Un grito de socorro
Debo admitir que no me desagradan del todo esas bestias —comentó Jarlaxle. Él y Entreri estaban atravesando un paso de montaña.
El asesino desmontó a toda prisa y corrió hacia el borde para contemplar el sendero que discurría más abajo. Tal como sospechaba, la banda de orcos los seguía porfiadamente. Tras una dura travesía por el desierto, humano y drow se habían internado en una región accidentada, con colinas y senderos rocosos.
—Si tuviera aquí uno de mis lagartos de Menzoberranzan, me escaparía rápidamente hacia la cima de la montaña y cruzaría al otro lado —prosiguió el drow. Tras lo cual se quitó su gran sombrero de plumas y se pasó la mano por la calva. Ese día el sol brillaba con fuerza, pero el elfo oscuro parecía soportarlo bastante bien, desde luego mucho mejor de lo que Entreri hubiera esperado de cualquier elfo oscuro bajo aquel sol de justicia. Nuevamente el asesino se preguntó si Jarlaxle usaba magia para proteger sus sensibles ojos—. Son unas bestias muy útiles los lagartos de Menzoberranzan. Debería haber traído algunos a la superficie —continuó Jarlaxle.
Pero Entreri sonrió burlón y negó con la cabeza.
—Ya será bastante complicado entrar en la mitad de las ciudades con un drow a mi lado. Imagina cómo nos recibirían si llegáramos a lomos de un lagarto.
El humano bajó de nuevo la vista hacia la ladera de la montaña. No había duda; la banda de orcos los seguía, aunque era evidente que las desgraciadas criaturas no podían con su alma. No obstante, continuaban la persecución como impelidos por una fuerza mayor.
A Artemis Entreri no le costó ningún esfuerzo imaginarse de qué fuerza se trataba.
—¿Por qué no sacas tu tienda mágica y nos ocultamos en ella? —preguntó Jarlaxle por tercera vez.
—La magia es limitada —contestó Entreri también por tercera vez.
Mientras respondía, volvió los ojos hacia el elfo oscuro, sorprendido por la insistencia del astuto Jarlaxle. ¿Acaso intentaba recoger información acerca de la tienda? O, peor aún, ¿acaso la Piedra de Cristal lo incitaba a empujar a Entreri en esa dirección? Después de todo, si se ocultaban en la tienda, volverían a aparecer en el mismo sitio. De ser así, tal vez la Piedra de Cristal había hallado el modo de hacer sonar su llamada en otros planos de existencia y, cuando Entreri y Jarlaxle salieran de la tienda y regresaran al plano material, hallarían a un ejército de orcos, llamados por Crenshinibon, esperándolos.
—Los caballos empiezan a estar cansados —apuntó Jarlaxle.
—Aún pueden dejar atrás a los orcos.
—Tal vez, si los soltamos.
—No son más que orcos —masculló el asesino, aunque apenas podía creer que demostraran tanta persistencia.
Ciertamente los caballos estaban exhaustos, pues habían cabalgado todo el día, antes incluso de percatarse de que los orcos los seguían. En el desierto casi los habían matado de agotamiento tratando de abandonar cuanto antes esa región yerma en la que tan vulnerables eran.
Tal vez había llegado el momento de dejar de huir.
—No son más de una veintena —comentó Entreri, vigilando los movimientos de los orcos, que trepaban arrastrándose por las pendientes inferiores de la montaña.
—Veinte contra dos —le recordó Jarlaxle—. Ocultémonos en tu tienda para que los caballos puedan descansar y después reemprenderemos la caza.
—Si elegimos el campo de batalla y lo preparamos adecuadamente, podemos vencerlos y ahuyentarlos —insistió Entreri.
La reticencia de Jarlaxle sorprendió al asesino.
—No son más que orcos —insistió.
—¿De veras?
Entreri iba a responder, pero decidió guardar silencio y reflexionar acerca del sentido de las palabras del elfo oscuro. ¿Era casual esa persecución? ¿O se enfrentaban a algo peor que una simple banda de monstruos?
—Crees que Kimmuriel y Rai’gy están guiando en secreto a los orcos —afirmó más que preguntó Entreri.
Jarlaxle se encogió de hombros.
—A esos dos siempre les ha gustado usar monstruos como carnaza —explicó el drow—. Primero envían a los orcos, los kobolds o cualquier otra criatura disponible contra sus enemigos, para cansarlos, mientras ellos se preparan para asestar el golpe mortal. Es su táctica habitual. Usaron esta misma estratagema para conquistar la casa Basadoni, obligando a los kobolds a encabezar el ataque y sufrir el mayor número de pérdidas.
—Es posible —convino Entreri—, o podría tratarse de otro tipo de conspiración, una conspiración procedente de nosotros.
A Jarlaxle le costó varios segundos comprenderlo.
—¿Crees que he sido yo quien ha llamado a los orcos?
A modo de respuesta, Entreri dio unos golpecitos en la bolsa que contenía la Piedra de Cristal.
—Es posible que Crenshinibon desee que la liberen de nuestras garras.
—¿Piensas que la piedra preferiría estar en manos de un orco que en las tuyas o en las mías? —inquirió Jarlaxle, dubitativo.
—Yo me he negado a utilizarla y jamás pienso hacerlo —respondió Entreri con acritud—. Y si tú pensaras quitármela, ya lo hubieras hecho la primera noche después de nuestra huida de Dallabad, cuando yo estaba demasiado débil para oponer resistencia. Yo lo sé, tú lo sabes y también lo sabe Crenshinibon. La piedra sabe que ahora estamos fuera de su alcance y nos teme, al menos a mí, porque puede leer en mi corazón.
El asesino pronunció estas palabras con gran calma y frialdad, por lo que a Jarlaxle no le costó excesivo esfuerzo comprender a qué se refería.
—Piensas destruirla —acusó el drow.
—Y sé cómo hacerlo —admitió Entreri sin rodeos—. O, como mínimo, conozco a la persona que sabe cómo hacerlo.
La variedad de expresiones que cruzaron por la hermosa faz de Jarlaxle denotaron incredulidad, cólera y algo menos obvio, algo enterrado muy dentro de su ser. El asesino era consciente del riesgo que corría al proclamar tan abiertamente su propósito, pues el drow se había dejado embaucar por completo por la piedra y, por mucho que Entreri insistiera en recordárselo, no estaba convencido por completo de que renunciar a Crenshinibon hubiera sido lo más sensato. ¿Debía interpretar esa expresión hermética como la señal de que la Piedra de Cristal había hallado el modo de penetrar de nuevo en la mente del jefe mercenario y que, juntos —la piedra y Jarlaxle— buscaban el modo de deshacerse de su molesta interferencia?
—Nunca reunirás el valor necesario para destruirla —afirmó Jarlaxle.
Entonces fue Entreri quien se mostró confundido.
—Aunque descubras el modo de hacerlo, y dudo que exista, cuando llegue el momento, a Artemis Entreri le faltará valor para desprenderse de un objeto tan poderoso y potencialmente tan útil como Crenshinibon —proclamó Jarlaxle astutamente. Una amplia sonrisa iluminó la oscura faz del elfo—. Te conozco, Artemis Entreri, y sé que no serás capaz de desaprovechar todo el poder, el potencial y la belleza de la Piedra de Cristal.
—Ten por seguro que no vacilaré —declaró Entreri fríamente—. Y tampoco tú lo harías si no hubieras caído bajo su hechizo. Pero lo que ofrece Crenshinibon no es más que una trampa; un beneficio temporal que se consigue con acciones temerarias que tan sólo conducen a la ruina total y absoluta. Me decepcionas, Jarlaxle, te creía más inteligente.
El rostro de Jarlaxle adoptó una gélida expresión, y un destello de ira iluminó sus ojos oscuros. Por un breve instante Entreri tuvo la certeza de que el elfo oscuro iba a atacarlo. Jarlaxle cerró los ojos, y su cuerpo se balanceó mientras trataba de concentrarse y poner en orden sus pensamientos.
—Resiste el impulso —le susurró el asesino involuntariamente. Entreri, el lobo solitario, el hombre que durante toda su vida no había confiado en nadie más que en sí mismo, se sorprendió al oírse.
—¿Seguimos huyendo o nos enfrentamos a ellos? —preguntó el elfo oscuro al cabo de un momento—. Si Rai’gy y Kimmuriel guían a los orcos, pronto lo sabremos, probablemente se hará evidente en lo más encarnizado de la batalla. No me asusta que luchemos diez contra uno, ni siquiera veinte contra uno, tratándose de orcos y teniendo una montaña como campo de batalla, pero admito que no me gustaría tener que enfrentarme con mis antiguos lugartenientes, aunque fuésemos iguales en número. Ni siquiera Gromph Baenre se atreve a enfrentarse a Rai’gy y su combinación de poderes mágicos y clericales y, en cuanto a Kimmuriel Oblodra, sus tácticas son tan imprevisibles como incomprensibles. Durante todos los años que me ha servido, no he logrado desentrañar el misterio que encierra. Lo único que sé es que es extremadamente eficaz.
—Sigue hablando —masculló Entreri, bajando la mirada hacia los orcos, los cuales se habían acercado mucho a ellos y a todos los posibles campos de batalla—. Empiezo a desear haberme desentendido de ti y de la Piedra de Cristal.
El asesino percibió un ligero cambio en la expresión de Jarlaxle, una sutil indicación de que, quizás, el jefe mercenario había estado todo el tiempo preguntándose por qué Entreri se había molestado en robarle la piedra y rescatarlo. Si su propósito era destruir a Crenshinibon, ¿por qué no había huido con ella, dejando que Jarlaxle se las arreglara solo con sus peligrosos lugartenientes?
—Tendremos que hablar de eso —replicó Jarlaxle.
—En otro momento. Tenemos mucho que hacer y nuestros amigos orcos parece que tienen prisa —dijo Entreri mientras recorría el saliente de izquierda a derecha.
—Tienen prisa por morir —comentó Jarlaxle en voz baja, al tiempo que desmontaba y se acercaba a la posición de Entreri.
Para la batalla eligieron la cara más septentrional de la cadena de montañas, la zona más empinada. A Jarlaxle le preocupaba la posibilidad de que algunos orcos treparan por los mismos senderos que ellos habían tomado, arrebatándoles así la ventaja de hallarse en terreno elevado, pero Entreri estaba convencido de que Crenshinibon llamaba insistentemente a las criaturas y que éstas alterarían el rumbo para tratar de llegar hasta ella del modo más directo posible. Y la línea más directa hasta la Piedra de Cristal los obligaría a salvar varios riscos de considerable altura y a avanzar por sendas estrechas y fácilmente defendibles.
Efectivamente, a los pocos minutos de haberse instalado en esa posición privilegiada, Entreri y Jarlaxle divisaron a la obediente y anhelante banda de orcos que trepaba penosamente por los riscos de las estribaciones.
Como de costumbre, Jarlaxle empezó a parlotear, pero Entreri no lo escuchaba. El asesino se replegó sobre sí mismo para tratar de percibir la voz de Crenshinibon, consciente de que llamaba a los orcos. Aunque él había repudiado la Piedra de Cristal, dejándole bien claro que no tenía nada que ofrecerle, la reliquia no había parado de llamarle sutilmente, por lo que ahora el asesino no tenía dificultad alguna en reconocer las emanaciones que la piedra dirigía a los orcos.
La llamada de Crenshinibon flotaba por los pasos montañosos hasta llegar a los orcos, a los que instaba a subir a por el tesoro.
Detén la llamada, ordenó mentalmente Entreri a la piedra. Los orcos no son dignos de servirnos ni a ti ni a mí como esclavos.
Entonces lo sintió, un momento de confusión de la reliquia, un momento de fugaz esperanza, y lo supo sin lugar a dudas: ¡Crenshinibon deseaba que él fuera su dueño! Inmediatamente se sucedieron las preguntas. Entreri aprovechó la oportunidad para interferir con sus propios pensamientos en la llamada telepática de la piedra. No eran palabras, pues él no hablaba la lengua de los orcos y dudaba que ellos comprendieran ninguna de las lenguas humanas que dominaba, sino que envió imágenes de orcos esclavizados por un elfo oscuro. Suponía que Jarlaxle les impresionaría más que él, tratándose de un humano. Entreri les mostró imágenes de un drow devorando a un orco y luego maltratando y haciendo pedazos a otro.
—¿Qué estás haciendo, amigo mío? —preguntó Jarlaxle en voz alta, lo que indicó a Entreri que había repetido varias veces esa pregunta.
—Trato de sembrar la semilla de la duda en las mentes de nuestros repugnantes perseguidores. He unido mis pensamientos a la llamada de Crenshinibon y espero que no puedan distinguir mis mentiras de las suyas.
Jarlaxle estaba perplejo. Sin necesidad de expresarlas, Entreri comprendió todas las dudas que el elfo oscuro debía albergar, pues él compartía muchas de ellas. «Distinguir mis mentiras de las suyas», había dicho el asesino. Pero ¿mentía realmente Crenshinibon? Además de esta confusión fundamental, Entreri sabía que Jarlaxle temía sus posibles motivaciones, y no le faltaba razón. ¿Acaso él mismo no maquillaba sus palabras para tratar de convencer a Jarlaxle de que era mejor que Entreri y no él portara la Piedra de Cristal?
—Aparta de la cabeza todas las dudas que Crenshinibon está sembrando en ti —dijo Entreri con calma, leyendo a la perfección la expresión del drow.
—Aun en el caso de que estés diciendo la verdad, me temo que juegas a algo muy peligroso con un artilugio que escapa a nuestra comprensión —replicó el drow tras otra breve pausa de reflexión.
—Lo sé y me consta que Crenshinibon conoce el tipo de relación que tenemos. Es por esto por lo que está tan desesperada por deshacerse de mí y por lo que te está llamando de nuevo.
Jarlaxle lo fulminó con la mirada y, por un breve instante, Entreri volvió a tener la certeza de que el drow se iba a abalanzar contra él.
—No me decepciones —fue todo cuanto dijo.
Jarlaxle parpadeó, se quitó el sombrero y volvió a secarse el sudor de la calva.
—¡Mira! —exclamó Entreri, señalando hacia las laderas inferiores donde había estallado una lucha entre diferentes facciones de orcos. Algunas de esas desagradables bestias trataban de poner paz al modo usual en esa caótica raza. Una ligera chispa bastaba para encender la llama de la guerra en el seno de una tribu de orcos, y las luchas solían prolongarse hasta que uno de los bandos simplemente era exterminado. Al enviar esas imágenes de tortura y esclavitud a manos de un drow, Entreri había hecho más que prender una ligera chispa—. Parece que algunos orcos han hecho caso de mi advertencia sobre la piedra.
—Y yo que creía que hoy me divertiría un poco —se lamentó Jarlaxle—. ¿Nos unimos a la fiesta antes de que se maten entre ellos? Para ayudar al bando que lleve las de perder, por supuesto.
—Para que, con nuestra ayuda, ese bando adquiera ventaja.
—Eso es —repuso inmediatamente Jarlaxle—, claro que después, nuestro honor nos obligará a ponernos de nuevo al lado del bando perdedor. Podría ser una tarde muy entretenida.
Entreri sonrió mientras recorría el borde de la posición en la que se encontraban, buscando un modo rápido de bajar hasta donde luchaban los orcos. La idea de Jarlaxle no le sorprendía en absoluto.
Al aproximarse a la lucha, se dieron cuenta de que se habían equivocado de medio a medio al calcular que sólo había una veintena de orcos. Al menos contaron cincuenta, todos corriendo frenéticamente de un lado a otro, aporreándose salvajemente con garrotes, ramas, palos afilados y unas pocas armas.
Jarlaxle ladeó su sombrero en dirección a Entreri y le indicó por señas que fuera por la izquierda. Acto seguido se confundió con las sombras tan perfectamente que Entreri tuvo que parpadear para asegurarse de que los ojos no le engañaban. Sabía que, al igual que todos los elfos oscuros, Jarlaxle era sigiloso y tampoco se le escapaba que, aunque no se trataba de la típica piwafwi drow, la capa que llevaba su compañero poseía poderes mágicos. No obstante, era increíble que sin usar un hechizo de invisibilidad el drow lograra ocultar ese enorme sombrero de plumas.
Entreri apartó esos pensamientos de su mente y corrió hacia la izquierda, avanzando sin ser visto entre las sombras de los escasos árboles, las peñas y las crestas rocosas. Su objetivo era un grupo de cuatro orcos enzarzados en una batalla de tres contra uno. Moviéndose silenciosamente, el asesino se acercó por la espalda al trío atacante con la idea de equilibrar la balanza mediante un ataque por sorpresa. Sabía que no hacía ningún ruido y que nadie podía verlo avanzar buscando el amparo de árboles, rocas y crestas. Tenía una experiencia de casi treinta años en ese tipo de ataque por sorpresa, lo cual lo convertía en un auténtico maestro. Además, en esa ocasión se enfrentaba a orcos, unas bestias simples y estúpidas.
No obstante, dos del trío atacante lanzaron un alarido, dieron media vuelta y cargaron directamente contra él. El orco al que atacaban sólo un momento antes se olvidó por completo de la batalla que estaba librando y asimismo corrió hacia el humano. Pero el último componente del trío se apresuró a cortarle el paso.
Viéndose en apuros, Entreri blandió la espada a derecha e izquierda, deteniendo las estocadas de dos improvisadas lanzas, una de las cuales desmochó. Apoyado sobre los talones, guardaba un precario equilibrio. Si se hubiese enfrentado a un adversario digno, sería hombre muerto, pero, para su suerte, se trataba de orcos con unas armas pésimas y unas tácticas completamente predecibles. Habían desaprovechado su única oportunidad de vencerlo al no acabar con él en el primer asalto pero, aun así, seguían atacándolo con frenesí.
La Garra de Charon se agitó en el aire, creando una opaca cortina de ceniza negra que, por supuesto, los orcos no dudaron en atravesar. Pero Entreri, que ya se había desplazado hacia la izquierda, giró sobre sí mismo por detrás de la carga del orco más cercano y le hundió la daga en el costado. En lugar de retirar de inmediato el arma y matar fácilmente al segundo orco, que se tambaleaba, la usó para extraer la fuerza vital de la moribunda bestia, de modo que su organismo la absorbiera y acelerara el proceso de curación de sus heridas.
Para cuando dejó que el cuerpo sin vida del orco cayera al suelo, el segundo atacante se le venía encima, tratando de clavarle la lanza. Entreri la paró con el travesaño de la daga, la giró fácilmente hacia arriba, por encima del hombro, se agachó y dio un paso hacia adelante, al tiempo que trazaba un amplio arco con la Garra de Charon. Instintivamente, el orco trató de detener la espada con el brazo, pero el acero le atravesó sin problemas la carne y fue a clavársele profundamente en un costado, rompiéndole varias costillas, horadándole un pulmón y acabando, finalmente, alojada en el corazón.
Entreri apenas podía creer que el tercero del grupo arremetiera contra él después de ver la facilidad con la que había liquidado a sus dos compañeros. Sin el menor esfuerzo, el asesino plantó un pie sobre el pecho del orco muerto, aún empalado con su espada y esperó hasta el último momento para darle la vuelta, liberarlo de un puntapié y lanzarlo justo en el camino del tercer orco, que atacaba lanzando alaridos.
El orco tropezó y cayó de bruces en dirección a Entreri. El asesino aprovechó para clavarle con fuerza la daga bajo el mentón y hundírsela hasta el cerebro. En el momento en que la bestia caía, el asesino se inclinó y sostuvo la cabeza del orco sobre el suelo, mientras éste se estremecía espasmódicamente y finalmente expiraba.
Tras girar la daga para liberarla de un tirón, Entreri hizo una breve pausa para limpiar ambas armas en la espalda de la bestia muerta antes de echar de nuevo a correr en busca de más víctimas.
Esta vez pensaba actuar con más cautela, pues su fracaso al tratar de aproximarse al trío por detrás lo había puesto en alerta. Creía saber qué había ocurrido: seguramente la Piedra de Cristal había avisado al grupo con un grito. La idea de que, llevar encima ese maldito artilugio, le obligaba a renunciar a su modo de ataque predilecto, que al mismo tiempo era su mejor defensa, lo intranquilizaba sobremanera.
Corrió por el borde de la roca, tratando de ocultarse en las sombras aunque sin excesiva precaución. Con la Piedra de Cristal en su poder se ponía tanto en evidencia como si estuviera sentado junto a una resplandeciente hoguera en una noche oscura. Tras atravesar una pequeña zona cubierta de maleza, se halló en el borde inferior de una pendiente de roca pelada. El asesino maldijo el terreno abierto, pero no se detuvo.
Por el rabillo del ojo vio a un orco que se disponía a cargar contra él, echando hacia atrás un brazo a la carrera, listo para arrojarle una lanza.
La bestia le lanzó el arma a menos de cinco pasos de Entreri, pero éste ni siquiera tuvo que molestarse en desviar la lanza, que pasó a su lado sin rozarlo siquiera. No obstante, reaccionó con un dramático movimiento destinado a incitar al anheloso orco.
La criatura se abalanzó sobre el humano, al que creía vulnerable, tratando de hacerle un placaje por la cintura. Pero Entreri evitó el ataque apartándose dos pasos y, cuando el orco pasó por su lado volando, descargó sobre él la poderosa espada, rompiéndole el espinazo. El orco aterrizó pesadamente en el suelo de cara, agitando frenéticamente el cuerpo, a excepción de las piernas, que permanecieron inmóviles.
Entreri ni siquiera se molestó en rematar a la desgraciada bestia, sino que siguió corriendo en dirección a la inconfundible risa de un drow que al parecer se lo pasaba de miedo.
Jarlaxle se encontraba encaramado sobre una peña, rodeado de un numeroso tumulto de orcos que luchaban entre sí. El elfo oscuro azuzaba a uno de los bandos con palabras que Entreri no logró entender, mientras iba diezmando sistemáticamente al otro, lanzando una daga tras otra.
Entreri se detuvo a la sombra de un árbol para contemplar el espectáculo.
Como era de esperar, pasado un momento Jarlaxle cambió de bando, empezó a lanzar gritos y a arrojar dagas a los orcos a los que poco antes animaba.
El número de orcos iba disminuyendo a ojos vista, tan evidente era que incluso las estúpidas bestias acabaron por entender la mortal estrategia del drow y, todos a una, se lanzaron contra él.
Sin embargo, el elfo oscuro no se amedrentó cuando una docena de lanzas volaron en su dirección. Ninguna de ellas dio en el blanco, en parte gracias a la magia de desplazamiento que poseía su capa y en parte también a la mala puntería de los orcos. Jarlaxle contraatacó lanzando una daga tras otra, mientras giraba sobre sí mismo en la peña, apuntando por turnos al orco que más cerca tenía y haciendo gala de una infalible puntería.
Entreri emergió de las sombras hecho una furia, esgrimiendo eficazmente la daga y creando con la espada cortinas de ceniza que flotaban en el aire, dividiendo el campo de batalla a su conveniencia. Inevitablemente se las arregló para enfrentarse contra un solo orco cada vez e, inevitablemente, le bastaban unas pocas estocadas y puñaladas para que el orco en cuestión cayera al suelo herido de muerte.
Poco después, Entreri y Jarlaxle ascendían lentamente por la ladera de la montaña. El drow se lamentaba del mísero botín de monedas de plata que había hallado en los orcos muertos. Entreri apenas le prestaba atención, pues le preocupaba mucho más la llamada que había atraído a los orcos, la súplica, el grito de socorro de Crenshinibon. En esa ocasión se había tratado de una desordenada banda de orcos, pero ¿a qué otras criaturas más poderosas podría recurrir la Piedra de Cristal la próxima vez?
—La llamada de la piedra es muy potente —admitió a Jarlaxle.
—Tiene siglos de existencia y sabe cómo sobrevivir.
—Esa existencia acabará pronto —declaró el asesino con acritud.
—¿Por qué? —inquirió el drow con auténtica inocencia.
Fue el tono más que las palabras en sí lo que hizo que Entreri se detuviera bruscamente y diera media vuelta para clavar la mirada en su sorprendido compañero.
—¿Ya empiezas otra vez?
—Amigo mío, sé por qué crees que ni tú ni yo debemos poseer la Piedra de Cristal pero ¿significa eso que deba ser destruida? —El elfo oscuro hizo una pausa e indicó por señas a Entreri que lo siguiera hasta situarse al borde de un barranco bastante profundo, desde el que se dominaba un remoto valle—. ¿Por qué no la arrojas a este barranco? Tírala y que caiga donde sea.
Entreri observó el remoto valle y a punto estuvo de seguir el consejo de Jarlaxle. Pero, en el último momento, la verdad acudió con fuerza a su mente.
—Porque pronto hallaría el modo de regresar con nuestros enemigos —replicó—. La Piedra de Cristal ha detectado un gran potencial en Rai’gy.
—Es muy probable —convino Jarlaxle—. El gran defecto de Rai’gy ha sido siempre su excesiva ambición. Pero ¿por qué te preocupas? Deja que Rai’gy posea la piedra y se haga con todo Calimport, si es que Crenshinibon se la consigue. ¿Qué le importa a Artemis Entreri? Tú te has ido de la ciudad y no regresarás en mucho tiempo. Mi antiguo lugarteniente estaría tan ocupado tratando de sacar el máximo provecho de la piedra, que no pensaría en nosotros. Si nos libramos de la carga que representa Crenshinibon, no tendremos que preocuparnos de que nadie nos persiga.
Entreri ponderó las palabras de Jarlaxle, aunque había algo que le inquietaba.
—La Piedra de Cristal sabe que pretendo destruirla. Sabe que la odio profundamente y que hallaré el modo de deshacerme de ella. Rai’gy es consciente de la amenaza que representas; mientras tú vivas, él nunca podrá estar seguro de su posición en Bregan D’aerthe. ¿Qué ocurriría si regresaras a Menzoberranzan con la intención de reclutar a tus antiguos camaradas y destronar a los insensatos que trataron de arrebatarte Bregan D’aerthe?
Jarlaxle no respondió, pero un centelleo en sus ojos oscuros le dijo al asesino que esa idea le resultaba de lo más tentadora.
—Rai’gy te quiere muerto —afirmó Entreri sin ambages—. Necesita que mueras y, con la Piedra de Cristal en sus manos, no le sería muy difícil matarte.
El brillo en los ojos de Jarlaxle no se apagó, pero tras un breve momento de reflexión, el elfo oscuro se limitó a encogerse de hombros y decir:
—Después de ti.
Humano y drow regresaron junto a los caballos y enfilaron las sendas que habrían de conducirlos al noreste, a las montañas Copo de Nieve y a Espíritu Elevado. A Entreri le complacía bastante cómo había manejado a Jarlaxle y le satisfacía la fuerza de los argumentos que había esgrimido para defender la necesidad de destruir la Piedra de Cristal.
No obstante, sabía que no eran más que paja, una justificación de lo que sentía. Sí, estaba decidido a destruir la Piedra de Cristal y no pararía hasta conseguirlo, pero no porque temiera represalias ni persecuciones. Entreri quería acabar con Crenshinibon simplemente porque la mera existencia de esa reliquia le revolvía el estómago. La piedra lo había ofendido mortalmente al tratar de manipularlo. No le importaba que el mundo fuese un lugar mejor sin Crenshinibon, pero creía que disfrutaría mucho más de su propia existencia sabiendo que no compartía el mundo con un objeto tan repugnante y perverso como la Piedra de Cristal.
Desde luego, Crenshinibon conocía los sentimientos de Entreri y estaba furiosa, pero únicamente le quedaba la esperanza de hallar a alguien más débil de espíritu pero más fuerte físicamente que acabara con Artemis Entreri y la liberara.