14

Cuando la arena se acaba

El principal pensamiento de Entreri era que había ido a Dallabad con la intención de robar la Piedra de Cristal, al coste que fuera para Jarlaxle, aunque no podía evitar sentir un poco de compasión hacia el jefe mercenario. El asesino no dejaba de repasar mentalmente una y otra vez ese singular pensamiento y su objetivo, sospechando que en Dallabad, donde Crenshinibon poseía su máximo poder, la piedra podría leer sus pensamientos.

Jarlaxle lo esperaba en el primer piso de la torre, en una habitación circular únicamente amueblada con dos sillas y un pequeño escritorio. El mercenario aguardaba dentro, justo enfrente de la puerta por la que entró Entreri. El asesino se dio cuenta de que Jarlaxle se había colocado lo más lejos posible de él.

—Saludos —dijo Entreri.

Jarlaxle, que curiosamente no llevaba parche ese día, ladeó su sombrero de ala ancha y preguntó:

—¿A qué has venido?

Entreri lo miró como si la pregunta lo sorprendiera, aunque mentalmente dio un giro irónico al propósito, nada secreto, que lo había llevado a Dallabad. «¡También a mí me gustaría saberlo!».

La inusitada expresión ceñuda de Jarlaxle indicó al asesino que Crenshinibon había oído sus pensamientos e instantáneamente se los había comunicado al drow. Sin duda, ahora el artilugio trataba de persuadir a Jarlaxle para que acabara con él, aunque era evidente que el jefe mercenario se resistía.

—Actúas como un estúpido —dijo Jarlaxle hablando cada vez más forzadamente a medida que se agudizaba la lucha que se libraba en su interior—. Aquí no tienes nada que ganar.

Entreri se irguió y asumió una pose pensativa.

—Entonces quizá debería irme.

Jarlaxle ni siquiera parpadeó.

Aunque no albergaba la esperanza de coger desprevenido a alguien tan astuto como Jarlaxle, Entreri pasó a la acción rápidamente, lanzándose hacia adelante y rodando sobre sí mismo, tras lo cual se levantó y corrió directamente hacia su rival.

Jarlaxle agarró la bolsa que le colgaba del cinto —ni siquiera debía sacar la piedra— y extendió la otra mano hacia el asesino, de la que salió disparada una línea de pura energía blanca.

Entreri la detuvo con el guantelete con repuntes rojos, que absorbió la energía y la contuvo. Al menos, una parte, pues era un poder demasiado grande para ser controlado por completo. El asesino sintió un dolor agónico, aunque sabía que era una parte ínfima de lo que habría sentido si no llevara el guantelete.

¿Hasta dónde llegaba el poder de la reliquia?, se preguntó Entreri sobrecogido, y pensando que quizá no saldría de ésa.

Temeroso de que la energía fundiera el guantelete o lo consumiera, Entreri devolvió la magia hacia la fuente de donde procedía. No apuntó a Jarlaxle, pues no tenía intención de matarlo, sino que la arrojó contra la pared, al lado del drow. La energía estalló en una explosión abrasadora, cegadora y atronadora, que hizo tambalearse tanto al humano como al elfo.

Entreri siguió avanzando en línea recta, esquivando o interceptando con la espada la lluvia de dagas que le arrojaba el mercenario. El asesino paró una, otra lo rozó y esquivó otras dos más. Entonces se abalanzó hacia el elfo oscuro con la idea de superarlo por su mayor fuerza física.

Pero falló estrepitosamente y fue a estrellarse contra la pared, detrás de Jarlaxle.

El drow llevaba una capa de desplazamiento o quizás era cosa de ese extravagante sombrero, se dijo Entreri, aunque apartó tales reflexiones de su mente al darse cuenta de que se encontraba en una posición vulnerable. Rápidamente se dio media vuelta, dibujando con la Garra de Charon un amplio arco de ceniza que impedía verse a los dos adversarios.

El asesino atravesó con ímpetu la barrera visual con tal decisión, que Jarlaxle quedó momentáneamente confundido, lo que Entreri aprovechó para llegar hasta él y, esta vez, calcular bien el ángulo del ataque y acercarse lo suficiente para que su propia forma de magia funcionara.

Con una destreza superior a la de casi cualquier hombre vivo, Entreri guardó la Garra de Charon en su vaina y empuñó la daga con la mano enguantada, mientras que con la otra mano sacaba la bolsa idéntica a la del drow. Girando sobre sí mismo, pasó junto a Jarlaxle, que justamente se ponía en pie a toda prisa, y rápidamente le cortó la bolsa que le pendía del cinturón, la atrapó con la mano enguantada y dejó caer la bolsa falsa a los pies del mercenario.

Jarlaxle descargó sobre el humano una serie de fuertes golpes con lo que parecía un martillo de hierro. Entreri se alejó rodando sobre sí mismo y echó un vistazo hacia atrás justo a tiempo de interceptar otra daga, aunque la siguiente se le hundió en un costado. El asesino se dobló sobre sí mismo, gruñendo de dolor, y se apartó dificultosamente de su rival que, ahora lo veía, sostenía un pequeño martillo de guerra.

—¿Crees que necesito la Piedra de Cristal para destruirte? —preguntó Jarlaxle muy confiado, inclinándose para recoger la bolsa. Entonces alzó el martillo de guerra, susurró algo y el arma se encogió hasta convertirse en una diminuta réplica, que el mercenario se guardó bajo la cinta de su gran sombrero.

Entreri apenas podía oírlo ni verlo. Aunque la daga no se le había clavado muy profundamente, el dolor era muy intenso. Para empeorar la situación, en su cabeza empezaba a sonar una nueva canción, una voz que le exigía que se rindiera al poder de la reliquia que ahora tenía en sus manos.

—Puedo matarte de cien formas distintas, mi antiguo amigo —dijo Jarlaxle—. Tal vez sea mejor dejárselo a Crenshinibon, pues admito que a mí no me apetece demasiado torturarte.

Entonces Jarlaxle agarró firmemente la bolsa, y en su rostro se pintó una curiosa expresión.

Entreri seguía sin poder apenas oír nada de lo que decía Jarlaxle ni ver sus movimientos. La Piedra de Cristal le invadía la mente y le mostraba imágenes de total desesperación tan abrumadoras, que el poderoso asesino casi cayó de rodillas y se puso a llorar.

Jarlaxle se encogió de hombros, se secó el sudor de la mano en la capa y se sacó del brazalete encantado otra daga de su reserva inagotable. Entonces se dispuso a rematar al en apariencia indefenso humano.

—Por favor, dime por qué debo hacer esto —pidió el drow—. ¿Es que la Piedra de Cristal te estaba llamando? ¿O es que te has vuelto demasiado ambicioso?

Entreri únicamente veía imágenes de desesperación y sentía una angustia más profunda que nada que hubiera conocido.

En la maltratada mente del asesino un pensamiento logró abrirse paso: ¿por qué la Piedra de Cristal no invocaba toda su energía y lo consumía allí mismo?

¡Porque no puede!, respondió la fuerza de voluntad de Entreri. Porque ahora tú la posees, aunque a ella no le guste.

—¡Dímelo! —insistió Jarlaxle.

Entreri hizo acopio de toda su fortaleza mental, echó mano de la última pizca de disciplina que tantas décadas había tardado en adquirir y ordenó a la reliquia que interrumpiera toda conexión con él. La piedra se resistió, aunque sólo momentáneamente. El muro que había alzado Entreri era de pura disciplina y pura ira, por lo que Crenshinibon quedó tan aislada como lo había estado durante el tiempo que estuvo en poder de Drizzt Do’Urden. En esa ocasión, el artilugio había quedado anulado por los principios morales de Drizzt, que era un íntegro vigilante, mientras que Entreri utilizaba su fuerza de voluntad. Pero el efecto era el mismo; la piedra nada podía hacer.

Justo a tiempo, pues en un parpadeo, Entreri vio una andanada de dagas que volaban en su dirección. El asesino esquivó algunas y otras las desvió a duras penas con su propia daga, evitando al menos que le dieran de lleno. Una le alcanzó en la cara, en la mejilla justo bajo un ojo, pero Entreri le había dado la vuelta, por lo que lo golpeó con la empuñadura y no con la punta. Otra le pasó rozando el brazo, abriéndole un largo tajo.

—¡Podría haberte matado con el rayo que devolví! —gritó con dificultad el asesino.

Nuevamente el brazo de Jarlaxle se movió y arrojó una daga baja, que dio a Entreri en el pie. Pero las palabras que había gritado el humano surtieron efecto, pues el mercenario se detuvo con el brazo alzado, daga en mano lista para ser arrojada. Sus ojos se clavaron con curiosidad en los de Entreri.

—Podría haberte matado con tu propio ataque —gruñó entre dientes Entreri, presa del dolor.

—Temías destruir la Piedra de Cristal —arguyó Jarlaxle.

—¡La energía de la piedra no puede destruirla a ella!

—Has venido a matarme —lo acusó Jarlaxle.

—¡No!

—¡Has venido para arrebatarme la Piedra de Cristal, al coste que sea!

Entreri tuvo que apoyarse contra la pared pues el dolor era tan intenso que las piernas le fallaban. Armándose de valor, clavó la mirada en los ojos del drow, aunque con un solo ojo ya que el otro lo tenía tan hinchado que no podía abrirlo.

—He venido aquí justo para que creyeras eso, a pesar de la piedra —declaró el asesino muy lentamente, acentuando cada palabra.

Jarlaxle contrajo el rostro en una expresión de confusión insólita en él, y el brazo que empuñaba la daga empezó a descender lentamente.

—¿Qué te propones? —preguntó. La curiosidad había reemplazado la cólera.

—Vienen a por ti —se explicó Entreri vagamente—. Debes prepararte.

—¿Quiénes vienen?

—Rai’gy y Kimmuriel. Han decidido que tu reinado sobre Bregan D’aerthe ha llegado a su fin. Has expuesto a la banda a demasiados enemigos muy poderosos.

La expresión de Jarlaxle reflejó todo un espectro de emociones que iban de la confusión a la cólera. Entonces bajó la mirada hacia la bolsa que sostenía en una mano.

—La Piedra de Cristal te ha engañado —afirmó Entreri. Por fin, el dolor remitió un poco y el asesino pudo erguirse ligeramente. Con dedos temblorosos, se arrancó la daga del costado y la dejó caer al suelo—. Crenshinibon te está haciendo perder la razón. Y, al mismo tiempo, le irrita tu habilidad para…

El asesino se interrumpió cuando Jarlaxle abrió la bolsa y metió dentro una mano para tocar la piedra, mejor dicho la imitación. Antes de proseguir, Entreri percibió un brillo en el aire, un resplandor azulado que atravesaba la habitación. Entonces, se encontró de pronto mirando hacia el oasis Dallabad como si mirara a través de una ventana.

Rai’gy, Kimmuriel, Berg’inyon y otros dos soldados de Bregan D’aerthe aparecieron en el portal.

Entreri se obligó a erguirse y gruñó, tratando de olvidar el dolor, consciente de que si no daba el cien por cien estaba perdido. Mientras Rai’gy levantaba una curiosa linterna, el asesino se fijó en que Kimmuriel no había cerrado la puerta dimensional.

Tal vez esperaban que la torre se desplomara o querían mantener abierta una vía de escape.

—No os he hecho llamar —dijo Jarlaxle a modo de saludo, mientras sacaba la Piedra de Cristal de su bolsa—. Os convocaré cuando os necesite.

El imponente mercenario se mantenía erguido, con la vista clavada en Rai’gy. Su expresión era la de alguien totalmente capaz e investido de gran autoridad, pensó Entreri.

Rai’gy levantó la linterna, cuyo resplandor bañó a Jarlaxle y a Crenshinibon en su suave luz.

Entreri se dio cuenta de que ése era el objeto que debía neutralizar la Piedra de Cristal, lo único que podía decantar la balanza hacia uno u otro lado. Los intrusos habían cometido un error táctico con el que Entreri ya contaba; se habían concentrado en la Piedra de Cristal y habían dado por hecho que el juguete de Jarlaxle sería el artilugio mágico dominante.

Ya ves qué pensaban hacerte, dijo telepáticamente Entreri a la piedra, que se había metido debajo del cinturón. ¿Y a éstos has elegido para que te lleven a la gloria que mereces?

Entreri notó la momentánea confusión de Crenshinibon, sintió que replicaba que Rai’gy únicamente iba a inutilizarla para hacerse con ella y que…

En ese instante de confusión, Artemis Entreri pasó a la acción mientras gritaba telepáticamente a Crenshinibon que derrumbara la torre. Al mismo tiempo, se abalanzó sobre Jarlaxle y desenvainó la Garra de Charon.

Tan de sorpresa cogió a la piedra, que ésta a punto estuvo de obedecer. Una violenta sacudida estremeció la torre y, si bien no causó daños reales, bastó para desequilibrar a Berg’inyon y a los otros dos guerreros que se disponían a interceptar a Entreri, y para interrumpir el hechizo que estaba conjurando Rai’gy.

El asesino cambió de dirección y cargó contra el soldado drow más cercano, cogiéndolo con la guardia baja. Después de arrancarle la espada de las manos de un golpe, lo apuñaló. El elfo oscuro cayó al suelo, y el asesino alzó la espada, llenando el aire de ceniza negra y confusión.

Entonces se lanzó hacia Jarlaxle rodando lateralmente. El jefe estaba transfigurado, con la mirada fija en la piedra que sostenía en una mano como si hubiera sido traicionado.

—Olvídalo —gritó el asesino, mientras tiraba del drow a un lado. Un instante después una flecha (naturalmente envenenada) disparada por una ballesta de mano pasó junto a él silbando—. Hacia la puerta —le susurró, empujándolo en esa dirección—. ¡Lucha por tu vida!

Lanzando un gruñido, Jarlaxle se guardó la piedra en la bolsa y pasó a la acción, uniéndose al asesino, que luchaba con su espada. Veloz como el rayo, lanzó una andanada de dagas a Rai’gy, aunque, como era de prever, el hechicero se defendió con un conjuro que tornó su piel tan dura como una piedra. La siguiente andanada fue dirigida a Kimmuriel, el cual se limitó a absorber el poder de las dagas, levantando una barrera cinética.

—¡Vamos, dásela de una vez! —gritó de pronto Entreri. El asesino se estrelló contra el costado de Jarlaxle, le arrebató la bolsa y se la lanzó a Rai’gy y Kimmuriel, o mejor dicho más allá de los dos drows, al otro extremo de la habitación, lo más lejos posible de la puerta mágica que había abierto el psionicista. Inmediatamente Rai’gy se volvió, intentando que el resplandor de la linterna siguiera bañando la poderosa reliquia, mientras Kimmuriel corría a recuperarla. El asesino vio entonces su oportunidad, por desesperada que fuera.

Agarró violentamente al sorprendido Jarlaxle y lo arrastró hacia el portal mágico.

Berg’inyon les cortó el paso cargando contra ellos, moviendo furiosamente sus dos espadas para tratar de hallar un hueco en las defensas de Entreri. Pero el asesino, digno rival de Drizzt Do’Urden, conocía a la perfección el estilo de lucha con espada a dos manos. Así pues, fue parando los golpes limpiamente mientras se movía alrededor del avezado guerrero drow.

Jarlaxle se agachó rápidamente para esquivar el arco que el otro soldado trazaba con su espada, arrancó la espléndida pluma que adornaba el sombrero, se la llevó a los labios y sopló con fuerza. El aire se llenó de plumas delante de él.

El soldado lanzó un grito y trató de apartarlas a manotazos. Para su horror, al golpear una que se resistía a moverse, se convirtió en una monstruosa criatura de tres metros de altura semejante a un pájaro; un diatryma.

Entreri contribuyó a crear más confusión blandiendo la espada como un loco y llenando el aire de cenizas. No obstante, no perdía de vista su objetivo y se movía alrededor de los aceros rivales en dirección a la puerta dimensional. Sabía que él solo podría abrirse paso fácilmente hasta allí, pues tenía la auténtica Piedra de Cristal pero, por alguna razón que no comprendía y en la que prefería no pensar, se volvió, agarró de nuevo a Jarlaxle y lo arrastró tras de sí.

Pagó cara la dilación. Rai’gy logró lanzar una lluvia de misiles mágicos que se hundieron profundamente en el asesino. Éste se fijó amargamente en que los que el hechicero había lanzado contra Jarlaxle eran absorbidos por el broche que adornaba la cinta de su sombrero. El jefe mercenario parecía un pozo sin fondo de trucos.

—¡Mátalos! —oyó Entreri que decía Kimmuriel, y de inmediato sintió la espada de Berg’inyon a su espalda que se le acercaba con intenciones asesinas.

Entreri se encontró de pronto que atravesaba rodando la puerta mágica y caía, desorientado, sobre las arenas de Dallabad. No obstante, conservó la suficiente presencia de ánimo para levantarse a duras penas, agarrar al también desorientado Jarlaxle y arrastrarlo con él.

—¡Tienen la piedra! —protestó el mercenario.

—¡Deja que se queden con ella! —gritó a su vez Entreri.

A sus espaldas, al otro lado de la puerta dimensional, el asesino oyó las carcajadas de Rai’gy. El hechicero drow creía que poseía la Piedra de Cristal y muy pronto trataría de utilizarla para conjurar un rayo de energía igual al que había acabado con el espía huido. Tal vez ésa era la razón por la que no los perseguían por el portal.

Mientras corría, Entreri se llevó la mano una vez más hacia la auténtica Piedra de Cristal. Percibió que la reliquia estaba encolerizada y desconcertada, y comprendió que no le había hecho ninguna gracia que Entreri se hubiera aproximado a Jarlaxle y hubiera hecho caer sobre ella parte de la luz neutralizadora que emitía la linterna de Rai’gy.

—Cancela la puerta mágica. Déjalos dentro atrapados y aplástalos —ordenó a la piedra.

Al mirar atrás, comprobó que la puerta de Kimmuriel, la mitad de la cual se hallaba dentro de los dominios absolutos de Crenshinibon, había desaparecido.

—Ahora la torre. ¡Derríbala y juntos construiremos muchas más en todo Faerun! —prometió Entreri con ardor y entusiasmo. La reliquia aceptó de inmediato la oferta que el humano le hacía, y que era justamente lo que ella siempre ofrecía a sus poseedores.

Entreri y Jarlaxle oyeron un ruido sordo que sacudía el suelo bajo sus pies.

Ambos siguieron corriendo hacia un campamento montado junto al pequeño estanque de Dallabad. A su espalda resonaban los gritos de los soldados de la fortaleza así como exclamaciones de asombro de los mercaderes que hacían escala en el oasis.

El griterío aumentó cuando los mercaderes distinguieron a las dos figuras que corrían hacia ellos y vieron que una de ellas era, nada más y nada menos, que un elfo oscuro.

Ni Entreri ni Jarlaxle disponían de tiempo para negociar con el asustado y confuso grupo, por lo que corrieron directamente hacia los caballos atados a un carro cercano, y los liberaron. Instantes más tarde, humano y drow abandonaban Dallabad al galope en medio de un coro de gritos airados y maldiciones.

Jarlaxle no parecía sentirse muy a gusto montando un caballo a plena luz del día, pero Entreri era un buen jinete y pronto impuso su ritmo a su compañero, pese a que debía cabalgar inclinado hacia adelante y a un lado, en un intento por tratar de restañar las heridas.

—¡Tienen la Piedra de Cristal! —gritó enfadado Jarlaxle—. ¿De veras crees que podremos huir?

—Con su propia magia han vencido a la Piedra de Cristal, y ahora no puede ayudarlos a capturarnos —mintió Entreri.

Detrás de ellos, la primera torre se desplomó con estrépito, mientras que la segunda cayó sobre la primera con una atronadora explosión provocada por las energías que se liberaban de golpe. Toda la magia se disipó rápidamente en el viento.

Pero Entreri no se hacía ilusiones de que la catástrofe hubiera afectado a Rai’gy y Kimmuriel ni a sus secuaces. Eran demasiado rápidos y astutos. Su única esperanza era que lo ocurrido los distrajera el tiempo suficiente para que él y Jarlaxle pudieran alejarse cuanto fuera posible. No conocía el alcance de sus heridas, pero sabía que eran graves y se sentía muy débil. Lo último que necesitaba en esos momentos era otra lucha con el hechicero y el psionicista, o con un espadachín tan experto como Berg’inyon Baenre.

Por suerte los minutos fueron pasando, y no había ni rastro de perseguidores. Al cabo de una hora, tanto jinetes como monturas tuvieron que reducir el ritmo porque estaban exhaustos. En su cabeza el asesino oía las promesas que le susurraba Crenshinibon, instándolo a que construyera otra torre allí mismo que les diera refugio y donde pudieran descansar.

Casi lo hizo y por un momento llegó a preguntarse por qué llevaba la contraria a la Piedra de Cristal, cuyos métodos parecían conducir a los mismos objetivos que ahora se marcaba él mismo.

El asesino descartó la idea con una sonrisa de comprensión que más bien parecía una mueca dirigida a sí mismo. Crenshinibon era realmente inteligente y no dejaba nunca de buscar la manera de vencer cualquier resistencia.

Además, Artemis Entreri ya había previsto que debería huir del oasis Dallabad por el desierto. Al desmontar del caballo, se dio cuenta de que apenas podía sostenerse en pie. No obstante, se las arregló para quitarse la mochila de la espalda y tirarla al suelo ante él, tras lo cual hincó una rodilla y empezó a tirar de los cordeles.

Jarlaxle acudió inmediatamente en su ayuda.

—Una poción —le explicó el asesino, tragando con fuerza y respirando entrecortadamente.

El drow rebuscó en la mochila hasta encontrar un frasco pequeño lleno de un líquido blanco azulado.

—¿Una medicina? —inquirió.

Entreri hizo un gesto de asentimiento e indicó por señas que se lo entregara, pero Jarlaxle lo apartó de él.

—Tienes mucho que explicar. Me atacaste y les entregaste la Piedra de Cristal.

Entreri, con la frente perlada de sudor, volvió a reclamar la poción curativa. Se llevó una mano a un costado y, al mirarla, vio que la tenía manchada de sangre.

—Buen disparo —comentó al elfo oscuro.

—No pretendo entenderte, Artemis Entreri. Tal vez por eso disfruto tanto con tu compañía —dijo Jarlaxle, al tiempo que le entregaba la poción.

Entreri se tragó el líquido de un solo trago y se sentó sobre los talones, al mismo tiempo que cerraba los ojos y dejaba que el brebaje calmante hiciera efecto y le curara alguna de sus heridas. Ojalá tuviera cinco frascos más como ése, pero con uno tendría que bastar para mantenerlo con vida e iniciar su restablecimiento.

Jarlaxle se quedó mirándolo unos momentos, tras lo cual centró su atención en un problema más inmediato.

—Este sol nos matará —afirmó, alzando la vista hacia el ardiente y abrasador astro rey.

En respuesta, Entreri metió una mano en su mochila y sacó un pequeño modelo a escala de una tienda marrón. Se la acercó, susurró unas palabras y la arrojó a un lado. Inmediatamente el modelo se expandió hasta alcanzar un tamaño más que respetable.

—¡Ya basta! —dijo Entreri cuando fue lo suficientemente grande para albergar cómodamente a él mismo, a Jarlaxle y a los dos caballos.

—Será un magnífico reclamo —comentó Jarlaxle.

—No creas —replicó Entreri, hablando dificultosamente—. Una vez que nos metamos dentro, se encogerá por sí misma hasta llegar a un tamaño de bolsillo.

—Nunca mencionaste que poseías una herramienta tan útil para el desierto —comentó Jarlaxle risueño.

—Porque no la poseía, hasta anoche.

—Así pues, sabías que acabaríamos así: como fugitivos en el desierto —razonó el jefe mercenario, creyéndose muy astuto.

Pero, en vez de discutir, Entreri se limitó a encogerse de hombros mientras Jarlaxle lo ayudaba a levantarse.

—Era más bien una esperanza.

Jarlaxle le lanzó una mirada de curiosidad, pero no insistió. Ya habría tiempo. Entonces volvió la vista hacia la lejana Dallabad, obviamente preguntándose qué suerte habrían corrido sus antiguos lugartenientes y cómo se había llegado a aquella situación. No solía suceder que el astuto Jarlaxle se sintiera confundido.

—Tenemos lo que deseábamos —recordó Kimmuriel a su indignado compañero—. Ahora Bregan D’aerthe es nuestro y podremos regresar a nuestro hogar: la Antípoda Oscura y Menzoberranzan.

—¡Ésta no es la Piedra de Cristal! —protestó Rai’gy, arrojando la imitación al suelo.

—¿Acaso nuestro objetivo era conseguir la reliquia? —inquirió Kimmuriel, suspicaz.

—Jarlaxle aún la tiene. ¿Cuánto tiempo crees que nos permitirá mandar Bregan D’aerthe? Debería estar muerto, y Crenshinibon debería estar en mi poder.

La taimada expresión de Kimmuriel no cambió ante la curiosa elección de palabras del hechicero, pues comprendía que estaban inspiradas por la misma Crenshinibon en su afán de esclavizar a Rai’gy. Por suerte Yharaskrik le había descubierto la verdadera naturaleza del poderoso y peligroso artilugio. Sin embargo, con Jarlaxle todavía con vida, Kimmuriel admitía que su posición era muy inestable.

El psionicista nunca había deseado convertir a Jarlaxle en su enemigo, no porque ese drow más experimentado que él le inspirara ningún sentimiento de amistad, sino por miedo. Tal vez Jarlaxle se encontraba en esos mismos momentos de camino a Menzoberranzan para reunir a la parte de Bregan D’aerthe que se había quedado en la Antípoda Oscura —más de la mitad— y lanzarlos contra Rai’gy, Kimmuriel y sus seguidores. Era posible que Jarlaxle reclutara los servicios de Gromph Baenre, el archimago de Menzoberranzan, para que midiera sus poderes mágicos contra los de Rai’gy.

No era una perspectiva halagüeña, pero Kimmuriel veía que la frustración de Rai’gy nacía más bien del hecho de que la Piedra de Cristal se les hubiera escapado que de que el propio Jarlaxle hubiera huido.

—Tenemos que encontrarlos —declaró el mago—. Quiero a Jarlaxle muerto. Si no, jamás estaremos seguros.

—Ahora eres el jefe de una banda de mercenarios varones con sede en Menzoberranzan. Jamás estarás a salvo de los juegos de las matronas ni de las intrigas de otros drows. Es el precio que hay que pagar por el poder, amigo mío.

Pero la mirada que le lanzó Rai’gy no era de amistad. Estaba enfadado, más de lo que Kimmuriel jamás lo hubiera visto. Anhelaba desesperadamente poseer a Crenshinibon, al igual que Yharaskrik, como bien sabía Kimmuriel. Si conseguían atrapar a Jarlaxle y a Crenshinibon, pensaba asegurarse de que la piedra fuera a parar a manos del illita. Prefería que Yharaskrik y otros desolladores mentales se hicieran cargo de Crenshinibon para estudiarla y luego destruirla, antes que Rai’gy se la llevara a Menzoberranzan, aunque dudaba de que con la piedra accediera a regresar, pues, según Yharaskrik, el artilugio absorbía la mayor parte de su poder de la luz solar. Con Crenshinibon como aliada, Kimmuriel no podría bajar la guardia. La reliquia nunca lo aceptaría, nunca aceptaría que la disciplina mental del psionicista le impedía penetrar en su mente y controlarla.

Kimmuriel se sentía tentado de trabajar contra Rai’gy para frustrar como fuera sus planes de perseguir a Jarlaxle, pero era consciente de que, con Piedra de Cristal o sin ella, Jarlaxle era un adversario demasiado peligroso como para dejarlo libre.

Un golpe en la puerta lo arrancó de sus reflexiones. Berg’inyon Baenre entró seguido de varios soldados drows que arrastraban a una Sharlotta Vespers encadenada y golpeada. Otros soldados drows escoltaban a un fornido e imponente hombre rata.

Kimmuriel hizo señas al grupo de Sharlotta para se hiciera a un lado y poder encararse con el hombre rata.

—Gord Abrix a vuestro servicio, honorable Kimmuriel Oblodra —dijo el hombre rata, haciendo una profunda reverencia.

—¿Ahora eres tú el jefe de los hombres rata de Calimport? —le preguntó el drow con dureza.

—Sí. Los hombres rata están al servicio de la casa Basadoni. Al servicio de…

—Silencio. No necesitas saber más y mucho menos decirlo en voz alta —le gruñó Rai’gy y, pese a su tamaño, el hombre rata se encogió ante los elfos oscuros.

—Lleváoslo de aquí —ordenó Kimmuriel a los escoltas drows en su propio idioma—. Decidle que lo llamaremos cuando hayamos decidido qué función van a desempeñar los hombres rata.

Gord Abrix logró hacer una última reverencia antes de que lo echaran a empellones de la habitación.

—¿Y tú qué tienes que decir? —preguntó Kimmuriel a Sharlotta. El simple hecho de que pudiera preguntárselo en idioma drow le recordó que se hallaba ante una mujer de muchos recursos y, por tanto, potencialmente muy útil.

—¿Qué he hecho para merecer este trato? —replicó Sharlotta.

—¿Qué te hace pensar que debías hacer algo especial? —repuso Kimmuriel tranquilamente.

Sharlotta iba a responder, pero se dio cuenta de que nada podía decir para rebatir la lógica irrefutable de esa pregunta.

—Te encomendamos una importante misión, entrevistarte con el bajá Da’Daclan, y fallaste —le recordó Rai’gy.

—Entreri me engañó y me secuestró —protestó la mujer.

—No hay excusa para el fracaso. Y el fracaso merece un castigo… o algo peor.

—Pero escapé y os avisé de que Entreri se había puesto del lado de Jarlaxle —arguyó Sharlotta.

—¿Escapar? —repitió Rai’gy en tono incrédulo—. Según tú misma nos contaste, la halfling te dejó marchar porque estaba demasiado asustada para mantenerte prisionera.

Las palabras del hechicero resonaron en la cabeza de Kimmuriel, dándole muy mala espina. ¿Acaso eso formaba parte del plan de Entreri? Era muy sospechoso que él y Rai’gy hubieran llegado a la torre cristalina de Dallabad precisamente en el momento menos adecuado para atacar, con la verdadera Piedra de Cristal oculta y una imitación como señuelo. Kimmuriel se dijo que, más adelante, tendría que hablar con esa Dwahvel Tiggerwillies para hacer algunas averiguaciones.

—Vine enseguida a informaros. —Sharlotta se defendía con energía, hablando como alguien que, por fin, ha comprendido que no tiene nada que perder.

—No hay excusa para el fracaso —repitió Rai’gy con la misma vehemencia.

—Pero no somos despiadados —se apresuró a añadir Kimmuriel—. Personalmente creo incluso en la posibilidad de la redención. Según tú, has caído en desgracia por culpa de Artemis Entreri, por lo que tú misma tendrás que encontrarlo y matarlo. Tráeme su cabeza o seré yo quien te corte la tuya.

—Ni siquiera sé por dónde empezar —replicó la mujer, alzando las manos, con un gesto de impotencia—. ¿Qué recursos…?

—Dispondrás de todos los recursos y todos los soldados de la casa Basadoni y Dallabad, además de la total cooperación del jefe de los hombres rata y sus secuaces —respondió Kimmuriel.

La expresión de Sharlotta era de escepticismo, pero a Kimmuriel no se le escapó el fugaz centelleo que apareció en sus ojos. La mujer estaba tan indignada con Artemis Entreri como Kimmuriel y Rai’gy. Sharlotta era una adversaria astuta y peligrosa. Sin duda, sus esfuerzos por hallar a Entreri y destruirlo los ayudarían a neutralizar a Jarlaxle y a la peligrosa Piedra de Cristal.

—¿Cuándo empiezo? —inquirió la mujer.

—¿Qué haces todavía aquí? —preguntó Kimmuriel.

La mujer se puso en pie dificultosamente. Los guardias drow corrieron en su ayuda y le quitaron las cadenas a toda prisa.