el más fácil de cazar. Jarlaxle ha sobrevivido durante siglos gracias a su inteligencia y sus habilidades. Se ha abierto camino en un entorno mucho más violento de lo que jamás llegará a ser Calimport. Ha alcanzado las máximas cotas de poder en una ciudad en guerra que impide el ascenso de los varones. Ese desgraciado hombre rata no sabe de qué es capaz Jarlaxle, y tú tampoco. En estos últimos diez días te has ganado mi respeto, y es por eso que te lo digo: guárdate de Jarlaxle.

Sharlotta guardó silencio y se quedó mirando larga y duramente al asombroso guerrero drow. ¿Berg’inyon le ofrecía su respeto? La idea la complacía y al mismo tiempo la asustaba, pues había aprendido a no fiarse nunca de lo que decían los elfos oscuros. Tal vez Berg’inyon era sincero y generoso en su cumplido, aunque también era posible que planeara quitarla de en medio.

La mujer bajó la mirada y se mordió el labio inferior, sumida en sus propios pensamientos, tratando de sacar algo en claro. Quizá Berg’inyon le estaba tendiendo una trampa, tal como Rai’gy y Kimmuriel habían hecho con Gord Abrix. Cuanto más pensaba en el poderoso Jarlaxle y en el artilugio mágico que llevaba, menos verosímil le parecía que Rai’gy creyera realmente que Gord y su desorganizada banda de hombres rata tuvieran alguna oportunidad frente al gran Entreri y al gran Jarlaxle. Si llegaban a vencerlos, Gord Abrix tendría la Piedra de Cristal, y Rai’gy y Kimmuriel se las verían y desearían para arrebatársela. No, Rai’gy y Kimmuriel no creían posible que el cabecilla de los hombres rata pudiera siquiera acercarse a la piedra y tampoco lo deseaban.

Sharlotta volvió la mirada hacia Berg’inyon, al que pilló con una ladina sonrisa en el rostro; diríase que había leído sus pensamientos tan claramente como si los hubiera expresado a viva voz.

—Los drows solemos colocar en la vanguardia a miembros de una raza inferior —dijo el guerrero drow—. Uno nunca sabe con qué pueden sorprendernos nuestros enemigos.

—Carnaza —sentenció Sharlotta.

Berg’inyon mantuvo el semblante perfectamente inexpresivo y desprovisto de cualquier tipo de compasión, lo cual proporcionó a Sharlotta la confirmación que buscaba.

Un escalofrío le recorrió la columna al contemplar esa expresión gélida, desapasionada e inhumana, que le recordó vívidamente que los elfos oscuros eran gente muy distinta y, sobre todo, muy peligrosa. Tal vez Artemis Entreri fuera la persona más similar en temperamento a los drows que Sharlotta hubiera conocido pero, en términos de pura maldad, incluso él palidecía a su lado. Los longevos drows disponían de mucho tiempo para desarrollar su despiadada eficacia hasta un punto que los humanos no alcanzaban a comprender y mucho menos a igualar. Sharlotta miró entonces a Gord Abrix y sus ansiosos hombres rata y se prometió a sí misma mantenerse lo más alejada posible de esas criaturas ya sentenciadas.

El demonio se retorcía en el suelo, desesperado de dolor; la piel le humeaba y la sangre le hervía.

Cadderly no sentía ninguna compasión por él, aunque le dolía tener que rebajarse hasta ese nivel. El clérigo no disfrutaba con la tortura, ni siquiera cuando se trataba de alguien tan merecedor de ella como un demonio. De haber podido escoger, hubiera preferido no tener ningún tipo de trato con los moradores de los planos inferiores, pero debía hacerlo por el bien de Espíritu Elevado así como el de su mujer y sus hijos.

Sabía que la Piedra de Cristal se dirigía hacia él seguramente para matarlo, y la inminente batalla que debería librar contra la malvada reliquia podría ser tan crucial como la guerra contra Tuanta Quiro Miancay, la aterradora Maldición de Caos, tan vital como la construcción de Espíritu Elevado, pues ¿qué ocurriría si Crenshinibon reducía a escombros la imponente catedral?

—Sabes la respuesta —dijo Cadderly con la mayor calma posible—. Dímela y serás libre.

—¡Eres un loco, sacerdote de Deneir! —bramó el demonio. Los espasmos de dolor que sacudían su forma mortal interrumpían sus guturales palabras—. ¿Eres consciente de que te has creado un enemigo en Mizferac?

—Otra vez ése —suspiró Cadderly como si hablara consigo mismo, aunque sabía perfectamente que Mizferac oiría sus palabras y comprendería sus desagradables implicaciones con una claridad meridiana.

—¡Déjame ir! —exigió el glabrezu.

Yokk tu Mizferac be-enck do-tu —recitó el clérigo, y el demonio empezó a aullar y a agitarse frenéticamente en el suelo, aunque sin salirse del perfecto círculo protector.

—Que esto dure más o menos sólo depende de ti. Te aseguro que no siento ninguna piedad hacia los de tu especie —le aseguró fríamente el sacerdote.

—Métete… tu… piedad… donde… te… quepa —gruñó Mizferac. A continuación, la bestia sufrió un violento espasmo y empezó agitarse salvajemente, rodando sobre sí misma y gritando maldiciones en la blasfema lengua de los demonios.

Sin inmutarse, Cadderly salmodió el resto del hechizo de captura, evitando que su resolución flaqueara recordándose que muy pronto sus hijos correrían un peligro mortal.

—¡No estabas perdido! ¡Sólo jugabas! —bramó Iván Rebolludo a su hermano.

—¡Fui yo quien creó el laberinto! —arguyó con vehemencia el enano de barba verde.

Ese tono, en alguien por lo general tan dócil, sorprendió a su hermano.

—Estás tan orgulloso de tu obra que te has vuelto de lo más parlanchín.

—¿Y qué si lo soy? —replicó Pikel, alzando un puño.

—Es una vergüenza que te dediques a jugar en el laberinto cuando Cadderly debe resolver asuntos tan serios —le riñó Iván.

—Es mi laberinto —susurró Pikel, al tiempo que bajaba la mirada.

—Eso nadie lo niega —refunfuñó Iván, quién nunca había aceptado que su hermano sintiera la llamada del bosque, pues no lo consideraba natural en un enano—. Es posible que pronto nos necesite, idiota. —Mientras hablaba, Iván flexionó los músculos de su corto pero poderoso brazo y levantó un hacha enorme.

Pikel respondió con una de sus especiales sonrisas de oreja a oreja y a su vez levantó una porra de madera.

—Vaya arma para luchar contra demonios —masculló Iván.

Sha-la… —empezó a decir Pikel.

—Sé perfectamente cómo se llama —lo atajó Iván—: Sha-la-la-la. Lo que se reiría un demonio al verte con ella.

La sonrisa de Pikel se convirtió en una grave expresión de enojo.

La puerta de la cámara de invocaciones se abrió y por ella salió un Cadderly muy débil, o al menos lo intentó, pues tropezó con algo y cayó de bruces.

—¡Uy! —exclamó Pikel.

—Este hermano mío ha colocado una de sus trampas mágicas en el umbral —explicó Iván, mientras ayudaba al clérigo a levantarse—. Por si acaso a un demonio se le ocurría salir.

—Naturalmente, en ese caso, el demonio tropezaría y Pikel le aplastaría la cabeza con la porra —dijo Cadderly secamente, levantándose.

—¡Sí, con Sha-la! —exclamó Pikel alegremente, sin captar en absoluto el tono de sarcasmo del sacerdote.

—No va a salir ninguno, ¿verdad? —inquirió Iván, mirando más allá de Cadderly.

—He enviado al glabrezu Mizferac de vuelta a su propio plano inmundo de existencia —aseguró Cadderly a los enanos—. Lo llamé otra vez, para lo cual tuve que revocar el exilio de cien años que yo mismo le había impuesto, para que contestara una pregunta específica. Y espero no tener que necesitarlo nunca más.

—Qué lástima que ya no esté. Mi hermano y yo le habríamos dado una buena tunda —comentó Iván.

—¡Sha-la! —convino con él Pikel.

—Guardad vuestras fuerzas, que las vamos a necesitar. He descubierto el secreto de cómo destruir la Piedra de Cristal o, al menos, me he enterado de quién puede hacerlo.

—¿Un demonio? —preguntó Iván.

—¿Yo? —inquirió esperanzado Pikel.

Cadderly negó con la cabeza e iba a responder a Iván pero hizo una pausa y puso cara de absoluta perplejidad por las palabras del enano de barba verde. Sintiéndose incómodo, Pikel se encogió de hombros y dijo:

—Oh, oh.

—No, un demonio no. Una criatura de este mundo —respondió al fin el clérigo.

—¿Un gigante?

—Mayor aún.

Iván iba a decir algo, pero se calló al reparar en el gesto agrio de Cadderly, considerándolo a la luz de todas las vicisitudes por las que habían pasado.

—Espera, déjame pensar —le pidió el enano, y Cadderly guardó silencio—. Un dragón.

—Oh, oh —dijo Pikel.

Cadderly continuó callado.

—Un dragón rojo —aclaró Iván.

—Un dragón rojo de los grandes. ¡Un dragón rojo realmente enorme! Tan antiguo como las montañas.

—Oh, oh —repitió Pikel por tercera vez.

Cadderly se limitó a suspirar.

—El viejo Fyren está muerto —dijo el audaz enano con voz ligeramente trémula, pues la batalla contra ese gran dragón rojo había estado a punto de costarles la vida a todos.

—Fyrentennimar no era el último de su especie y tampoco el de mayor tamaño, te lo aseguro —repuso Cadderly sin alterarse.

—¿Estás pensando en llevar esa cosa a otra de esas enormes bestias? —inquirió Iván, incrédulo—. ¿A una mayor que el viejo Fyren?

—No hay más remedio. Debe ser un dragón rojo muy viejo y realmente enorme.

Iván sacudió la cabeza y lanzó una rápida mirada a Pikel, el cual se limitó a decir una vez más:

—Oh, oh.

Iván no pudo reprimir una risita. Se habían topado con el imponente Fyrentennimar mientras buscaban la fortaleza en la montaña que alojaba a los secuaces del propio padre de Cadderly, un hombre realmente malvado. Gracias a su potente magia, Cadderly lo había «domesticado» para que lo transportara a él y a los demás volando por encima de las montañas Copo de Nieve. No obstante, una batalla que se libró en las cumbres rompió el hechizo, y el viejo Fyren se volvió con saña en contra de sus nuevos amos. De algún modo, Cadderly consiguió debilitar a la bestia para que Vander, un gigante amigo, le cercenara la cabeza, pero tanto Iván como los otros sabían que la victoria sobre Fyren se había debido en gran parte a la suerte.

—Drizzt Do’Urden te habló de otros rojos, ¿verdad? —quiso saber Iván.

—Sé dónde podemos encontrar uno —replicó Cadderly con una mueca sombría en el rostro.

Justo entonces apareció Danica con una amplia sonrisa, que se esfumó al notar la expresión en las caras de los otros tres.

—¡Buf! —musitó Pikel y abandonó la habitación emitiendo unos ruiditos pequeños agudos.

La mujer, perpleja, contempló cómo se iba, y después se volvió hacia su hermano.

—Pikel no teme a ninguna criatura natural —explicó Iván—. Pero no hay nada menos natural que un dragón rojo, por lo que supongo que ahora mismo no debe sentirse demasiado satisfecho.

Dicho esto, el enano resopló y fue en pos de su hermano.

—¿Un dragón rojo? —preguntó Danica a Cadderly.

—¡Buf! —replicó el clérigo.